El fracaso de la guerra contra las drogas
Hace poco más de cuarenta años, el entonces presidente de EEUU, Richard Nixon, lanzó la guerra internacional contra las drogas. Aunque las políticas prohibicionistas no eran ninguna novedad en tal país: en 1914 el Congreso decretó la prohibición de estupefacientes como la cocaína y la heroína, y en 1937 le llegó el turno a la marihuana, lo cierto es que podría debatirse sobre el interés que ponían las autoridades en que se cumplieran esas normas. Todo cambió en 1969. Pero sigamos haciendo un poco de historia.
En 1919 fue ratificada la XVIII Enmienda a la Constitución norteamericana, que prohibía la fabricación, venta, transporte e importación de bebidas alcohólicas. Una década más tarde, la llamada Prohibición era para todo el mundo un sonoro fracaso. Lo que antes era un negocio formal había degenerado en un mercado negro altamente lucrativo y muchas veces violento. Bandas criminales poderosas luchaban en las calles por el control del mercado, al tiempo que corrompían a las autoridades. Surgieron mafiosos emblemáticos como Al Capone. Las condiciones insalubres y la falta de controles de calidad sobre el alcohol causaron la muerte de miles de estadounidenses por intoxicación y envenenamiento.
La Prohibición fracasó, sí, en su ilusorio objetivo de impedir que los estadounidenses consumieran alcohol, y sus efectos secundarios —violencia, corrupción, insalubridad— probaron ser más perniciosos que los males relacionados con el alcoholismo. En 1933, mediante la ratificación de la XXI Enmienda, EEUU puso fin a tan fallido experimento. Sin embargo, y en no menor medida debido a prejuicios raciales, se dejaron intactas las leyes relacionadas con otras sustancias, así que la cocaína (consumida por afro-americanos), la marihuana (consumida por mexicanos) y el opio (consumido por chinos) siguieron siendo sustancias prohibidas.
Es imposible no establecer paralelismos entre la experiencia de la Prohibición y la Guerra contra las Drogas que se está librando en la actualidad en Estados Unidos y en Latinoamérica. La prohibición de las drogas ha hecho del narcotráfico un negocio extremadamente lucrativo. Esto se debe a que el precio de una sustancia ilegal se determina más por el costo de su distribución que por el de su producción. En el caso de la cocaína, el precio del producto final es más de cien veces superior al del inicial, la hoja de coca. La prima generada por la prohibición representa el 90 por ciento o más del precio minorista de un estupefaciente.
Jorge Castañeda y Rubén Aguilar, en su libro El narco: la guerra fallida, ilustran cómo el precio de la cocaína aumenta exponencialmente conforme se acerca a su destino final, en EEUU. Los autores encontraron que un kilo de cocaína pura se vendía en Colombia a aproximadamente 1.600 dólares; al llegar a Panamá, ese mismo kilo valía ya 2.500 dólares, que se convertían en 13.000 en la frontera norte de México, en 20.000 en EEUU y en 97.000 en las calles de las principales urbes de este último país.
Los márgenes de ganancia de los cárteles de la droga son, pues, enormes. De acuerdo a algunos estimados, una organización narcotraficante puede perder el 90 por ciento de su mercancía y aun así obtener beneficios. Según cifras de las Naciones Unidas, el comercio mundial de estupefacientes alcanza los 320.000 millones de dólares al año.
Una guerra allá afuera
El término bélico dado a la lucha contra el tráfico de drogas no es exagerado. Particularmente en nuestros países, miles de vidas se pierden todos los años como consecuencia de la violencia relacionada con el narcotráfico. En México, el más reciente estimado apunta a 28.000 asesinatos desde que el presidente Felipe Calderón declaró la guerra a los cárteles de la droga, en diciembre del 2006. La mayoría de las víctimas son personas ligadas al narco, sin embargo la cantidad de civiles inocentes ultimados en tiroteos va en aumento.
Los ingresos producto del tráfico internacional de drogas también han servido para financiar a grupos terroristas como las FARC colombianas o el Sendero Luminoso peruano. De tal forma, la Guerra Contra las Drogas no solo genera víctimas entre los traficantes, vendedores o consumidores de estupefacientes, también entre personas inocentes que se encuentran en el lugar equivocado a la hora equivocada.
Como ya ocurrió en tiempos de la Prohibición, la Guerra Contra las Drogas ha repercutido negativamente en la calidad del producto, con efectos devastadores para el consumidor. De acuerdo con un estudio elaborado hace unos años por James Ostrowski para el Cato Institute, el 80 por ciento de las muertes vinculadas al consumo de drogas son en realidad causadas por factores relacionados con el hecho de que éstas se comercialicen en el mercado negro, como la ausencia de dosis estandarizadas.
En EEUU, la militarización de la Guerra Contra las Drogas no hace sino ganar terreno. Cada día, más de cien casas son allanadas por equipos policiales paramilitares, frecuentemente a altas horas de la noche o en la madrugada. Desde inicios de los 80, el número de allanamientos efectuados por equipos SWAT (Special Weapons And Tactics) ha aumentado un 1.300%, desde los 3.000 de 1981 hasta los 40.000 de 2001, cifra que probablemente se haya quedado ya muy corta.
No todos estos operativos terminan de la mejor manera. Una investigación de Radley Balko, de la revista Reason, identificó 300 casos en que los equipos SWAT allanaron una casa equivocada; en 40 de ellos se mató a gente completamente inocente. Hay docenas de casos más en que transgresores no violentos de la ley (consumidores ocasionales de drogas) fueron igualmente ultimados.
En EEUU, cada año se arresta a 1,5 millones de personas por vulnerar las leyes anti-narcóticos. Desde 1989 se ha encarcelado a más gente por este tipo de actos que por todos los crímenes violentos juntos. En términos proporcionales, EEUU es el país con más población reclusa; está por encima incluso de países totalitarios como China. La tasa norteamericana de encarcelamientos es entre cuatro y siete veces superior a la de otras democracias occidentales, como el Reino Unido, Francia y Alemania.
Todo este esfuerzo supone una alta erogación fiscal. En total, el costo de la Guerra Contra las Drogas en EEUU ronda los 40.000 millones de dólares anuales, si se toman en cuenta los gastos que se realizan en todas las agencias federales y estatales relacionadas con los estupefacientes. Sin embargo, la carga más pesada recae sobre los países menos desarrollados, como los latinoamericanos. Un informe reciente del Banco Mundial señaló lo siguiente:
Los costos de la prohibición recaen desproporcionadamente sobre los países en desarrollo con cultivos asociados a la producción de drogas. Estos costos tienen que ver, por ejemplo, con la expropiación directa de la riqueza de los agricultores que cosechan tales productos y con la inestabilidad institucional causada por las organizaciones criminales que distribuyen las drogas.
En ningún lugar es más patente esta inestabilidad institucional que en México, donde la corrupción y la violencia relacionada con el narcotráfico es el pan de todos los días. A diferencia de lo que ocurrió en Colombia en los años 80 y 90, México no tiene capacidad institucional para hacer frente a los poderosos cárteles de la droga. Históricamente, el ejército mexicano ha estado mal equipado, y se ha dedicado más a desempeñar labores de rescate en zonas asoladas por catástrofes naturales que a sostener combates armados con grupos irregulares. Hasta hace pocos años México no contaba con una policía nacional, por lo que la lucha contra los narcotraficantes recaía en 32 policías estatales y más de 2.500 municipales: una fuerza, pues, muy fraccionada, además de mal preparada y, en muchas ocasiones, corrupta: según el propio secretario mexicano de Seguridad Pública, los cárteles gastan 1.200 millones de dólares al año en comprar la voluntad de 165.000 oficiales de policía.
El negocio de la droga mueve en México unos 39.000 millones de dólares cada año, por lo que los cárteles cuentan con el dinero suficiente para armarse hasta los dientes. Es una lucha desigual, donde las fuerzas de la seguridad llevan las de perder. Aun con la colaboración de EEUU —cuya asistencia tiene límites, debido al recelo que provoca cualquier presencia militar estadounidense en México—, los cárteles llevan ventaja. El Plan Mérida, aprobado hace unos años por el Congreso de EEUU, contempla la inversión de 1.400 millones en la cooperación en la lucha contra las drogas, dinero al que también tendrían acceso los países centroamericanos. Esa cifra no es sino una fracción del capital que manejan las organizaciones narcotraficantes.
¿Está funcionando?
A la hora de evaluar la Guerra Contra las Drogas, la interrogante radica entonces en si todas estas vidas perdidas, todo este dinero, toda esta violencia, toda esta corrupción, esta formidable erosión de las libertades civiles está, al menos, dando sus frutos. Pues bien, quizá baste con citar la primera frase del informe "Evaluación nacional sobre la amenaza de la droga" en su edición de 2010, informe elaborado por el Departamento de Justicia de EEUU: "En general, ha aumentado la disponibilidad de drogas ilícitas".
Los números no mienten. En el 2007 —último año para el cual hay datos disponibles—, el precio al detalle de un kilogramo de cocaína pura en las calles estadounidenses era el más bajo jamás registrado; era un 22% inferior al registrado en 1999, año en que se lanzó el Plan Colombia con el objetivo de detener la producción de cocaína en el país sudamericano.
Si bien el terreno sembrado con coca en Colombia ha disminuido un 60% en la última década, los avances tecnológicos en la producción de cocaína han facilitado un aumento de la productividad. El rendimiento por hectárea sembrada ha aumentado en casi dos tercios desde el 2000, como reportara recientemente The Economist. Así pues, hay menos área sembrada con coca, pero la cantidad de cocaína producida sigue siendo la misma. Más aún, durante el mismo periodo de tiempo la siembra de coca se ha disparado en Perú (donde se ha experimentado un aumento del 55%) y en Bolivia (42%). Según estimados de las Naciones Unidas, es probable que Perú ya haya superado a Colombia como principal productor mundial de coca.
La razón por la que la oferta es tan versátil radica en que la demanda es bastante estable. EEUU sigue siendo el principal consumidor de drogas ilegales. Tan solo en el 2008, más de 25 millones de estadounidenses mayores de 12 años (un 14% de la población) admitieron haber consumido alguna droga ilícita o un medicamento controlado sin prescripción médica. Según el 82% de los estudiantes norteamericanos del último año de secundaria, es "muy fácil" o "relativamente fácil" conseguir marihuana.
Si bien el mercado estadounidense es el más importante, no es el único que cuenta. El consumo de drogas ha ido en aumento en otras regiones, como Europa del Este y Asia Central, incluso en el Medio Oriente. Esto indica que, aun si EEUU lograra controlar el consumo de sustancias ilícitas en su territorio (algo que no ha conseguido en más de 40 años de combate contra las drogas), otras regiones podrían cubrir cualquier laguna en la demanda. Habrá demanda para rato, y, por tanto, también habrá oferta.
¿Qué hacer, entonces?
Claramente, el enfoque prohibicionista de la Guerra Contra las Drogas ha fracasado. Y si bien en EEUU el debate para un cambio de estrategia es prácticamente inexistente en el ámbito gubernamental, en otros lugares las cosas están cambiando.
No hace mucho el presidente mexicano, Felipe Calderón, causó revuelo al aceptar por primera vez que era necesario entablar un debate público y abierto sobre la legalización de las drogas, algo a lo que se había negado hasta ese momento. Según un editorial de El Universal, el cambio de actitud de Calderón tuvo que ver con una reunión que sostuvo días antes con el entonces presidente electo de Colombia, Juan Manuel Santos. Según fuentes de ese periódico, Santos le dijo a Calderón que el narcotráfico no está bajo control en el territorio colombiano y que México debería ser el país que lidere un debate público acerca de la legalización o despenalización de las drogas. Días después del anuncio de Calderón, su predecesor, Vicente Fox, anunció que lanzaba una campaña para promover la legalización de la producción, comercialización y consumo de estupefacientes.
De la misma opinión son los ex presidentes Fernando Enrique Cardoso (Brasil), César Gaviria (Colombia) y Ernesto Zedillo (México), quienes fueron los primeros ex jefes de Estado en hacer un llamado para "romper el tabú" y discutir alternativas a la prohibición, en el marco de lo cual sugirieron la despenalización de la marihuana.
En este contexto, el caso de Portugal ha llamado poderosamente la atención. En el 2001 ese país se convirtió en el primero en despenalizar el consumo de todas las drogas, cocaína y heroína incluidas. Un estudio de Glenn Greenwald publicado el año pasado por el Cato Institute encontró que la despenalización "no había tenido efectos adversos en las tasas de consumo de drogas", las cuales "en muchas ocasiones se encuentran ahora entre las más bajas de la Unión Europea". Asimismo, constató que había caído el número de encarcelamientos por cuestiones relacionadas con el narcotráfico había disminuido. En cuanto al número de muertes por sobredosis, ha experimentado una caída "espectacular".
Más datos del informe Greenwald sobre el caso portugués: el porcentaje de heroinómanos que se inyectan la droga ha pasado del 45 al 17, debido a que la nueva ley ha dado un gran protagonismo a los programas de desintoxicación. Ese descenso explica, a su vez, que los drogadictos representen sólo el 20% de los casos de VIH en el país ibérico, cuando antes de la despenalización representaban el 56. Por otro lado, como ya no temen ser tratados como criminales, cada vez son más los adictos que buscan ayuda. El número de inscritos en programas de sustitución de drogas ha pasado de los 6.000 de 1999 a los 24.000 de 2008. A todo esto, no se ha registrado un aumento en el consumo de drogas.
La experiencia de Portugal demuestra que hay alternativas. Sin embargo, la despenalización, aunque es un paso en la dirección correcta, no elimina el mercado negro en la producción y comercialización de las drogas. Eso sólo lo logra la legalización.
Al legalizar las drogas, los gobiernos tendrían más control sobre el mercado de estupefacientes; podrían regular y gravar su producción y venta, como ya hacen con el tabaco y el alcohol. Además, el dinero derivado de tales impuestos les permitiría brindar tratamiento a los adictos. Al igual que con la despenalización, la legalización haría posible afrontar de mejor manera el flagelo de la drogadicción, al remover el estigma que pesa sobre los consumidores.
Con todo, la mayor ventaja de la legalización es que ahuyentaría en gran medida a los elementos criminales del negocio de las drogas, lo cual haría disminuir, si no erradicar, la violencia y la corrupción asociadas a la prohibición.
Ningún defensor de la legalización ha dicho que ésta sea la panacea. Sin embargo, sí es sustancialmente mejor que la patentemente fracasada Guerra Contra las Drogas. La legalización no es una solución al problema de las drogas. La drogadicción continuará siendo un flagelo, pero, así como la prohibición del alcohol resultó ser un enfoque equivocado al problema del alcoholismo, de igual forma la Guerra Contra las Drogas ha sido una manera equivocada de afrontar los problemas relacionados con el uso abusivo de las drogas. Ya es hora de que caigamos en la cuenta.
© El Cato
Número 45-46
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