El fracaso del liberalismo en su intento por limitar el poder
"La democracia significa tan sólo el aplastamiento del pueblo, por el pueblo y para el pueblo" (Oscar Wilde)[1].
Resulta curioso que en esta etapa histórica, caracterizada por los enormes avances en materia de conocimiento y tecnología, por el logro de objetivos que, si bien hoy nos parecen normales, difícilmente pudieron ser concebidos por nuestros antepasados hace apenas un siglo, la crítica de la democracia se siga tantas veces sustentando sobre conceptos y argumentaciones ancestrales pensados para el modelo de la democracia directa, el de la Atenas del siglo V a. C. También desde el ámbito liberal se critica el modelo representativo, que se creía permanente e inamovible pero que ha evolucionado en un sentido diametralmente opuesto al que tenían en mente sus impulsores, que pasaba por el control y la restricción del poder político a fin de defender y garantizar la libertad y privacidad de los individuos.
El problema de la representación: el error del análisis democrático
La representación política se configura como la base del sistema democrático contemporáneo porque es el mecanismo a través del cual se relacionan y comunican dos esferas relativamente separadas, la de la sociedad y la del Estado. Por medio de la representación, la pluralidad de intereses particulares pretende influir de modo directo en la manera de actuar y legislar del Estado. La legitimidad y estabilidad del sistema son fundamentales para el buen funcionamiento del modelo representativo.
Son numerosas las voces que sostienen que este tipo de democracia está en crisis, una crisis que afecta incluso a su legitimidad y que se manifestaría en la desafección y desconfianza de la ciudadanía hacia sus representantes políticos y las instituciones. Los defensores de la democracia participativa abogan por dar más cancha a la ciudadanía en la esfera pública mediante la creación y desarrollo de nuevos mecanismos de participación política, lo cual supondría la transformación del modelo representativo vigente.
Nuestro sistema presenta importantes disfunciones y problemas, ya que es evidente el creciente distanciamiento entre la ciudadanía y sus representantes, así como el exitoso surgimiento de actores o movimientos sociales que vienen a sustituir o complementar a los partidos políticos tradicionales en su importante función de aglutinador de intereses y demandas sociales. Los defensores de la democracia participativa tienen como objetivo instaurar cauces de integración y participación social pensados más para la consecución de determinados, concretos, objetivos inmediatos que para la formación de un interés general o una voluntad colectiva. Para sus partidarios, la democracia participativa ha de servir de complemento de la representativa; una se encargaría de atender a lo particular y la otra a lo general.
A mi juicio, se trata de una concepción inviable. No considero plausible la implantación de mecanismos institucionalizados que den cabida a la representación de intereses particulares en el ámbito de la esfera pública, cuya principal característica consiste, precisamente, en agrupar dichos intereses para la conformación de una visión, un interés común o general.
En este sentido, la única institución capaz de dar cabida y respuesta a tal cantidad y pluralidad de intereses es el mercado[2], que tiene en la participación e interacción de los individuos su base y estructura fundamental.
Más que asistir a una crisis de representación, estamos ante una crisisde los partidos políticos, que se están mostrando incapaces de encauzar el conjunto de demandas presentes en la sociedad. ¿Por qué? Es una pregunta fundamental a la que, sorprendentemente, se presta muy poca atención.
La respuesta ya ha sido avanzada por los teóricos liberales. El hiperactivo Estado del Bienestar, tan expansivo, ha provocado la traslación a la esfera de lo público de intereses, demandas, peticiones y actividades propias de la esfera de lo privado. Sí: el enorme desarrollo del Estado intervencionista ha terminado por convertir cuestiones privadas en objetos de la atención pública, en un proceso que ha terminado por influir hasta en los ámbitos terminológicos y conceptuales.
El Estado Omnipotente ha multiplicado las demandas de quienes todo lo fían al poder público, lo cual ha terminado por colapsar los mecanismos institucionales de representación. Así las cosas, las iniciativas que pretenden expandir aún más la esfera pública no hacen más que agravar el problema. Por ello, resulta más lógico –y factible– seguir un camino radicalmente distinto: confiar más en el mercado y menos en el Estado. Y es que, repito, el mercado sí está capacitado para responder adecuadamente a las demandas de la sociedad y de los individuos que la conforman.
La cura de adelgazamiento del Estado que proponen estos autores pasa por asumir el modelo de Estado Mínimo, para lo cual –gran caballo de batalla- ha de forjarse un vasto acuerdo social sobre qué competencias y funciones ha de desempeñar aquél.
Aunque coincido plenamente en el diagnóstico del problema ofrecido por tales teóricos, no comparto sus soluciones, pues a mi juicio se equivocan a la hora de escoger los mecanismos conducentes al fin propuesto. En este punto, liberales y neoconservadores se muestran igualmente receptivos a la idea de estatalidad, dan por buena la estructura institucional vigente.
El problema de la limitación del poder: el error del análisis liberal
¿Cómo es posible asegurar que mediante la aplicación y restauración de conceptos liberales clásicos tendentes a limitar y restringir el ámbito de actuación del poder político no se volverá a repetir la historia, no volverá por sus fueros el Estado omnipotente y expansivo?
La voracidad regulatoria del Legislativo representa una amenaza formidable para la libertad en los regímenes democráticos. Y es una amenaza sancionada, al menos en teoría, por la mayoría de la ciudadanía, pues es ella quien elige a los legisladores. Los defensores del sistema argumentan que ahí están los límites constitucionales para poner coto a los excesos, pero ¿acaso no tienen los propios legisladores capacidad para alterar la Constitución? Así pues, no parece un contrapeso muy eficaz.
Nada tienen que ver los Legislativos de antaño con los del presente[3]. La incorporación progresiva de la dimensión democrática y social a la estructura y a la praxis del Estado ha tenido por consecuencia la hegemonía del Legislativo. La concentración del poder típica de los regímenes actuales sería impensable y del todo inaceptable en el Estado liberal del XIX, en que se imponía la cooperación complementaria entre el Parlamento, el Senado y la Corona.
En los regímenes actuales, el hecho de que el Ejecutivo haya de contar con la confianza del Legislativo se ha traducido en la plena identificación entre uno y otro, entre Gobierno y Parlamento. Al habla Leibholz[4]:
A tanto ha llegado el poder así acumulado, que no es raro ver calificado al Parlamento de soberano, o lo que es lo mismo, de instancia cuyas insuperables facultades le permiten hacer todo lo que quiera, salvo (...) hacer de un hombre una mujer, o viceversa.
Así pues, la democratización progresiva de nuestra vida política ha supuesto la expansión del poder legislativo hasta límites insospechados. Por otra parte, el Parlamento ya no es ese órgano representativo en el que los diputados acuerdan leyes y toman decisiones sin otra coacción que la que les impongan su conciencia y su prestigio; ahora, los legisladores son meros peones de sus partidos políticos, más atentos a los intereses de éstos que de los electores. Además, los grupos de interés, o lobbies, tratan de servirse del poder político para su propio beneficio. De este modo, la nuestra ha llegado a ser una democracia de masas, partidos y lobbies.
Lo político se ha salido de madre e irrumpido en prácticamente todos los ámbitos de la sociedad, con lo que ello conlleva de amenaza a las libertades y derechos básicos del individuo[5]. Ha emergido el tan denostado por los liberales clásicos despotismo democrático, la tiranía de la mayoría.
A tenor de lo que venimos diciendo, queda claro que el Estado liberal ha fracasado estrepitosamente: en estos últimos doscientos años el Poder no ha hecho sino expandirse, ganar terreno a costa de la ciudadanía.
El problema es que la limitación del Poder mediante la creación de un Estado Mínimo o la puesta en marcha de una democracia legalistano parece posible sobre la base de la democracia representativa. Es harto improbable que los detentadores del Poder decidan autolimitarse permanentemente; y que, en caso de que tal milagro se produjera, les permitiera hacerlo la Burocracia.
La mayor parte del liberalismo contemporáneo, tal y como hemos observado, aboga por una recuperación de las concepciones políticas propias del liberalismo clásico, que en la práctica nos han llevado adonde nos han llevado. Es cierto que el Estado liberal primigenio, surgido como consecuencia de los procesos revolucionarios llevados a cabo en Estados Unidos e Inglaterra, ha constituido la experiencia política más próxima a los axiomas y preceptos establecidos por la teoría liberal, pero sigue siendo cierto que ha sucumbido al vendaval igualitario de la democracia representativa. Siguiendo la lógica subyacente a todo esto, podemos concluir que la democracia acaba por negar y anular los ideales y valores propios del liberalismo.
Los liberales clásicos, con el objetivo de limitar el poder de los monarcas e instaurar un modelo o forma de gobierno netamente liberal, optaron por el establecimiento de la representación política que, en teoría, sirve tanto para atajar los excesos de los gobernantes como impedir que afloren los peores defectos de la democracia directa. Es decir, que optaron por restringir la democracia para impedir la tiranía de la mayoría. Dichos autores rechazaron de plano la democracia pura , por carecer de cortapisa y límite alguno al ejercicio del poder político. No obstante, si alcanzar una simple mayoría basta para imponer al resto cualquier tipo de ley que borre por completo sus derechos naturales (propiedad, vida y libertad) resulta evidente que la democracia directa no constituye un sistema político liberal.
Y es que la cuestión fundamental no tiene que ver con la manera de elegir al gobernante, sino con cómo lograr el mejor gobierno, que, desde la perspectiva liberal, es aquél que menos interfiere en la vida de los individuos. Y, siguiendo esta misma lógica, si resulta que la democracia representativa no cumple estos objetivos, en virtud del derecho de resistencia formulado por Locke, el liberalismo se encuentra plenamente legitimado, desde un punto de vista teórico, para rechazar igualmente ese sistema de gobierno. Ahora bien, hoy en día la generalidad de los liberales se muestran contrarios a justificar cualquier clase de régimen que se aparte mínimamente de los valores, mecanismos e ideales propugnados por la teoría democrática.
Llegados a este punto, me gustaría traer a colación unas palabras del clásico de Alexis de Tocqueville, La democracia en América:
En nuestros contemporáneos actúan incesantemente dos pasiones contrarias; sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de permanecer libres. No pudiendo destruir ninguno de estos dos instintos contrarios, se esfuerzan en satisfacer ambos a la vez: imaginan un poder único tutelar, poderoso, pero elegido por los ciudadanos, y combinan la centralización con la soberanía popular, dándoles esto algún descanso. Se conforman con tener un tutor, pensando que ellos mismos lo han elegido. Cada individuo sufre porque se le sujeta, porque ve que no es un hombre, ni una clase, sino el pueblo mismo quien tiene el extremo de la cadena. En tal sistema, los ciudadanos salen un momento de la dependencia, para nombrar un jefe, y enseguida vuelven a ella.
Resulta paradójico que los teóricos liberales, que tienden a ensalzar a Tocqueville por reflexiones como ésta, opten sin embargo por el mantenimiento de un modelo, el del gobierno representativo, que, precisamente, allana el camino para la instauración de lo que criticaba el autor francés.
¿Qué hacer, pues? Sobre tal cuestión se ha centrado el anarco-capitalismo, o libertarismo, concepción desarrollada en el seno de la Escuela Austríaca de Economía y en la que es necesario profundizar si se quiere superar las contradicciones insertas en la perspectiva liberal[6].
El anarco-capitalismo aboga por la limitación y control del poder con el objetivo de garantizar la libertad del individuo. Exige que se quite al Estado poder de coacción, a fin de que los individuos puedan desarrollarse sin tantas trabas... y de que los gobernantes recuerden quién debe servir a quién... Y, por supuesto, otorga un papel trascendental al mercado,como ejemplo de institución basada en los órdenes espontáneos y capaz de resolver todos los conflictos que se dan en una sociedad dada.
Los anarco-capitalistas conciben el mercado como parte de un sistema más complejo; un sistema autónomo y ordenado espontáneamente de producción de derecho y normas (cataláctica). Para ellos, el mercado es la institución que socava el concepto tradicional de soberanía y acaba con la primacía de la política. En la perspectiva libertaria, el mercado es el resultado de un largo y complejo proceso cultural que permite a los individuos satisfacer sus expectativas sin tener que depender del poder político. En una sociedad libertaria, sencillamente, no podría darse la tiranía de la mayoría. Ni, por supuesto, la de la minoría...
Bibliografía
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- Leibholz, Gerhard, Problemas fundamentales de la democracia moderna, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1971.
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- Spencer, H., El individuo contra el Estado, Folio, Barcelona, 2002.
- Wilde, O., El alma del hombre bajo el socialismo (1891); en sus Obras Completas, Aguilar, Madrid, 1965.
[1] Oscar Wilde, El alma del hombre bajo el socialismo (1891); en Obras Completas, Aguilar, Madrid, 10ª ed., 1965, pág. 1.287.
[2] Léase libre mercado, es decir, un mercado sin regulación o planificación alguna.
[3] Cabe señalar aquí que en el Estado constitucional característico del s. XIX la función y configuración del Parlamento poco o nada tenía que ver con el Legislativo actual. Así, conforme a las leyes liberales clásicas, éste se encontraba integrado por sujetos de cierto mérito personal, autoridad propia y especial consideración o respetabilidad. Por ello, se consideraban representantes de todo el pueblo, al gozar de una autoridad moral que les permitía adoptar sus decisiones con absoluta libertad, ya que se encontraban exentos de comisiones, obediencias partidarias y consignas. Eran, pues, auténticos representantes, no meros delegados partidistas tal y como hoy sucede. Ello dificultaba enormemente el logro del consenso en torno a medidas arbitrarias, parciales o excesivamente concretas. Por lo general, las leyes reflejaban una mayor ecuanimidad, abstracción y generalidad, siendo así más acordes con la protección de la libertad individual. Por último, el proceso legislativo precisaba de la colaboración y acuerdo de los distintos órganos constitucionales (Monarca, Congreso y Senado).
[4] Leibholz, G., Problemas fundamentales de la democracia moderna, pág. 26.
[5] De lo que se deduce que la idea de que el liberalismo y la democracia defienden los mismos valores es falsa. Pues mientras la democracia defiende ante todo la igualdad (tanto formal como material), el liberalismo, por el contrario, se centra en la defensa de la libertad, que precisa para su existencia de la desigualdad. A mayor igualdad, menor libertad.
[6] Véase R. Cubeddu, La filosofía de la Escuela Austriaca, y M. Rothbard, La ética de la libertad.
Número 45-46
Varia
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