Mercado libre y 'Mercado libre'
No soy capaz de ponderar adecuadamente los méritos literarios de la premiada obra Mercado libre, del dramaturgo español Luis Araújo. Pero como economista me pareció sumamente interesante por la cantidad de ideas económicas populares que contiene.
En la obra hay dos personajes sin nombre, A y B, hombre y mujer, que son un "ciudadano" y una "indocumentada", en realidad, un perverso abogado de empresas y una prostituta inmigrante ilegal.
Hay abundantes referencias económicas, en línea con el pensamiento predominante. Por ejemplo, en este diálogo que empieza la mujer:
– Yo vendo lo que tú compras.
– Yo compro lo que está en venta.
– Así funciona el mundo.
– Es asqueroso.
La conclusión de ella es: "Ser desgraciado significa no tener nada que vender" (pág. 76).
El desprecio hacia lo que se compra y se vende, hacia las mercancías en el mercado, es tan milenario como equivocado, porque no hay nada particularmente asqueroso en el hecho mismo de que la gente compre y venda. Si hay que lamentar algo es más bien lo contrario, porque si no hay mercados ni mercancías, entonces las relaciones humanas no son libres y vienen marcadas por las formas de coerción que también son milenarias, desde la esclavitud hasta el comunismo. Es cierto que no tener nada que vender es una desgracia, pero la pregunta es: ¿cuándo sucede eso? No sucede si los ciudadanos conservan algo de libertad, porque en tal caso, si no tienen nada que vender, lo buscarán.
Pensar que esto no ocurre, pensar que la gente está petrificada en su posición, que nunca puede cambiarla y mejorar, es tener una visión incorrecta de la realidad. Se dirá que la clave del teatro es una cuestión de grado, es presentar distorsiones, y que uno no se topa cotidianamente con hombres como Edipo o Macbeth. Esto es cierto, pero ni Sófocles ni Shakespeare pretendieron darnos lecciones de economía, mientras que Araújo titula su obra Mercado libre y pretende que A y B son "cualquiera de nosotros", y que la indignidad y el sadismo que marcan su relación están "implícitos" en nuestro "quehacer cotidiano" (pág. 135).
El hombre quiere violar a la prostituta, ella se niega, y entonces él argumenta: "Todo el mundo necesita dominar a alguien" (pág. 78). ¿Todo el mundo necesita violar a los demás? El siniestro abogado, un sádico que disfruta maltratando a la prostituta, repite esta misma idea más adelante (pág. 87):
– El deseo último de todo ser humano es hacer su santa voluntad, su capricho absoluto. La libertad, ¿no entiendes?
Y también (pág. 88):
– ¿No puedo hacer lo que quiero con lo que es mío?
La libertad y la propiedad son lo contrario de lo que estas frases proclaman. En la vida social, el capricho absoluto es incompatible con la libertad, y sólo alcanzan ese capricho o se acercan a alcanzarlo los dictadores, sobre la base de aniquilar la libertad de sus súbditos. Tampoco la propiedad comporta el total desprecio por los demás, sino lo contrario, como lo prueban el derecho y los contratos. La prostituta acierta al observar: "La libertad no es... eso"; y cuando él afirma: "A nadie le importa un carajo nadie", ella protesta: "La gente no es así" (pág. 87).
Hablando de leyes, hay un diálogo en el que el hombre explica a qué se dedica: a defender a las grandes empresas (sólo a las grandes, "porque pagan fortunas") ¡de las leyes! (págs. 79-80). Como si la legislación fuera pasiva frente al poder económico; un poder que, típicamente, también domina al poder político, como dice él: "¿Sabes cuántos políticos he comprado en las últimas elecciones?" (pág. 92). No es una descripción acertada del peso y la función real de la coacción política y legislativa.
Pero para Luis Araújo la coacción sólo queda subrayada en la economía, como dice el abogado:
– Si eres capaz de adivinar lo que necesita la gente, puedes ganar muchísimo dinero. Si les colmas los deseos, son tuyos. (Pág. 95).
La realidad económica es diferente: el empresario gana dinero si la gente compra sus productos, lo que es un trato que, si hay libertad, beneficia a las dos partes y no comporta que una posea o domine a la otra. Eso, en cambio, sí sucede en el mundo que Araújo ignora, el de la política, y también en el mundo que presenta, el de estos dos personajes. Finalmente, la mujer acaba hablando como el hombre (pág. 95):
– Crear necesidad...
– Excitar el deseo de los otros.
– Dominarlos.
– Hacerles pagar por lo que desean.
Esa no es la pauta de las relaciones económicas. Ni un momento parece dedicar el autor a la circunstancia de que sí hay algo que domina y que fuerza a pagar, que es el Estado.
La trama se vuelve crecientemente truculenta en un mundo sin salida. Dos hijos de ella violan a una niña de su clase y los detienen. Él los salva a cambio de humillarla cruelmente (pág. 99). Y después la vuelve a chantajear para acabar de someterla a cambio de conseguirles a los hijos la nacionalidad (pág. 110).
La conclusión es que los humanos son seres degenerados por culpa, en especial, de la Iglesia Católica, idiotas que "sólo miran qué más pueden comprar" y fundamentalmente destructivos: "El hombre ha devorado a lo largo de la historia todo lo que le rodeaba" (págs. 109-110). Pero ni la Iglesia es responsable de las perversiones humanas, ni las personas piensan sólo en comprar, ni el hombre lo destruye todo. Más bien sucede lo contrario.
Y la pieza se llama Mercado libre.
La cuidada edición de la obra en los Cuadernos del Teatro Español queda enriquecida por comentarios que conviene analizar para entender su errónea interpretación de la realidad.
Según escribe el propio Araújo, lo malo es que vivimos abrumados por el mercado, por "la trituradora del economicismo" (pág. 9)[1], por los especuladores (pág. 10) y por la libertad: "El neoliberalismo convierte hoy nuestra vida en simple actividad mercantil, invade la vida privada como nunca antes lo había hecho. La libertad de mercado se instaura como única regulación" (pág. 12).
El dramaturgo no puede estar reflexionando sobre el mundo real, un mundo donde las Administraciones Públicas arrebatan todos los años cerca de la mitad de la riqueza que producen los ciudadanos, y regulan profusamente toda la actividad económica: no se puede llamar a eso el apogeo de lo mercantil y de la libertad de mercado, porque es lo contrario. De igual forma, no se puede argumentar seriamente que la vida privada está hostigada por los mercados. No son los mercados los que quitan a la gente el dinero y la libertad, no son los mercados los que prohíben los toros en Cataluña o prohíben fumar prácticamente en todas partes.
Dirá usted: Araújo es un artista y no podemos reclamar a los artistas un profundo rigor intelectual. De acuerdo. Pero en el mismo volumen que estamos comentando la catedrática Victoria Camps respalda las equivocaciones económicas del pensamiento único: el mercado no es libre (pág. 14), el hombre es consumista (pág. 16), el Estado del Bienestar es todo bondad y no coacción (pág. 19), la libertad, si hay desigualdades, es sólo formal, ¡y por tanto Marx tenía razón! (pág. 20), y la filantropía privada y voluntaria no es generosidad, sino sólo una máscara (pág. 28).
Jorge Urrutia, otro profesor, celebra a propósito de la obra esta frase de José Monleón: "Todo es cuestión de precio. Es decir, de oferta y demanda. De libre mercado, que dicta la moral de las relaciones humanas, y se identifica, hipócritamente, con la libertad absoluta" (pág. 44). Lo cierto parece ser más bien lo opuesto: ni hay un mercado libre, dada la vasta intervención política y legislativa, ni hay una moralización derivada del mercado, sino al revés, porque la política invade la libertad ciudadana por motivos morales más que nunca antes e identifica esa coerción, avalada supuestamente por la ética, con la libertad.
El sentido de esta obra para Urrutia es el siguiente: "La sociedad capitalista, al reclamar la libertad de mercado, no produce en realidad la libertad individual, sino que coloca a los individuos en tesituras obligadas de elección que se presentan engañosamente como territorios de independencia. El capitalismo, por lo tanto, produce situaciones de tensión y violencia que sólo pueden resolverse por el sacrificio del más débil" (págs. 44-45).
El capitalismo y el mercado libre pueden ser muy severos, sin duda, pero no con los débiles sino con los ineficientes, lo que es algo muy distinto. El mercado nos fuerza a producir lo que nuestro prójimo demanda y al precio que dicho prójimo esté dispuesto a pagar libremente. El mercado no produce ningún poder económico capaz de sacrificar al débil, es decir, capaz de obligar a la gente a comprar lo que no quiere. En cambio, hay una institución que sí puede hacer y hace exactamente eso, una institución que puede obligar a pagar a quien no quiere hacerlo, una institución que sí sacrifica al débil: es el Estado.
Sin embargo, en este libro esos débiles no aparecen sometidos por el poder sino por la libertad. Según el director, Jesús Cracio, la obra defiende "los valores que este infierno consumista y mediático ha ido devorando", porque, y cita otra vez a Monleón, "la ética no cotiza en bolsa" (pág. 119). ¿Por qué va a ser un infierno el consumir libremente? ¿Por qué esa decisión libre aniquila valores? Es verdad que la ética no cotiza, pero eso no quiere decir que las personas que participan y negocian en los mercados sean personas sin valores. Esto es lo que parece pensar Cracio, porque habla de "compro, luego existo", lo que resulta una dudosa ontología. El director concluye: "No es signo de salud el estar bien adaptado a una sociedad enferma" (pág. 129), dando por sentado lo que quiere demostrar, lo que no es lógico, como tampoco lo es que Ana Garay lamente "el cruel mundo en el que vivimos" (pág. 158) al relatar la experiencia del montaje del espectáculo, donde resulta patente que todo el equipo ha sido inmensamente feliz.
Pero un eje del pensamiento prevaleciente es que la (otra) gente es infeliz en un mundo cruel, como lamenta Araújo: "Un planeta salvaje y despiadado, donde el progreso se mide en tecnología y no en el bienestar de la especie que lo habita, donde la vida humana apenas vale nada" (pág. 68). Nadie mide así el bienestar, pero esto no parece alertar al autor, que insiste en que su obra es "una historia sobre las vejaciones a que el mercado libre somete a las personas convertidas en mercancía (...) una ley no escrita nos dice que todos somos mercancías (...) ¿Hasta dónde puede llegar el mercado abandonado a la libertad absoluta de transacción de quienes mueven sus hilos? (...) He querido construir una metáfora de las relaciones humanas abandonadas a ese libre mercado que deifican nuestras sociedades desarrolladas. Espero que mi texto contribuya a un debate sobre el absurdo al que nos está conduciendo la exaltación de lo privado y el mercado sin normas, el crecimiento económico a toda costa" (págs. 133, 141).
Las mercancías se definen porque sólo se compran si las personas quieren hacerlo, si no hay mercancías no hay libertad, pero el dramaturgo no parece pensar que en ese caso las vejaciones serían la norma, como lo prueba una larga experiencia. En vez de ello fatiga la extendida falacia de que estamos en manos de misteriosos seres que mueven los hilos, pero que no son las Administraciones Públicas, que de hecho controlan, vigilan, recaudan, multan y prohíben. Nuestra sociedad no deifica el mercado libre sino más bien su opuesto: el poder político. La exaltación de lo privado, el mercado sin normas y el crecimiento a toda costa son sólo ficciones.
Es interesante que Luis Araújo no coloque su mirada sobre dos hechos que prueban el error de su razonamiento sobre la primacía de la economía de mercado y que además le resultan muy cercanos. En primer lugar, el texto mismo de su obra. En efecto, ¿qué es lo que facilita la degradación creciente a la que el hombre somete a la mujer? Ella queda en poder de él porque es una inmigrante ilegal y porque él consigue la nacionalidad de sus hijos: ambas circunstancias son totalmente ajenas al mercado libre y totalmente dependientes de la imposición legal y política. En segundo lugar, el libro mismo que comentamos y el teatro donde se representó la obra no son fruto del mercado, donde la gente elige libremente lo que quiere pagar, sino del sector llamado público, es decir, todos los gastos fueron decididos por políticos y burócratas, y fueron pagados a la fuerza por los contribuyentes.
En resumen, Mercado libre no tiene nada que ver con el mercado libre.
Luis Araújo, Mercado libre, Teatro Español, Madrid, 2010, 168 páginas.
[1] Sobre este tema puede verse "Liberalismo y economicismo", La Ilustración Liberal, nº 4, noviembre de 1999, págs. 65-8.
Número 45-46
Varia
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