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La Ilustración Liberal

El verdadero camino del desarrollo y la equidad

El pasado 21 de octubre fui a dar una conferencia a El Salvador, invitado por la Cámara de Comercio, y los servicios policiacos cubanos montaron su acostumbrado acto de repudio frente al edificio. Nada espectacular: unos cuantos sujetos que vociferaban obscenidades y sin ninguna imaginación gritaban consignas y entonaban pareados revolucionarios de los años sesenta y setenta. Los invitados a mi charla, unas 300 personas, ignoraron la gritería y accedieron tranquilamente al salón, en el piso veinte del soberbio edificio.

Al terminar mi conferencia, un diplomático radicado en el país, muy buen conocedor de la situación nacional, me explicó que el embajador cubano, un señor llamado Pedro Pablo Prada, era un fanático situado en El Salvador con el propósito de radicalizar el proceso político salvadoreño, conducta que preocupaba al gobierno del presidente Mauricio Funes, un demócrata empeñado en mantener la ley, la armonía y el sentido común en un país notablemente polarizado. Le respondí que en los países libres existía el derecho a la protesta callejera, aunque fuera orquestada por una embajada extranjera que financiaba y coordinaba actos de repudio. Por otra parte, no tenía la menor idea de quién era o qué se proponía el señor Prada, pero tampoco me sorprendía su actitud. Ese tipo de conducta irresponsable y provocadora forma parte de la estrategia internacional de la dictadura comunista cubana. No obstante, le dije que nunca había entendido la rentabilidad ideológica de esas groseras manifestaciones públicas de la policía política cubana en suelo extranjero. Todo lo que consiguen es mostrar la peor cara del castrismo: su vulgaridad, su intolerancia, y su incapacidad para aceptar o debatir serenamente ideas diferentes a las que predica e impone por la fuerza. Esa noche, quienes escucharon mi conferencia (que sigue a continuación) tuvieron otra prueba de que mis afirmaciones estaban bien encaminadas.

***

Muchas gracias por invitarme a hablar. No hay duda de que este país, como otras naciones latinoamericanas, está en una difícil encrucijada. La sociedad está dividida en aproximadamente dos mitades en torno a una cuestión nada fácil de solucionar: cómo lograr unos niveles aceptables de prosperidad y desarrollo. Cómo establecer unas pautas de comportamiento justas y equitativas. Cómo crear un modelo económico y social en el que las personas perciban que tienen oportunidades reales de superarse y ascender por sus méritos y esfuerzos en condiciones de igualdad.

La primera observación que debo hacer es que este desacuerdo forma parte del problema. Las sociedades más justas, prósperas y desarrolladas del planeta se caracterizan, precisamente, por poseer una cierta visión compartida de la economía y de la forma de gobierno. En Europa Occidental, cuando abrieron la puerta de la Unión Europea a varias naciones que habían abandonado el comunismo, les impusieron como condición los denominados Criterios de Copenhague, tres sencillos requisitos ineludibles, precisados en 1993 en la capital de Dinamarca:

– Un marco institucional plural y democrático, basado en el imperio de leyes justas aplicadas a todos, que preservase los derechos humanos.

– Un sistema de economía de mercado, en el que los actores principales pertenecieran al sector privado, dado que la experiencia con las empresas públicas ha sido funesta.

– Que se comprometieran a cumplir con las obligaciones económicas inherentes a la pertenencia a la UE.

La inmensa mayoría de los electores consultados estuvo de acuerdo en aceptar esas condiciones para integrarse en el mundo occidental. Sencillamente, se rindieron ante la evidencia y no discutieron, como sí hacen muchos latinoamericanos, el modelo de Estado.

En efecto, en Estados Unidos, Canadá y los 27 países de la Unión Europea, el 90% de los electores coincide en algunos temas fundamentales, que definen el tipo de Estado que los ciudadanos desean tener, unidad de criterio que no poseemos en América Latina. ¿En qué coinciden? Coinciden en lo que me gusta llamar "los siete mandamientos del Primer Mundo":

1º) La democracia representativa es el sistema más eficaz para organizar el espacio público. De acuerdo con la experiencia, es el modo menos imperfecto de enfrentar los retos comunes.

2º) La economía de mercado es el método superior de creación y asignación de riquezas para beneficio del conjunto de la sociedad. Así funcionan los veinte países más prósperos y justos del mundo. No es perfecto, pero es mucho mejor que el modelo económico colectivista, basado en las decisiones de los burócratas y en la planificación centralizada.

3º) La existencia y preservación de los derechos humanos y civiles es la condición legitimadora del Estado. Los Estados son un conjunto de instituciones al servicio de los individuos, no al revés.

4º) El respeto por los derechos de propiedad es un elemento esencial de la convivencia. Los individuos tienen derecho a conservar las riquezas que producen con su esfuerzo, imaginación o creatividad, y el Estado no puede arrebatarles arbitrariamente el fruto de su trabajo.

5º) Todos los ciudadanos tienen que someterse a la autoridad de la ley, y los gobernantes en primer término. No puede haber impunidad para los poderosos o para los mejor relacionados.

6º) Los funcionarios tienen que dar cuenta de sus actos de manera frecuente y permanente. Han sido electos o designados para obedecer a la sociedad en calidad de servidores públicos, no para mandar sobre ella. Son los individuos, organizados en esa fórmula muy laxa que llaman sociedad civil, los que deben vigilar a los gobernantes, y no al revés.

7º) Para corregir los errores de los gobiernos es fundamental la oposición constructiva, el pluralismo político y la alternancia en el poder, con garantías para todos los actores nacionales que se sujeten a las reglas del juego político.

En el mundo desarrollado y democrático, hay varias familias políticas que debaten apasionadamente y luchan por ocupar el gobierno –fundamentalmente, liberales, conservadores, socialdemócratas y democristianos–, pero lo que discuten no es la demolición y reemplazo del sistema por otro diametralmente opuesto, sino el tipo de administración, el peso de la carga fiscal y otros factores laterales. En lo esencial, todos los partidos democráticos están de acuerdo, y esa coincidencia proporciona estabilidad y predictibilidad al desempeño colectivo.

Es verdad que en el llamado Primer Mundo no todos los electores comparten esta visión del Estado o del modelo económico, pero quienes se apartan radicalmente de ella constituyen una exigua minoría. Probablemente, entre los extremistas de la izquierda, generalmente seducidos por las ideas marxistas, y los de la derecha, captados por el fascismo y el ultranacionalismo, ni siquiera alcancen el 10% del censo electoral.

Sociedades de acceso abierto

¿Cómo se forjó este amplio consenso en las sociedades desarrolladas? En realidad, esta coincidencia no es fruto de una decisión dictada por una postura ideológica de carácter teórico, como ocurre entre los marxistas, sino de la experiencia. Como consecuencia del éxito de los países triunfadores –liderados por Estados Unidos de manera no siempre consciente–, arribaron paulatinamente a la conclusión de que el mejor modo de forjar un Estado razonablemente eficiente y satisfactorio era la democracia representativa, mientras la forma más inteligente de estructurar la economía se daba dentro de los parámetros del mercado.

De acuerdo con el análisis del premio Nobel de Economía Douglass North, el proceso ocurrió de una manera imprevista. A fines del siglo XVIII los norteamericanos decidieron sustituir el antiguo régimen colonial británico y crearon la primera república moderna, consagrada a proteger los derechos individuales y a garantizar la neutralidad del Estado ante ciudadanos que tenían los mismos derechos y deberes. Ese peculiar Estado, plasmado en la Constitución de 1787 y en las enmiendas inmediatamente incorporadas, fue generando una moral basada en la meritocracia y la competencia, muy crítica del compadrazgo y de los privilegios, actitud que coincidía con la ética de trabajo que ha dado en llamarse protestante o calvinista, y con la creencia firmemente arraigada en que cada persona era responsable de su propia vida y debía luchar por su bienestar y el de su familia. A ese tipo de sociedad que fue surgiendo en Estados Unidos Douglass North le llama "de acceso abierto".

Las sociedades de acceso abierto, regidas por la meritocracia y la competencia, organizadas mediante la democracia o regla de la mayoría, dotadas de sólidas instituciones de derecho, muy pronto demostraron su superioridad relativa. A lo largo del siglo XIX, Estados Unidos fue estableciéndose, poco a poco, como la primera economía del planeta y destino deseado por millones de inmigrantes, que llegaban al país desde distintos puntos del mundo en busca de lo que pronto se llamó el sueño americano.

¿Qué era ese sueño americano? Era algo bastante simple y muy cercano a la "búsqueda de la felicidad" que se menciona en la Declaración de Independencia de los propios Estados Unidos: una sociedad en la que los individuos y las familias, dentro de un clima de libertad, si trabajan con tesón y cumplen las reglas, pueden alcanzar las metas personales que se fijen y prosperar en el terreno material. Esa posibilidad fue la que llenó de esperanzas y energía a los inmigrantes.

No es de extrañar, pues, que lo que se hacía en Estados Unidos, y cómo se hacía, luego se convirtiera parcial y paulatinamente en el modelo por el que se regirían naciones como Holanda, Francia, Inglaterra o Canadá. Podían ser monarquías parlamentarias o repúblicas –dos expresiones legítimas y parecidas del mismo Estado de Derecho–, pero en cuanto a libertades individuales, división de poderes y sistema económico, seguían de cerca el patrón de conducta norteamericano. Aunque Estados Unidos no se proponía como modelo: su éxito lo convertía en un paradigma para el resto de un mundo, que comenzó a imitarlo.

La visión marxista

Sin embargo, no todas las personas fueron persuadidas por el éxito de Estados Unidos y de las democracias capitalistas. Desde mediados del siglo XIX, un pensador alemán, Karl Marx, basado en la influencia de Hegel y en sus propias elucubraciones teóricas, propuso una manera diferente de entender el desarrollo y de establecer la justicia entre los hombres.

No es éste el lugar para resumir las teorías marxistas, pero la esencia de esa corriente ideológica descansa en la hipótesis de que en las sociedades en las que existe la propiedad privada de los medios de producción, la prosperidad de la clase dirigente depende de la explotación de los más débiles y de la expropiación de la plusvalía. De acuerdo con la cosmovisión del pensador alemán, secundado por Engels y por un pequeño grupo de seguidores, sólo se lograría crear sociedades justas, prósperas y armoniosas cuando hubiera desaparecido la propiedad privada y los medios de producción fueran colectivos.

Para llegar a ese punto y tutelar la violenta transición –la violencia era la partera de la historia, de acuerdo con el análisis fatalista de Marx–, el ideólogo alemán propuso la dictadura del proletariado, que sería ejercida por el Partido Comunista, supuesta vanguardia y guía de los trabajadores, hasta el momento en que se forjara sobre la tierra un armonioso paraíso en el que el Estado no sería necesario porque todos contribuirían gustosos y voluntariamente al bienestar colectivo. En ese maravilloso mundo ni siquiera serían necesarias las leyes ni, por tanto, los tribunales, porque el comportamiento antisocial habría sido eliminado del corazón de la especie humana de una manera natural.

El siglo XX fue el campo de prueba donde se enfrentaron las sociedades de acceso abierto, democráticas y capitalistas, y las sociedades comunistas, basadas en el partido único y en la propiedad estatal de los medios de producción. Fue una batalla larga, tensa y, a ratos, sangrienta, y, como todos sabemos, en 1989, tras el derribo del Muro de Berlín, la posterior desaparición de la URSS y la conversión de Europa del Este al modo occidental de organizar las sociedades, quedó demostrada la superioridad de la teoría y la práctica occidentales.

Es verdad que la transición del comunismo a la libertad y a la economía de mercado no ha sido fácil, pero no hay duda de que los pueblos que consiguieron sacudirse el yugo marxista-leninista, hoy, veinte años después de aquel episodio, son más ricos y felices de lo que eran durante la llamada dictadura del proletariado. Y la prueba de esta afirmación está en que ninguna de esas sociedades ha querido regresar a la etapa del colectivismo socialista, aunque cuentan con partidos, muy minoritarios, que todavía defienden esas ideas y poseen representación parlamentaria y medios de comunicación a su servicio, que insisten en defender esa polvorienta ideología.

Las ideas zombi

Esta circunstancia nos precipita a un enigma: ¿por qué, si el comunismo se hundió en prácticamente todos los países que habían experimentado con esas teorías y métodos de gobierno, en algunas sociedades de América Latina hay grandes sectores del mundo político que reivindican esas ideas y esa brutal forma de gobernar, en lugar de mirar hacia los países exitosos y libres del planeta? ¿Por qué Hugo Chávez quiere que su país se parezca a Cuba y no a Holanda, a España o a Canadá?

En primer lugar, estamos ante una de las llamadas ideas zombi, expresión que acuñó la ex canciller española Ana Palacio. Como sabemos, los zombis, en la mitología religiosa del Caribe africano, son esos muertos que los brujos, en cierta medida, han logrado revitalizar y deambulan entre los vivos en medio de un extraño sopor. En todo caso, no hay una respuesta, sino varias, ante esta idea zombi. Los defensores del colectivismo estatista, sostenedores en última instancia de las fallidas ideas marxistas, siempre creen que ellos van a gobernar acertadamente, y no como sucedió entre los comunistas europeos y asiáticos. Están convencidos de que el problema no radicó en las ideas de Marx, sino en la práctica de quienes se decían sus discípulos.

Estos optimistas camaradas no se dan cuenta de que el comunismo fracasó en todas las latitudes, con todos los pueblos y culturas que lo intentaron, en todas las circunstancias, y bajo la dirección de todo tipo de líderes, desde Stalin a Mao, pasando por Fidel Castro o Pol Pot.

Fracasó en la enorme Rusia, el país más grande de la tierra, dotado de fabulosas riquezas naturales.

Fracasó en la disciplinada y culta Alemania del Este, mientras la del Oeste se convertía, otra vez, tras la Segunda Guerra Mundial, en una de las admirables locomotoras del mundo.

Fracasó y fracasa en Corea del Norte, uno de los manicomios más pobres y lamentables de Asia, mientras Corea del Sur es un país del Primer Mundo.

Fracasó en pueblos de tradición ortodoxa griega, como Rusia y Bulgaria, y en países de tradición católica, como Polonia y Hungría.

Fracasó en sociedades islámicas, como Bosnia y Albania, y en las de raíces confucianas y budistas, como Corea.

Fracasó en países eslavos, como Checoslovaquia, Serbia y Eslovenia, y en naciones latinas, como Rumanía.

Fracasó en África, cuando los etíopes y los angoleños trataron de erigir estados comunistas y acabaron organizando mataderos.

Fracasó con pueblos turcomanos, mongólicos y árabes, en el sur de la desaparecida URSS.

Fracasó en Nicaragua, durante el primer gobierno sandinista, y fracasa en Cuba, donde lleva más de medio siglo de desastres.

En suma: fracasó siempre, lo que nos hace presumir que el inevitable destino de ese tipo de gobierno es la miseria, la opresión y la desesperación social.

En realidad, no hay un solo caso de un gobierno comunista que haya traído a su pueblo la prosperidad, la paz y esa mínima felicidad que se requiere para no pensar en la emigración como única salida ante la desventura. Cuando vemos casos de Estados comunistas que alcanzan ciertas cotas de desarrollo, como sucede con China o Vietnam, es porque han abandonado los dogmas de la secta y aceptado al menos una parte de las reglas de las economías desarrolladas de Occidente.

China y Vietnam dejaron de ser dos países miserables y sin esperanzas cuando permitieron la existencia de empresas privadas, abrieron sus economías al exterior y se sometieron a las normas del mercado, en lugar de depender exclusivamente de la planificación centralizada por el Estado. Hoy son dos lamentables dictaduras de partido único y capitalismo salvaje, pero, al menos en el terreno económico, han permitido unos espacios de libertad que son los que han acrecentado notablemente la prosperidad de ambas naciones.

En nuestros días, cuando Raúl Castro intenta salvar la maltrecha economía de Cuba recurre al capitalismo y a la empresa privada, porque ya entendió, tras medio siglo de lento aprendizaje, que el colectivismo y la economía planificada por los burócratas del Estado, lejos de generar desarrollo, lo que producen es miseria, mediocridad y falta de entusiasmo en la población.

La otra razón

La otra razón por la que muchos radicales de izquierda todavía se afilian al comunismo en nuestras tierras latinoamericanas y acaban proponiendo soluciones contraproducentes a nuestros males es que observan que la democracia y la economía de mercado no han resuelto el problema de la pobreza y el subdesarrollo en nuestros países. Asimismo, les parece obscena la desigualdad económica entre los distintos estratos sociales, y creen que pueden combatirla mediante una constante transferencia de recursos de los grupos más productivos de la sociedad a los más débiles, con el gobierno como intermediario, práctica que suele conducir a la creación de una dependiente clientela política, conformada por estómagos agradecidos que se acostumbran a aplaudir, no a producir, con lo cual perpetúan los problemas que originalmente pretendían solventar.

Sin embargo, no es falso lo que denuncian: América Latina es, en efecto, una de las regiones más desiguales del planeta. El problema es que la izquierda de Castro y Hugo Chávez, la izquierda carnívora, como la hemos llamado en otros papeles, contraponiéndola a la vegetariana de Lula o el uruguayo José Pepe Mujica, no entiende cómo se crea la riqueza, cómo se malgasta, y mucho menos cuál es el principal origen de la pésima distribución de la riqueza que se observa en nuestras sociedades latinoamericanas.

Lo que se niegan a admitir estos fogosos revolucionarios es que el camino para superar esos males no se encuentra en las ideas colectivistas, que han demostrado mil veces su inferioridad, sino en los países de acceso abierto.

Al propio Douglass North, mencionado al inicio de este trabajo, se le debe otra etiqueta, la que identifica los países de acceso limitado. Son los nuestros: países en los que prevalecen el clientelismo, el capitalismo cortesano o mercantilista, siempre en beneficio de los mejor conectados con el poder político. Países en los que imperan el irrespeto a la ley por parte de la clase dirigente, la corrupción y la impunidad; países dotados de una estructura social que no facilita el ascenso de quienes más saben y más se esfuerzan –la necesaria meritocracia–, sino el de aquellos que están mejor relacionados con los mandamases. Así, obviamente, no se asciende al pelotón de naciones que conforman el Primer Mundo. Así se perpetúan las hondas diferencias de clase que caracterizan a nuestras sociedades.

Países de acceso limitado

¿Cómo fue que Taiwán, Singapur, Corea del Sur y Hong Kong, cada uno con sus propios matices, se convirtieron en economías desarrolladas y razonablemente ricas? No fue por medio de la creación de comunas, o porque colocaran el aparato productivo en el ámbito estatal. Tampoco entregaron la iniciativa a una junta de planificación regida por una cúpula partidista. Por el contrario, los llamados tigres o dragones asiáticos dieron el salto porque imitaron el modelo japonés, porque alentaron la educación y la creatividad individual, porque se dotaron de instituciones de derecho que protegían la propiedad privada y solucionaban los inevitables conflictos con cierta destreza.

¿Cómo fue que Chile se transformó en la sociedad que más riqueza per cápita crea en América Latina, y la que registra la mayor reducción de los índices de pobreza en las últimas décadas? Pues porque fue renunciando a la mentalidad estatista y dirigista, respetando la separación tradicional de los poderes y colocando su banco de emisión de moneda lejos de la manipulación de los políticos y de las servidumbres electorales. Fue abriéndose al mercado, estableciendo nexos con los centros internacionales de inversión, eliminando el viejo proteccionismo arancelario y dejando que la competencia y la meritocracia fueran transformando el perfil de la sociedad.

¿Por qué el Perú de Alan García y el Brasil de Lula da Silva crecen en torno al 8% anual y sacan de la pobreza a un número notable de personas? Porque García ha dado continuidad al modelo económico abierto de Alejandro Toledo y porque Lula da Silva no ha alterado las líneas maestras del gobierno de Fernando Henrique Cardoso, basadas en las reglas de las naciones democráticas y capitalistas del Primer Mundo.

Alan García procedía de un partido nacionalista-populista, el APRA, y en su desastroso primer gobierno había sido intervencionista, pero en esta su segunda estancia en el palacio de Pizarro ha tenido la inteligencia de rectificar, y se comporta como un gobernante responsable del mundo desarrollado, no como un demagogo populista del Tercer Mundo. Lula da Silva, por su parte, que hace varias décadas creó una formación de corte marxista, el Partido del Trabajo, y a principios de los años 90, junto a Fidel Castro, echó las bases del Foro de Sao Paulo –una especie de truculenta internacional en la que se dan cita los grupos más radicales del espectro político latinoamericano, incluidas las narcoguerrillas de las FARC–, cuando llegó al poder abandonó la retórica tercermundista, al menos dentro de las fronteras brasileras.

Da Silva, pese a sus devaneos con Irán y su respaldo político a gobiernos como los de Chávez, Castro y Evo Morales, ha gobernado con sensatez, sin intentar aventuras estatistas o autoritarias que hubieran podido descarrilar la magnífica experiencia brasilera de los últimos 15 años, surgida a partir del momento en que también Fernando Henrique Cardoso renunció a los disparates consignados en su libro Teoría de la Dependencia, equivocado diagnóstico de los orígenes de la pobreza en el Tercer Mundo.

La distribución desigual de la riqueza

En cuanto a la falta de equidad, es lamentable que la mayor parte de las personas que se quejan de la diferencia de ingresos en América Latina, como se refleja en el Coeficiente Gini, invocando este incómodo dato como el gran pretexto para hacer la revolución, no perciban que ese fenómeno es consecuencia del tipo de producción que se lleva a cabo en nuestras tierras, más que de la codicia de los empleadores o del designio malvado del capitalismo.

Para disminuir la diferencia de ingresos en nuestras sociedades es fundamental agregarle valor a la producción. La razón por la que un obrero finlandés gana treinta dólares a la hora y un recogedor de café, un cortador de caña o el empleado de una bananera tienen que conformarse con diez dólares al día, o menos, es que el obrero finlandés construye teléfonos portátiles que tienen un gran valor en el mercado, mientras nuestro tejido empresarial continúa produciendo y exportando productos primarios. Naturalmente, agregar valor a la producción significa invertir seriamente en educación, estimular la transferencia de capitales y tecnología, dar lugar al surgimiento de clusters de diversos tipos, en los que se reúnan los conocimientos y los impulsos creativos, y contar con una sociedad y un Estado hospitalarios con el proceso productivo, lo que implica la existencia de una legislación adecuada y un sistema de administración de justicia imparcial, eficiente y razonablemente expedito.

Por supuesto, ese proceso de industrialización creciente y de adquisición de las destrezas tecnológicas y científicas del Primer Mundo es lento y de crecimiento paulatino. No se pueden dar saltos espectaculares porque en él se mezclan las personas, las instituciones y los recursos de forma progresiva. Es casi imposible pasar velozmente de una sociedad rural basada en la explotación de la producción agrícola o agropecuaria a lo que hoy llamamos una sociedad del conocimiento, dedicada a elaborar bienes o servicios altamente sofisticados y con gran valor agregado. Sin embargo, hoy, a la vertiginosa velocidad con que podemos recibir la información, el tiempo que se necesita para este tipo de transformación no es tan extenso como pudiera parecer a simple vista.

El proceso comprende tres pasos perfectamente conocidos: la imitación de las sociedades más competentes, la innovación a partir del modelo adoptado y, por último, la creación original. Por los ejemplos que conocemos del pasado siglo XX, en el curso de veinte años, más o menos en el plazo de una generación, es posible dar ese salto, como demostraron los cuatro dragones de Asia, España o Irlanda, y como parece que hace el Chile de nuestro tiempo.

El precio de no entender y de no hacer la reforma

Si suscribimos lo que hasta aquí llevo dicho, hay que dar respuestas a tres preguntas ineludibles: ¿qué ocurre si no conseguimos que nuestros países se conviertan en sociedades orientadas hacia la modernidad y el desarrollo?, ¿cómo pueden llevarse a cabo los cambios?, ¿quiénes pueden efectuarlos?

La primera pregunta tiene una respuesta bastante obvia: si no se hace la reforma de manera que las masas perciban que tienen oportunidades reales de prosperar, y si no conseguimos que nuestros Estados sean razonablemente justos, eficientes y equitativos, persistirá el divorcio entre la sociedad y el Estado y estaremos permanentemente expuestos a la aparición de caudillos populares, salvapatrias dispuestos a crear gobiernos autoritarios con el apoyo electoral de una parte sustancial del electorado. Esa situación genera un clima de inestabilidad que se traduce en más miseria, emigración y atraso relativo, con lo cual la crisis se retroalimenta incesantemente.

Los cambios, por supuesto, sólo pueden venir de un aumento en la calidad y la intensidad de la educación, mientras se potencia el desarrollo empresarial a todos los niveles. Nunca nos cansaremos de repetir esta verdad elemental, pero frecuentemente olvidada: la riqueza sólo se genera en las empresas. Cuantas más tengamos, y más sofisticadas y diversificadas sean, y más utilidades produzcan, más oportunidades habrá para todos y más satisfechas estarán las personas con la sociedad en que nacieron y con el sistema político que libremente se han dado.

La tercera pregunta, quiénes pueden efectuar esos cambios­­, nos remite a los políticos, pero tiene que haber un catalizador que los precipite en esa dirección, y ese papel sólo pueden jugarlo los empresarios.

Son los empresarios los que pueden educar a la sociedad sobre las verdaderas causas de la pobreza en América Latina. Son los empresarios los que deben señalar cuáles son los defectos de nuestro sistema de educación. Son los empresarios quienes tienen la formación intelectual y los recursos económicos para diseminar información confiable y crear un clima propicio para la libertad y el desarrollo. Podrá decirse que, en puridad, ésa no es la tarea de unas personas que deberían dedicarse a producir o negociar bienes y servicios, pero eso es como renunciar a salvar vidas en medio de un incendio porque uno no es bombero ni médico, sino abogado o economista. Estamos en mitad de un incendio social, y los empresarios tienen la obligación moral y la necesidad práctica de mejorar y consolidar el medio político y social en el que viven, porque en ello les van sus intereses, el bienestar de sus familias y hasta la vida misma. No tienen espacio para ser indiferentes o para apartarse de sus responsabilidades.

De muy poco sirve esforzarse para emprender y levantar un negocio si el terreno en que se implanta no es firme, predecible y confiable. Esa es la atmósfera que hay que conquistar. La de la libertad económica. La de la libertad política. La de la libertad para siempre. Cuando lo logremos, podremos decir que hemos cumplido con nuestro deber.

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