Qué significa Israel para mí
Las afinidades emocionales no requieren de una explicación lógica, ni de un análisis razonado de los motivos por los cuales uno siente o no siente determinada pasión. Tal vez mis simpatías hacia Israel procedan de una visión muy temprana del film Éxodo (Exodus, Otto Preminger, 1960), a los 13 o 14 años; y luego de los proyectos adolescentes, a los 16 y 17, de ir a pasar el verano a un kibbutz, una actividad progresista por aquel entonces (década de los 80 del siglo XX), dado que las imágenes que se transmitían de Israel eran de muchachos y muchachas sonriendo, al sol, rodeados de vegetación, viviendo el socialismo (cosas que, evidentemente, eran ciertas y lo siguen siendo), semejantes a las fotografías promocionales, pero éstas falsas, de China, Albania o la Unión Soviética. Por desgracia, sólo he vuelto a ver Éxodo una vez más, y nunca fui a ningún kibbutz para, entre otras cosas, poder cantar a mi regreso el hermoso tema "La estrella de David" del cantante valenciano Juan Bau.
Israel, en el imaginario de muchos defensores y detractores, está, en cierto modo, ligado a la Shoah, pero este crimen no fue condición inexcusable. De hecho, a pesar de su extrema cercanía en el tiempo, el Estado de Israel y el Holocausto parecen afectar a pueblos distintos, como si guardaran una lejana relación, tal vez la distancia que hay entre los colectivos nacionalistas de un país y los que no comparten esas ideas. La imagen de los millones de judíos desposeídos de todo no se superpone a la de los judíos constructores de una patria. Y resulta algo extrañamente inquietante, como si los medios estuvieran empeñados en no establecer una correlación entre ambos grupos.
¿Por qué Israel?
¿Y por qué no? Para la actual policía del pensamiento, uno puede simpatizar con las dictaduras comunistas de Cuba, Corea del Norte y China, o reclamar la devolución de Ceuta y Melilla a Marruecos, sin que ningún progresista ponga en duda la bondad y rigor de tales despropósitos, ni se pare a pensar en los regímenes de represión y destrucción que padecen los pueblos autóctonos de esos lugares; sin embargo, si uno se posiciona a favor de que los afrikaners posean un Estado propio, brinda por el ascenso del Vlaams Belang, desea la liberación de Chipre o celebra la existencia de Israel, no sólo puede ser sospechoso de lo terrible, sino que ha de estar siempre obligado a justificar su opción. La explicación del porqué yo la veo muy clara. En la actualidad, hay un objetivo único para la ideología correcta dominante: la destrucción de las señas identitarias europeas, es decir, el borrado del pueblo europeo por todos los medios, se encuentre donde se encuentre, y la estigmatización de quien lo defienda. Israel, para su desgracia, ha sido asimilado a Europa, y la intelligentsia lo ha convertido en el último bastión colonial europeo en el territorio del buen salvaje. Da igual que los europeos hayamos aniquilado a los judíos sistemáticamente desde hace más de dos mil años. Ahora han de pagar el color (mayoritario) de su piel y su lugar de procedencia.
Sin embargo, uno no defiende Israel porque su propia nación esté amenazada desde dentro y desde fuera, sino porque Israel encarna aquello que en Europa se ha proscrito, cosa que no deja de ser una absoluta paradoja. Me explicaré. Israel nos deslumbra a pesar de que el pueblo judío ha sido, a lo largo de toda nuestra historia, y desde la época romana, el Otro radical de cuanto ha conformado el espíritu europeo. Por eso es, en parte, duro que muchos europeos reconozcamos, en Israel, la fuerza, el vigor, el orgullo y la fidelidad que en Europa han dejado de existir desde que fueran prohibidos, y casi extinguidos, tras el reparto de nuestro territorio por los Estados Unidos y la Unión Soviética (países que no dejan de ser parte de la Magna Europa). Y aquí comienzan nuevas paradojas. Un europeo que se siente europeo, y no sólo ciudadano de un Estado de Derecho, no defiende a Israel por ser la única democracia de iure y de facto de Oriente Medio, porque exista allí libertad de prensa, porque haya allí igualdad jurídica, etc. Estas bondades no dejarían de ser mero papel mojado si Israel no se sustentara en principios fuertes: el orgullo de pertenecer a un pueblo, de haber constituido una nación poderosa, de tener una religión propia milenaria, de haber conservado una lengua a lo largo de los siglos, de sentir que el colectivo late como un alma, de disponer de un ejército vigoroso y, como quería el siempre recordado Ernst Jünger, de vivir en un estado de "movilización total". Justamente los valores que una serie conjunta de instituciones y actuaciones están intentando borrar de Europa. Esto es Israel para mí: un pueblo orgulloso de sí mismo y sin miedo a hacer lo que cree que ha de hacer para garantizar su supervivencia. Creo que es algo mucho más esencial que un puñado de partidos y votantes.
Israel nos subyuga porque cuando viajamos por sus carreteras, paseamos por sus calles, vemos los rostros de los luchadores y luchadoras del Tzáhal, recorremos sus fronteras en los Altos del Golán y oímos el sonido de sus aviones sentimos la fuerza de un pueblo (¿blanco?, ¿euroasiático?, ¿judeo(cristiano)?) que se niega a sucumbir ante la moda del tercermundismo, los pactos de alto nivel de los gobiernos apátridas y eurófobos (la mayoría, europeos) y la fascinación por el islam como nuevo proletariado del s. XXI por parte de la izquierda, la progresía y los antisemitas sempiternos e inerciales.
¿Israel vs. Europa?
Sin embargo, Israel y Europa no forman parte de la misma nación. Podrán colaborar más o menos, y sentiremos una mayor afinidad con aquél que con otros países del globo, pero Europa es una nación pagano-cristiana e Israel es la patria del pueblo judío. Se trata de algo inmiscible, dado que, puestos a buscar afinidades, también podríamos intentarlo con Etiopía, y no nos faltarían motivos para ello, pero rebuscar en el pasado es casi siempre una labor inútil. Sin embargo, en la actualidad, Israel y Europa (y Etiopía) tienen un enemigo común. No sé si eso es suficiente para unirlos, sobre todo cuando Europa va camino de su desaparición, debido a la doctrina del café para todos (sean nacionales o extranjeros, moros o cristianos, siempre que den votos) y a la política de multiculturalismo y colonización a la fuerza llevada a cabo por las instituciones de la Unión Europea y sus adláteres, a fin de transformar a la cándida Europa en el nuevo melting-pot, en una Europa-mundo, como quieren algunos colaboracionistas actuales, donde el ius sanguinis de los europeos ya no exista.
Ahora bien, a pesar de esos problemas de contrarios, y hasta que no se produzca la erradicación del cristianismo en Europa bajo cualquiera de sus formas, gracias a la decidida acción de la izquierda y a la vergonzante dejadez de los centristas, la religión mayoritaria de nuestra nación –y, por ende, de la mayoría de europeos– sigue teniendo como cabeza a un judío, Yeshúa. Por eso mismo, el pueblo judío ha sido la conditio sine qua non para la existencia de la Europa cristiana, que por fuerza ha de sufrir de una cierta esquizofrenia en su constitución, sobre todo cuando declaró heréticas las lógicas y razonables tesis marcionitas. Europa se plantea: ¿cómo casar una tradición solar indoeuropea con una base semita lunar? Esa adición imposible es lo que ha producido la incomodidad en Europa con respecto a su religión y, por ende, con respecto a sí misma. Y muchos europeístas convencidos, cristianos pero antiisraelíes y antisemitas, aún no la han superado. Europa no puede ser plenamente cristiana sin negar lo que es, pues Europa es, ante todo, Grecia y Roma, y con posterioridad la continuidad pagana; y Europa no puede ser plenamente cristiana sin asumir como propio el libro sagrado de los judíos, su historia militar y religiosa, incluso la sacralidad de su territorio. Ello sin entrar en la casuística de lo que han supuesto Spinoza, Juan Luis Vives, Felix Mendelssohn, Gustav Mahler, Heinrich Heine, Karl Marx, Arnold Schönberg, Albert Einstein, Franz Kafka, Marcel Proust... en la cultura europea.
"Si me olvido de ti, Jerusalén..."
Tal vez por el legado de todos esos nombres hay un vínculo inextricable e irrompible entre Europa e Israel (que no existe, por volver al símil, entre Europa y Etiopía). Y tal vez por esa continuidad del pensamiento y la creación hebrea en Europa, y su fusión plena con ella, lo judío no es lo ajeno, a pesar de haber sido los judíos el Otro.
Israel puede existir sin Europa, pues de esta recibe, sobre todo, ataques y muestras de odio; sin embargo, Europa podría quedarse muy huérfana sin Israel, ya que este país no deja de ser un territorio levantado por europeos haciendo alarde de todo lo que en Europa se quiere esconder y anular. Israel es odiado por la izquierda porque es un nacionalismo triunfante; y es odiado por la derecha porque le muestra de qué ya no es capaz aquí.
En el siglo XIX, los patriotas europeos soñaron con dar la libertad a Grecia, y muchos murieron luchando por ella, en las sagradas tierras de Atenas y de Esparta, de Delfos y de Olimpia; lord Byron también dejó su alma allí. Estoy convencido de que, en el siglo XXI, su elección, en tanto europeos, sería la defensa del Estado de Israel. El enemigo, no lo olvidemos, sigue siendo el mismo.
Número 47
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