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La Ilustración Liberal

Qué significa Israel para mí

I

Introito proustiano

Mi primera impresión de Israel son los dibujos de la historia sagrada en la Enciclopedia Álvarez. Eran figuras de trazo muy simple. Moisés sujetando las tablas, Abraham levantando el cuchillo sobre Jacob. Israel era el lugar mágico y misterioso, pleno de fábulas, que ocupaba en mi imaginación un espacio entreverado con el país de Aladino y los relatos del lejano Oriente. Siguió siendo durante mucho tiempo esa metáfora desterritorializada de las clases de religión y las canciones de la Iglesia, en la que todos éramos "el pueblo de Israel" y nuestros pies pisaban "los umbrales de Jerusalén". Creo que ni siquiera se me ocurrió identificarlo con ese otro Israel real del que hablaban las noticias. Me veo sentada en el suelo, jugando; en contrapicado, la televisión en blanco y negro que preside el comedor habla de Israel; a través de un paraje desértico, Moshé Dayán camina junto a otros militares; sé que es un héroe porque parece un pirata, porque están creando un país de la nada, de un inhóspito pedregal; el comentarista lo dice con admiración y también mi padre. La épica de los pioneros se contagiaba en el respeto por su proeza y el horror de donde venían. Esto no lo sabía entonces con esas palabras, pero el sentimiento era ése, y se expandía fuera de la pequeña pantalla: allí lejos había héroes, y con esa seguridad yo dejaba de mirar al hombre del parche en el ojo y la señora gorda con cara de señor, bajaba la cabeza y volvía a enfrascarme en mi tarea.

¿Cuándo comenzó todo a invertirse? De repente Israel se convertía en lo innombrable, el pequeño Satán de todos los conspiranoicos. El judío avaro y cruel, apartando a lo Béla Lugosi las cortinillas de los protocolos de los sabios de Sión.

II

A lo largo del tiempo, los judíos han sido vistos como parte de Occidente, como ajenos a él aunque ubicados en su suelo, o como pertenecientes a Oriente.

Durante la etapa de consolidación de los estados nacionales, el odio a los judíos se pretende justificar por su condición de apátridas espirituales, su identidad más allá de la lealtad patriótica se siente como una amenaza, son un pueblo sin nación. Paradójicamente, cuando finalmente se constituya el Estado de Israel, se les volverá a ver como ajenos y peligrosos, precisamente por tener una nación. Entre esos dos momentos, el judío de la diáspora, víctima del Holocausto como el mayor escándalo de la Europa moderna, se convierte en icono de la autoconciencia crítica de Occidente, emblema del inocente masacrado por una civilización que se pretendía racional y en sus entrañas ha visto nacer el más execrable exterminio.

Los filósofos de la Escuela de Frankfurt (Horkheimer, Adorno, Fromm, Benjamin y Marcuse) van a realizar una relectura de la Modernidad que configura el marco de referencia del que bebe buena parte de las corrientes de pensamiento actual. Sus representantes, inscritos en la más genuina raigambre de la filosofía occidental, son todos ellos judíos, y reelaboran la experiencia del Holocausto como piedra de toque de la autocrítica moderna. Se establece una línea interpretativa de continuidad: Occidente = Modernidad = Holocausto.

La hostilidad a la razón totalizadora occidental es la constante de varias generaciones de críticos culturales. Los pensadores judíos del siglo XX, radicados en países occidentales, han contribuido también a construir una contundente crítica a la cultura occidental, que constituye el sustrato conceptual en el que hoy nos encontramos.

Muchos son los beneficiarios de esta configuración ideológica hoy predominante que demoniza la cultura occidental. Los intelectuales críticos al estilo de Negri o Chomsky se alzan como inmaculados acusadores del imperialismo, los propulsores de los estudios postcoloniales y subalternos consolidan su prestigio académico precisamente en los departamentos de las universidades norteamericanas, cuya sociedad tanto denigran, los dirigente políticos promueven en los organismos de la Unión Europea un interesado angelismo bajo la terminología grandilocuente de la Alianza de Civilizaciones o el Diálogo Euromediterráneo, los movimientos altermundistas intentan socavar las estructuras democráticas en su denuncia al capitalismo global, el populismo de América del Sur, aglutinado en el eje de Chávez, Morales y Castro, legitima una impronta dictatorial en su antiamericanismo. Finalmente, el yihadismo internacional se beneficia de todo ello en su lucha contra Occidente y el Gran Satán. La fascinación de la izquierda radical desea encontrar, en todos los anteriores elementos, aliados para un renacer del impulso revolucionario.

Curiosamente, de todos los que han contribuido a conformar esta crítica a la cultura occidental, hay un grupo que no sólo no ha resultado beneficiado, sino que ha quedado marcado con el estigma de la ignominia: Israel. El judío ha pasado de ser el emblema de la víctima, humillada y perseguida, a convertirse en el colono imperialista y nazi. Por una paradójica e ignominiosa inversión, al ser tildado de nazi, incorpora la herencia de barbarie que en el pasado promovió su propio exterminio.

El buen judío es el judío muerto, el que pereció en los campos de concentración, al que se rinde constante homenaje con los memoriales del Holocausto, para salvar la buena conciencia de quien, como ha venido ocurriendo a lo largo de la historia, considera al judío vivo como un problema. Los israelíes en bloque, independientemente de su adscripción ideológica, son asimilados a la posición política del Estado de Israel, al que, sin entrar en la valoración de sus acciones, se le niega su derecho como nación. Los judíos de la diáspora solo dejan de ser sospechosos si hacen pública profesión de fe de su antisionismo. Peligrosamente se indiferencia judío, israelí, Estado de Israel, gobierno de Israel, judaísmo y sionismo, configurando un todo amalgamado que está sufriendo un proceso no matizado de demonización.

Diversos pensadores, principalmente judíos, vienen advirtiendo de lo que no dudan en denominar nueva judeofobia, como pueden ser Bat Ye’or, Bernard-Henri Lévy, André Glucksmann, Alain Finkielkraut, Pascal Bruckner o Gustavo Daniel Perednik.

Para Bat Ye’or, el punto de inflexión en la política europea tiene lugar con la crisis del petróleo de 1973. Los Estados europeos, para evitar el boicot, intensificaron las medidas diplomáticas que garantizasen la cooperación; así, se fundó la Asociación Parlamentaria Europea para la Cooperación Euro-árabe (Apcea), el diálogo euro-árabe propició numerosos encuentros entre el Parlamento Europeo y la Unión Parlamentaria Interárabe, y entre ésta última y la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa; la Conferencia de Barcelona o el Fórum Parlamentario Euro-Mediterráneo serían otras iniciativas más recientes. La autora remarca cómo los países árabes pusieron una serie de condiciones políticas para llevar a cabo los acuerdos de cooperación económica con los países de la entonces Comunidad Económica Europea, lo que implicaba un rechazo de la política israelí, la vuelta de Israel a las fronteras de 1949 o la presencia de la OLP en todas las negociaciones. A partir de ese momento, los encuentros euromediterráneos guardan un prudente silencio sobre la vulneración de los derechos democráticos en los países árabes, insisten en la necesidad de cooperación económica, cultural y migratoria e incorporan manifestaciones de rechazo más o menos contundentes a la política israelí. Para Bat Ye’or, ese oportunismo político habría ido generando desde las más altas instancias comunitarias un clima de antisemitismo proárabe del que los europeos han sido las primeras víctimas.

Para Pascal Bruckner, es la culpabilización de Occidente lo que hace que una parte de la izquierda entronice el icono Palestina como la punta de lanza de los desheredados. La centralidad del conflicto de Oriente Próximo se manifiesta primero como una obsesión y posteriormente como una reprobación de Israel: "Nuestra aprehensión de Oriente Próximo es menos política que psicológica: no se trata de extinguir una fuente de tensiones, de reconciliar a los hermanos enemigos, sino de prolongar sobre un teatro extranjero nuestras propias mitologías"[1].

Una importante contribución al análisis de este proceso lo encontramos en el libro de Pierre André Taguieff La Judéophobie des Modernes[2]. Tras un repaso histórico del antisemitismo que iría de la Ilustración a la Yihad mundial, el autor señala una nueva configuración. El actual odio al judío se enmarcaría hoy dentro de un más general odio a Occidente, con lo cual adquiere un tono progresista para buena parte de los intelectuales.

La consideración del pueblo judío, tantas veces a lo largo de la historia señalado como opuesto a Occidente cuando éste era percibido como modelo universal positivo, tiene un punto de inflexión cuando Occidente empieza a conceptualizarse como plasmación de un imperialismo mortífero. Si en un principio son los pensadores judíos de la Escuela de Frankfurt quienes potencian esa denuncia que inscribe en las entrañas de la cultura occidental las raíces destructivas que culminan en el Holocausto, pronto esa denuncia se volverá en contra de los propios judíos. El judío, como icono del humillado y perseguido, será sustituido por el palestino. El Estado de Israel pasará a ser la ejemplificación del Mal. Existe un desplazamiento en el que se confunde y a veces se iguala Israel, sionismo y judío. El antisionismo sería, como dice Jankélévitch, "el permiso de ser democráticamente antisemita". La condena del Holocausto actúa como coartada, de forma que la crítica a Israel esté a salvo de la acusación de antisemitismo. Si en la coyuntura actual del conflicto de Oriente próximo el palestino asume las características victimarias que antes caracterizaban al judío, éste sufre una perversa transformación: los actuales judíos, se dice, son los nazis de hoy, actúan como ellos, con lo que se realiza una efectiva reductio ad hitlerum, lo que implica un flagrante sinsentido lógico: aquello que más caracteriza al nazismo es el antisemitismo, por lo cual si nazi = antisemita y judío = nazi, entonces judío = antisemita.

Así pues, cuando Occidente es potente, el pueblo judío es culpable. Cuando Occidente es culpable, en un primer momento el pueblo judío es la víctima. En un segundo momento, el pueblo judío, integrado en el Eje del Mal: EEUU e Israel, es igual a Occidente, y por lo tanto culpable. En una tercera fase, una parte de Occidente: Europa y los intelectuales críticos norteamericanos, pretende lavar su culpa transfiriéndola a Israel como quintaesencia del Occidente culpable. Pero para aquellos que no concelebran esta ceremonia de culpabilización, sino que asumen con orgullo los valores de la civilización occidental, el que Israel forme parte de ella lo convierte simplemente en "la primera trinchera".

La aprehensión de la identidad judía, de qué sentimos ante el Estado de Israel, responde al propio proceso psicológico en el que Occidente se reconoce a sí mismo. Ser conscientes de ello puede ayudar a entender una situación que no se resuelve en un simplista maniqueísmo. Es necesario estar alerta. La ceguera ante el crecimiento del antisemitismo en la Alemania de los años treinta, y sus terribles consecuencias, debería servirnos de enseñanza, porque los ojos de todas las víctimas inocentes reclaman un esfuerzo de prudencia y ponderación.



[1] La tyrannie de la pénitence, París, Grasset, 2006, p. 80.
[2] París, Odile Jacob, 2008.

Número 47

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