Una aplicación de la teoría del ciclo económico desde la perspectiva de la Escuela Austriaca a la Gran Recesión
Este texto es la introducción de la tesis doctoral que el autor presentó el pasado 9 de marzo en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, y por la que obtuvo la calificación de sobresaliente cum laude.
Advertía Wilhelm Röpke en la primera página de su Crises and Cycles (1936) que este libro había sido escrito en medio de "la peor y más generalizada crisis económica que jamás hayan registrado los anales de la historia"; una circunstancia que ofrecía grandes ventajas al economista teórico pero que también lo sometía a algunos importantes riesgos.
Entre las ventajas, el economista alemán citaba "el dudoso privilegio" de ser un testigo directo de unos acontecimientos únicos, de poder observar de primera mano "la crisis en todas sus formas, expresiones y consecuencias". Sin duda, si el economista teórico es capaz de abstraerse de los innúmeros dramas personales que están presentes en todas las depresiones, no puede más que analizar con excitado interés la materialización de los complejísimos fenómenos que constituyen su objeto de estudio, investigación y reflexión. Se trata de una sensación esquizofrénica en la que, por un lado, la persona deplora la desgracia de convivir con las penurias económicas y el científico social disfruta la inmensa suerte de experimentar en su propia carne una de esas crisis de las que sólo hay una cada siglo.
Entre los inconvenientes, Röpke destacaba la dificultad de desarrollar una teoría económica completa sobre los ciclos económicos justo en un momento en el que millares de datos se van acumulando unos encima de otros a la espera de tiempos más tranquilos, durante los que puedan ser analizados e incorporados eficazmente al corpus teórico de nuestra ciencia:
Cuando los datos se van pisando los talones, no es el momento de destilar y embotellar el buen vino del conocimiento económico, es más bien el momento de dejarlo fermentar.
Ciertamente, el analista económico puede sentirse en medio de una crisis superado por la rapidez y variedad de los hechos que tiene que enjuiciar y explicar, especialmente cuando la depresión cobra un carácter global y atañe a multitud de países sobre los que podía tener muy poca o ninguna información previa. Lo mismo cabe decir del economista teórico que conforma sus modelos a partir de la simple inducción o que, simplemente, quiera buscar inspiración en los hechos para orientar el desarrollo de los suyos. Para ambos existe un exceso de información, de entre la cual es complicado discriminar la realmente importante y que, en todo caso, resulta casi imposible de procesar con rapidez y rigor; la disyuntiva es clara: o análisis veloces e insustanciales o reflexiones sosegadas y precisas.
Ante semejantes caveats, podría parecer pretencioso, audaz o directamente suicida haber emprendido un proyecto como la presente tesis doctoral justo en medio de lo que la gran mayoría de economistas ha denominado la Gran Recesión y otros, no sin gran parte de razón, la Segunda Gran Depresión. Al fin y al cabo, nuestro propósito con este trabajo –escrito entre 2009 y 2010– es, por una parte, reformular algunos aspectos de la teoría de los ciclos económicos a la luz de los nuevos retos que planteaba la crisis y, por otro, utilizar ese marco teórico para analizar los acontecimientos que hasta ese momento habíamos sufrido.
No me cabe duda de que Röpke estaba en lo cierto cuando en 1936 mostraba ese exceso de celo y cautela ante la posibilidad de periclitar preventivamente una teoría de los ciclos económicos que en ese momento todavía estaba gateando. Al cabo, el primer intento serio de sistematizar una teoría científica de los ciclos lo había protagonizado el economista austriaco Ludwig von Mises en 1912 –apenas 25 años antes– con su Teoría del dinero y el crédito. Un lapso temporal demasiado reducido como para que el debate científico hubiese proporcionado los suficientes frutos intelectuales.
Además, por si la precocidad de Mises no bastara para hacer buenas las advertencias de Röpke, su libro había sido traducido por primera vez al inglés en 1934 y, sobre todo, sólo recogía un esbozo muy básico de lo que más adelante sus discípulos, y los discípulos de sus discípulos, irían elaborando. Sólo en los veinte años que median entre 1912 y 1932 ya encontramos tres obras clave que refinan, amplían, enmiendan y robustecen de manera muy considerable la teoría de Mises: La teoría monetaria y el ciclo económico (1929) y Precios y producción (1931), de Friedrich Hayek, y The Stock Market, Credit, and Capital Formation (1931), de Fritz Machlup.
En estas circunstancias, era normal y necesario, pues, que Röpke propusiera dejar fermentar durante un tiempo todas las distintas, pero conexas, teorías del ciclo a la espera de obtener el mejor vino posible. Por desgracia, este prometedor programa de investigación iniciado por Mises se vio súbitamente interrumpido y desplazado por el huracán que supuso dentro de la historia del pensamiento económico la irrupción de John Maynard Keynes, de la mano de su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, en 1936. La práctica totalidad de la profesión económica fue cautivada por unas, en apariencia, novedosas y revolucionarias ideas del inglés que exudaban un casi absoluto desconocimiento de los rasgos esenciales de la teoría miseana.
Por este motivo, el progreso de lo que podríamos llamar la teoría austriaca del ciclo económico sufrió, a partir de 1936, una considerable atrofia académica. La inmensa mayoría de economistas se dedicó a construir sobre un páramo que poco a poco fue abandonándose y sustituyéndose por otras teorías que en gran medida implicaban regresar al estado de conocimiento sobre los ciclos económicos no ya anterior a Keynes, sino sobre todo anterior a Mises: una nueva teoría clásica que a la postre negaba la existencia de algún fenómeno que mereciera recibir el nombre de ciclo económico.
Mas, pese a la innegable marginalidad a la que fue relegada la Escuela Austriaca a partir de 1936, durante los últimos 75 años hemos contado con brillantes economistas que han acelerado el proceso de fermentación del vino de la teoría de los ciclos económicos. A destacar, Gottfried von Haberler con su Prosperity and Depression (1937), Ludwig Lachmann con su Capital and its Structure (1956), Murray Rothbard con su Man, Economy, and State (1962), Israel Kirzner con Essays on Capital and Interest: an Austrian Perspective (1974), y más recientemente Jesús Huerta de Soto con Dinero, crédito bancario y ciclos económicos (1998).
Por tanto, a diferencia de lo que sucedía en 1936, en la actualidad ya contamos con un rico bagaje teórico para examinar la realidad. Con ello no quiero significar, por supuesto, que ya contemos con una teoría definitiva, completa e inmejorable de los ciclos económicos –y, de hecho, a lo largo de la presente tesis trataremos de realizar alguna contribución a la misma–, sino que el grado de madurez científica de nuestras herramientas teóricas actuales no tiene parangón con el de los tiempos de Röpke. Lo que el economista alemán reputaba una losa casi insuperable, hoy podemos considerarlo como una carga bastante más llevadera.
El formidable desarrollo científico previo nos permite, pues, no vernos tan abrumados por la marabunta de informaciones propia de todas las crisis y construir sobre un terreno más firme. Si durante la Gran Depresión podía ser loable y beneficioso, pero a la vez precipitado, teorizar en exceso sobre los ciclos, durante la Gran Recesión constituye un imperativo profesional de primer orden, por cuanto coloca al científico social en un pabellón envidiable para contrastar su teoría, pulirla y abrir nuevos horizontes dentro del paradigma económico recibido. No en vano, aun cuando pueda sostenerse que la realidad observable no permite falsar las teorías económicas (Mises 1957), es innegable que sí pone a prueba su capacidad explicativa y, por tanto, fuerza al científico social a revisar y reformular sus puntos más débiles o desatendidos.
En este sentido, la teoría austriaca del ciclo económico de raíz miseana, tal como se halla formalizada en su versión canónica más depurada (Huerta de Soto, 1998), permite afrontar con solvencia la tarea de explicar la práctica totalidad de los fenómenos acaecidos durante la Gran Recesión, tanto en su gestación, entre los años 2001 y 2006, como en su estallido, a partir de 2007. Sin embargo, la crisis inevitablemente ha revelado la necesidad de ahondar en ciertos temas que, habida cuenta del muy limitado y parcial conocimiento de espacio y tiempo que padece todo ser humano, no habían recibido la necesaria atención por parte de los grandes economistas de la Escuela Austriaca.
Así, por ejemplo, se ha hecho necesario teorizar sobre los procesos de expansión crediticia más allá del negocio bancario tradicional (en especial, mediante el endeudamiento a muy corto plazo en permanente renovación), analizar la sostenibilidad de nuevos instrumentos financieros (como la titulización) y, sobre todo, reflexionar sobre las diferencias entre el dinero como bien presente seleccionado por el mercado y el dinero como medio de pago fiduciario privilegiado por el Estado.
Para ello, me he permitido complementar la teoría austriaca del ciclo económico ortodoxa con las valiosísimas aportaciones de un disperso grupo de economistas a los que podríamos calificar de teóricos de la liquidez, debido a que han centrado su producción intelectual en desarrollar una teoría del dinero y de la banca que gira en torno al concepto de liquidez. Explícita o implícitamente, todos estos economistas se han visto enormemente influidos por el seminal artículo de Carl Menger –a la sazón, fundador de la Escuela Austriaca– titulado "El origen del dinero", donde por primera vez se ofrece una definición científica de liquidez y, más importante, se insiste en la necesidad de edificar toda la teoría del dinero sobre tal concepto.
Podemos incluir en este grupo a economistas tan variados como Benjamin Anderson, Melchior Palyi, Charles Rist, Heinrich Rittershausen, Jacques Rueff, Harry Scherman, Felix Somary, Vernon Orval Watts, Henry Parker Willis y Hartley Withers. De entre todos, sobresalen dos economistas que, además de conocer a la perfección la teoría austriaca del ciclo económico, han fusionado las inconexas aportaciones de los teóricos de la liquidez y que, en gran medida, me han servido de inspiración para realizar mi propia integración de esta corriente dentro de la teoría austriaca: el húngaro Antal Fekete y el español José Ignacio del Castillo.
En realidad, dado que tanto la Escuela Austriaca como los teóricos de la liquidez comparten un tronco común –la obra de Carl Menger–, el encaje ha sido bastante natural. De hecho, bien podríamos considerar a los teóricos de la liquidez como unos teóricos de la Escuela Austriaca muy asistemáticos que trataron de realizar sus aportaciones de manera aislada y que, por consiguiente, no fueron incorporados adecuadamente al acervo de pensamiento mayoritario. Por suerte, las exigencias de innovación teórica que ha planteado la Gran Recesión han hecho aconsejable rescatar sus mejores ideas, reforzando el corpus teórico austriaco, de tal manera que pueda hacer frente a todas o casi todas las cuestiones que emergen con la crisis.
En este sentido, la teoría austriaca del ciclo económico –complementada con las aportaciones de los teóricos de la liquidez– ofrece una perspectiva científica única para describir y comprender la organización de un sistema productivo y sus fluctuaciones periódicas. Sus tres rasgos fundamentales, que de manera conjunta la distinguen del resto de corrientes económicas, son:
- Una teoría del dinero basada en la liquidez de las mercancías que facilita la comprensión de los procesos de monetización y desmonetización de los bienes económicos con el objetivo de hacer posible la coordinación interespacial e intertemporal de los agentes económicos.
- Una teoría real del interés –entendido como la prima de valor de los bienes presentes sobre los bienes futuros– que permite comprender cómo los agentes, al disponer de un valor actual para los lejos e inciertos bienes futuros, colaboran tomando decisiones de producción que son intertemporalmente consistentes con las necesidades de los consumidores.
- Una teoría del capital que, desde el punto de vista individual, se fija en las relaciones entre la liquidez del activo y del pasivo de cada agente económico y, desde un punto de vista social, remarca el proceso de estructuración de los activos en forma de bienes de capital heterogéneos, específicos, complementarios y difícilmente convertibles a través de los cuales se ejecuta la cooperación intertemporal de los agentes.
Estos tres puntos de partida –que serán objeto de un desarrollo mucho más intenso en los tres primeros capítulos de la parte teórica de la tesis– serán los cimientos sobre los que construir el resto del andamiaje de la teoría del ciclo: los bancos y su capacidad para expandir el crédito de manera insostenible (capítulo 4), los efectos distorsionadores de esta expansión crediticia sobre la organización económica (capítulo 5) y el origen y la influencia del dinero fiduciario sobre el proceso de creación crediticia y de manipulación de la estructura productiva (capítulo 6).
Al final de esta primera parte de la tesis, comprobaremos que los ciclos económicos son una consecuencia directa del abuso del crédito por parte del sistema bancario como herramienta para controlar más bienes presentes (a costa de bienes futuros) que aquellos a cuya disposición otros agentes han renunciado previamente (ahorro). Y así, una vez pergeñada la teoría del ciclo, procederemos a aplicarla en la tercera sección a los acontecimientos que han rodeado a la Gran Recesión. Antes, como intermedio y punto de unión entre ambas partes, efectuaremos un breve análisis sobre el papel de los productos de financiación estructurada –en particular, los ABS, ABCP, CDO y CDS– a la hora de expandir el crédito y potenciar la iliquidez de los agentes, lo que nos permitirá comprender sus efectos sobre los ciclos en general y sobre este último en particular.
En última instancia, pues, las notas novedosas de esta tesis serán, por un lado, la aplicación por vez primera de la teoría austriaca del ciclo a los acontecimientos de la Gran Recesión y, por otro, el enriquecimiento de este marco analítico merced a la incorporación al mismo de las contribuciones de los teóricos de la liquidez.
Salvo por el esfuerzo integrador –que en sí mismo constituye un valor–, sin embargo, la primera sección de la tesis presentará escasas innovaciones teóricas con respecto a toda la diseminada literatura existente. Aun así, existen dos excepciones que sí me gustaría destacar en esta introducción por constituir, hasta donde me alcanza, sendas novedades teóricas con una relevancia potencialmente muy grande. Ninguna de las dos ha sido por entero una idea original mía, pero sí creo haberlas desarrollado y puesto en valor lo suficiente como para que adquieran una entidad propia frente a sus dos fuentes originales.
La primera de ellas –que bebe de Jacques Rueff y de Antal Fekete– está contenida en el epígrafe 3.9 del apartado teórico y permite comprender cuáles son las consecuencias reales de un incremento en la demanda de dinero más allá del incremento de su poder adquisitivo. En efecto, cuanto más aumenta la demanda de dinero, más rentable deviene trasladar factores productivos a fabricarlo, lo que en un sistema de patrón oro puede hacerse por dos vías: o trasladando los factores a las minas o produciendo bienes de consumo altamente demandados contra los que puedan girarse letras de cambio que hagan las veces de dinero.
En otras palabras, a diferencia de lo que ha sostenido el pensamiento keynesiano, la demanda de dinero –el atesoramiento– no es una demanda estéril que cortocircuite el poder adquisitivo y la coordinación social. Al contrario, el atesoramiento constituye una señal esencial del sistema económico que lo empuja, vía mayor poder adquisitivo del dinero o vía menor tipo de descuento, a concentrar transitoriamente los recursos en actividades fácilmente reconvertibles, desde las que los factores puedan dirigirse con rapidez a satisfacer las necesidades futuras de los tenedores de los saldos líquidos. Quien atesora, demanda al sistema económico que convierta parte de sus factores productivos en reservas para prevenir los peligros de un incierto futuro.
La otra aportación teórica relevante –que, de nuevo, viene inspirada por los escritos de Antal Fekete– está contenida en el epígrafe 5.3 y se refiere a la influencia de las políticas monetarias expansivas en los momentos en los que la demanda privada de crédito se ha agotado por entero ante la insostenible iliquidez de los agentes. En tal caso, la respuesta tradicional keynesiana ha insistido en la necesidad de que la autoridad monetaria trate –probablemente sin éxito debido a la trampa de la liquidez– de forzar una reducción de los tipos de interés del dinero por debajo de la eficiencia marginal del capital con tal de incentivar el gasto privado en inversión. La respuesta de la Escuela Austriaca ante tal política venía siendo doble: o bien no serviría para nada por la extenuación de la demanda de crédito, o bien sólo retrasaría y agravaría la necesidad de un reajuste ulterior.
Sin embargo, lo cierto es que las repercusiones de las políticas monetarias expansivas una vez agotada la demanda privada de crédito son todavía más nefastas que éstas. Los tipos de interés artificialmente bajos impulsados por los bancos centrales incrementan el valor liquidativo de las deudas a tipo fijo y eliminan las cargas de intereses en las deudas a tipo variable. En el primer caso, el acreedor pierde todo incentivo a aceptar que su deudor le cancele anticipadamente sus obligaciones salvo entregándole en el presente el importe nominal de todos los pagos de intereses futuros; en el segundo, el deudor pierde todo incentivo a cancelar anticipadamente sus obligaciones con el acreedor salvo que éste acepte recuperar menos capital del que adelantó. En ambos casos, el reajuste de los balances privados y de la estructura productiva se estanca hasta que las malas inversiones que acreedores y deudores sufragaron se deprecien por entero.
Tras la lectura del documento, espero haber ayudado marginalmente, tanto al economista teórico como al economista aplicado, a mejorar su comprensión de los ciclos económicos y, en especial, de la Gran Recesión, mostrando el enorme peligro que supone intervenir en el sistema monetario y financiero para lograr una oferta de crédito infinitamente elástica y desligada de las decisiones económicas individuales de carácter real que toman los distintos agentes económicos.
Número 47
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