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La Ilustración Liberal

Mi adiós a todo eso: la Izquierda y el 11-S

El décimo aniversario del 11-S me lleva a rememorar una de las experiencias políticas más desagradables que puedan tenerse: el descubrimiento de que la familia política a la que uno pertenece se ha vuelto loca o, como parece más probable, que ya lo estaba y uno no se había dado cuenta.

Por supuesto, si hablamos en serio, locura no es el término adecuado para describir la reacción de la Izquierda, esto es, de sus intelectuales, periodistas, cineastas, artistas o, simplemente, sus gentes de a pie, a los ataques terroristas más espeluznantes que habíamos conocido. Pero refleja la impresión que me asaltó al comprobar que estaban tan dispuestos a encontrar razones –y razón– en los fanáticos islamistas que lanzaron aviones de pasajeros contra las Torres Gemelas como a negarse a encontrarlas para condenar sin paliativos la atrocidad.

Aquel 11 de septiembre yo presentaba a un conferenciante junto con otros progresistas. Había supuesto que todo el mundo estaba conmocionado, apenado por las víctimas y preocupado por un terrorismo que se cernía como una grave amenaza sobre las sociedades abiertas del mundo. Imaginé que no se hablaría de otra cosa y, como en tantas ocasiones aquellos días, me equivoqué. Las buenas gentes de izquierdas –y antirreligiosas– que me acompañaban no dijeron una palabra sobre la devastación infligida horas antes por un fanatismo que había declarado la "guerra santa". Como si los atentados no tuvieran la menor importancia, guardaron silencio. Nadie habló del asunto, ni siquiera durante la cena que siguió al acto. Aquella "guerra", tal era el subtexto, no iba con nosotros, no nos concernía.

¿Cómo era posible dejar de percibir que aquel terrorismo no estaba solo contra Estados Unidos o solo contra Bush, como llegaron a pensar algunos cráneos privilegiados? Por ejemplo, el director de cine Michael Moore, que escribió en su web al día siguiente: "Si alguien hizo esto para vengarse de Bush, lo hizo matando a miles de personas que no lo votaron. Boston, Nueva York, [Washington] DC y los destinos de los aviones en California fueron justamente los sitios que votaron contra Bush". ¡Como si Bush fuera tan importante para los de Al Qaeda como para los progres americanos!

Aparte de ese caso de estulticia profunda –solo merecedora de aclamación en ciertos festivales de cine–, la incomprensión del alcance de los atentados se hizo patente en las horas siguientes al horror. La idea de que lo ocurrido no era para tanto ni era nuestro problema no fue privativa de la Izquierda. Obedecía al miedo, era una forma de ceguera voluntaria. Pero en los ideologizados portaba una carga de menosprecio hacia la nación atacada. Su indiferencia significaba que los asesinados, por ser americanos, carecían de importancia y de la condición de víctimas.

Pronto tuve noticia de cuál era la "guerra" que sí tenía que preocuparnos. Unas horas después, me llamaba un conocido enormemente alarmado. No por los atentados, peccata minuta, sino por lo que pudiera maquinar como respuesta el presidente Bush, "ese vaquero loco". Idéntico temor debió de recorrer como un escalofrío a muchos progresistas y quedó reflejado en un titular de su periódico de referencia en España, El País: "El mundo en vilo a la espera de las represalias de Bush".

Eso era lo que inquietaba a tantas buenas gentes de la izquierda aquella noche. No la aparición de un terrorismo dispuesto a matar a una escala nunca vista, sino la venganza que Bush decidiera tomarse. Era una valoración del peligro tan absurda que parecía increíble. Pero resultaba de aplicar los viejos clichés a una situación nueva. Pasara lo que pasara, la Izquierda sostendría que los Estados Unidos eran el Mal y que si había que tener miedo de alguien era de ellos.

Me preguntaba cómo una democracia podía infundir más temor que los partidarios de implantar sanguinariamente su extrema versión del Islam. ¡Pregunta equivocada! La Izquierda no estaba pensando en esos términos. Pero si algo veía yo con una mínima claridad es que aquellos eran los términos en los que había que pensar. De un lado teníamos a un país que, con todos los peros que se quisiera, disponía de libertad, derechos y pluralismo. Del otro, a sus atacantes, "esas mentes áridas que querían hacer desaparecer de la vista a las mujeres, matar a los homosexuales, suprimir la música, destruir el arte, los que habían dinamitado los Budas de Bamiyán y se proponían aterrorizar al mundo para someterlo a la voluntad de su Dios vengador" (Andrew Anthony, El desencanto. El despertar de un izquierdista de toda la vida).

¿Alguien podía tener alguna duda respecto a cuál de los dos representaba una amenaza? De nuevo, el planteamiento era incorrecto, derechista. El visceral antiamericanismo prohibía que se defendiera aun indirectamente a los EEUU, como proscribía que los EEUU se defendieran.

A la transferencia del miedo subyacía un dogma de la Izquierda: eran los americanos, los imperialistas, quienes provocaban el hondo malestar del que nacían respuestas como aquellos ataques. Ahora, el "vaquero loco" podía desencadenar una auténtica catástrofe que nos hiciera pagar a todos las maldades de la superpotencia. La transferencia del miedo viajaba con la transferencia de culpa.

Con honda satisfacción, se recibió la denuncia de que el "cerebro" de los terroristas, un tal Ben Laden, era un monstruo que habían creado los propios americanos durante la guerra contra la ocupación soviética de Afganistán. Ajajá, los Estados Unidos cosechaban lo que habían sembrado. ¡Como siempre! El mensaje implícito era que se habían buscado la agresión. Y el mensaje pasó, enseguida, a ser explícito.

"Más allá de la identidad concreta de los autores de la masacre, esta violencia es hija legítima de la cultura de la violencia, el hambre y la explotación inhumana", escribió Dario Fo, premio Nobel de Literatura, en un correo electrónico que envió aquel día. "Los grandes especuladores chapotean alegremente en una economía que mata cada año a decenas de millones de personas con la miseria. ¿Qué son en comparación los 20.000 muertos de Nueva York?". Era lógico y natural que asesinaran a varios miles de americanos, fuesen o no tiburones de Wall Street. No había inocentes.

Mi correo se llenó de textos similares. Todos justificaban los ataques por el expediente de atribuirlos causa-efecto a las humillaciones y agravios que América había infligido al mundo islámico y al mundo, en general. Otros los minimizaban –y legitimaban– mediante la comparación de listas de víctimas: las que había causado Estados Unidos a lo largo de su historia y las que acababan de morir en los atentados. No eran solo extremistas marginales los que difundían esos balances. El diputado laborista George Galloway elaboró uno que fue publicado el 12 de septiembre por The Guardian, el diario progresista británico. Se le concedía así rango de análisis procedente, al igual que a su comentario de que mucha gente "considerará que EEUU ha tenido que tragar esta vez su propia medicina". Le faltó añadir un gozoso "¡Por fin!".

Capítulo aparte merecían las teorías de la conspiración. Su idea central era que había sido un "autoatentado", esto es, que los propios americanos, el "complejo militar-industrial" (una noción de Eisenhower, por cierto), estaban detrás de la masacre, cuya finalidad era servir de pretexto para declarar una guerra y hacer negocio. Todavía hoy me asombra cuánta gente cualificada y con galones académicos participó de aquel disparate.

Discutir con un mínimo de racionalidad era imposible. No hay modo de disuadir a quienes creen que "nada es lo que parece", que hay siempre una verdad oculta –pero al alcance de sus avispadas mentes–, que los servicios secretos, como la CIA, son omnipotentes (aunque esas mismas personas también piensan que son tontos de remate) y que todo ha sido planeado por ellos. Había un nexo entre aquellas teorías y las justificaciones de la matanza. Ambas declaraban culpable del atentado a los EEUU. La víctima era el asesino.

Aquella inversión me parecía inmoral y además innecesaria. Uno podía ser muy crítico con la política exterior de Washington; juzgar como un grave error el apoyo a los talibán; haberse opuesto a la guerra del Golfo y lamentar que George W. fuera presidente. Uno podía, en fin, mantener posiciones que eran habituales en la izquierda sin necesidad de justificar y comprender la barbarie perpetrada. ¿O no?

Por lo visto, no. Es más, la Izquierda viraba hacia la celebración del atentado. Se celebraba que, al fin, después de tanto tiempo, hubiera aparecido un enemigo capaz de golpear de manera inmisericorde al Enemigo. Se comentaban con desprecio las muestras de patriotismo que siguieron a los ataques. Como mínimo, eran de mal gusto. Arreciaban las críticas a los medios americanos por su modo "acrítico" y "patriótico" de informar. ¡A quién se le ocurre! Unos terroristas secuestraban aviones, destruían edificios y hacían una matanza en tu país y el pueblo atacado, en lugar de entonar un colectivo mea culpa, se entregaba a un furor patriótico ordinario.

Me chocaba la falta de compasión hacia las víctimas, el grado de insensibilidad. ¿Dónde estaba el humanitarismo de la Izquierda? Sabía que pervivía en ella la "sorprendente creencia" en que "es adecuado y hasta imprescindible emplear grandes dosis de violencia para crear un mundo mejor" (Paul Hollander, The End of Commitment. Intellectuals, Revolutionaries and Political Morality). La izquierda revolucionaria en la que me había iniciado políticamente no rechazaba el terrorismo por escrúpulos morales, sino porque no era la "forma de lucha" correcta. Pero incluso desde esa perspectiva, que ya me resultaba ajena, ¿qué mundo mejor, qué proyecto revolucionario representaba el terror islamista? ¿Cómo podía un progresista sentirse cercano a aquella aberración?

En octubre, tras la invasión de Afganistán, un conocido de la época antifranquista me envió despachos de una agencia latinoamericana de izquierdas. Apoyaban la resistencia de los talibán y Al Qaeda a las tropas estadounidenses. Los islamistas aparecían como heroicos combatientes anti-imperialistas que habían recogido la antorcha de las guerrillas de los setenta. Le respondí que no entendía cómo estaba a favor de unos fanáticos que le cortarían la cabeza a gente como él, que se declaraba marxista. No recibí contestación.

La corriente mayoritaria no respaldaba explícitamente a los yihadistas, pero se oponía con vehemencia a la invasión de Afganistán. ¿Qué hacer entonces? ¿Había que respetar a los talibán, que, además de albergar a Al Qaeda, vulneraban derechos humanos elementales? Tampoco tenían respuesta.

¿Qué había pasado en la Izquierda? ¿Qué me había perdido? O yo había cambiado o había cambiado ella. Desde luego, no tomaba como referencia las declaraciones de los partidos. Éstos eran solo una parte de la Izquierda y ni siquiera la más relevante a la hora de configurar actitudes y posiciones. Los intelectuales –en su defecto, actores o cantantes– tenían un peso muy superior. Figuras como Moore o Chomsky, que proclamaba que EEUU era un estado terrorista global, contribuyeron mucho más que los partidos a establecer el tono y la línea de la Izquierda tras el 11-S.

En los años anteriores, había prestado poca atención a la evolución intelectual de mi familia política. Tal vez por ello se me revelaba una cara de la Izquierda que me había permanecido oculta y un ethos que contradecía la ética que yo asociaba con sus ideas.

Ciertamente, aquel estallido de odio hacia EEUU respondía a tendencias que conocía y de las que había participado. Pero se habían llevado al extremo. Era consciente de que el fracaso y la desaparición de alternativas al capitalismo habían generado –ya antes de que cayera el Muro– desorientación, vacío y frustración. Sin embargo, de ahí al nihilismo había un salto, y un salto mortal. Era como si ante la imposibilidad de "cambiar el mundo", la alternativa que se propusiera fuera destruirlo.

La aversión por la civilización occidental era una de las tendencias recientes que me suscitaban rechazo, pero no había imaginado que pudiera adquirir dimensiones suicidas. Sin embargo, ahí estaban. La negación de cualquier avance y progreso que Occidente había proporcionado y el sentimiento de culpa acompañante predisponían a la comprensión o a la simpatía con los enemigos más acérrimos de la Civilización y de la Modernidad que pudieran encontrarse. En una pintada encontré el resumen de aquella inclinación autodestructiva. Decía: "Osama, mátanos".

A finales de noviembre, fui a un concierto de rock con unos amigos. Ellos y los músicos hacían chistes sobre el 11-S, pues era de mucha risa una matanza en Nueva York, y en cuanto a Ben Laden, sin duda era la nueva estrella. Aquella gente, el público que aplaudía las gracias, sus costumbres y su libertad, no sobrevivirían un día bajo la férula de los barbudos. Naturalmente, todos contaban con que los islamistas no ganarían nunca. Pero no sería por ellos. Ellos se opondrían a combatir el terrorismo, irían a manifestaciones contra Estados Unidos y desearían que perdiera –y perdiéramos– aquella guerra.

De regreso a casa me dije que ya había tenido bastante. Había llegado al punto límite. Si la Izquierda se había convertido en el lugar de reunión de la inmoralidad y la estupidez, yo no quería seguir identificándome con ella. Cuestiones morales básicas me separaban de su actitud ante el 11-S y, al hilo de ese desacuerdo, había constatado que no compartía posiciones políticas y culturales de fondo. No estaba segura de si eran producto de una evolución o de una mutación, de si había cambiado yo o había cambiado la Izquierda. Pero, fuese como fuese, aquella era la Izquierda realmente existente. No había otra cosa y si la había no era la Izquierda. Así, después de casi tres décadas de filiación, le dije adiós a mi familia política en soledad, pero con todas las formalidades. Tuve, no obstante, la sensación de que no me despedía yo, sino que me despedía la Izquierda. So long, fellow travelers!