Historias del talante y la baraka
Pocos políticos de la historia reciente de España han sido tan escarnecidos como José Luis Rodríguez Zapatero. Es cierto que Adolfo Suárez, en los dos últimos años de su mandato, concitó el desprecio de opositores y correligionarios; y no lo es menos que ningún otro dirigente ha dejado en los archivos una representación tan nítida de la soledad del patriarca como la que dejó el entonces líder de UCD cuando grabó el anuncio de su dimisión. "Lo voy a intentar sin agua", le oímos decir con desmochado orgullo tras haber pedido infructuosamente que le den de beber. A diferencia de Zapatero, no obstante, Suárez no se las hubo de ver con los internautas o la TDT, indoctos amplificadores del estrépito ambiental.
La barahúnda soez que ha jalonado el gobierno de Zapatero ha tenido el efecto indeseado de convertir al personaje en una suerte de malvado al que, en virtud de esa misma condición, cabría atribuir un atisbo de inteligencia. Sin embargo, y como el periodista Santiago González sugiere en su monumental Lágrimas socialdemócratas, Zapatero es un mandante de simpleza cristalina, un discretísimo heraldo del buenismo sin dobleces ni honduras, un exhibicionista que gusta de abrirse la gabardina para mostrar sus sentimientos al electorado. González extrae éstas y otras conclusiones por decantación, tras someter a un cuidadoso pesaje la palabrería derramada por el secretario general del PSOE en sus casi ocho años al frente del Ejecutivo. Así, y en lo que constituye un fisking cuyo texto de referencia son las dos últimas legislaturas, el autor encadena todas y cada una de las ocurrencias que Zapatero, en su proverbial búsqueda del bien, ha ido diseminando en entrevistas, discursos y biografías.
Uno de los puntales del ensayo es Madera de Zapatero, el retrato perpetrado por el escritor Suso de Toro, y que resulta de lectura obligada para calibrar la vacuidad del pensamiento zapaterista. El oficio de periodista, bien lo sabe González, exige hozar en las más toscas superficies con el celo que pondría un cerdo trufero. Cómo, si no, iba a llegar esta trufa a nuestra mesa:
El 12 de junio de 2004 la selección española de fútbol se enfrentó a Rusia en la Eurocopa y ganó por 1-0. La vicepresidenta primera del Gobierno llamó a El País al término del encuentro para contar una de esas anécdotas que retratan a un hombre providencial, capaz de profecías retrospectivas. Y relató al redactor jefe de Deportes que durante el descanso, al que se llegó con empate a cero, ella, presa de los nervios y la incertidumbre, llamó al presidente del Gobierno, que puso las cosas en su sitio: "Me dijo que no me preocupara, que íbamos a ganar, pero que tenía que entrar Valerón". (...) Y efectivamente el jugador canario Valerón salió al campo en el segundo tiempo y marcó el gol de la victoria.
María Teresa Fernández de la Vega no fue la única socialista a la que Zapatero contagió su querencia por el pensamiento mágico. Eduardo Madina, que aun hoy presume de que Zapatero le prometió que le regalaría una Euskadi en paz; Elena Valenciano, que contó en su blog que ella se hizo de izquierdas tras constatar que los Reyes Magos sólo traían juguetes a los niños de familias pudientes, o Leire Pajín (ya saben, el acontecimiento planetario) son sólo algunos de los dirigentes de la izquierda gobernante hasta ayer mismo imbuidos de la retórica quiromántica, alternativa y fensuí que ha servido de coartada a no pocas decisiones gubernamentales. Digámoslo ya, qué demonios: sólo Zapatero sabía en verdad quién era Zapatero, por eso confió a su esposa (diríase que a pie de crucifijo) aquel alarde curricular: "No sabes, Sonsoles, la cantidad de cientos de miles de españoles que podrían gobernar"
Vuelvan a leer la última frase. ¿Alguno de ustedes, en la intimidad del dormitorio conyugal, llamaría a su pareja por el nombre de pila para deslizar una observación de esta índole (ya sé, ya sé que la vida no suele brindar pases de la muerte parecidos)? González, trufero mayor, nos trae decenas de sentencias en que la verosimilitud se halla gravemente comprometida, frases cuya única finalidad es proyectar un deje sentimentaloide y que, por lo general, hacen saltar por los aires la gramática, llevándose por delante el sentido común. Sabrán que Zapatero contó a la revista Marie Claire que sedujo a Sonsoles invitándola a "un proyecto vital compartido". Cotéjese la grosería con estas palabras de José Andrés Torres Mora, ideólogo de primera hora del zapaterismo:
Una vez, cuando eran novios, Sonsoles le preguntó: "¿Estamos saliendo?". Y él contestó: "Yo lo había dado por supuesto"; pero no había habido declaración formal.
Insigne relativista, Zapatero toma los hechos como un ente moldeable, un mero supuesto al que dar forma en función de los intereses, siempre cambiantes. Santiago González:
Cuando lo que está en juego es su espíritu hogareño, nada le disuade de desayunar y cenar en familia. Si estamos hablando de un asunto que requiere mostrar la diligencia del líder y su condición de madrugador, se habrá levantado cuando aún era noche cerrada, y a pesar de estar de vacaciones no habrá esperado a su familia para desayunar.
Sin necesidad de proclamarlo, González demuestra que Zapatero es uno de esos embusteros que ajusta las tuercas del relato para que el público atienda al dedo antes que a la luna. Dado que toda sintaxis es, con Valéry, una expresión de moralidad, sus derrotes sentimentales siempre presentan un excelso surtido de hemorragias. Quién, ante su madre moribunda, osaría decir: "¿Tú crees, madre, que voy a ser presidente?". Habrá quien reponga, no sin razón, quién osaría decir que la tierra no pertenece a nadie salvo al viento. O quién diría al camarero de todas las mañanas del mundo, refiriéndose a una hija, "está convidada a la vida" (de lo que da fe el columnista Raúl del Pozo). O quién le diría a Cataluña, máxime conociendo a los catalanes, "apoyaré, apoyaré, apoyaré...".
La verdad es que, ya sea de forma retrospectiva (¡y retroactiva!) o en riguroso streaming, a Zapatero le ha podido el fingimiento. Es precisamente en este punto, en el que tanto ha abundado Arcadi Espada, donde echo en falta una hipótesis por parte del autor (hipótesis, sea dicho, a la que tan inteligentemente se resiste las más de las veces). Valga la mía: el destinatario ideal del zapaterismo, con su apego a la letra flácida, al afán de trascendencia y a la metáfora fofa, no puede ser otro que El País. Y más concretamente, el columnista de última de El País. Un Vicent, con esa Tierra que no pertenece salvo al viento; un Millás, con esa libertad de expresión que no siempre es expresión de libertad; una Maruja, con ese buenas noches y buena suerte de su mítico cinemascope.
Me queda la duda de si Zapatero quiso llegar a presidente para labrarse una plaza de columnista o si, emulando a Gil de Biedma, tentó la posibilidad de convertirse en columna.
Santiago González, Lágrimas socialdemócratas, La Esfera, Madrid, 2011, 400 páginas.