La decadencia
El gobierno del iluminado de León nos ha devuelto a las puertas de la decadencia. Lo que ocurrió en los años de la Transición, que llegan hasta la segunda legislatura de Aznar, parece formar parte del pasado. Este individuo, que ha pasado casi ocho años en La Moncloa, se encargó de resucitar todos los fantasmas, no sólo los de la Guerra Civil, sino los de tiempos aún más lejanos: las Guerras Carlistas, la pérdida de un imperio que en 1898 llevaba casi un siglo sin ser tal... Y es que cuando un imperio empieza a decaer, no se sabe cuándo parará, si es que para alguna vez: Roma todavía no terminó, por poner sólo un ejemplo: los bárbaros ya no acampan junto al limes, se han integrado, han hecho una romanidad a su medida, germánica...
España necesitó un esfuerzo impensable para construir su imperio: se romanizó y dio emperadores a la Capital, soportó la Reconquista durante ocho siglos, se lanzó al mar y parió América —también la del Norte—, y aún evangelizó, conquistó, educó, aprendió durante tres siglos más, hasta que los criollos decidieron no esperar a Fernando VII y declararon (o declamaron) repúblicas propias, alejadas de la aduana real y del monopolio comercial. Y ahí se jodió el Perú, le aclaro a quien se lo siga preguntando. En el entendido de que el Perú es toda América sumada a España. Sin las independencias hispanoamericanas, España no podía perdurar: había ahorrado poco, el tesoro del otro lado del Atlántico sólo había servido para financiar guerras que ni siquiera se habían librado en el propio territorio. Algunas muy justificadas, como la que prolongó la Reconquista hasta Lepanto. Y otras más discutibles, guerras alemanas que contaban para los Austrias pero no para los españoles, y que nos dejaron agotados por mucho tiempo. Sin ganas de más. Tal vez por eso Cuba y Filipinas fueron poco y mal peleadas, por héroes lejanos y desatendidos por la Península, pobres y aislados en naturalezas excesivas y con enemigos demasiado poderosos ya entonces.
Si alguien me pidiera una síntesis de lo que fue la oposición al franquismo, más allá del anecdotario militante —valioso sobre todo por lo escaso—, le diría que los últimos años, los que llegué a vivir bajo el Caudillo, fueron de lucha contra la decadencia, ese mal que se mete en los huesos de naciones otrora rectoras y que puede permanecer dormido durante décadas o siglos, pero tarde o temprano reaparece, se hace presente con todos sus síntomas. La grisura del ambiente era un tono de la decadencia, toda la parafernalia imperial del Régimen evocaba el Imperio perdido, no olvidado. Y la sensación dominante hasta bien entrada la década del ochenta era la de que no se iba a poder ser jamás como todo el mundo: de ahí el ansia europeísta, el deseo siempre insatisfecho de normalidad y desarrollo sereno. Pudo haber sido, puede ser aún, pero no lo tenemos fácil. No se trata de que no lo tenga fácil Rajoy, sino de que no los tenemos fácil como país, como Estado, como pueblo, como nación. Porque la decadencia, la larga, la iniciada bajo Carlos IV y que todavía nos habita, puso en duda todas esas nociones, discutidas y discutibles, como dijo ése.
Me dio en el corazón el mapa electoral del 20-N, con una Cataluña y un País Vasco de distinto color, con partidos locales en auge, partidos nada interesados en el porvenir de España, ni siquiera por la cuenta que les trae. Ésos se van, me dije, hoy o mañana, con bombas o con estafas, pero se van. No quieren.
Me estremeció el diagnóstico, creo que certero, de Rafael Bardají y Óscar Elía—El reto de Rajoy, publicado por Ciudadela—, mucho más desolador de lo que cabía esperar, porque han hecho una suma correcta: nuestra decadencia es paralela a la de la pax americana, con un Obama que abandona porque, dice, no tiene para pagar la cuenta: hoy salió de Irak, lo dejó a merced de los ayatolás, nos equivocamos al ir a esa guerra, vino a decir, no valía la pena poner tantos muertos ni tantos dólares. Cerró el ciclo de las invocaciones que explicaban por qué el ejército americano había ido hasta allí: libertad, democracia, progreso —¿quién se acuerda de Saddam?—, y se ajustó a los números. Estamos perdidos. No tenemos aliado frente a la insaciable Alemania, que intentó poseer Europa varias veces por las armas y ahora lo está logrando por la vía económica.
Carecemos de aliados exteriores y también de amigos interiores. El PSOE no está interesado en España, lo ha demostrado en incontables ocasiones, sino en su propio proceso y en cómo van a volver al poder cuanto antes. (Chacón no es el camino, parece evidente). Rosa Díez se ha estrenado con una diatriba contra el PP, como si no entendiera que dejar fuera a Amaiur implicaba dejar fuera a UPyD, y que tendría que arreglárselas sola: así no va a ser alternativa al PSOE como partido mayoritario de la izquierda. Ella finge desconocer lo que solía decir el general Perón: que en política hay que desayunar tragándose un sapo cada día. Y lo que suele decir mi amigo Pablo Odell: que los principios sirven para el principio y que después, si se quiere vivir, hay que gestionar concienzudamente, pragmáticamente, los contextos en permanente transformación en los que tenemos que vivir.
No hablo de decadencia económica únicamente, que parece ser la principal: el cáncer de la decadencia es, ante todo, moral. Al perder el imperio en 1898 —pérdida moral más que material— se gestó el español sin ganas —como decía de sí mismo Cernuda—, el español que lo es porque no puede ser otra cosa —como ironizaba Romanones—. Así estamos ahora, en parte porque corresponde a la tradición decadentista instalada en nuestra cultura, pero también en parte por una obra muy bien llevada de ingeniería social, que comienza con la prohibición nunca explícita, pero siempre presente, de la palabra España, sustituida por una expresión áspera, poco hecha para el afecto, como es la de Estado español. El zapaterismo, que se afanó en eso de la mala memoria histórica, consiguió desleír como nadie antes cualquier sentimiento patriótico: mucho más eficaz que los desmontes nocturnos de estatuas de Franco y que los cambios en los nombres de calles y plazas fue el modo en que consiguieron instalar la sensación de ridículo en torno de las menciones a la nación española: la bandera no es respetada, el ejército sólo existe para "misiones de paz", entreguemos Ceuta y Melilla al rey amigo del rey (Máximo Cajal dixit, Carmen Calvo), Perejil es un islote que no vale esfuerzo alguno, la idea de soberanía es una antigüedad...
Con esos mimbres sociales tendrá que trabajar Rajoy, de quien espero una buena presidencia, pero no está hecho para contrarrestar toda esa labor perniciosa de deconstrucción de España desde un liderazgo carismático. En esto estamos realmente mal.
Cada uno de nosotros depende en primer lugar de aquellos con los que tenemos deudas. Nuestros acreedores son los dueños de nuestra riqueza futura. Con las naciones sucede lo mismo: dependen de las naciones acreedoras, han empeñado su riqueza futura, y salir de esa situación no es sencillo, aunque las naciones tengan más tiempo que los individuos para pagar. Nosotros debemos mucho, como país y en planos más reducidos. El Barça le debe a Qatar (¡vaya socio!). España le debe a Alemania y a Francia, para eso pasó Zapatero esos años en la presidencia. Para eso lo ayudaron a llegar hasta ese cargo, y no digo más porque mis lectores saben de qué hablo y no estoy para pleitos. También para eso inventaron los alemanes el PSOE de Suresnes, con su perro fiel a la cabeza. Un país subdesarrollado —dejemos de una vez el eufemismo en vías de desarrollo, grotesco— es un país que no puede pagar su deuda y se ve obligado a trabajar sólo para eso, porque se le niega el crédito y se le impide el ahorro productivo. En esa posición, o al borde de esa posición, estamos. No sé si se sale. Yo no veré el final del drama, porque toda la representación lleva muchos años. Que nadie espere la panacea en dos legislaturas del PP, ni siquiera en el caso de que ambas sean con mayoría absoluta. Y después, como está la cuestión de la alternancia democrática, se reiniciará el desparrame sentimental de la izquierda y lo conseguido se vendrá en gran parte abajo, como la piedra de Sísifo, y habrá que volver a empezar.
Siempre quedan consuelos, claro. Ramón y Cajal escribió en El mundo visto a los ochenta años (1934):
No; digan cuanto gusten derrotistas y augures pusilánimes, el ímpetu de nuestra raza no se extingue fácilmente. Padecerá eclipses, atonías, postraciones como las han padecido otros pueblos. De su letargo actual, contristrador y deprimente, se levantará algún día, cuando un taumaturgo genial, henchido de viril energía y clarividente sentido político, obre el milagro de galvanizar el corazón desconcertado de nuestro pueblo, orientando las voluntades hacia un fin común: la prosperidad de la vieja Hispania.
Eso es optimismo, lo de Zapatero es simple estupidez.