La Constitución que no podía ser
Nos encontramos en el bicentenario de la Constitución liberal de 1812 y ya resulta previsible el rumbo que van a adoptar los análisis relacionados con la misma. En la izquierda, se oscila entre la apropiación de la proeza liberal o su desdoro siquiera porque no les sale hablar de manera elogiosa de algo que sea liberal. En la derecha, el péndulo va de un desprecio de colmillo retorcido empeñado todavía en que el origen de nuestros males es haber creído en las bondades del liberalismo abandonando la visión inquisitorial de la Contrarreforma a un olvido interesado porque no es precisamente liberal el rumbo seguido en los últimos años por el principal partido de esa región política. En ambos casos –justo es decirlo– no faltan tampoco los ditirambos. Sin embargo, se adopte el enfoque que se adopte, lo que no puede dudarse es que la Constitución de 1812 fracasó. Al fin y a la postre, la revolución liberal se vio yugulada por la acción de Fernando VII y el siglo XIX español se convirtió en un enfrentamiento continuo entre los que creían en la modernización de una España destrozada y los que, por el contrario, pensaban que el aferramiento al Antiguo Régimen conduciría a la nación a una Arcadia feliz en la que, dicho sea de paso, nunca estuvo por la sencilla razón de que nunca había existido. En estas páginas, desearía introducir una variante a esos análisis de uno y otro lado. En las siguientes líneas, sostendré que, muy posiblemente, la Constitución de 1812 podía haber triunfado en su noble empeño; que los defectos que la condenaban al fracaso ya fueron señalados en su tiempo por José María Blanco White y que el desoír semejante voz tuvo funestas consecuencias.
José María Blanco White es una de las figuras más extraordinarias del s. XIX español aunque su condición de heterodoxo haya determinado su desconocimiento por parte de la inmensa mayoría de los españoles. Clérigo sevillano que acabó abrazando el protestantismo en uno de los viajes espirituales más interesantes de su siglo, representante insigne de la denominada generación de 1808 y liberal convencido, contaba con treinta y cinco años de edad cuando las Cortes se reunieron en la isla de León. Redactor de la parte política del Semanario Patriótico, desde 1808 defendió la necesidad de redactar una constitución liberal a la vez que se convertía en uno de sus propagandistas en la convicción de la necesidad de formar una opinión pública favorable.
En 1810, al caer Sevilla en manos de los franceses, Blanco se trasladó a Inglaterra desde donde continuó escribiendo desde la barbacana en que había convertido su periódico, El Español. Publicación liberal y patriótica, El Español constituye una de las fuentes indispensables para comprender la Historia de España así como la andadura de los liberales. A través de miles de páginas, Blanco se convirtió en un testigo de excepción del proceso constitucional, pero también en uno de sus críticos más lúcidos fundamentalmente porque supo prever como nadie que el proceso iniciado con la reunión de las Cortes acabaría trágicamente.
Los antecedentes de Blanco hundían sus raíces en la Ilustración. Ya en 1796 –cuando sólo tenía veintiún años y era un sacerdote intachable– Blanco había leído en la Academia de Letras Humanas una epístola a don Juan Pablo Forner en la que ya aparecen algunos de sus temas esenciales como la defensa de la ciencia –motejada por algunos eclesiásticos como "insuficiente"–, la resistencia frente al "tirano opresor" que podía ser la religión y el fanatismo como enemigo de la Verdad.
Durante los años 1803-1808, en El Correo de Sevilla fueron apareciendo escritos suyos en los que elogiaba el modelo británico de sociedad y educación. A la sazón, no sólo se dedicaba al aprendizaje de lenguas sino que además se entregaba a la lectura de libros prohibidos, no pocas veces prestados por Forner.
En 1805, Blanco se trasladó a Madrid donde, además de sus actividades en el Instituto Pestalozziano, asistía con frecuencia a la tertulia donde se reunían Quintana, Juan Nicasio Gallego o Campmany. Permaneció en la capital de España hasta la llegada de los invasores franceses, cuando decidió regresar a Sevilla. El viaje –detallado en sus Cartas, una de las lecturas absolutamente obligadas para conocer y comprender el s. XIX español– le fue mostrando una España muy alejada de los ideales de la Ilustración y del liberalismo en la que el pueblo era presa del atraso social y económico y del fanatismo religioso.
Consternado, comprobaría cómo, so capa de patriotismo, en muchas poblaciones sólo se estaban produciendo terribles estallidos de violencia y derramamiento de sangre. Una vez en Sevilla, Blanco se entregó a la causa de la libertad, pero sin engañarse a sí mismo. Era dolorosamente consciente de que "el grito popular, aunque exprese el sentir de una mayoría, no merece el nombre de opinión pública, de la misma manera que tampoco lo merecen las unánimes aclamaciones de un auto de fe" y no lo era porque "la disidencia es la gran característica de la libertad". Mal podía darse la disidencia en una España marcada por la actividad de la Inquisición, por la prohibición de lecturas y por un cerril monolitismo religioso.
Durante esos años sevillanos, Blanco –en contacto con personajes como Saavedra, Jovellanos, Garay o Quintana– se convirtió en paradigma de la defensa de la redacción de una constitución, precisamente cuando la idea era ajena, ajenísima, a la inmensa mayoría de los españoles. No causa sorpresa que Quintana, fundador del Semanario Patriótico encomendara a su amigo Isidoro Antillón la sección de Historia, pero la de Política se la entregara a Blanco. El lema de la publicación era obvio: "Defendiendo por encima de todo, la naciente libertad española". Por eso, el Semanario duraría "en tanto que en él respire la verdad sencilla, en tanto que la adulación no venga a mancharlo; mientras que el odio a la tiranía le comunique su fuego, mientras que el patriotismo le dé su intrepidez altiva".
Blanco lanzó desde el Semanario sus propuestas a favor de una Constitución; de la reunión de una "representación nacional, llámese Cortes, o como se quiera"; de la independencia de millones de españoles frente al "capricho de uno solo" y de que "cada ciudadano llegue a sentir sus propias fuerzas en la máquina política". Si, por un lado, clamaba contra el invasor; por otro, elevaba la voz en pro de la libertad del pueblo. El 7 de diciembre de 1809, Blanco concluyó su Dictamen sobre el modo de reunir las Cortes en España. En él, señalaba que no tenía sentido insistir en los precedentes históricos de las Cortes en la medida en que salvo algunos eruditos nadie las conocía. Por el contrario, lo esencial era reunirlas con urgencia para evitar las ambiciones de los que ya habían concebido esperanzas de mando y conseguir que lo cedieran "no a una clase de hombres, sino a la patria, no a una corporación, sino a la nación entera".
Ya desde Londres, Blanco aplaudió con entusiasmo los logros sucesivos de las Cortes como la aprobación de la libertad de imprenta o la declaración de soberanía de la nación. No es menos cierto que no tardó en lamentar la concreción exacta de esas conquistas. Por ejemplo, el reglamento de la libertad de imprenta en España promulgado por las Cortes disgustó a Blanco porque era muy restrictivo y eliminaba así la posibilidad de que una acción despótica de las Cortes pudiera verse frenada por la opinión pública. De la misma manera, Blanco se percató de que la Regencia seguía teniendo un poder no escaso sobre las Cortes cuando, a su juicio, de éstas debía salir el gobierno. Señalaría así: "Póngase, por ejemplo, a un Argüelles, en el ministerio de Estado, a un Torreros en el de Gracia y Justicia, a un González en el de Guerra, y se verá cómo crece la actividad y cómo se comunican fuerza los dos poderes".
Entre 1810 y 1814, la publicación dirigida por Blanco dio cabida a las instrucciones dadas por las Juntas a los diputados, al dictamen de Jovellanos ante la Junta Central, a las Reflexiones sobre la Revolución española de Martínez de la Rosa, al texto completo de la Constitución de 1812, pero, sobre todo, analizó los textos con un rigor que casi sobrecoge por su lucidez. De manera muy especial, Blanco redactó un conjunto de escritos conocidos como las Cartas de Juan Sintierra donde señalaba los problemas que veía en la actividad de las Cortes y en las posibilidades de que la Constitución tuviera un futuro feliz.
Las críticas formuladas por Blanco suenan, lamentablemente, muy familiares. Se queja, por ejemplo, de que no pocas cuestiones se solventaban no en las Cortes de manera abierta, sino en los pasillos y en reuniones secretas o de que los diputados parecían más estar en una tertulia que al servicio de la nación. También de que, buscando el lucimiento, se elevaban perdiendo el contacto con la realidad.
Las Cortes, desde luego, adolecían de defectos que a Blanco no se le escapaban. Así, fue mencionando cómo las Américas, parte de España a la sazón, no estaban suficiente y legítimamente representadas; cómo además se pretendía que los diputados no tuvieran empleo en el Estado y, sobre todo, cómo constituía un gran error que las Cortes no fueran las que decidieran la regulación de los impuestos. Sin embargo, donde más certero se expresó Blanco fue en los defectos de la Constitución.
En primer lugar, la Constitución carecía de realismo al abordar las relaciones entre las Cortes y la Corona. De momento, los diputados podían pensar que el legislativo no tendría problemas con el ejecutivo dado el escaso peso de la Regencia, pero "llegue a ponerse en el trono una persona real, y verán las Cortes cuán vano es el triunfo que han ganado en ausencia de contrario". La Constitución, a juicio de Blanco, era "tan poco mirada en sus precauciones contra el poder real" que podía acabar teniendo un trágico final.
En segundo lugar, la Constitución negaba un principio tan importante como el de la libertad religiosa para complacer a la iglesia católica. Esa circunstancia dolía a Blanco hasta el punto de lamentar la intolerancia religiosa "con que está ennegrecida la primera página de una Constitución que quiere defender los derechos de los hombres". De hecho, las Cortes, "convertidas en concilio no sólo declaran cuál es la religión de la España (a la cual tienen derecho incontestable) sino condenan a todas las otras naciones" no católicas. En otras palabras, "los españoles han de ser libres, en todo, menos en sus conciencias", según se desprende de su artículo 12, "una nube que oscurece la aurora de libertad que amanece en España". Blanco no pretendía que se implantara un sistema laicista como el implantado en Francia durante la Revolución e incluso insistía en que había que ser muy cuidadoso en el trato con la aristocracia y la iglesia católica. Sin embargo, estaba convencido de que esa prudencia no podía implicar la eliminación de la libertad religiosa ya que, de admitirse ese hecho, un derecho absolutamente esencial como la libertad de conciencia quedaría conculcado y si la libertad de conciencia quedaba en manos de una institución como la iglesia católica que se valía de la Inquisición, ¿qué otras libertades, en la práctica, les iban a quedar a los españoles?
En 1814, Blanco White señalaría que "errores muy graves han cometido los jefes de las Cortes, pero son errores que tuvieron origen en un principio muy noble –en el amor a su patria". Sin embargo, había dejado de manifiesto por qué la Constitución de 1812 estaba condenada al fracaso. Éstas no serían otras que la falta de mecanismos de control parlamentario sobre el rey y la ausencia de libertad religiosa que, al impedir la libertad de conciencia, acabaría invalidando otros derechos como, por ejemplo, el de libertad de expresión. Para colmo, la manera en que se había abordado la representación hispanoamericana no era correcta y llevaba a prever conflictos futuros.
Fue una tragedia, pero no puede dudarse que Blanco White acertó en todas sus prevenciones, en todos sus avisos, en todos sus pronósticos. De entrada, el regreso de Fernando VII se tradujo de manera inmediata en la supresión de la Constitución y en un intento –absurdo, pero determinado– de regresar al Antiguo Régimen. Lo había indicado Blanco. La llegada de un rey con arrestos –incluso el felón Fernando VII– iba a convertir en nada la obra de las Cortes.
Acto seguido, el mantenimiento de los privilegios disfrutados por la iglesia católica tuvo un efecto pésimo sobre el desarrollo del constitucionalismo español. Todavía en la tercera década del s. XIX, la inquisición española ejecutó a un hereje –el protestante Cayetano Ripoll– cuyo horrendo delito había sido no rezar el Ave María en clase. A decir verdad, en no escasa medida, el siglo XIX español estuvo caracterizado por los intentos de los liberales –¡que eran católicos!– por crear un estado moderno y los de la iglesia católica por impedirlo convencida de que semejante paso traería consigo el final de sus privilegios y, tarde o temprano, la libertad de conciencia. El hecho de que semejante circunstancia quedara enmascarada en una sucesión de guerras dinásticas no niega su terrible realidad –si acaso la acentúa– como tampoco que, por desgracia, sus estribaciones se prolongarían todavía mucho más.
La Constitución de 1812 –uno de los logros más nobles de la Historia de España– acabó fracasando no por la falta de patriotismo o de brillantez de sus redactores sino, fundamentalmente, por la manera en que éstos se dejaron llevar –el juicio también es de Blanco White– por un idealismo que les cegó ante la reacción que los grandes beneficiarios del Antiguo Régimen –la monarquía absoluta y la iglesia católica– opondrían a sus avances. De las consecuencias de aquel fracaso seguimos sufriendo a día de hoy. De sus lecciones, deberíamos aprender aunque sea a doscientos años de distancia.
Número 51
Varia
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Cádiz, 1812
- Una España sin absolutismo ni fuerosPedro Fernández Barbadillo
- Lo que nos queda de 1812Jorge Vilches
- Los principios económicos de la Constitución de 1812Francisco Cabrillo
- La Constitución que no podía serCésar Vidal
- La nación sigue muy por encima de sus autoridadesFederico Jiménez Losantos
- La Constitución de Cádiz: ruptura y continuidadJosé María Marco