La forja de un liberal
El 4 de junio de 1943 yo cursaba sexto grado en la escuela primaria pública, en Buenos Aires, cuando un golpe militar pro nazi derribó el Gobierno civil conservador, que tampoco era precisamente aliadófilo. Sin embargo, ya llevaba conmigo la semilla de lo que, después de infinitas involuciones y tropiezos, se convertiría en mi ideario liberal. El director de aquella escuela, el inolvidable Eleazar Roldán Sánchez, un maestro enrolado en la tradición civilizadora del pensador y presidente Domingo Faustino Sarmiento, aprovechaba todas las ceremonias patrióticas para inculcarnos, en sus discursos, los sacrosantos valores de la democracia y la libertad. El hecho de que el régimen militar lo jubilara de manera fulminante lo convirtió, para mí, en un héroe.
Resistencia democrática
En 1945 ingresé en el Colegio Nacional de Buenos Aires, un instituto de élite adscripto a la Universidad de Buenos Aires: el bachillerato abarcaba seis años en lugar de cinco, se estudiaba latín y se ingresaba en las carreras universitarias sin rendir examen. El ministro de Educación era, en aquella época, Gustavo Martínez Zuviría, un ultramontano que firmaba, con el seudónimo Hugo Wast, por un lado novelas cursis y por otro novelas virulentamente antisemitas como El Kahal, Oro y 666, inspiradas en el libelo Los Protocolos de los Sabios de Sión. Este personaje designó rector del colegio al presbítero Juan Sepich, quien lo rebautizó Colegio Universitario de San Carlos, pues en tiempos de la colonia había sido Real de San Carlos, e intentó someternos a un duro adoctrinamiento totalitario.
El experimento duró poco: el entonces coronel Juan Domingo Perón practicó un oportunista acercamiento a los aliados triunfantes y desaparecieron el ministro, el presbítero y el nombre espurio, aunque perduró la vocación totalitaria del Gobierno. Eso sí, el CNBA era un bastión de la resistencia democrática, en la que yo participaba con entusiasmo. Ya he explicado en estas mismas páginas (v. nº 51, "La biblioteca de un escéptico") cómo se originó mi precoz militancia en la Unión Cívica Radical, militancia que se volcó en las aulas. El hijo del aguerrido dirigente socialista Américo Ghioldi y el que se convertiría en el cotizado pintor Ernesto Deira, mayores que nosotros, nos entregaban periódicos clandestinos como Juan Pueblo, que distribuíamos dentro y fuera del colegio. Lamentablemente, en los años 1960 este mismo colegio incubó a muchos dirigentes y activistas de las bandas terroristas, incluidos los capos montoneros Mario Eduardo Firmenich, Fernando Abal Medina y Gustavo Ramus, asesinos del general Pedro Eugenio Aramburu.
En 1949, apenas cumplí 18 años, me afilié a la Unión Cívica Radical, en la que empecé a militar orgánicamente: pegaba afiches, pintaba consignas partidarias y hablaba en mítines, siempre listo para huir corriendo cuando nos acosaban la policía del régimen y los matones peronistas. El mantra, como se dice ahora, era la apología de la libertad, la democracia y la Constitución de 1853, que el peronismo había reformado para permitir la reelección de su líder.
Derrocar a Perón
El peronismo amenazaba con eternizarse. En 1951, durante mi fugaz paso por la Facultad de Medicina, un condiscípulo, sobrino del general Benjamín Menéndez, me entregó unas octavillas que describían a Perón como un instrumento del comunismo internacional. Las repartí complacido, pues sabía que se trataba de crear un clima favorable para el golpe de estado que su tío estaba preparando para derrocar a Perón. El golpe fracasó. Casi simultáneamente, distribuía otras octavillas que reclamaban la aparición con vida del estudiante comunista Ernesto Mario Bravo, que había sido secuestrado por la policía política de Perón. Bravo se salvó porque el médico que debía supervisar las torturas a que lo estaban sometiendo, el doctor Alberto Julián Caride, reveló su paradero antes de exiliarse en Uruguay. En ambos casos, para mí las octavillas formaban parte de la campaña contra el autoritarismo peronista y a favor de la recuperación de la libertad.
Mientras tanto, el míster Hyde del doctor Jekyll no estaba inactivo. Aunque en mi condición de radical era un defensor acérrimo de la libertad y la democracia, el gusanillo justiciero que todos llevamos dentro me empujaba a explorar las Arcadias de la izquierda. En 1953 trabajaba como traductor de las famosas historietas de King Features Syndicate (Rip Kirby, Flash Gordon, Mandrake el Mago, Fantomas, Popeye, etcétera) y leí en la revista cultural Plática, sutilmente asociada al Partido Comunista, un artículo del hoy multipremiado novelista Andrés Rivera sobre la nefasta influencia de dichos subproductos como armas de penetración imperialista. "Esta es la mía", se dijo mi míster Hyde interior, y empecé a volcar en Plática información mucho más documentada sobre ese perverso contrabando ideológico. Con seudónimo, of course, para conservar mi puesto en KFS.
Llegó el año 1955. El 11 de junio asistí, a pesar de mi inveterado ateísmo, a la multitudinaria procesión que la Iglesia Católica había convocado frente a la catedral de Buenos Aires con el pretexto de celebrar, fuera de fecha, el Corpus Christi. Se estaba preparando el ambiente para el golpe militar contra Perón del 16 de junio. Frustrado el golpe, los vándalos peronistas incendiaron varias iglesias y yo, experto en octavillas, salí a repartir las que el diputado radical Alfredo Ferrer Zanchi imprimió en ciclostilo con imágenes de los templos y las reliquias quemados. El 16 de septiembre triunfó la Revolución Libertadora, Perón huyó en una cañonera paraguaya, y mis allegados aún recuerdan el atracón de dulces que nos dimos para celebrarlo. No somos aficionados a los brindis con alcohol.
Ruptura estentórea
Pensamos, equivocadamente, que ahí terminaba el peronismo, y que la franja más esclarecida y, por supuesto, izquierdista del radicalismo podría inculcar a las masas el amor a la democracia y la libertad. Arturo Frondizi, político lúcido e intelectual brillante, del que me ocupé más extensamente en "YPF nos cambió la vida" (Libertad Digital, 16/5/2012), encarnaba esa ilusión. José V. Liceaga, un hacendado autor de densos libros de economía, asumió el mecenazgo y la dirección del semanario Palabra Radical, donde empecé a escribir. Pero, como también referí en "YPF nos cambió la vida", el radicalismo se dividió, la fracción Intransigente que encabezaba Frondizi ganó las elecciones, y Frondizi presidente, asesorado por el pragmático Rogelio Frigerio y acompañado por Liceaga y los dirigentes más sensatos de su entorno de izquierda, optó por una política realista que chocaba con nuestro fundamentalismo dogmático. Se firmaron los convenios de exploración y explotación petrolera con empresas norteamericanas, se promovió la inversión de capitales extranjeros para el desarrollo industrial y las universidades privadas, muchas de ellas católicas, fueron autorizadas a emitir títulos oficiales.
Nuestra ruptura con el frondizismo fue estentórea. Expulsados del radicalismo, formamos el Movimiento Nacional de Unidad Popular, marca que si bien era grandilocuente no lo era tanto como el título de nuestra publicación, que me contaba entre sus directores: Qué hacer, imitando el texto clásico de Lenin. E imitando también a los viejos bolcheviques iniciamos un proceso frenético de división. El MNUP dio a luz por un lado el Movimiento de Liberación Nacional, encabezado por el intelectual más prestigioso pero también más inestable de nuestro grupúsculo, Ismael Viñas, y por el otro el Movimiento Popular Argentino, del que yo era secretario de prensa.
El MLN terminó convertido en Acción Comunista e involucrado en actividades que navegaban entre la subversión y la delincuencia común, según confesó el mismo Viñas al entrevistador Eduardo Montes-Bradley (Perfil, 10/10/2009). El MPA fue adoptado como tapadera por el Partido Comunista, que en aquellos años 1960-1963 era ilegal pero actuaba en todos los ámbitos utilizando pantallas tan transparentes como la nuestra.
Aventura estrafalaria
Hubo, empero, una etapa intermedia, en la que, hacia el año 1959, yo todavía acompañé a Ismael Viñas en una estrafalaria aventura periodística: el semanario Soluciones. Viñas era uno de los cuatro directores. Otro era Isidoro Gilbert, en representación del Partido Comunista. El tercero era un disidente de un partido menor. Y el cuarto era Jorge Cooke, en representación de su hermano, John William Cooke, el ideólogo de lo que pronto sería el engendro castrista-montonero. Yo era el director de la página sindical (¡!), y en calidad de tal asistía a los conciliábulos que se celebraban con Cooke en su exilio montevideano. Nos reuníamos en el cuarto de una modesta pensión en cuyas paredes, lo supimos después, ya no cabían los micrófonos de los servicios de inteligencia de medio mundo. Cooke estaba rodeado por una cohorte de panfletistas y tirabombas, entre los que sobresalía su propia esposa, la guerrillera Alicia Eguren, que más tarde murió en su ley. Las conversaciones discurrían por las alcantarillas del disparate y, lógicamente, desembocaron en la nada. El Gobierno clausuró Soluciones antes de que se convirtiera en un peligro para la salud mental de sus redactores y lectores.
Nos quedaba el MPA. Como secretario de prensa, asumí la responsabilidad de su semanario, Frente Argentino. El ya citado Isidoro Gilbert, corresponsal durante 30 años de la agencia soviética Tass, fue designado por nuestro tutor, el Partido Comunista, para desempeñarse como comisario ideológico y cuidar de que no nos apartáramos de la línea oficial. Gilbert cumplió tan bien su cometido que terminé por hartarme de sus imposiciones y censuras y me fui, dando un portazo, del MPA y de su semanario. Muchos años más tarde, ya disuelta la URSS, Gilbert publicó un muy documentado libro, El oro de Moscú (Planeta, Buenos Aires, 1994), en el que denunciaba con nombres, apellidos y datos concretos la presencia activa del Partido Comunista soviético y de su rama local en los centros neurálgicos más insospechados de la sociedad argentina, tanto en el orden económico como en el político, el cultural e incluso el militar. Omitió informar, aunque lo sabía, de que un funcionario de la embajada soviética me había entregado, en una rocambolesca cita, una buena cantidad de dólares para financiar subrepticiamente Frente Argentino. Yo también tuve las manos manchadas por el oro de Moscú.
El sainete del MPA tuvo su faceta trágica. Una banda de mafiosos de la Guardia Restauradora Nacionalista, embrión nazi de los Montoneros castristas, asesinó a uno de nuestros compañeros más jóvenes, más queridos y más soñadores, Raúl Alterman, en un operativo que Horacio Vázquez-Rial evoca, cambiando identidades y circunstancias, en su estremecedora novela Historia del Triste (Verticales, 2009). Roberto Cabiche, alto funcionario del Gobierno radical de Arturo Illia, no descansó hasta ver detenidos, juzgados y condenados a aquellos crápulas. En 1973 salieron en libertad, cuando el presidente Cámpora y su entorno montonero, hoy arbitrariamente canonizados por el conglomerado kirchnerista, indultaron a todos los asesinos y terroristas culpables de delitos catalogados como políticos. Illia fue un presidente digno, aunque controvertido. Cámpora fue una marioneta de dos corrientes peronistas antagónicas e igualmente perversas.
Años de plomo
Después de la etapa MPA, vacunado, aunque no definitivamente, contra incursiones en la política partidista, pasé por una etapa de creación literaria que me puso en contacto con la revista Hoy en la Cultura, nacida, otra más, a la sombra del Partido Comunista. Pero en esta oportunidad intenté ser yo quien introdujera, a menudo con éxito, el contrabando ideológico liberal en el reducto totalitario. Así, aprovechando la moda del eurocomunismo logré, por ejemplo, colar artículos a favor de Andrei Siniavski y Yuli Daniel, dos escritores disidentes rusos que en 1965-1966 fueron condenados a largas penas de prisión.
Volví a las andadas cuando, durante la dictablanda del general Juan Carlos Onganía, que había prohibido todas las actividades políticas, Raúl Alfonsín empezó a publicar el semanario Inédito, dirigido por el intrépido e incorruptible periodista Mario Monteverde. Inédito reflejaba el pensamiento de un radicalismo reunificado y modernizado, y cuando empecé a colaborar en sus páginas consolidé también los lazos de amistad con Alfonsín y, por supuesto, con Monteverde. Durante mi fugaz experiencia migratoria en Londres, en 1968-1969, mis artículos, firmados con uno de mis muchos seudónimos (los tuve anglosajones para mis novelas policíacas), estuvieron teñidos por la fascinación que me produjo el fenómeno hippie, con su engañosa eclosión de libertad, sobre todo en el ámbito sexual. Alfonsín, más bien puritano, divertido por mi énfasis en temas eróticos que en Argentina eran tabú, me designó a partir de entonces su "pornógrafo de cabecera".
En Londres, la agencia de noticias Forum World Features me ofreció el cargo de corresponsal en Argentina. Acepté y asumí mis funciones, ¡con otro seudónimo!, hasta que la agencia interrumpió bruscamente sus actividades: se había divulgado que formaba parte del entramado con que la CIA financiaba el Congreso por la Libertad de la Cultura. El oro de la CIA y de su retoño liberal me lavaba las manos, manchadas por el de Moscú.
Y llegaron los años de plomo. Los bárbaros de uno y otro bando, los dos demonios, enarbolaron las banderas del maniqueísmo: el que no está conmigo está contra mí. Los terroristas asesinaron a liberales como el veterano dirigente radical Arturo Mor Roig, que había sido ministro del Interior del Gobierno del general Agustín Lanusse cuando este convocó las elecciones en las que esos mismos terroristas se encontraron transitoriamente dueños del poder. Los represores asesinaron al liberal Héctor Hidalgo Solá, al que la dictadura militar había designado embajador en Venezuela, y al liberal Eduardo Sajón, que también había sido y continuaba siendo un estrecho colaborador del general Lanusse. Ambos trabajaban por el retorno a la normalidad institucional. Ser liberal no era bueno para la salud. Y yo entraba en esa categoría malsana.
He contado en dos artículos de Libertad Digital ("Una lección inolvidable", 24/11/2011, y "Un indignado escéptico", 8/11/2011) y en otro de La Ilustración Liberal ("La biblioteca de un escéptico"), cómo quien yo consideraba mi maestro, el periodista y estudioso Julio Aníbal Portas, me había acercado al pensamiento desmitificador e iconoclasta del ensayista norteamericano Henry Louis Mencken y de su par rumano Emil M. Cioran, al mismo tiempo que él despejaba con sus propias enseñanzas cualesquiera ilusiones que yo pudiera haber conservado acerca de las vías totalitarias para mejorar la sociedad y la naturaleza humana. Además de liberal yo era, para más inri, escéptico. Un indeseable, para los fundamentalistas revolucionarios y reaccionarios.
Un buen amigo que conservaba de mi lejana militancia frondizista, y que en su larga trayectoria por cargos oficiales había adquirido contactos con los servicios de inteligencia, me aconsejó que emigrara, porque el ambiente no era propicio para lucubraciones racionales ni para explicar la evolución del pensamiento a través de la maduración y la experiencia.
El desbarajuste autonómico
Así fue como desembarqué en Barcelona. En "El buen inmigrante" y otros artículos de Libertad Digital (5/7/2011) y en mi libro Por amor a Cataluña. Con el nacionalismo en la picota (Flor del Viento, 2002), he explicado cómo se produjo mi integración, feliz y despojada de yugos identitarios, en la sociedad catalana. Siempre guiado por la fidelidad a los valores de la cosmovisión liberal. Cuando llegué me fascinaron, desde este punto de vista, ingenuo de mí, los primeros discursos de Jordi Pujol, Miquel Roca y Ramón Trías Fargas. Creí percibir en ellos ecos del liberalismo que impregnaba las arengas de mis admirados tribunos radicales. Hasta que descubrí, bajo el maquillaje, sobre todo en los de Pujol, la fea cara del nacionalismo, que en mi país de origen había sido la semilla de todos los males. La nomenklatura sectaria y sus oráculos del somatén mediático estaban y están en las antípodas de la sociedad abierta catalana en la que tan felizmente me había integrado. Tan felizmente que cuando Alfonsín, ya presidente, me ofreció volver a Argentina con un cargo político rechacé la oferta.
Animal político al fin, busqué otros cauces para mis entusiasmos. Y afortunadamente, cuando en 1982 el todavía liberal y humanista Josep Ramoneda, mi compatriota Ana Basualdo y un nacionalista que conmigo fue ejemplarmente tolerante, Manuel Ibáñez Escofet, me abrieron las páginas de La Vanguardia, pude desarrollar en ellas, sin cortapisas, mi versión del liberalismo. Porque, precisamente por ser lo que es, el liberalismo tiene muchas versiones: no se sujeta a dogmas, carece de sumos pontífices y no esgrime ni acepta argumentos de autoridad. Apoyé sin reservas a Felipe González cuando este arrojó el marxismo a la trituradora de desperdicios; cuando dijo sí a la OTAN; cuando designó ministro a Miguel Boyer como paso previo a la reconversión industrial; cuando procuró encauzar el desbarajuste autonómico a través de la Loapa, sin lograrlo (¡ah, qué bien nos habría venido el "golpe de timón" que postuló Josep Tarradellas!); cuando fastidió a Alfonso Guerra con la designación de Pilar Miró y Jorge Semprún; cuando le confió a ese héroe maltratado y aún no reivindicado que fue el general Enrique Rodríguez Galindo la conducción de la guerra subterránea contra ETA; y, por fin, cuando comprometió a España en la primera guerra del Golfo.
Dejé de apoyar al PSOE en 1994, cuando toleró que su rama catalana postulara como candidato a presidente de la Generalitat al nacionalista Joaquim Nadal, y en mi espacio de La Vanguardia pedí el voto para Aleix Vidal-Quadras. Como lo pedí después para José María Aznar, y si no manifesté allí que apoyaba la alianza con Estados Unidos y Gran Bretaña en la defensa de Occidente y en la guerra contra los enemigos de nuestra civilización fue porque ya en el 2000 José Antich me había borrado de la lista de colaboradores. Tampoco pude pedir allí, como sí lo hice desde Libertad Digital, la mayoría absoluta para Mariano Rajoy.
Antes de la purga también había abordado en La Vanguardia muchos otros temas afines a mi versión del liberalismo: defensa del derecho al aborto, y a la eutanasia y el suicidio asistido; defensa de Raúl Alfonsín cuando los extremistas y los frívolos criticaron sus leyes de punto final y obediencia debida; denuncia de la complicidad de las Madres de Plaza de Mayo con los asesinos etarras; denuncia de los crímenes del comunismo en general y del castrismo en particular; desmitificación del indigenismo y el tercermundismo, así como del fundamentalismo ecologista y feminista; reivindicación del pensamiento escéptico y ateo; y, cómo no, apología del liberalismo en todas sus facetas y versiones, con especial énfasis en los escritos de Karl Popper, Bertrand Russell, Hannah Arendt, Albert Camus, Mario Vargas Llosa, Jean-François Revel y otros partidarios insobornables de la sociedad abierta.
En síntesis, es por esto por lo que ahora me siento muy bien y muy cómodo en esta dupla que componen Libertad Digital y La Ilustración Liberal, donde puedo escribir casi todo (tampoco hay que exagerar, nadie es perfecto) lo que quiero. Ojalá dure.