La libertad de las mujeres
A fines del siglo XVIII, como consecuencia de las revoluciones norteamericana y francesa, las ideas de la libertad habían avanzado notablemente en todo el mundo occidental, pero los beneficiarios inmediatos eran sólo los varones blancos, educados y dotados de cierto patrimonio. En general, eran ellos los que podían elegir y ser elegidos. A las mujeres, negros o mestizos, a los pobres y a los analfabetos les estaba vedada la participación en la vida democrática de las incipientes repúblicas o en las maduras democracias parlamentarias europeas que comenzaban a arraigar.
Era una paradoja que se declarara enfáticamente la igualdad esencial de las personas mientras, en realidad, un grupo relativamente pequeño conservaba todo el poder en sus manos; pero la clase dirigente conseguía justificar esta contradicción invocando una serie de sofismas: las mujeres era débiles física y mentalmente, por lo general estaban poco instruidas y no eran capaces de tomar decisiones inteligentes. Los negros esclavos, sencillamente, pertenecían a una clase inferior, casi infrahumana, y esa supuesta limitación biológica también excluía a los libertos de alcanzar la igualdad civil junto a los blancos. Los analfabetos, por su parte, debido a la incapacidad para informarse que padecían, no podían elegir o ser elegidos, mientras los pobres, al carecer de bienes, con toda probabilidad actuarían imprudentemente, o no respetarían la propiedad privada, lo que aconsejaba marginarlos del proceso democrático.
En suma: como queda dicho, los varones blancos, educados y propietarios poseían todo el poder y todos los privilegios que ello conllevaba, y estaban dispuestos a luchar por conservarlo. Pero ese panorama de exclusiones comenzó a cambiar lentamente, y en ello tuvo mucho que ver la enérgica actuación de las mujeres más combativas de la época.
El punto de partida de las mujeres
La batalla de las mujeres por conquistar las libertades civiles y la dignidad como personas fue muy cuesta arriba. Arrastraban una milenaria historia de subordinación a la autoridad masculina que era muy difícil de eliminar. Curiosamente, en el mundo occidental esa condición de vasallaje se agudizó tras la conversión de Roma al cristianismo, ocurrida en el siglo IV, puesto que en la Roma pagana las mujeres tuvieron ciertos derechos y atribuciones que comenzaron a perder rápidamente con la entronización del cristianismo.
En efecto, la tradición judeocristiana era profundamente misógina y se asentaba en una interpretación sin matices de las Escrituras. Los primeros siglos del cristianismo resultaron tan severos con el género femenino, que hasta se discutió si las mujeres tenían realmente alma, o si eran criaturas endemoniadas puestas en el mundo para la perdición de los hombres, debate que se zanjó en el siglo V durante un apasionado concilio de obispos en el que, finalmente, se aceptó la idea de que las mujeres también estaban dotadas de espíritu. En todo caso, durante siglos las mujeres no pudieron educarse, ni pertenecer a la alta estructura jerárquica de la Iglesia. Tampoco, llegada la Edad Media, fueron admitidas en los gremios, en los que hubieran podido adquirir ciertas destrezas profesionales o artesanales. De manera que, incultas y sin oficio ni beneficio, quedaban condenadas a realizar tareas domésticas, sometidas a una absoluta dependencia del hombre, incluso en el terreno jurídico, dado que ni siquiera podían contratar o acceder a la propiedad sin el consentimiento del padre o del marido.
Esa situación no cambió sustancialmente con el paso del tiempo, y hasta hubo periodos en los que pareció agravarse, como sucediera en los siglos XV, XVI y XVII, cuando se desató una cruel persecución de personas acusadas de brujería, generalmente mujeres viejas e indefensas que, con frecuencia, fueron víctimas de una combinación de miedo, histeria y superstición que, a los ojos de las fanatizadas autoridades religiosas y de la Inquisición, parecía demostrar que estaban poseídas por el diablo. Más de cien mil de estas pobres mujeres terminaron en la hoguera o en la horca como consecuencia de la represión religiosa.
La primera feminista
La primera voz feminista realmente importante que se rebeló contra este estado de cosas fue una extraordinaria inglesa llamada Mary Wollstonecraft, nacida en Londres a mediados del siglo XVIII. Mary Wollstonecraft, perteneciente a una familia burguesa, dirigida por su padre, un hombre brutal, se hizo maestra, y junto a su hermana creó una escuela en la que predicaba que los ideales de la Ilustración debían extenderse a las mujeres, dado que éstas vivían en un estado de subordinación al hombre que les impedía desarrollar todo su potencial. La mujer, pues, no debía ser un sujeto dulce y pasivo encerrado en el hogar para uso y disfrute del hombre, sino que era un individuo con sus necesidades psicológicas e intelectuales intensas e independientes, y hasta tenía derecho a disfrutar de una placentera vida sexual, declaración que escandalizó a la pacata sociedad de su época.
En medio del reino del terror desatado por Robespierre, Mary Wollstonecraft marchó a Francia para ver con sus propios ojos lo que allí acontecía, y aunque le repugnó la violencia y el sangriento espectáculo de la guillotina, mantuvo sus simpatías generales con los cambios políticos y sociales que ocurrían en el país. Precisamente en París, en 1793, una feminista francesa, Olympia de Gouges, actriz y dramaturga, autora de una paráfrasis de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano en la que demandaba igualdad de trato para las mujeres, había sido decapitada por orden de los jacobinos liderados por Robespierre, tras conocerse su asociación con la facción más moderada de los girondinos. Otra feminista notable, Theroigne de Maricourt, fue golpeada tan salvajemente por las turbas jacobinas que enloqueció para siempre.
En 1792 Mary Wollstonecraft, acaso inspirada por los escritos de Olympia de Gouges, publicó su ensayo A vindication of the rights of woman, una reivindicación de los derechos de la mujer, texto que puede considerarse el primer gran manifiesto feminista de la era moderna. Pocos años más tarde, en 1797, tras una turbulenta y desgraciada vida amorosa que incluyó varios amantes notables y al menos un serio intento de suicidio, la escritora murió como consecuencia del parto de Mary, su segunda hija, engendrada por el filósofo anarquista William Godwin. La niña, por cierto, se casaría con el poeta Shelley, heredaría el talento literario de sus padres y en su momento escribiría una novela fantástica y aterradora sobre los experimentos del doctor Frankenstein.
Las feministas que le siguieron, sin embargo, no vieron en Mary Wollstonecraft un modelo ejemplar. Su vida íntima, entonces calificada de licenciosa, al mezclar los reclamos políticos con los sociales de una manera que podía resultar estratégicamente perjudicial, les restaba apoyo entre los hombres inclinados a contribuir a la emancipación de la mujer pero no a su liberación sexual. No obstante, entrado el siglo XIX, poco a poco la lucha por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres fue cobrando fuerzas, en la medida en que en el mundo anglosajón, entonces corazón y cerebro de Occidente, la democracia electoral se fue afianzando como método para tomar decisiones colectivas. Para las mujeres más comprometidas con la causa resultaba obvio que la lucha por conquistar un lugar digno en la sociedad pasaba por acceder al voto. Ése fue el nacimiento del movimiento de las sufragistas, especialmente combativo y vibrante en el mundo anglosajón. Una vez logrado el objetivo de poder elegir o de ser electas, las mujeres podrían continuar luchando por eliminar el resto de las humillantes discriminaciones que padecían.
Las sufragistas
Aunque pudieran mencionarse al menos dos docenas de mujeres destacadas, la figura más vistosa del movimiento sufragista norteamericano fue Susan B. Anthony, una enérgica activista nacida en 1820 en el seno de una familia cuáquera, en la que los padres y los hermanos se involucraron decisivamente en la batalla por los derechos de la mujer y la abolición de la esclavitud.
Como algunas de sus compañeras, Susan, que se mantuvo soltera durante su larga vida de ochenta y seis años, participó activamente en manifestaciones públicas y actos de desobediencia civil que más de una vez la llevaron a la cárcel por breves periodos. Sus protestas consistían en distribuir panfletos, pronunciar discursos, organizar desfiles callejeros, interrumpir a los políticos durante sus discursos y tratar de inscribirse para votar. Esas muestras de inconformidad cívica a veces se mezclaban con la condena del uso excesivo del alcohol, no tanto por la condición pecaminosa de este vicio como por las nefastas consecuencias que solía tener para las mujeres, víctimas frecuentes de la violencia de sus maridos o padres y de la pobreza asociada al consumo de bebidas que experimentaban las familias, especialmente las más pobres. La organización creada para lograr la abstinencia se llamó Liga de la Temperancia, y a su constante presión pública se debió que en Estados Unidos se decretara la Ley Seca, casi un siglo después de fundada, como un modo de cortejar el voto de las mujeres, privilegio que por entonces estrenaban.
Otra sufragista memorable fue Amelia Bloomer, contemporánea de Susan B. Anthony y, como ella, partidaria del estricto control de las bebidas alcohólicas. Pero la razón por la que Amelia Bloomer pasó a la historia de la lucha por la emancipación civil de la mujer es de otra índole: defendió con entusiasmo un tipo de falda holgada y corta que liberaba a la mujer de la opresión de los corsés o de la tortura de ropas incómodas supuestamente encaminadas a realzar su decencia en aquellos tiempos de inhibiciones e hipocresía de la llamada Era Victoriana. Susan y otras feministas de la época decidieron vestir con esas ropas, pero pronto las feroces burlas de los hombres y las ácidas críticas de muchas mujeres les hicieron desistir de la atrevida moda. Sin embargo, acaso como un inocente homenaje a aquella revolucionaria modista, en algunos países de habla hispana la palabra bloomer todavía designa a la prenda íntima femenina que en España llaman bragas y en otras naciones panties o pantaletas.
En 1833, por primera vez en Estados Unidos una universidad decidió aceptar a estudiantes de ambos sexos bajo el mismo techo. Era un acto audaz que colocaba a hombres y mujeres en el mismo plano académico y les permitía competir. Fue el Oberlin Collage, y enseguida se comprobó que las mujeres no eran intelectualmente inferiores a los varones. Seis años más tarde, en Mississippi se aprobó una ley que otorgaba derechos de propiedad a la mujer dentro del matrimonio.
En 1852 sucedió algo hasta entonces desconocido: la obra de una mujer norteamericana se convirtió casi instantáneamente en un enorme bestseller internacional: se trataba de La cabaña del Tío Tom, una novela recorrida por una gran simpatía por los negros esclavos escrita por Harriet Beecher Stowe. Se continúa reeditando periódicamente en media docena de lenguas cultas. En el ámbito personal, la autora coincidía con las propuestas de las sufragistas y era una defensora de la abolición de la esclavitud, tema este último que entonces estremecía a la sociedad norteamericana y que no tardaría en provocar una devastadora guerra civil.
La causa llega a los parlamentos
En 1866 el tema del voto femenino llega al Parlamento británico. Lo propone John Stuart Mill, el legislador más reputado de su tiempo; un filósofo asociado al utilitarismo –corriente de pensamiento que juzgaba las ideas y las acciones por el bien que allegaran al mayor número de personas–, economista liberal y pensador profundo entregado a los grandes temas de la ética y del buen gobierno.
Mill no logró su objetivo de que las mujeres pudieran votar o ser electas, pero el debate suscitado en 1869 lo animó a escribir un ensayo, titulado The subjection of women, en el que desmontaba el argumento de los antifeministas con un razonamiento muy propio del empirismo británico, siempre fiel a la idea de que las hipótesis debían comprobarse en la práctica para merecer el nombre de teorías respetables. Si el argumento de los enemigos de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres se basaba en la supuesta inferioridad natural de las mujeres, mientras las sufragistas sostenían que las diferencias observables en la conducta de hombres y mujeres era el resultado de imposiciones culturales arbitrarias, la forma de solucionar la disputa era conceder a las mujeres la plena igualdad durante un largo periodo y comprobar cómo evolucionaba su comportamiento y hasta dónde llegarían sus logros.
La propuesta de Mill no tuvo éxito en Gran Bretaña, pero sí triunfó en un remoto rincón de los países civilizados por Londres. Nueva Zelanda, en el Pacífico Sur, una colonia británica dotada de autogobierno, fue el primer lugar en la historia moderna de Occidente en conceder el voto a las mujeres. Lo hizo en 1893. La noticia dio la vuelta al mundo rápidamente, y casi todas las personas bien informadas llegaron a la conclusión de que la emancipación política de la mujer había comenzado formalmente y ya no habría forma de detenerla. En 1901 Australia siguió el ejemplo de su vecina. Finlandia lo hizo en 1906, Noruega en 1913 y Dinamarca e Islandia en 1915. Holanda y Rusia en 1917. Finalmente, en 1918 los ingleses concedieron el voto a las mujeres mayores de treinta años. Una década más tarde reducirían la edad a 21, la misma exigida a los varones.
En Estados Unidos las mujeres lograron votar a partir de 1920. Además del siempre poderoso ejemplo británico, en el ánimo de los norteamericanos pesó notablemente el formidable desempeño de las mujeres durante la Primera Guerra Mundial: no era posible continuar marginando a quienes habían prestado tan generosos servicios a la patria. En 1920 se aprobó la enmienda 19ª a la Constitución. A esa enmienda se le llamó, con toda justicia, Susan B. Anthony. Lamentablemente, quien fuera el alma del movimiento sufragista había muerto en 1906 y no pudo ver el triunfo de sus desvelos; sin embargo, la enmienda había sido aprobada en el centenario de su nacimiento.
Tras la decisión norteamericana, el efecto comenzó a sentirse en todas partes. El primer país latinoamericano que siguió el ejemplo de Estados Unidos fue Ecuador, en 1929. España lo hizo en 1931, después de la proclamación de la Segunda República. Brasil y Uruguay aprobaron sus leyes autorizando el sufragio femenino en 1932, y Cuba en 1934, tras la caída del dictador Machado, durante el corto periodo del primer Gobierno revolucionario del Dr. Ramón Grau San Martín, cuando también se designaron las primeras alcaldesas de la historia de la Isla. El último país de América Latina en conceder el voto a la mujer fue México, en 1953, debido al temor del PRI, el partido de Gobierno, a que las mujeres se inclinaran hacia el conservadurismo católico. En Europa, Francia e Italia esperaron hasta 1945, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Curiosamente, la nación del Viejo Mundo que tardó más en admitir el sufragio femenino fue la muy democrática Suiza: hasta 1971 no se otorgó el voto a las mujeres en este pequeño y riquísimo país centroeuropeo.
Más allá del voto
Lograr el sufragio era sólo el punto de partida en la batalla de la mujer por ampliar el horizonte de la libertad personal y colectiva. A partir de ese momento, si los políticos querían conquistar los votos de las nuevas electoras debían pensar en ellas cuando diseñaran sus medidas de gobierno, mientras las jerarquías partidistas masculinas tenían que abrir paso a la hasta entonces postergada mitad del género humano.
Aparentemente, fue menos difícil la penetración de las mujeres en la vida pública y académica que en los niveles más altos del mundo laboral. Mientras los parlamentos, los ministerios, las universidades y, en algunas latitudes, hasta las fuerzas armadas se llenaban de mujeres, las cúpulas de las empresas resultaban más resistentes a la presencia femenina. En un país de avanzada como Estados Unidos, donde había mujeres gobernadoras y senadoras, entre las 500 empresas más importantes de la nación apenas media docena de mujeres fungían como presidentas del consejo de administración.
El fenómeno se repetía en todas las grandes naciones de Occidente, incluidos los países escandinavos, donde las mujeres disfrutan del mayor nivel de igualdad de derechos que se observa en el planeta. ¿Por qué? Al margen de las teorías que, invocando razones biológicas, asignan a las mujeres un menor nivel de agresividad o ímpetu competitivo, existía el inevitable periodo de la maternidad. Con frecuencia, a la edad en que los jóvenes varones se labraban las bases de su futuro, la llegada de los hijos interrumpía bruscamente las aspiraciones profesionales de las mujeres. Esa circunstancia podía atenuarse con diversas leyes, pero no dejaba de ser un severo obstáculo en el camino a la realización personal.
Una manera de compensar esta desventaja fue estableciendo leyes que supuestamente garantizaban el fin de cualquier forma de discriminación laboral o de cualquier índole originada en el sexo de la persona. Otra, más polémica, fue imponiendo un sistema de cuotas que obligaba a la contratación de un determinado porcentaje de mujeres. Pero el tiempo demostró que esas medidas podían no ser útiles, o que a veces generaban otro tipo de injusticia.
Sin embargo, la experiencia demuestra que la mayor resistencia a la existencia de una verdadera igualdad de oportunidades y de resultados entre los sexos proviene de las inveteradas relaciones patriarcales que existen en el seno de la sociedad. Durante cientos de miles de años, acaso como un rasgo biológico propio de la familia de los primates superiores u homínidos a la que pertenecen los seres humanos, o tal vez como consecuencia de la especialización laboral provocada por el cuidado de los hijos y la posterior aparición de la agricultura, en todas las latitudes se desarrolló un tipo de relación social en la que los hombres figuraban a la cabeza de la estructura jerárquica.
El desarrollo económico y la evolución cultural de la sociedad hizo que, paulatinamente, las diferencias que separaban el comportamiento de hombres y mujeres fueran haciéndose innecesarias, y hasta contrarias a los mejores intereses de la especie, pero la transformación de las relaciones entre los dos géneros para lograr una verdadera igualdad resultaba muy difícil de realizar porque chocaba contra la fuerza de unas costumbres cuyos orígenes se perdían en los tiempos más remotos.
En todo caso, en esa larguísima batalla por lograr la igualdad entre los sexos y la dignidad de la mujer, la conquista del voto femenino fue un hito clave en la historia de la libertad, aunque todavía haya porciones del planeta en las que, lamentablemente, no se ha logrado.