La promesa debe cumplirse: ¿qué haría Lincoln hoy?
Este texto forma parte de Ahora, y para siempre, libres. Abraham Lincoln y la causa de la Unión, que Martín Alonso publicó recientemente en la editorial Gota a Gota.
"Quienes niegan la libertad a otros no la merecen para sí y, en la justicia de Dios, no podrán mantenerla" (Abraham Lincoln, carta a Henry Pierce, 6 de agosto de 1859).
"Sin malicia hacia nadie, con caridad hacia todos"
Después de conseguir la nominación en 1860, los periódicos sureños, lejos de alabar su físico, le describían como "el amasijo de piernas y brazos más feo, flaco y desgarbado y la cara más histriónica jamás aparecidas en un marco humano" o como "un desgraciado de aspecto pútrido (...) polvoriento y acanallado, un cruce entre un buhonero de baja estofa, un ladrón de caballos y un vampiro". Y lejos de elogiar su humanidad o su carisma le conceptuaban como "un tirano sediento de sangre" y un "rufián de la frontera", cuya "profunda ignorancia (...) no tiene igual en la historia humana, ni civilizada ni semicivilizada"[1]. Y, muy lejos de proclamar lo elevado de su IQ, sus contemporáneos, como el congresista demócrata Sherrard Clemens, espetaban que Lincoln "es el peor de los presidentes, (...) inconsecuente, débil, trivial, hipócrita, sin educación"; o, en el caso del historiador George Bancroft: "Lincoln es ignorante, contumaz y se rodea de hombres casi tan ignorantes como él".
El asesinato de Lincoln era objeto de la ensoñación del abogado y escritor neoyorquino George Templeton Strong, quien, expresando el sueño de muchos, escribió en su diario: "Si Abraham Lincoln fuera reelegido para otros cuatro años..., es de esperar que aparezca un brazo heroico que hunda su daga en el corazón del tirano por el bien de la nación"[2].
El deseo de Strong se cumplió y ni siquiera en la muerte la memoria de Lincoln dejó de ser vituperada. Así, un periódico de Texas saludaba días después su asesinato: "Es ciertamente un motivo de regocijo que Lincoln haya muerto, porque el mundo se ha librado de un monstruo que ha ultrajado la propia apariencia humana"[3].
El lugar de honor que Lincoln ocupa en el panteón de ilustres americanos oscurece el grado de veneno y de desprecio que afrontó durante su presidencia. Lincoln era rústico, tosco e ignorante, en opinión de sus opositores políticos. Era un bufón, carente de sofisticación y de lecturas. Lincoln era ridiculizado, como informaban rutinariamente Charles Francis Adams, embajador en Londres, y su hijo y secretario, Henry Adams, por los europeos de toda clase y condición, en las cancillerías y en la prensa, por los mismos motivos. Era, apenas, un patán frente a quien cada gobernante y cada hombre ilustrado del viejo continente tenían el derecho de sentirse superiores.
La suspensión del privilegio de hábeas corpus durante la guerra en determinadas zonas y por determinados periodos apenas tiene parangón en cuanto a su escrupulosidad en la historia de ningún otro conflicto, y sin embargo abonó aún más la especie de Lincoln como déspota.
Lincoln tuvo razón donde sus contemporáneos no la tuvieron. Las observaciones siguientes explican por qué "la esperanza y el cambio" nunca hubieran acompañado su ascenso a la presidencia hoy.
El derecho a la vida
En la campaña electoral para la elección presidencial de 2004, el candidato demócrata, senador John Kerry, se refirió a la cuestión del aborto y a su posición como católico, por un lado, y como político, por otra. Kerry, no viendo contradicción entre el valor otorgado a la vida por su religión, valor que dijo expresamente abrazar, y el llamado "derecho a elegir" propio de su posición política, dijo que en tanto que político no podía imponer sus propios sentimientos morales al resto de la sociedad. Podría así concluirse que lo que Kerry estaba sugiriendo es que la conciencia no tiene ni debe ocupar ningún lugar en el pensamiento ni la acción de un político porque la conciencia moral debe estar subordinada a lo que una mayoría decide que es un bien moral o no. Ésta es la concepción rousseauniana de la relación entre política y moral y la concepción historicista y hegeliana de la democracia y el progreso. Todo lo real es moral y la democracia es un sumatorio de voluntades mayoritarias concurrentes.
Otro prominente político demócrata, Mario Cuomo, también católico, padre del actual gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, y antiguo gobernador del mismo estado, escribió[4] que Lincoln hoy hubiera apoyado el derecho al aborto, sobre la misma base que utilizó el Tribunal Supremo americano en 1973 para legalizarlo: la protección del derecho a la libertad individual y a la igualdad consagrados en la Decimocuarta Enmienda a la Constitución.
Las posiciones de ambos establecen la visión política del movimiento a favor del aborto, común a la izquierda europea y americana. El segundo, además, recluta a Abraham Lincoln para la causa con el mismo argumento que Stephen A. Douglas utilizó para sancionar la expansión de la esclavitud en los Territorios: la soberanía popular o el derecho a la libre elección. "No me importa", decía Douglas en sus célebres debates con Lincoln, "si se vota a favor o en contra de la esclavitud". Es decir, es una cuestión para los electores en cada territorio.
La visión de Kerry y de Cuomo desplaza el debate moral sobre ésta y otras cuestiones desde su eje, la vida humana que se destruye, hacia la libre determinación del que decide su extinción. Ésta es la lógica contra la que Lincoln luchó durante toda su carrera política y el nudo gordiano que Lincoln cortó para acabar con la carrera política de Douglas y comenzar la demolición ideológica del esclavismo. En múltiples ocasiones, desde su Discurso de Peoria en 1854, pasando por su Discurso en Cooper Union en 1860, hasta su Carta a Hodges y su segundo discurso inaugural, Lincoln expresó que la cuestión de la esclavitud no giraba en torno a la libertad de un hombre para esclavizar a un ser humano o no, en función del número de personas que se adscriban a esa lógica, sino en si es moral o no el hacerlo. Lincoln sintetizaba así la posición de quienes estaban por la libertad de elección: "Si un hombre decide esclavizar a otro, un tercer hombre no puede objetar a eso". Como Lincoln dijo en Teoria sobre la esclavitud, y diría a John Kerry y a Mario Cuomo en cualquier contexto en que se conculca un bien moral, "esa afectada indiferencia apenas oculta un celo real por la expansión" del ilícito moral con el que se dice transigir en aras de la voluntad de la mayoría.
Kerry, Cuomo y otros de análoga filosofía, representen o no la opinión de la mayoría de la sociedad, parten de una visión de la democracia y la autoridad política perfectamente antitéticas a las de Lincoln. Para él, son los derechos naturales –una vez más: a la vida, a la libertad y a la propiedad individual– los que hacen posible la igualdad de los hombres ante la ley y, por ende, la democracia. Ésta no es posible cuando cualquiera de esos tres valores es contingente. La misma corriente de filosofía europea –las ideas de Hegel y de los darwinistas sociales sobre la naturaleza evolutiva de los bienes morales y su directa representación en las mayorías sociales de cada tiempo– que sirvió de fundamento a las ideas de John Calhoun y de otros teóricos de la supremacía blanca, es la que anima hoy a los que huyen en dirección contraria a la conciencia en nombre del relativismo, el multiculturalismo y el "derecho a elegir". Ésa es la misma corriente contra la que se enfrentó Lincoln, para quien los bienes morales enunciados en la Declaración de la Independencia eran eternos e inviolables y preceden a la constitución de gobiernos entre los hombres y los hacen posibles, y no al revés.
El mismo día en que quedaron escritas estas líneas murió Mildred Fay Jefferson a los 83 años. Mildred Jefferson creció en la Texas segregada por los demócratas sureños pero, como Lincoln, su esfuerzo individual la convirtió en la primera mujer afroamericana en graduarse como médico por la Universidad de Harvard y la primera mujer miembro de la Sociedad de Cirugía de Boston. Jefferson fue también la fundadora y presidenta de la Comisión Nacional por el Derecho a la Vida, la principal organización opuesta al "derecho a elegir". Su militancia la abocó a dar con sus huesos en muchos centros de detención, algo que nunca hubiera pensado durante su adolescencia vivida en el corazón segregado de la ex Confederación. Y así pasó de ser sojuzgada en su juventud por hombres que creían en la libertad de elegir la segregación de otros seres humanos a ser represaliada por hombres que creían en la libertad de elegir la terminación de la vida de los no nacidos.
Lincoln no habría apoyado la idea de que el llamado "derecho al aborto" es una cuestión atinente a la elección individual del abortista y no a la vida del niño abortado. Ni tampoco habría hecho una ingeniosa lectura de la Constitución, como hizo la poco rigurosa mayoría del Tribunal Supremo en 1973[5], que interpretó que una disposición constitucional, la Decimocuarta Enmienda, que concedía la ciudadanía americana a los afroamericanos y prohibía cualquier discriminación contra ellos establecía también en alguna torturada y especiosa manera el derecho a elegir abortar sin restricciones.
La Constitución y la ley
La veneración de Lincoln por la legalidad y el constitucionalismo es, precisamente, el segundo aspecto que separa a Lincoln radicalmente de aquellos políticos para los que las leyes orgánicas son maleables y las constituciones referencias que es obligado interpretar, con frecuencia, en el sentido del interés político, de acuerdo con "los tiempos". Ya sea el Tribunal Supremo americano, que ha impuesto desde el aborto hasta la discriminación racial inversa y un universo de restricciones arbitrarias a la propiedad privada, o expandido el tamaño del gobierno federal; ya sea el "desarrollo" de la Constitución española hasta su desvirtuación, en uno u otro caso no es la veneración por el marco legal lo que caracteriza a los promotores de su superación en aras de lo que ellos estiman una sociedad más justa y mejor.
Hay dos razones por las que Lincoln, siendo tan radical en el fondo como los abolicionistas que le exigían deshacerse de las cortapisas de una Constitución que veían como "un pacto con el infierno", estaba en la forma en las antípodas de ellos. La primera es que Lincoln no observaba ninguna contradicción entre la Declaración de la Independencia, la Constitución y la futura desaparición de la esclavitud, que la Constitución toleraba como hecho pero no sancionaba como derecho. La segunda razón es que admitir el principio de que unos hombres pueden imponer a otros su criterio en contravención de la ley supone la subversión irrevocable del gobierno democrático. Lincoln tuvo que salvar, "para que no pereciera en la Tierra", el gobierno representativo –vulgo democracia– de los confederados, que pretendían destruir dicho gobierno al haber perdido las elecciones, y en menor medida de aquellos (como los kantianos radicales de su propio partido) que pretendían que la ley estaba subordinada a su aprobación moral personal. Lincoln fue extremadamente pulcro con la ley en cada una de sus actuaciones dirigidas a la emancipación, afirmando en múltiples ocasiones que la Constitución no le confería el derecho a actuar de acuerdo con su manera de "pensar y sentir" sobre la esclavitud, pero actuó en ese sentido cuando entendió que había llegado la ocasión de hacerlo sobre la base de la emergencia militar impuesta por la guerra. Y cuando le fue posible impulsó la enmienda constitucional de abolición de la esclavitud con las mayorías establecidas en ese instrumento. Y aun entonces insistió en que la mayoría preceptiva de estados debía incluir los estados aún en rebelión. Y así, Lincoln reconcilió Constitución, Declaración de la Independencia y bien moral, no sólo asegurando esa reconciliación como fin, sino como medio en cada estadio del proceso.
Lincoln no se opuso al separatismo confederado porque ansiaba ampliar el poder del centro frente a la periferia. Antes bien, el separatismo confederado fue el resultado de la incapacidad del Sur para imponer su idea de la Unión –es decir, una Unión sin restricciones para la esclavitud en todo el territorio nacional– desde el centro a los estados del Norte. El secesionismo del Sur fue el centralismo durante los primeros sesenta años del siglo XIX, hasta que la explosión demográfica en el Norte le hizo perder los resortes de poder en Washington y súbitamente descubrió, como resultado de la derrota electoral en 1860, que la expansión anticonstitucional de la esclavitud no se podría hacer desde el centro y, en consecuencia, habría que abandonar centro, periferia y la Unión en su conjunto.
Lincoln veía en la Unión, en la nación, mucho más que los lazos de afecto entre americanos extendiéndose "desde cada tumba de patriota y cada hogar". Lincoln veía el futuro mismo de la democracia en la Tierra en esa peculiar nación "concebida en libertad y dedicada a la proposición de que todos los hombres son iguales". En 1860 el concepto de democracia no sólo era considerado una entelequia en el concierto de las naciones, sino que, por el contrario, era virtualmente indiscutible en las cancillerías europeas que ese experimento radical de relación entre gobernantes y gobernados no podría durar y se vendría abajo con un poco de empuje, por ejemplo en forma de reconocimiento diplomático a la Confederación (cuya visión estamental tradicional tan bien se avenía con la idea de los gobiernos legitimistas de la época), demostrándose así la inviabilidad del "gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo".
Era tan sencillo como lo describió Lincoln: se trata de saber si una minoría que ha perdido las elecciones puede romper las bases del gobierno constitucional a su antojo; se trata de saber si esa minoría puede invocar la violación de supuestos derechos fundamentales por parte de un gobierno que ni siquiera ha tomado posesión para separarse; y se trata de saber si unas instancias de gobierno intermedias, los estados, pueden considerarse los sujetos de una decisión, la secesión, contraria a las decisiones que establecieron la "Unión perpetua" (los Artículos de Confederación –el pacto constitucional originario–) y "una Unión más perfecta" aún que aquélla, otorgada por "el pueblo" americano en la Constitución.
La respuesta de Lincoln a los tres interrogantes era, obviamente, no. Ni moral ni legalmente asistía a los estados confederados el derecho a separarse. El debate histórico y legal habría sido otro muy distinto si el Partido Demócrata, como partido casi único en el Sur y mayoritario en la nación, hubiera concurrido a unas elecciones y las hubiera ganado sobre la base de proponer la enmienda de la Constitución para establecer las modalidades de separación de los estados de la Unión; o hubiera favorecido la convocatoria de una convención constitucional de todos los estados para explorar una separación negociada y refrendada constitucionalmente a posteriori; o el Sur hubiera podido exhibir la existencia de violaciones de derechos fundamentales reales, preferiblemente por un gobierno que hubiera entrado en funciones; o la causa confederada hubiera sido ligeramente menos repugnante que el derecho de un ser humano a ejercer la propiedad sobre otros[6].
La supervivencia del gobierno representativo
Lincoln fue a la guerra por la Unión o, mejor dicho: "Unos harían la guerra para evitar que la nación sobreviviera y otros aceptarían la guerra para evitar que la nación pereciera". El segundo caso era el suyo. La Constitución y la nación que la había otorgado eran los únicos garantes de la libertad individual y de la igualdad de los ciudadanos ante la ley. La secesión hubiera supuesto la conculcación de todos y cada uno de los derechos constitucionales de los ciudadanos del Sur, pero además habría hecho un daño irreparable a la democracia en el Norte. Lincoln sabía muy bien que la secesión ilegal sancionaría el principio de que en todo momento y lugar es posible para cualquier minoría destruir las leyes orgánicas de gobierno, es decir, convierte cualquier sistema de gobierno en una anarquía. Los confederados también sabían esto muy bien y, por eso, en el paroxismo de la hipocresía, denegaron el derecho de secesión a los once estados que la conformaban. Es decir, como también preveía Lincoln, la anarquía termina fatalmente en despotismo.
Lincoln no era un nacionalista americano opuesto a nacionalistas confederados. Era un constitucionalista liberal opuesto a una oligarquía escasamente respetuosa con las Constitución y las leyes. No siempre quien se enfrenta al secesionismo es un nacionalista de signo diferente o tiene como meta violar los derechos individuales o colectivos de los secesionistas. Puede muy bien ser un hombre respetuoso de aquella ley orgánica de gobierno en un Estado de Derecho, o Constitución, cuyas formalidades protegen a unos y a otros.
Ronald Reagan dijo, más de un siglo después, en 1977[7], que hay principios por los que uno debe estar dispuesto a vivir y también a morir. Abraham Lincoln fue el padre de una nación porque se negó a contemporizar con los que querían enterrarla. Antes y después de la guerra, numerosas voces le requirieron para establecer negociaciones con los secesionistas. Lincoln pudo haber evitado la Guerra Civil, tal vez, si hubiera aceptado la expansión de la esclavitud por virtud de una enmienda constitucional haciéndola legal en todo EEUU. Lincoln, algunos pensaron hasta el final, podía haber negociado el armisticio abandonando la política de emancipación, aunque los propios confederados se encargaban una y otra vez de menoscabar esta expectativa. Pero no vaciló nunca y dejó escrito: "Si Dios quiere que [esta guerra] continúe hasta que toda la riqueza amontonada por el trabajo forzado del esclavo durante doscientos cincuenta años se hunda y hasta que cada gota de sangre causada por el látigo sea compensada por otra causada por la espada, aún habrá de decirse que los juicios de Dios son justos y verdaderos".
La teoría y la práctica liberal de gobierno
En 1860, la única competencia realmente federal era el servicio de correos –de hecho, el gobierno federal siguió gestionando el correo entre las dos secciones durante la crisis de secesión y también en aquellas áreas donde la guerra no lo hacía imposible también durante ésta–. Después de la retirada de las tropas federales en 1876, el tamaño del gobierno y del presupuesto de los departamentos y agencias públicas apenas había experimentado variación cuantitativa, aunque sí cualitativa, respecto de 1860. Por alguna razón, y con la misma parquedad de motivos, personas de persuasión libertaria vienen atribuyendo a Lincoln la condición de padre de la expansión del sector público. La particular falacia en que incurren es la de considerar cualquier incremento de la autoridad de un gobierno central con perfecta ausencia de contexto histórico y sin consideración a la situación ex ante. Ciertamente, nadie parece abogar por la economía de subsistencia en que creció Lincoln, consistente en perpetuar la situación de pobreza, ignorancia, postración y enfermedad de generación en generación, al modo feudal. Ciertamente nadie parece abogar por la erradicación de las carreteras, los puertos, los medios de transporte y comunicación o la existencia de una moneda de curso legal. Nadie parece estar frontalmente en contra del desarrollo de la educación y menos por la abolición de la justicia, la policía o la defensa. Y si ninguno de los críticos de Lincoln está en esa línea, ¿cuál sería la sustancia de una crítica en la que el criticado lo es por hacer cosas a las que sus críticos no objetan?
La Guerra Civil supuso el triunfo del trabajo libre sobre la servidumbre, de la expansión del crédito en la economía, de la industrialización sobre la economía rural y de la mejora de las infraestructuras y de la calidad de vida que asociamos con el auge del capitalismo liberal. En una palabra, el triunfo del programa económico de la clase mercantil e ilustrada tradicionalmente asociada a la filosofía whig de la clase media ascendente a la que pertenecía Abraham Lincoln. Lincoln pensaba que el Estado tenía un papel en la acumulación de capital necesaria para las "mejoras internas" –infraestructuras– y en democratizar el crédito. También pensaba que el Estado tiene un papel en el mantenimiento de ejércitos que luchen por la supervivencia de la nación contra sus enemigos internos y exteriores.
Pero es imposible concluir que el whiggismo de Lincoln se hubiera extendido a la verdadera expansión del tamaño del gobierno a partir del segundo Roosevelt o que hubiera dado su aprobación a la idea del Estado del Bienestar o la prestación de servicios por el gobierno federal eminentemente asumibles por el sector privado. En primer lugar porque Lincoln era un constitucionalista estricto y la mayor parte de esas expansiones (el New Deal de Roosevelt, la Gran Sociedad de Johnson en 1964-65) tienen un encaje constitucional problemático, a no ser que se asuma la concepción progresiva de un marco constitucional que va cambiando al compás del progreso, es decir, la evolución de nociones fundamentales del derecho y la moral, lo que está en irreductible oposición a todo lo que Lincoln pensaba. En segundo lugar, porque Lincoln creía en la igualdad de oportunidades, no en la igualdad de resultados. Lincoln hablaba de "asegurar [a todos] un comienzo sin ataduras en la carrera de la vida", no de asegurar que todos llegaran al mismo punto, independientemente de su esfuerzo y de su talento.
En tercer lugar, Lincoln, en tanto que defensor de los derechos naturales, lo era muy firmemente del derecho de propiedad. Allen Guelzo ha afirmado[8] que "la adhesión de Lincoln a los principios de la economía liberal clásica fue la fuerza motriz de todos sus logros, desde la victoria en la Guerra Civil hasta la galaxia de políticas económicas que emergió de su presidencia" y que "los principios de Lincoln son los más detestados por la izquierda hoy"[9]. Lincoln no concebiría limitaciones al derecho de propiedad en nombre de la "redistribución de la riqueza" para fines extraños a los propios del Estado (defensa, policía, justicia, infraestructuras...) en la concepción liberal clásica. Margaret Thatcher dijo en 1987 que "eso que llaman sociedad no existe, existen los hombres y las mujeres y después las familias"[10]. Por tanto, cuando se habla de que la "sociedad" como tal, es decir, el Estado, debe proporcionar determinadas necesidades de orden económico y social –vivienda, educación o sanidad, por ejemplo– de forma gratuita, se cree estar expresando una batería de objetivos ideales –en teoría–. Pero, en cualquier praxis política concebible, lo que realmente se está afirmando es que el gobierno debe repercutir en unos el disfrute de esos derechos por otros, limitando así la porción de tiempo durante la que los primeros realizan actividades productivas para sí y convirtiendo ese tiempo en actividad sin compensación. Por poner un ejemplo, en el estado de Nueva York, modelo de regulaciones concebidas para atender fines de carácter social como los descritos, una persona que ingrese por encima de los 300.000 dólares anuales (unos 230.000 euros) hace frente a una presión fiscal acumulada de casi el 50%, es decir, la mitad del producto de su trabajo es consumida por terceros.
Lincoln tuvo la experiencia directa de la servidumbre en su infancia y adolescencia, cuando su padre le alquilaba a otros agricultores y después obligaba a Abe a darle el fruto de su trabajo. Lincoln clamó durante toda su carrera política contra la injusticia primaria de la esclavitud, consistente en que unos hombres trabajaban y otros adquirían el producto de su sudor. Por eso, Lincoln, en la tradición de los Padres Fundadores de EEUU, que es, en último término, la de John Locke y Adam Smith, siempre tuvo intelectual –y visceralmente– claro el vínculo entre la libertad y el derecho de propiedad.
En ese sentido, y de la misma manera que Lincoln estuvo en contra del abuso, por la Administración Buchanan, de los resortes del gobierno federal contra las competencias de los estados con la pretensión última de imponer la esclavitud a los estados del Norte, Lincoln estaría en contra del abuso del poder del gobierno federal hoy y de su hipertrofia fuera de toda proporción. El honesto y frugal Lincoln sentiría escándalo por presupuestos federales de más de cuatro billones de dólares y un billón y medio de déficit y por una deuda pública agregada superior a los 15 billones cuyo servicio esclavizara a generaciones posteriores como Thomas Lincoln esclavizó a Abe en su adolescencia. Lincoln compartiría el escándalo de muchos millones de americanos que hoy, alarmados por el volumen sin precedentes de la deuda de su país, salen a la calle para pedir no más derechos y clamar contra los recortes y las medidas de austeridad (como es el caso en Europa), sino para implorar responsabilidad a las Administraciones Públicas y demandar que el gobierno les deje ser dueños de sus vidas, no criaturas dependientes del Estado del Bienestar.
El presidente Gerald Ford dijo, en su Discurso de 12 de julio de 1974 al Congreso, que "si el gobierno tiene tanto poder como para conceder todo lo que el pueblo quiere, también lo tiene para quitarle todo lo que posee". Lincoln lo hubiera suscrito y, en cierto modo, lo dijo, definiendo la naturaleza cabal del buen gobierno: "El objeto legítimo del gobierno es realizar para una comunidad de personas lo que éstas necesitan que se haga pero no pueden hacer por sí mismas individual y separadamente. En todo aquello que los individuos pueden hacer por sí mismos el gobierno no debe interferir"[11]. Lincoln no estaba por un Estado socialdemócrata del carácter que es familiar hoy a europeos y americanos ni tampoco por la ausencia de Estado, sino por el mínimo de gobierno necesario para garantizar la fe pública, la igualdad ante la ley y el castigo de los ilícitos, de forma que todos tuvieran "iguales derechos en la carrera de la vida". Lincoln hubiera abominado de la intrusión del gobierno federal en las esferas de la sanidad, de la educación o de la economía en violación de los derechos individuales y de las competencias constitucionales de los estados de la Unión. La pasión de Lincoln por la Constitución, la ley y los derechos individuales iba en ambas direcciones, hacia el centro o la periferia, allí donde apuntaba la mejor garantía de la libertad individual de las personas y de su igualdad ante la ley.
"La última, mejor esperanza sobre la Tierra"
Los grandes hombres, como Lincoln o Washington, trascienden su tiempo y lo modifican precisamente porque no viven absorbidos por su destino individual. Lincoln encontró su voz en 1854 cuando encontró su causa: la lucha contra la expansión de la esclavitud. Es notable que los discursos más venerados de Lincoln apenas contienen frases en primera persona. Al hacerse servidores de esa causa y anegar su individualidad y su interés propio en ella, esos hombres son capaces de definirla y proyectarla, y de darla forma y de persuadir a los demás. Lincoln dijo en sus debates con Douglas que sin la opinión pública, nada es posible. La opinión pública era contraria, en una mayoría abrumadora, a la política de emancipación. Lincoln no ignoró ese hecho, pero tampoco dejó de hacer lo que en conciencia y en derecho, en el tiempo y en la eternidad, debía hacer. Simplemente movió a la opinión pública hacia donde él estaba, de forma que la política pudiera encontrar el terreno abonado por la persuasión. Todo gran líder lo es de un movimiento. Al final Lincoln, sin proponerse otra cosa que servir a la causa de la emancipación, resultó ser su líder. Y sin proponerse ir más allá de la Constitución de sus abuelos, resultó ser el Padre de una nación, "concebida en libertad y dedicada a la proposición de que todos los hombres son creados iguales".
Siete veces veinte y siete años después, en la Europa y la América actuales, «nos encontramos en una gran guerra, que pondrá a prueba si esa nación, o cualquier nación así concebida y así dedicada, podrá durar".
[1] Estas dos citas proceden de John Miller, en un artículo para el New York Post del 17 de agosto de 2011.
[2] El virginiano Sherrard Clemens hizo esta manifestación en 1861. Templeton Strong escrribió esta entrada en su Diario el día 29 de octubre de 1862. Ambos citados en The Unpopular Mr. Lincoln, de Larry Tagg.
[3] También en el artículo de John Miller.
[4] En su libro Why Lincoln matters.
[5] En el caso Roe versus Wade. El Tribunal argumentaba que la tipificación del delito de aborto en muchos de los estados de la Unión, con penas privativas de libertad en la mayoría de los casos, interfería con la "protección igual de las leyes", principio recogido en la Decimocuarta Enmienda, habida cuenta de que había estados en los que el aborto era legal. Ese razonamiento y su interpretación posterior han codificado el aborto sin apenas restricción alguna, puesto que cualquier restricción por un estado, por anecdótica que fuere, implicaría una discriminación respecto de la legislación existente en el estado más permisivo de la Unión.
[6] EEUU fue creado en torno a una idea y la tensión entre el centro y la periferia nunca tuvo las connotaciones de carácter histórico, cultural o lingüístico con que están familiarizados los europeos. Todos los movimientos secesionistas en la historia americana –incluida la propia Revolución de 1776– son tensiones ideológicas.
[7] En la reunión anual del Comité de Acción Política Conservadora, donde empezó a establecer las bases ideológicas que le auparon a la presidencia cuatro años después. La frase de Reagan estaba inspirada directamente por la frase similar de Lincoln en 1861 en Filadelfia, en el curso del viaje que le llevaría hasta Washington para tomar posesión.
[8] En "Mr. Lincoln's Economic Primer", National Review, 12 de febrero de 2011.
[9] Ibidem.
[10] "(...) No existe eso que se da en llamar sociedad. Hay hombres y mujeres y luego están las familias. (...) Es nuestro deber ocuparnos de nosotros mismos y luego de nuestros semejantes. La gente tiene sus exigencias demasiado en mente sin [tener presentes] sus propias responsabilidades". Entrevista en Women’s Own Magazine, el 31 de octubre de 1987.
[11] Lincoln escribió estas reflexiones para sí mismo el 1 de julio de 1854.