Los católicos liberales (1808-1868)
Este texto es una versión editada del capítulo 4 de El catolicismo liberal en España, obra que el autor publicó recientemente en la editorial Encuentro.
Los españoles de principios del siglo XIX eran todos católicos. El grado de adhesión a la fe que, en conciencia, pudieran tener es algo imposible de calibrar: pero es innegable que, sociológicamente, la España de 1808 era una España católica. Otra cosa es la manera como se podía entender el catolicismo, algunas cuestiones no estrictamente dogmáticas, y, de manera muy especial, la praxis y la moral. Una importante e influyente minoría de clérigos y laicos suspiraba por una reforma de la Iglesia que la aproximara a sus orígenes y la liberara de la pesada carga de no pocas prácticas discutibles que se habían creado con el tiempo.
Si nos circunscribimos a la élite política, los diputados de las Cortes de Cádiz son todos canónicamente católicos (bautizados) y, seguramente, también todos sinceramente creyentes. La labor de las Cortes se inicia con una misa del Espíritu Santo, se jura defender la religión y las sesiones están presididas por un crucifijo. Casi todos los miembros de las Cortes asisten voluntariamente a una misa que se celebra cada día en el mismo lugar en donde se reúne la asamblea[1]. Como manifestación global de catolicidad, en la sesión del 26 de octubre de 1810 el diputado Villanueva, antes de elegir el nuevo Consejo de Regencia, proclama:
Somos católicos y debemos dar muestras de ello: antes de proceder a la elección, invoquemos brevemente al Espíritu Santo, rezando el himno Veni Creator con versículo y oración.
La propuesta fue aceptada por aclamación. Manifestaciones tan claras de auténtica fe no se dieron jamás en otras asambleas europeas contemporáneas. La Constitución de 1812 se inicia, además, con una invocación a la Santísima Trinidad:
En el nombre de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad[2].
Así pues, los diputados de las Cortes de Cádiz liberales eran tan sinceramente católicos como liberales: son los primeros católicos liberales de nuestra historia. Entre estos diputados, el grupo mayoritario era el de los clérigos. El número estaría entre los 90 y los 97, según las fuentes, de un total de 306[3]. Según Moran Ortí, el número total de curas fue de 94, agrupados en 52 tradicionalistas, 27 de tendencia innovadora y 15 silentes o de participación escasa. Entre los clérigos de las Cortes gaditanas están algunos de los liberales más destacados. Es en este grupo en donde pondremos la lupa del historiador, pues se les supone una mayor formación teológica que a los demás diputados y un mayor sentido de cuerpo. Entre los clérigos, la cuestión de la compatibilidad entre liberalismo y catolicismo puede ser más aguda y, de hecho, en este segmento social es donde se darán las controversias más sonadas. Mientras el sacerdote Diego Muñoz Torrero pronunciaba el mismo día de la inauguración de las Cortes un trascendental discurso defendiendo los principios clásicos del liberalismo, otro sacerdote, el obispo de Orense, don Pedro de Quevedo, encabezaría en las propias Cortes, de las que era diputado, una fuerte oposición a la Constitución, motivo por el cual incluso se vio tratado como "indigno del nombre de español" y tuvo que exiliarse hasta el retorno de Fernando VII.
Al estudiar las primeras manifestaciones del catolicismo liberal español habría que matizar el término y, al menos, distinguir dos grupos de católicos liberales:
- Quienes, no encontrando incompatibilidad entre liberalismo político (sin plantearse el filosófico) y catolicismo, fueron defensores de un Estado liberal compatible con su fe católica y se mantuvieron dentro de la Iglesia. La mayoría fueron sacerdotes "respetables por sus luces, sus virtudes e irreprensible conducta"[4].
- Quienes, en su defensa del liberalismo, superando los términos estrictamente políticos, entraban en el terreno filosófico-teológico, concluyendo que había incompatibilidad entre liberalismo y catolicismo y apostando por el primero. En consecuencia, acabaron fuera de la Iglesia, en otras confesiones o en una nueva concepción liberal del cristianismo, al estilo, por ejemplo, de Lamennais. Por lo tanto, son católicos y liberales tan sólo una etapa de su vida.
En la génesis del primer catolicismo liberal de Cádiz habría que señalar el papel de algunas figuras puente, entre el pensamiento ilustrado del XVIII y las primeras manifestaciones claras de catolicismo liberal. Alguna de estas personalidades evolucionaron desde posturas reformistas filojansenistas y regalistas hasta el liberalismo a veces incluso radical, situándose en el segundo grupo antes citado, como José María Blanco o Juan Antonio Llorente. Otras se mantuvieron en una especie de protoliberalismo, como Félix Torres Amat o Francisco Martínez Marina, o serían los primeros exponentes del catolicismo liberal sin romper con la Iglesia, como Diego Muñoz Torrero o Joaquín Lorenzo Villanueva.
Félix Torres Amat (1772-1847) es una de estas figuras puente. Clérigo filojansenista, defensor de su tío Félix Amat, del que escribió una biografía, autor de una traducción de la Biblia al castellano y obispo de Astorga, fue también un hombre de simpatías liberales. Fue un defensor de la reforma de la Iglesia, en la línea regalista heredada del siglo XVIII, aunque dentro de la ortodoxia y buscando el acuerdo con Roma. Formó parte de la Junta Eclesiástica nombrada por el Gobierno moderado de 1834. No tuvo inconveniente en formar parte y presidir la junta diocesana para ejecutar ordenadamente la exclaustración decretada en 1836[5]. En 1846, ya anciano, recibiría con alborozo la llegada de Pío IX al solio pontificio, que entonces tenía fama de comprensivo con el liberalismo[6]. Torres Amat fue una de las figuras más destacadas del clero español en el tránsito del Antiguo Régimen al liberalismo. Hombre de gran cultura, fue miembro de la Real Academia de la Historia y recopilador de manuscritos catalanes. No puede ser llamado propiamente liberal, aunque sus simpatías por los Gobiernos liberales son obvias: confiaba en que reformarían la Iglesia. Por otro lado, también fue un hombre de profunda espiritualidad, autor de obras pastorales como Tratado de la Iglesia de Jesucristo (1793-1805) o Ventajas del buen cristiano (1839).
En este mismo grupo de hombres puente está la señera figura de Francisco Martínez Marina (1754-1833), canónigo de San Isidro en Madrid y gran historiador, padre de la historia del Derecho español. Fue también director de la Real Academia de la Historia. Era un gran admirador de las instituciones medievales españolas, como los antiguos concejos, fueros y Cortes, en los que veía el origen de las libertades públicas que se perdieron con el absolutismo y que las Cortes de Cádiz deberían recuperar. Con José I ocupó algunos cargos, por lo que tuvo la fama de afrancesado y sería castigado por Fernando VII con el destierro. Durante el Trienio pudo regresar a Madrid. Fue diputado y participó en la comisión encargada de elaborar el nuevo Código Penal. De nuevo la reacción fernandina le castigó con el destierro en Zaragoza.
La obra más importante de Martínez Marina es su Tratado de las Cortes, donde pretende enlazar las Cortes liberales del XIX con la tradición medieval. Hombre de espíritu ilustrado, influido por el iusnaturalismo de la Escuela de Salamanca, historiador escrupuloso y racional, ha sido considerado un protoliberal por Tomás y Valiente[7], o quizás un liberal jovellanista, por pretender aunar la tradición o Constitución interna con la externa o nueva de Cádiz, la cual debía ser concebida en continuidad con aquella tradición histórica, según él, liberal. Su posición sobre la desamortización, claramente a favor, lo sitúa entre los liberales más decididos.
También fue un hombre puente, en este caso entre el afrancesamiento y el liberalismo, Alberto Lista (1775-1848). Sacerdote, matemático y poeta de renombre, fue inicialmente un defensor de José I, incluso compuso poemas en loor del ejército invasor, por lo que tuvo que exiliarse. Convertido en un consciente liberal, fue el editor, entre 1820 y 1823, de El Censor, una de las publicaciones más solventes de la época. Fue un liberal moderado, que hizo compatible con un sacerdocio del que nunca renegó. Como ha escrito su biógrafo Juretschke[8], Lista es uno de los mejores exponentes de un liberalismo conservador que teme el poder de las clases medias. Para Lista, la clase media debe situarse entre la superior o gobernante y la inferior de jornaleros y proletarios. Su papel es enriquecer la sociedad dejando el papel dirigente a la clase gobernante, la aristocracia de la sangre y de la inteligencia. No es de extrañar que Alberto Lista recalara en el liberalismo moderado.
En las Cortes de Cádiz tuvieron un papel fundamental algunos clérigos claramente liberales, exponentes del primer liberalismo católico. Su raíz intelectual está en el reformismo filojansenista de los últimos años de la Ilustración. No es casual la relación de algunos de ellos con la Universidad de Salamanca, uno de los focos de influencia de las ideas reformistas del Sínodo de Pistoia, de tal manera que se puede seguir un hilo conductor entre la influencia del famoso sínodo y los proyectos reformistas de los clérigos liberales de Cádiz[9]. El más importante es el sacerdote Diego Muñoz Torrero (1761-1829), quien pronunció el discurso inaugural de las Cortes de Cádiz con un espíritu netamente liberal, proponiendo una declaración solemne de la soberanía nacional. Muñoz Torrero era extremeño, aunque estudió en la Universidad de Salamanca, de la que llegó a ser rector. Allí estuvo en contacto con el ambiente jansenista, ilustrado y regalista que le influyó. Como rector, participó en la reforma de los estudios universitarios, para adaptarlos a las nuevas directrices modernizadoras de Carlos III. Fue también canónigo de la Real Colegiata de San Isidro de Madrid, conocida por su ambiente liberal, razón por la que Fernando VII terminaría clausurándola en 1817.
Diego Muñoz Torrero fue uno de los redactores de la Constitución de 1812, miembro de la comisión que la elaboró. Y fue el máximo defensor en estas Cortes de la libertad de imprenta y de la abolición de la Inquisición. Tras la vuelta de Fernando VII pagó caro su liberalismo, con la cárcel. Posteriormente, dada su condición clerical, cumplió su pena en un monasterio: uno de sus tempranos biógrafos afirma que se refugió en su piedad, dando ejemplo de resignación[10]. Participó en el restablecimiento del liberalismo en 1820, formando parte de la junta de La Coruña, desde donde se trasladó a Madrid para formar parte de las nuevas Cortes. Durante el Trienio liberal fue propuesto para obispo de Guadix, pero la Santa Sede no aceptó el nombramiento, a pesar de que el nuncio no se había opuesto. Tras la vuelta del absolutismo se refugió en Portugal, donde se dedicó a escribir sobre religión[11]. Cuando también en Portugal se persiguió a los liberales intentó huir, pero fue hecho prisionero en condiciones inhumanas, que aceptará con espíritu de resignación, hasta su fallecimiento.
Muñoz Torrero fue, como dice Rubio Llorente, un "liberal trágico"[12]. Su correspondencia nos lo muestra como un hombre sumamente ceremonioso, modesto, humilde y buen sacerdote, sin que para él hubiera incompatibilidad alguna entre el liberalismo político –nunca se planteó el filosófico– y su fe. Hasta el mismo Marcelino Menéndez y Pelayo, tan crítico con los sacerdotes liberales, reconoce su austeridad de costumbres[13]. Su defensa del liberalismo era política, no muy lejana del planteamiento de Martínez Marina. Así, en las Cortes gaditanas (enero de 1813) defendía el trabajo de la comisión redactora de la Constitución asegurando: "Ha seguido religiosamente el espíritu de las antiguas constituciones de los diferentes Reinos y Provincias que componen la península".
En Salamanca y en el ambiente filojansenista en torno a su obispo, Felipe Bertrán, también se encontraba, junto a Muñoz Torrero, el sacerdote y canónigo Joaquín Lorenzo Villanueva (1757-1837), otro de los clérigos liberales de Cádiz. Represaliado por Fernando VII, volvió a ser diputado durante el Trienio e inspiró el primer proyecto de reforma eclesiástica. El Gobierno liberal le nombró embajador ante la Santa Sede pero Roma no lo aceptó, lo que motivó nuevas tensiones entre los liberales y el Papa. Ante la reacción absolutista, se exilió en Inglaterra y en Irlanda. Al morir es posible que estuviera más cerca del protestantismo que del catolicismo. Su peripecia política se había iniciado en el regalismo y el absolutismo, y su defensa del Trono le llevó a ser nombrado capellán de Carlos IV. Ya en plena Revolución francesa, en 1793, publicó un opúsculo en defensa de la monarquía y el papel de la religión como legitimadora del poder real[14]. Fue también un sacerdote erudito y piadoso, autor de un monumental Año Cristiano de España.
La revolución liberal acabó por terminar su evolución ideológica: pasará del jansenismo-regalismo al liberalismo capaz de aunar la modernización del Estado con la de la Iglesia, por la que suspiraban no pocos clérigos de su generación. Su papel en las Cortes de Cádiz y del Trienio fue más doctrinal que político. Sus intervenciones y planteamientos van, en no pocas ocasiones, al fondo de la cuestión, es decir, a las relaciones entre liberalismo y catolicismo, entre el nuevo Estado y una Iglesia reformada, eso sí, sin rupturas. Villanueva nunca negó el primado doctrinal de los Papas y siempre creyó en una Iglesia española vinculada a la sede romana, pero sin el dogal de la curia. Como Martínez Marina y Muñoz Torrero, Villanueva siempre afirmó el carácter evolutivo de la Constitución de Cádiz, como actualización de las antiguas leyes medievales. Siempre rechazó que en Cádiz se planteara una revolución al estilo de la francesa, que fue el principal leitmotiv de los ultramontanos[15], y no dejó de subrayar el carácter católico de los liberales reformistas de las Cortes. Su objetivo, se ve con más claridad que en otros clérigos liberales, era fundar un Estado católico con instituciones liberales, interpretando el liberalismo en el contexto de la filosofía tomista[16]. Cuando habla de revolución española lo hace en un contexto de lucha contra el invasor y para evitar la influencia de la radical revolución jacobina. Como ha explicado Maravall, defiende la soberanía nacional y las libertades políticas como proyección de la doctrina católica[17].
Sobre las raíces tomistas, Villanueva escribió Las angélicas fuentes o el tomista en las Cortes (publicado entre 1811 y 1813), donde apela a santo Tomás para defender una monarquía moderada por las instituciones. Esta obra es considerada el auténtico arranque del catolicismo liberal en España[18]. Es de gran valor para conocer las reflexiones y fundamentos de un católico liberal y su manera de entender la compatibilidad entre liberalismo y catolicismo.
Otra gran preocupación de Villanueva era la reforma de la Iglesia. En las Cortes de Cádiz había defendido la reforma eclesiástica, incluso la convocatoria de un concilio nacional, amparándose en disposiciones del concilio de Trento. Durante el Trienio, Villanueva formó parte, junto a otro sacerdote, Muñoz Torrero, de la comisión de reforma eclesiástica que hizo una serie de propuestas en la línea del reformismo eclesiástico filojansenista vagamente inspirado en el Sínodo de Pistoia. Las conclusiones de la comisión, en las que influyó decisivamente Villanueva, estaban llenas de sentido común y de un afán reformador nada heterodoxo, aunque con el regalismo de fondo: una mejor distribución del clero parroquial y de las rentas eclesiásticas, reducción del número de clérigos sin cura directa de almas, y hasta se insistía en la obligación de los clérigos de dedicarse a enseñar la doctrina cristiana a sus fieles[19]. Un punto clave de las propuestas del canónigo era evitar la sangría de dinero que se enviaba a Roma en concepto de bulas, dispensas y otros documentos pontificios, que consideraba no sólo contrario a las regalías de la Corona sino a las propias normas canónicas. La solución tomada era bastante prudente: se prohibían estos pagos por los conceptos indicados, pero se mantenía una donación voluntaria a la Santa Sede de doscientos mil reales anuales, además del hacerse cargo de las basílicas romanas tradicionalmente ligadas a la Corona española. El cierre de las Cortes del Trienio impidió que la medida aprobada se pusiera en práctica.
En su exilio londinense fundó junto a otro doceañista, José Canga Argüelles, la publicación Ocios de Españoles Emigrados, donde publica las Cartas de Londres. La carta cuarta (julio de 1825) la dedica a la religión, el catolicismo y la tolerancia, donde debate las relaciones entre liberalismo y catolicismo y defiende la tolerancia religiosa, la libertad religiosa que admira en Londres. Otra de las cartas vuelve a la reforma eclesiástica y a su regalismo: Incompatibilidad de la monarquía universal y de las usurpaciones de la curia romana con los derechos esenciales de las naciones. Tras vivir un tiempo en Londres se estableció en Dublín, donde apoyó el derecho de los católicos a acceder al Parlamento inglés, posición, por otro lado, defendida por los liberales. Fue en esta ciudad donde murió, en 1837.
A pesar de su moderantismo, Villanueva es un liberal: apoyó claramente en las Cortes la soberanía y representación popular, rechazando cualquier tipo de corporativismo estamental. Aceptó sin reservas la Constitución. Aunque sus puntos de vista no coincidían con los de la mayoría del clero católico, su opinión influyó notoriamente en la aceptación del liberalismo gaditano por una parte importante del clero, empezando por los propios diputados eclesiásticos de las Cortes. Joaquín Lorenzo Villanueva será el nexo de unión entre el catolicismo preliberal de raíz tomista y el nuevo liberalismo español, y también el primero que reflexionó y argumentó teológicamente la compatibilidad entre el liberalismo político y el catolicismo. Fue, propiamente, el primer católico liberal de nuestra historia.
A la misma época de tránsito del Antiguo al Nuevo Régimen pertenecen Antonio de Posada Rubín de Celis (1768-1853), el cardenal Luis María de Borbón y Vallabriga (1777-1823)[20] y Pedro González Vallejo (1770-1842), los clérigos liberales de más alto rango, ya que los dos primeros llegaron a ser arzobispos de Toledo y primados de España; el tercero fue preconizado para la silla primada, pero no llegó a tomar posesión. Los tres forman parte del proyecto de los Gobiernos liberales de formar un episcopado filoliberal en España[21]. El cardenal de Borbón, el llamado cardenal de los liberales[22], siendo entonces arzobispo de Toledo (desde 1801), asistió a las Cortes de Cádiz, donde juró la Constitución y apoyó la abolición del Santo Oficio. Fue el primer miembro relacionado con la familia real en jurar la Constitución. En 1813 se dirigió a sus diocesanos recalcando la compatibilidad entre la fe y la nueva Constitución. Presidió el Consejo de Regencia que se formó hasta la llegada de rey Fernando VII, quien destituyó el Consejo y obligó a su primo y cardenal a renunciar a la sede hispalense. Durante el Trienio se convirtió en presidente de la Junta de Gobierno, hasta la convocatoria de Cortes, y fue luego consejero de Estado. Su temprana muerte, con 47 años, en 1823, le evitó la represalia de Fernando VII y el posicionarse ante la evolución del liberalismo, que él entendía en su forma moderada.
Antonio de Posada Rubín de Celis fue canónigo de la Colegiata de San Isidro de Madrid, como Martínez Marina, nido de clérigos filoliberales. Aunque tuvo una patriótica actitud durante la Guerra de la Independencia, no estuvo en las Cortes de Cádiz. Fue durante el Trienio cuando adquirió notoriedad: nombrado miembro del Consejo de Estado en 1821, inició una fulgurante carrera eclesiástica que le llevaría a la silla primada de Toledo. Fue primero obispo de Cartagena, propuesto por el Gobierno liberal en 1822, lo que le valió después la persecución de Fernando VII, abandonando España e instalándose en Roma y en el sur de Francia. Tras la muerte del rey, volvió a España, siendo considerado un obispo liberal. Fue diputado en 1834, bajo el Estatuto Real, senador bajo la Constitución de 1837, siendo reelegido también en 1845, con la nueva Constitución moderada. Arzobispo de Valencia (1841) y de Toledo (1847). Cuatro años más tarde abandona su sede para trasladarse a Madrid, falleciendo en 1853.
Pedro González Vallejo, siendo obispo de Mallorca, fue diputado durante las Cortes del Trienio, lo que motivó su obligada renuncia a la sede episcopal y posterior destierro, hasta la muerte de Fernando VII, en que vuelve al primer plano de la política. Primero fue designado por la regente María Cristina de Nápoles, en nombre de su hija Isabel II, como prócer del Reino durante el Estatuto Real (1834-1836). El Gobierno lo preconizó arzobispo de Toledo, pero la Santa Sede no le dio la institución canónica, por lo que no pudo tomar posesión. El obispo González Vallejo, ante todo, es un constitucionalista convencido. Para él, las Cortes de Cádiz dieron la independencia nacional y un "código que nos saca de una vergonzosa esclavitud", devolviendo las libertades y aboliendo la Inquisición[23]. Sus normas deben ser obedecidas por todos, seglares y clérigos, según teoriza en las distintas pastorales que dirige a sus fieles. Defiende, pues, un historicismo relativista del poder. Y a los cristianos y sus ministros les exige que, como la religión legitimó el poder absoluto en el pasado, ahora debe cubrir con su manto legitimador al régimen liberal. Levantarse en armas contra el régimen constitucional es un desprestigio para el cristianismo.
Estos obispos no fueron los únicos que podríamos calificar de liberales o filoliberales, aunque sí fueron los más destacados. La historiografía del Trienio liberal alude a obispos liberales reformistas como el leonés Juan García Benito (Tuy), el navarro Joaquín Xabier Uriz y Lasaga (Pamplona), el palentino Manuel Fraile y García (Sigüenza), el oscense Pablo Sichar Ruata (Barcelona) y el guadalajareño Guillermo Martínez Riaguas (Astorga). A estos obispos se les llamó, quizá injustamente, intrusos, ya que fueron nombrados por presiones gubernamentales y teniendo en cuenta más su proximidad al régimen que sus cualidades pastorales[24].
Otros clérigos liberales destacaron en las Cortes de Cádiz, aunque no tuvieron el relieve de los anteriores. José de Espiga (1758-1824) era un sacerdote catalán, representante del Principado en las Cortes de Cádiz. Apoyó la Constitución, aunque defendía un papel importante del rey como declarar la guerra o sancionar las leyes. Como los anteriores, hubo de retirarse de la política hasta el Trienio, en que será diputado y presidente de las primeras Cortes. Fue propuesto para la silla episcopal de Sevilla, pero el Papa no lo aceptó, a pesar de ser el menos regalista de los sacerdotes liberales. Como otros sacerdotes liberales, al dividirse la familia liberal se decantó por el moderantismo. En las Cortes del Trienio sólo intervino en cuestiones de política religiosa, situándose en unas posturas muy próximas a las de Roma[25].
El diputado canario Antonio José Ruiz de Padrón (1757-1823) fue fraile franciscano, peró abandonó la orden para convertirse en sacerdote secular en Galicia. En un viaje a Cuba, su barco recaló por accidente en la costa de Pensilvania (1785), cuyo centro político era Filadelfia, lugar donde se gestaron las ideas independentistas. Allí conoció y trató a Benjamín Franklin, y el ambiente de tolerancia religiosa contribuyó a cambiar su espíritu. En una iglesia católica de Filadelfia llegó a pronunciar un sermón sobre la tolerancia religiosa y contra la Inquisición. No es de extrañar que, a su regreso a España, y siendo diputado en las Cortes de Cádiz, fuera de los más favorables a abolir el tribunal. Sus argumentaciones, llenas de erudición y sentido pastoral, impresionaron a las Cortes.
Fue famoso su discurso contra la Inquisición pronunciado el 18 de enero de 1813, máxime cuando quien lo leía había sido agente inquisitorial años antes. Sus argumentaciones tienen un marcado carácter historicista. Para el autor, la Inquisición estuvo ausente en los primeros siglos del cristianismo y no estaba en las intenciones de su fundador:
Nada omitió el divino fundador de cuanto era necesario para el establecimiento, conservación y perpetuidad de su Iglesia... no dejando esta divina institución a la arbitrariedad y capricho de los hombres[26].
Para Ruiz de Padrón, los custodios de la fe son los obispos, que recibieron el mandato de Jesucristo, y no una institución humana como la Inquisición. Sobre ésta utilizará un argumento que será recogido por el liberalismo posterior: el culpable de su extensión a toda España fue Fernando el Católico, mientras que salva a la reina Isabel, a quien el liberalismo mantendrá lejos de críticas[27], acaparándolas tanto Fernando como Felipe II, una de las bestias negras de los liberales, precisamente por su pretendida intolerancia y absolutismo.
Florencio del Castillo (1778-1834) era un sacerdote costarricense, rector del seminario de León (Nicaragua), diputado en Cádiz y también destacado defensor de la abolición del Santo Oficio y considerado entre el grupo de los diputados liberales ya que juró la Constitución. El retorno del absolutismo le supuso ser encarcelado y perder sus prebendas eclesiásticas. En las Cortes habló también contra el trabajo obligatorio de los indios, o mita[28], que aún subsistía en América.
Guatemalteco era el canónigo Antonio Larrazábal (1769-1853), elegido diputado a las Cortes de Cádiz el 24 de junio de 1810, cuando era vicario capitular y gobernador del Arzobispado de Guatemala. Fue presidente de las Cortes y participó en varias comisiones, pero, al igual que muchos otros representantes americanos, contribuyó muy poco a la Constitución, promulgada en marzo de 1812, por haber llegado muy tarde. Trabajó de común acuerdo con Florencio del Castillo para pedir la abolición de la mita.
Otros clérigos apoyaron el liberalismo sin ser diputados ni ocupar cargos políticos. Tal fue el caso de Juan Antonio Posse, párroco de un pueblo de León, quien pronunció un sonado sermón en defensa de la Constitución y el liberalismo, lo que le acarreó serios problemas durante el Sexenio absolutista. Escribió unas curiosas Memorias, publicadas por Richard Herr[29]. Consideraba a los liberales incluso demasiado serviles a la monarquía y ponía el ejemplo del cura rural como la persona más cercana al pueblo. Llegará a expresar cierta admiración por la Revolución francesa, cosa que no manifestaron los afamados clérigos liberales de Cádiz.
Junto a los sacerdotes liberales que mantuvieron su fidelidad al sacerdocio y al liberalismo están quienes abandonaron el estado clerical e incluso la Iglesia. Éste fue el caso de hombres como José María Blanco White, Luis Gutiérrez y Juan Antonio Llorente.
La biografía de José María Blanco Crespo, o Blanco White, es la de un sacerdote liberal que tras una compleja peripecia personal acaba siendo presbítero anglicano. Esta azarosa vida y sus problemas interiores fueron narrados en primera persona en una jugosa autobiografía: The life of the Rev. Joseph Blanco White written by himself with portions of his correspondence[30]. Su ascendencia por parte paterna era irlandesa (el padre fue vicecónsul inglés en Sevilla). Por influencia materna fue orientado al sacerdocio. En 1799 fue ordenado, pero en 1802 sufrió una crisis religiosa que le llevó a abandonar el catolicismo:
En mis libros sobre el catolicismo está fielmente descrita la historia de mi cambio de una sincera fe católica a la total incredulidad. No me siento con ánimo de volver a repetir la narración en este lugar, y mucho menos de acusarme de ningún horrendo pecado. Mi abandono del cristianismo no fue más que el resultado inevitable de haber examinado libremente la forma espuria pero admirablemente construida en que me lo habían enseñado. No abandoné el cristianismo para vivir sin frenos morales y nadie puede achacar mi cambio a inclinaciones viciosas o prácticas inmorales. Mi conducta siguió siendo correcta cuando, a pesar de mis sinceros esfuerzos por resistirme a convencerme, el convencimiento se hizo irresistible. Sé ahora que estaba equivocado al rechazar el cristianismo como impostura, pero en mis circunstancias de entonces no veo cómo me era posible separar el verdadero cristianismo del conjunto de errores y engaños que lo ocultaban a mis ojos[31].
Al estallar la Guerra de la Independencia se declaró patriota y liberal. Estuvo en Cádiz tan sólo un mes (enero-febrero de 1810), para embarcarse hacia Inglaterra, a la que consideraba la única nación libre de Europa, y en Inglaterra se instaló para nunca más volver. Allí publica El Español (1810-1814), en cuyas páginas va reflejando su pensamiento, no exento de fuertes críticas a la Constitución de Cádiz. Con el tiempo fue moderando su ideología hacia un liberalismo más templado, en paralelo a su redescubrimiento del cristianismo y su ingreso en la Iglesia de Inglaterra, de la que se hace ordenar ministro en 1814. Su prestigio y fama fue creciendo, siendo nombrado profesor en Oxford, donde coincidió con el futuro cardenal Newman. La revolución liberal de 1820 le hace interesarse nuevamente por España, y, por encargo de Thomas Campbell, director de The New Monthly Magazine, redacta –con el seudónimo Leocadio Doblado– las Letters from Spain o Cartas desde España, que fueron apareciendo en 1821 y se publicaron en un volumen en 1822. Una nueva crisis religiosa le hizo abrazar el unitarismo, abandonar Inglaterra y establecerse en Irlanda, aunque por pocos años (1832-1835). Volvió finalmente a Inglaterra, donde falleció en 1841.
Una de las razones de su desapego de España fue su radicalismo liberal. Blanco lleva su ideología hasta el extremo y, por ejemplo, plantea el fin del dominio colonial español en América. Esto escribe en sus memorias:
Ya he dicho que la animosidad que se levantó en Cádiz en mi contra se debió a mi defensa del derecho de las colonias españolas a una perfecta igualdad con la madre patria. Aún en estos momentos, en que se ha perdido toda esperanza de reconquistar los dominios hispanoamericanos, no se ha extinguido del todo el espíritu del tiempo de las conquistas de Méjico y Perú, y en los años en que las colonias empezaron a sacudirse su yugo, el orgullo de la conquista estaba tan alto en España como en pleno siglo XVI[32].
Blanco White, a diferencia de otros clérigos liberales, sí se plantea la compatibilidad entre liberalismo filosófico y catolicismo, incluso cristianismo. Su actitud es claramente rupturista: llega a la conclusión de que no es posible la compatibilidad. Defensor de una Constitución para España, divulgador desde Londres de la Pepa, aunque fue uno de sus primeros críticos. Según Blanco, las Cortes "deliran en política igual que en puntos religiosos"[33]. De ahí su abandono no sólo del sacerdocio, también de la Iglesia. Además, Blanco es un agresivo crítico del catolicismo, en particular del español, precursor del anticlericalismo posterior, quizá el primer anticlerical moderno de nuestra historia, hasta el punto de considerársele un precursor del liberalismo laicista de Azaña[34].
Mucho menos conocido que el de Blanco White es el caso de Luis Gutiérrez (1771-1809), un antiguo fraile trinitario que acabará sus días ejecutado por garrote vil y autor de una novela de cierto éxito en los primeros años del siglo XIX: Cornelia Bororquia o La víctima de la Inquisición[35], la primera publicación española fuertemente anticlerical. El autor se había exiliado en Francia, tras dejar los hábitos y el sacerdocio y abrazar el credo liberal, que consideraba incompatible con el catolicismo. Su postura se refleja en el papel de Cornelia, la cual muere ejecutada por la Inquisición, como también le pasará al autor. Se mueve en el ámbito de un vago cristianismo sin Iglesia. En el trasfondo de la novela palpitan valores cristianos como el arrepentimiento o el perdón. El papel de la religión queda siempre a salvo: al final de la obra hay una reflexión sobre la religión y sus valores. Aunque bajo un envoltorio novelesco, esta obra refleja los argumentos utilizados posteriormente en las Cortes de Cádiz –y antes por Napoleón– para abolir la Inquisición. Cornelia Bororquia es un canto trágico a la tolerancia religiosa sobre la base de una ética que en el fondo es cristiana[36] pero que se presenta como laica. En cierto sentido, la obra del exfraile Gutiérrez es precursora de una moral laica como referente social que trascienda las diversas religiones e ideologías.
Sin lugar a dudas, la figura más relevante del liberalismo heterodoxo fue la de Juan Antonio Llorente (1756-1823). Ordenado sacerdote en 1779, hombre de gran erudición y cultura, canónigo de Calahorra, a cuya diócesis pertenecía y de la cual a punto estuvo de ser obispo, lo que se malogró por un complicado complot en su contra. Instalado en Madrid, es nombrado secretario de la Inquisición, lo que le permitiría conocer por dentro el famoso tribunal. Su ambiente era el de los clérigos filojansenistas y regalistas que surgieron en la segunda mitad del XVIII. Pero, en su caso, con acentos más extremos. No hay duda de que fue el inspirador del decreto del ministro Urquijo (1799) que, en la práctica, suponía una Iglesia española independiente de Roma[37]. Tras la caída del ministro y la derogación del decreto, quienes lo habían apoyado fueron marginados de la Corte: a él se le impuso sólo una suave penitencia y la pérdida de su cargo en el Santo Oficio, lo suficiente para que creciera su odio a la Inquisición.
Con la llegada de José I surge un nuevo Llorente: el afrancesado, regalista máximo y defensor de una reforma eclesiástica mucho más profunda de la que propondrían los liberales moderados. Presenta al Gobierno bonapartista un Reglamento para la Iglesia española muy inspirado en la Constitución Civil del Clero francesa y que pretende calcar el modelo napoleónico en España. Es decir, lo que pretendía entonces Llorente no era una Iglesia nacional española, independiente de Roma, sino una Iglesia estatal, concebida como un órgano del Estado, como ha hecho notar Dufour[38]. Algunas de sus ideas serán recogidas en las reformas posteriores; su oposición a las órdenes religiosas, por ejemplo, no viene de ningún concepto religioso, sino de su utilidad: hay que eliminarlas todas excepto las que se dedican al cuidado de enfermos o niños.
Tras la derrota napoleónica Llorente abandona España para instalarse en Francia: allí empieza una nueva etapa de su vida, la plenamente liberal, que está marcada por la publicación de su famosa Historia crítica de la Inquisición de España. Obra larga y documentada, se sostiene en argumentos no tanto teológicos como estrictamente jurídicos y regalistas: la Inquisición moderna es un organismo intolerable por haber usurpado la jurisdicción episcopal y regia. Su pensamiento se fue radicalizando, cada vez se aproximaba más a la política religiosa de la Revolución francesa. En 1819 publicaba Discursos sobre una Constitución religiosa considerada como parte de la civil nacional, que no es más que una aplicación a España del modelo francés. Estas ideas se difundieron en España durante el Trienio liberal, influyendo en la postura de los liberales progresistas, hasta el punto de que las propuestas durante la segunda legislatura de aquellas Cortes son muy similares a las de Llorente, cuyas obras se habían publicado en España justamente en esos mismos años. Llorente había regresado a España en 1820, y fallecerá tres años más tarde. Durante su estancia en París, el obispo le privó de sus licencias ministeriales. Finalmente fue excomulgado por Pío IX, y sus obras fueron puestas en el Índice de Libros Prohibidos.
En la obra de Llorente late una concepción de la Iglesia que no puede considerarse teológicamente católica. Llorente no siguió –ni quiso– el camino de otros clérigos, como Blanco, que dieron el paso adelante de abandonar la Iglesia: su objeto era la reforma desde dentro. Pero se diferencia de otros reformistas en que su modelo de Iglesia no es conciliable con el dogma católico. Su concepción de la Iglesia como dependiente del Estado le hace ser, de facto, un protestante, como advirtió acertadamente Menéndez y Pelayo[39]. Aunque podía haber aprovechado su estancia en Francia para hacerse protestante, no lo hizo, aunque él mismo reconoce que algunas de sus ideas son claramente luteranas. Prefirió la excomunión.
En el texto de los Discursos sobre una Constitución religiosa se sintetiza la eclesiología de Llorente y su liberalismo. Aunque admite la confesionalidad católica del Estado, la tolerancia religiosa debe ser respetada:
La religión cristiana católica apostólica romana será la del Estado, el cual pagará y protegerá su culto. Pero aunque se desea que la profesen todos los individuos y cuantas personas habiten en su territorio, no se procederá sin embargo contra los que sigan otra, pues se considera este acto como uno de aquellos a que nadie debe ser compelido contra su propio convencimiento[40].
Para Llorente no hay más Iglesia que la de los primeros siglos: a ésta hay que atenerse. Lo que vino después fueron disposiciones reglamentarias de los Papas, inválidas para el canónigo. Por eso, para regular la Iglesia sólo está capacitado el Estado:
La religión cristiana católica apostólica romana, que se adopta para el Estado, deberá ser (en cuanto a sus artículos de fe, preceptos de moral, reglas de disciplina y gobierno exterior) entendida y practicada conforme a lo que Jesucristo enseñó en el evangelio, a lo que los apóstoles predicaron y a lo que los doce primeros pontífices romanos sucesores de S. Pedro practicaron en los dos primeros siglos de la iglesia, sin que novedades algunas (posteriores al citado tiempo] puedan ser materia de ley eclesiástica, mientras tanto que la nación [por medio de sus representantes para el poder legislativo) no las adopte como útiles a la sociedad civil nacional[41].
El catolicismo ha de ser vivido en libertad, como fruto de una decisión personal de fe. Llorente rechaza cualquier imposición religiosa, lo que le convierte, en este punto, en un católico liberal y hasta precursor del concilio Vaticano II:
El perseguir y querer hacer católicos por fuerza sin convencimiento interior ha sido imitar a los idólatras que intentaron lo mismo con los cristianos inútilmente. Mejor es adoptar las máximas de Jesucristo. Si el catolicismo venció a todos sus contrarios por la persuasión de los argumentos, y por los buenos ejemplos de caridad y sumisión cuando el número de sus enemigos era mucho mayor, cuando la potestad de los soberanos lo perseguía y cuando los empleos más apetecidos se daban al no cristiano, mejor vencerá en los tiempos en que las tres circunstancias concurren en dirección contraria[42].
Llorente es un católico liberal heterodoxo, consciente siempre de querer ser católico. Fue más allá de buscar la compatibilidad del catolicismo y del liberalismo político. Sus reflexiones son filosóficas y teológicas y su actividad en Francia es, en algunos aspectos, precursora de Lamennais. En París fue uno de los fundadores de la Sociedad de la Moral Cristiana, que agrupaba a clérigos y laicos de diversas confesiones en búsqueda de un denominador común. En España sus ideas se difundieron a través de Política Cristiana, una revista que defendía el encuentro entre las diversas religiones y un liberalismo cristiano ya no político, sino claramente teológico. Como ha escrito uno de sus biógrafos[43], Llorente fue un trabajador infatigable durante toda su vida; hombre de acción cargado de pensamiento y de conocimientos, es decir, un intelectual marcado por la Guerra de la Independencia y por las oportunidades de reforma que se abrieron primero con José I y luego con los liberales. A diferencia de otros sacerdotes liberales, su doctrina se fue radicalizando hacia una eclesiología claramente protestante, aunque él lo negara y se defendiera:
La objeción de que todas están de acuerdo con los protes- tantes, no merece que nos detengamos mucho a refutarla. Pues ¿qué? ¿Los protestantes han recibido de Dios alguna inhibición para no conocer las verdades que los romanos niegan? La existencia de Dios, su unidad, y su trinidad, la virginidad de María y la institución de los sacramentos, ¿dejarán de ser verdades dogmáticas, porque los protestantes las defiendan contra los filósofos anticristianos? ¿Por qué se pretende formar distinciones imaginarias entre caso y caso? Cuando los protestantes sostienen que Jesucristo fundó la religión sin esas sobrecargas inventadas en siglos posteriores, dicen una verdad para cuya demostración basta leer la Biblia[44].
El canónigo de Calahorra fue evolucionando del regalismo afrancesado al catolicismo liberal, de una reforma eclesiástica moderada a una rupturista. Llorente no quería romper con la Iglesia católica, sólo con Roma y el Papado, al que, no obstante, reconoce una primacía sólo espiritual. Aun reconociendo sus radicalizaciones, Juan Antonio Llorente fue, al menos durante bastante tiempo, un católico liberal. Su proyecto de reforma eclesiástica influyó en el Trienio y en la política religiosa del liberalismo español. Si bien su modelo de Iglesia estatal no pudo cuajar sin suponer un cisma, la idea de un cierto control del Estado sobre la Iglesia está en el fondo de la política religiosa de muchos liberales. Y no digamos su defensa de la tolerancia religiosa sin que ello suponga merma del propio catolicismo: argumentos de este estilo se utilizarán por quienes defiendan la libertad religiosa sin, por ello, sentirse anticatólicos ni antirreligiosos.
Un caso muy particular para la época es el del exfraile franciscano Juan Antonio de Olabarrieta (1763-1832), el cual evolucionó de un liberalismo muy regalista (era partidario de un concilio nacional, independiente de Roma) a un ateísmo militante. Tras su muerte se publicaron unas Cartas frailunas a Madama Leocadia, por lo visto escritas en 1822, que rezuman ateísmo anticristiano[45].
El final de la guerra carlista (1839) demostró que era inviable el retorno a algún tipo de alianza entre el Trono y el Altar y que, por lo tanto, era imprescindible algún acomodo entre la Iglesia y el liberalismo triunfante. La división en la familia liberal entre moderados y progresistas facilitó el entendimiento, ya ensayado al principio del Trienio liberal, pero truncado después por la política religiosa de los progresistas[46]. Moderados y progresistas no diferían mucho en algunas concepciones de fondo de influencia regalista: ambos hubieran deseado una Iglesia más sumisa al Estado. Pero el pragmatismo de los primeros se impuso y el marco jurídico está marcado por la Constitución de 1845 y el Concordato de 1851.
Los católicos más antiliberales tuvieron que mantenerse fieles al carlismo, es decir, en una clara actitud antisistema, o bien trabajar desde dentro del sistema para cambiarlo y aproximarlo al credo tradicionalista. Estos últimos serían los conocidos por neocatólicos a partir de mediados del siglo, cuando el liberalismo moderado estaba dividido y el carlismo volvía a la carga. Los neos fueron duramente críticos con el liberalismo, aunque no defendían la insurrección armada y preferían una reforma interna del sistema hacia posiciones autoritarias[47]. Lógicamente, una de las bestias negras de los neocatólicos serán los católicos liberales[48]. El más conocido de los neocatólicos será Cándido Nocedal (1821-1884), que, curiosamente, provenía del liberalismo progresista. Una novedad del período 1833-1868 será la presencia de laicos católicos liberales, mientras que en el período precedente 1808-1833 predominaban los clérigos.
La mayoría de dirigentes del partido liberal moderado eran católicos y practicantes, como Martínez de la Rosa, iniciador del moderantismo y uno de los pocos políticos liberales que alzaron su voz contra la injusta supresión de la Compañía de Jesús[49]. Javier de Burgos (1778-1849), afrancesado primero, tecnócrata al servicio de Fernando VII y liberal moderado después, fue hombre de profundas convicciones católicas. La gran figura del partido, Ramón María Narváez (1800-1868), también era católico practicante, como Pedro José Pidal (1799-1865), otro de los próceres del moderantismo. Alejandro Mon, ministro de Hacienda y autor de la primera gran reforma fiscal del liberalismo, fue católico convencido a la par que liberal.
También se consideraba católico el dirigente del partido progresista, y jefe del gobierno en dos ocasiones, Joaquín María López (1798-1855), uno de los pocos progresistas que se plantearon el dilema entre fe y religión. López fue siempre fiel a su catolicismo, aunque no fuera muy practicante. Su pensamiento refleja el de otros liberales progresistas y católicos, los más cercanos a Lamennais[50]; se sitúan en una frontera entre la ortodoxia y la heterodoxia. En muchos aspectos son auténticos precursores, y su anticlericalismo tiene más de regalismo antifrailuno que de anticatolicismo. Éstas son unas palabras de López:
Cuando veo esa combinada reacción que se despliega por todas partes...; cuando veo que millones de frailes van a poblar nuestro territorio; cuando veo que se traen congregaciones determinadas con sus intrigas, con sus tendencias perturbadoras y con sus pérfidos consejos, temo que dentro de poco dispongan de esta nación y unos cuantos sagaces jesuitas. No temo yo a la religión que profeso y amo. ¿Cómo temer una religión de paz, de caridad, de amor y de beneficencia, según la doctrina de Jesucristo, si los hombres no la hubieran desfigurado con sus vicios y sus imposturas? Pero temo al fanatismo, que es tan contrario a la verdadera religión como el error a la verdad[51].
López dio al progresismo una base filosófica basada en el racionalismo iusnaturalista, basado a su vez en el derecho natural. Fue sobre todo durante la etapa de vigencia del Estatuto Real de 1834 cuando defendió con más ahínco la soberanía del Parlamento como representación de la nación y la idea de que los derechos humanos son anteriores a cualquier institución política. Para el político progresista, el hombre, por el simple hecho de ser hombre, ya posee estos derechos fundamentales, que pasarán luego a las constituciones progresistas y que constituirán uno de los meollos del programa de los liberales progresistas. Joaquín María López fue uno de los liberales que más defendió el liberalismo basado en el derecho natural y la idea de que la sociedad tiene como fin garantizar los derechos previos e imprescriptibles del hombre, anteriores a las leyes positivas. Y en esto no queda muy lejos de los postulados de la Escuela de Salamanca.
Como otros católicos liberales progresistas, López está más cerca de un cristianismo protestante que católico. La búsqueda de un cristianismo más libre, interpretado a la luz de la propia conciencia, un rechazo a los ritos externos... nos remite también a una cierta influencia erasmista. Aunque López se interesó por el protestantismo, no llegó nunca a abandonar formalmente el catolicismo. La actitud de Joaquín María López es sintomática de no pocos liberales que se encontraron –sobre todo a mediados de siglo, tras la publicación del Syllabus– ante un problema de conciencia: cómo hacer compatible su fe católica con las ansias de progreso social y político. La actitud intransigente de una parte muy importante de la Iglesia española y los duros ataques de los integristas lo hicieron difícil.
La actitud religiosa de muchos progresistas que se consideraban católicos queda resumida en estas palabras del periódico El Constitucional, uno de los órganos oficiales del liberalismo progresista:
En manera alguna es nuestro ánimo pretender que se humille al clero y con él a la religión, convirtiéndole en despreciable criado. No. No anhelamos tal cosa. (...) Comprendemos perfectamente la alta misión del clero y por lo mismo alta debe ser su posición, ya que es alto el destino que desempeña. Comprendemos también que la nación española es la nación más religiosa de cuantas pueblan el mediodía y que cuando otras razones no hubiese, esta sola bastaría para tener en mucho respeto a los ministros del altar[52].
Andrés Borrego (1802-1891) fue un laico católico y liberal. Tras el Trienio emigró a Francia, donde combatió junto a los liberales de la revolución de julio de 1830. Allí descubrió su vocación periodística. Vuelto a España, se convierte en el editor de El Español, un periódico moderno defensor del liberalismo. El Español constituía una verdadera innovación en nuestro país por su calidad técnica e intelectual, que le situó a la cabeza de la prensa diaria de la época[53]. Más tarde publicará otro periódico, El Correo Nacional. Su dedicación a la política, aunque fue diputado en 1837, fue sobre todo desde la prensa, y además con notable influencia. Borrego sacó los debates parlamentarios del hemiciclo de las Cortes para publicarlos en su diario.
Borrego pertenecía a una de las corrientes del partido moderado, los llamados puritanos[54]. Para los puritanos, la revolución liberal ya se había consumado. Lo que convenía al país era consolidar el liberalismo en forma de un Estado de Derecho con leyes e instituciones estables que no estuvieran cambiando cada vez que un partido llegara al poder. De ese respeto escrupuloso a la ley les viene el apelativo de puritanos. En el tema religioso, los puritanos se situaban en una posición equidistante entre los moderados más confesionales y los progresistas más radicales, buscando una concordia Iglesia-Estado que muestra su agudeza. Proponían
deslindar las atribuciones de la autoridad espiritual y temporal para que sin entorpecerse mutuamente coadyuven. La consecuencia de este principio terminará la influencia del Derecho Canónico considerado como ley civil; preparará el futuro para la tolerancia religiosa y al mismo tiempo protegerá al clero y a la Iglesia contra los ataques de que son objeto[55].
Borrego es un católico convencido y un partidario de volver a la pureza del primitivo cristianismo y del Evangelio[56]. Para ser liberal no es preciso renunciar al catolicismo, que puede aportar elementos muy positivos al orden social. El Español defendió siempre la compatibilidad entre catolicismo y liberalismo, y además en los difíciles meses de 1836, cuando los progresistas empezaban a aplicar su dura política religiosa[57]. En 1855, en plena madurez, Andrés Borrego publica Estudios Políticos. De la organización de los Partidos, donde reflexiona sobre el papel del catolicismo en una sociedad liberal. Rechaza el papel de la Inquisición, pero reconoce que se mantuvieron las ideas democráticas de los teólogos españoles:
España conservaba intactas las instituciones hijas del catolicismo, el espíritu y los establecimientos emanados de la doctrina, eminentemente democrática, de que la autoridad pública debe reasumir todas las fuerzas morales y materiales del Estado, para amparar, proteger, alimentar y consolar a todos los miembros de la comunidad[58].
Otra idea de su pensamiento es el parentesco filosófico que algunas ideas liberales tienen con el cristianismo:
La ciencia y la razón nos autorizan, pues, a deducir que, por resultado de la posición excepcional y única que la España debe a la historia, y atendido el estado moral en que hemos visto se encuentran las demás naciones cristianas, tanto éstas como aquéllas están llamadas a completarse unas por otras, buscando la solución del problema que a la Europa trabaja, por medio de la combinación de los dos principios salidos del espiritualismo cristiano, el individualismo y la unidad[59].
Para Borrego, el catolicismo siempre es el mismo, pero ha sido interpretado hasta ahora desde un punto de vista, el del absolutismo. Es posible y necesaria otra interpretación, perfectamente compatible con el espíritu de los tiempos:
El espíritu de los establecimientos del catolicismo y sus hábitos de muchos siglos lo disponen a ser regido y conducido por las reglas de colectividad; pero falta aplicarlas a beneficio de un principio opuesto al que nos regía, pues la España era un país organizado para no responder más que a una sola fibra, la de la doctrina oficial que como dogma universal, exclusivo, único, intolerante, nos impuso el predominio del principio de autoridad, llevado hasta el exceso. Y las condiciones de la nueva vida social, a que nos llama la reconquista y posesión del principio de libertad, piden y reclaman que nos concertemos y asociemos, no para rechazar las inspiraciones de la inteligencia, sino para discutirlas, seguirlas y emplear a beneficio de los derechos y de la independencia y espontaneidad del pensamiento, el celo, la disciplina, la fe y la perseverancia, que nuestros padres desplegaron en desechar y proscribir la autoridad de la razón individual[60].
Sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado, la posición de Borrego llama la atención por su moderación y escaso regalismo. Para el periodista católico, la Iglesia ha de ser libre e independiente, aunque el Estado ha de subvenir al culto y clero[61], los liberales progresistas deben ser más cautos con la Iglesia para "mantener la unidad de la Iglesia y no turbar las conciencias de los españoles"[62]. Reconoce los errores y las incongruencias con el auténtico espíritu liberal cometidas por el liberalismo exaltado:
¡Menguados de nosotros, que, con la palabra de libertad en los labios, siempre desconocemos el derecho, y violamos las inmunidades de nuestros semejantes! Prohibimos en los frailes la libertad de asociación; negamos a la Iglesia la libertad de su gobierno interior; tomamos a los pueblos, sin consultarlos y sin su consentimiento, su propiedad particular; usurpamos los derechos de la familia, negando al jefe de ella, al poseedor legítimo, la libre disposición de sus bienes patrimoniales; atacamos lo más sagrado que existe sobre la tierra, las dotaciones legadas por la caridad a los establecimientos de beneficencia[63].
Y no es que Borrego, como liberal, sea contrario a la desamortización. Inicialmente apoyó a Mendizábal, hasta que se separó de él, precisamente por la manera como se iban a efectuar las desamortizaciones. Desde El Español, Borrego se alineó contra quienes aplicaron un método estrictamente capitalista en las desamortizaciones. Andrés Borrego muestra una sensibilidad social que le hace precursor de un catolicismo liberal con acento social derivado de su conocimiento del catolicismo francés. Así, critica que "los bienes del clero (...) han pasado a manos de unas cuantas familias que ostentan aún una opulencia desconocida[64]", defendiendo la clase agraria más desprotegida, a la que no se permitió el acceso a los bienes desamortizados. Borrego quería ampliar la base social del liberalismo hacia una clase media incrementada por el acceso a la propiedad agraria de los campesinos, porque "una desamortización es una ocasión única para reformar la sociedad incorporando al pueblo al desarrollo del liberalismo español"[65]. Hombre clarividente como pocos, aunó sin problemas catolicismo y liberalismo; es más, el primero le sirvió para acentuar la necesidad de un reformismo social que acompañe al segundo.
Liberal moderado de la corriente puritana era también Nicomedes Pastor Díaz (1811-1863), un laico liberal de profundas convicciones católicas. Permaneció soltero, parece ser que por razones religiosas, y era personalmente un hombre piadoso. Fue gobernador civil de Segovia cuando la provincia estaba atacada por los carlistas, actuando decididamente a favor del régimen liberal. Defensor de la Constitución de 1837, como el resto de puritanos, fue diputado y ministro primero con los moderados y luego con el nuevo partido de la Unión Liberal. También ocupó el rectorado de la Universidad de Madrid. Poeta y novelista, hombre de letras además de político, fue, sobre todo, un hombre sumamente honrado y austero. A su muerte legó tan pocos bienes que su madre y hermana tuvieron que sobrevivir con una pensión pública especialmente concedida.
Una de las preocupaciones más importantes de Pastor Díaz era la armonización del liberalismo y el catolicismo. Su postura es la de un católico fiel, pero de criterio independiente en aquello que no es doctrinal. Por ejemplo, criticó al Vaticano por dilatar el reconocimiento de Isabel II. Tenía una visión espiritualista del cristianismo y, como otros tantos liberales católicos, entendía que la misión de la Iglesia era espiritual, alejada de la contienda política. No se equivocaba cuando consideraba que el pueblo que había hecho la revolución era el mismo pueblo católico. Fue contrario a la Inquisición, pero favorable a la dotación económica del clero, al ser desprovisto de sus bienes por la desamortización. Como poeta romántico consideraba que el sentimiento religioso era anterior al formalismo y ritualismo[66]. Este sentimiento brotaba de la misma libertad humana y, por lo tanto, no podían ser incompatibles.
Nicomedes Pastor Díaz fue un hombre de gran cultura y buen conocedor de la europea. Se le considera el introductor en la cultura política española del concepto socialismo, al utilizarlo en la temprana fecha de 1848 como título a sus Lecciones sobre el socialismo en el Ateneo de Madrid[67]. Como católico –en la misma línea de Borrego–, dio a su liberalismo una dimensión de reforma social, alejado del individualismo estricto y considerando el carácter social de la propiedad privada, de la que no duda. La dimensión social del liberalismo español tiene entre sus iniciadores a dos católicos liberales: Borrego y Pastor Díaz, antes que esta sensibilidad fuera también introducida por los krausistas. Así, por ejemplo, en una de estas Lecciones aboga por limitar y controlar el capital:
Su limitación y su tutela por parte de la sociedad, no tiene los inconvenientes y peligros que tan exageradamente ha ponderado el fanatismo no menos ciego de la escuela liberal oligárquica o de la economía política materialista[68].
Uno de sus últimos libros fue Italia y Roma. Roma sin el Papa. Nuestro autor había sido enviado a Turín, capital del Piamonte, la sede de los Saboya, donde se lideraba la unificación italiana a costa, entre otros, de los Estados Pontificios, con la consiguiente pérdida del poder temporal de los Pontífices Romanos. Su postura no se alinea con la oficial de la Iglesia –y más de la española–, resultando una prudente equidistancia: quería un Papado independiente en una Italia independiente[69].
Al discutirse la Constitución de 1845, Pastor Díaz era diputado del ala izquierda (puritana) del partido liberal moderado. Por lo tanto era de los que no creían necesaria otra Constitución, ya que la de 1837 era válida. Como el resto del partido impuso la revisión constitucional, hubo que proceder a redactar la nueva. En el tema religioso, Pastor Díaz se muestra centrista, ajeno a los extremos. Por supuesto, reconoce el papel fundamental del clero y de la Iglesia, pero exige que ésta acepte el nuevo régimen. Reconoce las injusticias cometidas, pero, a la vez, señala que una parte importante del clero dio su apoyo a Don Carlos y, además, el Vaticano no reconoce a Isabel II. Es partidario de normalizar las relaciones con la Santa Sede, pero desde una posición de independencia. Sus ideas sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado están condensadas en el importante discurso parlamentario pronunciado el 18 de enero de 1845 en las Cortes. En otro discurso, pronunciado en 1865, Pastor Díaz encara su condición de liberal y católico:
Seguramente, señores, es lamentable el antagonismo que se quiere establecer entre las ideas religiosas y las ideas liberales. Las ideas liberales y las religiosas no son más que las dos caras de una misma medalla. El siglo pasado nos legó este fatal antagonismo: la misión del nuestro es resolverle; es hacer que los liberales, los muy liberales, hasta los demócratas, pronuncien, sin temor de pasar por reaccionarios, ni por inquisidores, ni por ninguna de esas cosas que dice S.S., la palabra religión, y reconozcan la superioridad de la Iglesia; y que los religiosos, los muy piadosos (yo no lo soy y me alegraría de serlo), pronuncien sin escrúpulo de conciencia la palabra libertad; porque libertad y religión son sinónimas y ambas vienen de Dios. Esa alianza es el desiderátum del siglo. ¡Ojalá llegue a extinguirse completamente en nuestros días ese antagonismo tan fatal en consecuencias![70]
Buen historiador, Pastor Díaz hace también un agudo análisis del comportamiento del Vaticano con respecto al liberalismo español. Compara el comportamiento de los Papas con Napoleón, con los católicos belgas o franceses, más condescendiente que en el caso español. Tampoco comprende el apoyo velado de la Iglesia al carlismo –así entiende el no reconocimiento de Isabel II–, al ser los carlistas unos revolucionarios, al menos tanto como podían haber sido los propios liberales. ¿Hay algún modelo de revolución cristiana? Sus palabras dolidas son las de un católico culto, formado, buen conocedor de la Historia y del presente, lúcido notario de un tiempo que ha cambiado y que es imposible retroceder:
La religión puede ponerse en contradicción con los sentimientos, o con los intereses del individuo; con los de la sociedad, jamás[71].
En sus Obras políticas se dedica un capítulo entero a la Cuestión eclesiástica. Hay allí una interesante reflexión sobre catolicismo y liberalismo y, más concretamente, entre los límites del catolicismo para ser liberal y no dejar de ser ortodoxo. Pastor Díaz delimita bien los campos, distinguiendo con especial agudeza lo que es ortodoxo de lo que son cuestiones accidentales, tanto en la esencia del catolicismo como en la del liberalismo, aunque al final surge la vena regalista:
Bastante católicos para sublimar sobre todos los sistemas y sobre todas las instituciones el espíritu conservador y la tradición de la Iglesia. Somos bastante religiosos para no querer que se comprometa la santidad de la doctrina con deducciones exageradas, con antipatías contrarias a la índole evangélica. Bastante ortodoxos para contrariar esforzadamente tendencias políticas que aspiren a una emancipación herética o a una independencia anárquica, deploramos también con amargura que el estímulo y la provocación de inclinaciones y pensamientos que no tienen mucha raíz en nuestro suelo partan de donde solamente deben descender inspiraciones de unión, y medidas conciliadoras. Por último, bastante poseídos de la necesidad de hacer toda clase de esfuerzos y de sacrificios en favor de la concordia del Estado y de la Iglesia, somos bastante españoles y bastante liberales para conocer cuán incompatible es con el espíritu de nuestros días ceder y abjurar de aquellos derechos y prerrogativas que reconoció siempre el catolicismo como propios de la potestad temporal y que forman el vínculo de unión entre la sociedad política y la gran comunión cristiana[72].
También fue un liberal moderado del sector centrista y profundamente católico Juan Donoso Cortés (1809-1853), al menos hasta que en 1848 viró hacia fórmulas autoritarias, abandonando su liberalismo inicial. Donoso fue una de las figuras más importantes del primer liberalismo español, fue secretario del gobierno de Mendizábal, diputado por Badajoz y hombre de confianza de la regente María Cristina de Nápoles. Apoyó sin dudar el trono de Isabel II contra el carlismo y llegó a ser embajador en Francia, donde murió. Su conexión con los católicos tradicionalistas franceses influyó en su trayectoria posterior, para acabar siendo una de las principales figuras del pensamiento conservador autoritario en Europa. Donoso fue gran amigo de Nicomedes Pastor Díaz, casi un confidente. Pero no mantuvo hasta el final la concordia entre catolicismo y liberalismo. La figura de Donoso es comparable a la de Llorente o Lamennais, pero al revés: si a éstos sus convicciones liberales les llevaron a abandonar el catolicismo, a Donoso sus convicciones católicas le llevaron a abandonar el liberalismo.
Nos interesa aquí el Donoso liberal, inspirador de la revista El Conservador, que introdujo en España el liberalismo doctrinario francés, que tanto influyó en los moderados puritanos, con los que inicialmente se identificó, aunque luego fue uno de los autores de la Constitución de 1845. Donoso advirtió, como otros intelectuales de su época, que en el fondo de todo problema político late una teología. El liberalismo europeo, a medida que avanzaba en Europa, iba reclamando la secularización de la sociedad, una conciencia sin referentes religiosos. No le faltaba razón, pero tampoco advirtió que era posible mantener una conciencia católica en una sociedad libre. Frente al proyecto secularizador y laicista que Donoso atribuye, sin matices, al liberalismo, opuso un retorno al catolicismo combativo. Además, como el liberalismo era la antesala del socialismo, la conclusión era evidente: sólo la Iglesia es capaz de frenar al socialismo. Donoso se encontraba en un escenario concreto: el español. ¿Era posible en el país un liberalismo laico comprensivo y no beligerante hacia la religión y un catolicismo abierto y tolerante? Como su respuesta era negativa, el proyecto de un catolicismo liberal era imposible, ya que la Iglesia saldría siempre perdiendo[73]. Pero, como liberal, Donoso Cortés fue una de las figuras clave del llamado liberalismo histórico, que quiere aunar la tradición histórica con las libertades conquistadas[74]. La obra fundamental de Donoso, que marca su evolución antiliberal, fue Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, publicada en 1851, bajo el influjo de los sucesos revolucionarios europeos de esta fecha. El ensayo tuvo una gran repercusión en Europa. Pero no le faltaron críticas, también desde el catolicismo liberal, como la de Nicomedes Martín Mateos, un oscuro director de un instituto de Béjar y filósofo, quien le replicó con cierta profundidad, haciendo notar la endeblez de algunos argumentos teológicos de Donoso. Nótese la modernidad de uno de los argumentos de Martín Mateos:
El cristianismo está instituido para todos los tiempos, para todos los lugares; no es exclusivo, ni nacional, se presta a todas las formas de gobierno, y no pudiera prestarse si entre la política y la teología hubiese esa subordinación que exhala toda su obra. La política busca los bienes temporales y la religión los bienes eternos, y ni una ni otra se embarazan ni se estorban, como prueba V. mismo y su obra[75].
La figura más descollante del pensamiento católico en la primera mitad del siglo XIX es el sacerdote y filósofo Jaime Balmes (1810-1848). ¿Fue Balmes un católico liberal? No del todo. Pero tampoco fue un católico carlista, ni siquiera integrista. Fue un católico que comprendió el cambio de los tiempos y la necesidad de adaptarse a ellos, ya que el Antiguo Régimen nunca más volvería. Políticamente Balmes fue el inspirador del ala derecha del partido moderado, formada en torno al marqués de Viluma, partidaria de pocas concesiones al liberalismo y un poder ejecutivo, la Corona, dotado de fuertes poderes. Fue también partidario de llegar a una reconciliación con los carlistas, mediante el casamiento de Isabel II con el hijo del pretendiente Don Carlos. Fue básicamente un conservador al estilo del inglés Burke, capaz de adaptarse a un liberalismo cada vez más dominante en Europa, aunque sin mucha base social en España.
El filósofo de Vic era muy consciente de la debilidad del liberalismo español y de su precaria base social, la burguesía, a la que advirtió con agudeza de los peligros de una revolución social si no moderaba su afán desmedido de beneficios. Por eso brindaba la colaboración de la Iglesia como garante del orden social –un factor que será defendido siempre por los liberal-conservadores– frente al individualismo al que lleva el capitalismo liberal. Como Borrego, Balmes es consciente de que el individualismo liberal –que relaciona con el protestantismo– puede llevar a pulverizar la sociedad y disolver el orden social.
La influencia de Balmes en el liberalismo moderado no es poca: conseguida ya la abolición del absolutismo, convenía asentar el nuevo régimen en el orden; de ahí la insistencia del sector derechista de los moderados en un ejecutivo fuerte capaz de garantizar este orden. A pesar de esta insistencia en el orden, Balmes no era partidario del recurso a la dictadura o al pronunciamiento, como lo será Donoso[76]. El militarismo era un signo del fracaso del liberalismo para asentarse, debido a su debilidad. La solución estaba en la transacción, el pacto, "armonizar la sociedad nueva con la vieja", como escribiera el propio Balmes[77]. De ahí su defensa del matrimonio entre Isabel II y el conde de Montemolín, heredero carlista. Influido por los tradicionalistas franceses, Balmes defiende que el proceso histórico ha legado una serie de tradiciones que constituyen la identidad nacional, fundamentalmente la monarquía y la Iglesia. El nuevo régimen no las puede ignorar. Balmes fue partidario de una reforma constitucional que asegurara la alianza entre el pasado (monarquía y catolicismo) y el presente representado por unas Cortes sumamente censitarias.
Consciente de los cambios, Balmes intentó acercar la conciencia católica al liberalismo, al menos a comprender su irreversibilidad. Defendió con ahínco el concepto cristiano de progreso, secuestrado y tergiversado, a su entender, por los liberales progresistas. A través de las publicaciones que dirigió, como La Civilización y La Sociedad, intentó modernizar el pensamiento católico e integrarlo en la nueva cultura liberal, para no dejarlo en manos de los carlistas. También fue un lúcido observador de la realidad social, sobre todo de su natal Cataluña. Comprendió el auge de la burguesía –incluso para no reclamarles las compras de bienes desamortizados– y, a la vez, su antagonismo con el mundo rural mayoritario.
Influido por la escolástica y la Escuela de Salamanca, reconoce la capacidad de enfrentarse al poder despótico. Y, como los pensadores tomistas, enfatiza el origen cristiano del concepto de libertad, distinguiendo entre libertades políticas y civiles. Las primeras pueden ser simplemente formales, dar la apariencia de sociedad liberal. Las segundas, las individuales, son las reales y pueden ser escasas en la práctica. Por eso se opone tanto al despotismo como al absolutismo: su modelo es una monarquía tradicional, atemperada por el ejercicio de las libertades civiles y por unas Cortes representativas, cuyo fin fundamental sea votar los impuestos, tema que ya había defendido Montesquieu. También es partidario de separar el poder civil y el religioso, que, según él, el protestantismo unió. La separación no implica indiferencia sino colaboración mutua, aunque precisa que la alianza entre el Trono y el Altar ha favorecido más al primero que al segundo. Atinada observación que le separa del regalismo al uso en los liberales españoles de su época y lo aproxima más a un liberalismo bien entendido. Negro Pabón ha definido el pensamiento de Balmes como de liberalismo conservador[78].
Balmes murió joven, con sólo treinta y ocho años. No sabemos cuál hubiera podido ser su evolución posterior. En su último libro, el opúsculo titulado Pío IX, da algunas pistas: sugiere que el liberalismo se ha asentado en Europa y acaba aceptando sus presupuestos políticos como base de la nueva sociedad. Con esta obra, Balmes se separaba de actitudes anteriores, por lo que fue duramente criticado. Para Balmes, el retorno al Antiguo Régimen es imposible y el absolutismo es ya una excepción en Europa:
La absoluta resistencia a toda idea de libertad, se podrá defender en teoría como el único medio de salvación para las naciones; pero ello es que esta teoría se halla en contradicción con los hechos. Empeñarse en que el sistema de Austria o de Rusia es la sola esperanza de la sociedad es desahuciar al género humano; porque el mundo no va por el camino de Metternich ni de Nicolás. Echad la vista sobre el mapa; ved la extensión que ocupan las naciones civilizadas, y notad lo que le queda a la política de una resistencia absoluta. No se trata de saber si hay en esto un bien o un mal, sino lo que hay. La América entera ha abrazado los sistemas de libertad; en todo aquel inmenso continente no hay más que un solo monarca, y este de poca importancia, y todavía con gobierno representativo: el emperador del Brasil, el hijo de D. Pedro. Toda la América está cubierta de repúblicas. En Europa hay formas de libertad política en Portugal, España, Francia, Bélgica, Holanda, Gran Bretaña, Suecia, Suiza, en muchos puntos de la Confederación Germánica, y se han empezado a ensayar en la misma Prusia. ¿A qué se reduce el dominio de las formas de absoluta resistencia? Esto en el espacio; ¿qué sucede en el tiempo? Ved qué formas había en muchos de aquellos países ochenta años atrás, y notaréis la asombrosa rapidez con que las transformaciones se han hecho: siendo el tiempo tan poco y el espacio recorrido tan grande, ¡cuánta debe ser la velocidad del movimiento! Así, pues, no sería muy acertada la opinión de quien hiciera descansar el porvenir del mundo sobre la política de Metternich[79].
Tras ese análisis certero de la realidad, Balmes se plantea una cuestión fundamental: la alianza del Trono y del Altar como salvaguarda de la religión, dado que en los países liberales la religión es perseguida. El filósofo catalán muestra con datos lo endeble de esta ecuación (tan cara a los tradicionalistas) y defiende que en el sistema liberal la religión puede ser perfectamente respetada:
Por ese espíritu de libertad que invade el mundo civilizado, y se dilata por todas partes como un río que se desborda, ¿hemos de temer que perezca la religión? No. La alianza del altar y del trono absoluto podía ser necesaria al trono, pero no lo era al altar. En los Estados Unidos la religión progresa bajo las formas republicanas; en la Gran Bretaña ha hecho increíbles adelantos a proporción que se ha desenvuelto la libertad; y si bien es cierto que en otros países ha sufrido considerables quebrantos, no creemos que éstos deban atribuirse todos a la ruina del trono absoluto[80].
Jaime Balmes es, sin duda, el pensador católico más importante de la primera mitad del siglo XIX. Filosóficamente ecléctico, con un espíritu tolerante[81] –que le distingue, por ejemplo, del segundo Donoso– y una lúcida visión de la realidad social y del cambio histórico. Para él, la derrota del carlismo era irreversible. Su corta vida y sus escritos se circunscriben a un tiempo muy determinado: el del la transición del Antiguo al Nuevo Régimen. Esta lucidez lo distingue de otros clérigos de su época y del viraje hacia el integrismo de no pocos. Comprendió la necesidad de una ciencia social capaz de entender los cambios históricos y la necesidad de adaptar la Iglesia a estos cambios. Llega, incluso, a precisar los contenidos de esta ciencia social[82]. Lo fundamental de su obra, como ha señalado Fradera[83], fue encontrar las funciones precisas para la Iglesia en el nuevo orden liberal y promover, a la vez, la modernización del patrimonio de la propia institución eclesial. En cierto modo, Jaime Balmes fue un clérigo atípico que ocupó una posición fronteriza[84] que le permitía transgredir el marco cultural tanto del catolicismo como del liberalismo. Murió en los días del estallido revolucionario de 1848, que, en cierto sentido, había profetizado a causa de la miopía social de la burguesía liberal.
La Revolución de 1848 marcó una línea histórica a partir de la cual se radicalizaron las posiciones. En el campo católico, el repliegue hacia posiciones más intransigentes y antiliberales, cuya culminación estaría en el famoso Syllabus, publicado en 1864. En 1848 Pío IX reconoció a Isabel II. Al año siguiente Narváez enviaba 5.000 soldados a defender los Estados Pontificios a la vez que el régimen moderado viraba hacia el autoritarismo. Aun así, la polémica entre católicos liberales y tradicionalistas no se agotó. Todavía en los últimos años del reinado de Isabel II asistimos a una interesante polémica, como la surgida a raíz del artículo "Exposición a la Reina sobre el Catolicismo" (1865), publicado por el diario liberal progresista La Iberia, sobre el poder temporal de los Papas. El arzobispo de Santiago replicó con unas "Cartas del Cardenal Cuesta, arzobispo de Santiago, a La Iberia, periódico progresista". El periódico contestó con "La Iberia al Exmo. Señor Cardenal Arzobispo de Santiago sobre el neocatolicismo de los obispos".
En 1866 moría Modesto Lafuente, el gran historiador liberal. Había estudiado en los seminarios de Astorga y León y Teología en Valladolid, pero abandonó la carrera eclesiástica por la política, siendo un destacado liberal. Lafuente es recordado sobre todo por su monumental Historia General de España (1850-1867) en 29 volúmenes, que continuó Juan Valera, prototipo de historia liberal, de gran influencia posterior[85]. En esta obra, Lafuente tiene especial cuidado en destacar al catolicismo como elemento formador de la identidad nacional española: sin él, la nación española es incomprensible. Por ello, Lafuente defendió la concordia entre catolicismo y liberalismo.
En estos años finales del reinado de Isabel II contemplamos el auge de los neocatólicos, que se inspiran en algunas ideas de Balmes, interpretado, eso sí, de una manera algo simplista. El movimiento neocatólico tiene también muchos matices y va desde quienes colaboraron honradamente con el liberalismo hasta quienes pretendían transformarlo desde dentro; desde quienes acabaron dentro del marco constitucional hasta quienes recalaron en el carlismo renovado de Carlos VII. Precisamente durante estos años se dio un acercamiento entre neocatólicos y el ala derecha de los moderados que llevó a un grupo de neocatólicos a las Cortes, contribuyendo al sesgo cada vez menos liberal del último período isabelino. Las dificultades para el catolicismo liberal se harían cada vez mayores.
[1] Ramón Solís, El Cádiz de las Cortes, Madrid, 1969.
[2] Ib., p. 267.
[3] Leandro del Pino Higueruela, "La Iglesia y las Cortes de Cádiz", Cuadernos de Historia Contemporánea, 24, 2002, pp. 61-80.
[4] Agustín Argüelles, Examen histórico de la Reforma Constitucional que hicieron las Cortes Generales y Extraordinarias, Londres, 1835.
[5] Manuel González Revuelta, Política religiosa de los liberales en el siglo XIX, Madrid, 1973.
[6] Vicente Cárcel Ortí, Historia de la Iglesia en España. La Iglesia en la España contemporánea, Madrid, 1979.
[7] Francisco Tomás y Valiente, Martínez Marina, historiador del Derecho, Madrid, 1990.
[8] Hans Juretschke, Vida, obra y pensamiento de Alberto Lista, Madrid, 1951.
[9] Así lo sostiene Juan Marichal, "From Pistoia to Cádiz: a generation's itinerary, 1768-1812", The Ibero-American Enlightenment, 1971, pp. 97-110.
[10] A. Fernández de los Ríos, Muñoz Torrero. Apuntes biográficos, Madrid, 1864.
[11] Ib., p. 16.
[12] Francisco Rubio Llorente, "Diego Muñoz Torrero, un liberal trágico", Claves de Razón Práctica, 185, 2008.
[13] Historia de los Heterodoxos, Libro VII, cap. III.
[14] Catecismo del Estado, según los principios de la Religión, muy influido por el regalismo de los clérigos reformistas ilustrados.
[15] Precisamente Villanueva polemiza con el padre Rafael Vélez en Observaciones sobre la Apología del Altar y el Trono, Valencia, 1820.
[16] Brian Hammet, "Joaquín Lorenzo Villanueva, de católico ilustrado a católico liberal. El dilema de la transición"; en Alda Blanco y Guy Thomson, Visiones del liberalismo. Política, identidad y cultura en la España del siglo XIX, Valencia, 2008.
[17] J. A. Maravall, "Sobre orígenes y sentido del catolicismo liberal en España", Homenaje a Aranguren, Madrid, 1972.
[18] Ib., p. 230.
[19] William Callahan, La Iglesia Católica en España (1875-2002), Barcelona, 2002, pp.120-121.
[20] Era hijo del infante don Luis de Borbón y de María Teresa de Vallabriga Rozas, un matrimonio morganático. Su hermana se casó con Godoy, lo que le valió el apoyo real para su fulgurante carrera. En realidad fue más un noble aristócrata, aunque poco amante de la vida social, que un auténtico sacerdote vocacional.
[21] Manuel Teruel Gregorio de Tejada, Obispos liberales: la utopía de un proyecto, 1820-1823, Lérida, 1996.
[22] C. Rodríguez López-Brea, Don Luis de Borbón, el cardenal de los liberales (1777-1823), Toledo, 2002.
[23] Pastoral publicada en la Gazeta de Madrid, 13-IV-1820.
[24] Cárcel, op. cit., p. 126. Durante el franquismo también se nombraron obispos en función de su proximidad al régimen.
[25] Ramón Arnabat Mata, Revolució i contrarevolució a Catalunya durant el trienni liberal (1820-1823), tesis doctoral inédita, Barcelona, 1999, vol. 1, p. 224.
[26] Citado por José Algueró, "Antonio José Ruiz de Padrón: sacerdote, diputado, ilustrado, y liberal", Espacio, Tiempo y Forma, Serie Contemporánea, 3, 1990.
[27] Sobre Isabel la Católica y el liberalismo, v. Ricardo García Cárcel, La construcción de las historias de España, Madrid, 2004.
[28] Trabajo obligatorio de los indios en las minas, por turnos temporales. Ya existía en la época precolonial y fue mantenido por los españoles. Su abolición fue planteada en las Cortes gaditanas, que la decidieron por decreto de 9 de noviembre de 1812.
[29] Juan Antonio Posse, Memorias del cura liberal Juan Antonio Posse con su discurso sobre la Constitución de 1812, Madrid, 1984.
[30] Editado por John Hamilton Thom, John Chapman, Londres, 1845. Existe traducción al español accesible en internet: http://www.cervantesvirtual.com.
[31] Ib., cap. II.
[32] The Life..., cap. III.
[33] El Español, III, 68.
[34] J. Goytisolo, "Un escritor marginado: Blanco White y la desmemoria española"; en Eduardo Subirats (ed.), José María Blanco White, crítica y exilio, Rubí, 2005, p. 19.
[35] Aparecida en París en 1801. Clandestinamente entró en España. En 1812 se reeditó en Madrid. Durante el Trienio gozó de cierta popularidad.
[36] Daniel Muñoz Sempere, La Inquisición española como tema literario, Madrid, 2008, p. 53.
[37] Gerard Dufour, "Las ideas político-religiosas de Juan Antonio Llorente", Cuadernos de Historia Contemporánea, 10, 1988, p. 14.
[38] Ib, p. 16.
[39] Historia de los Heterodoxos, Libro VII, cap. I-2.
[40] Juan Antonio Llorente, Discursos sobre una Constitución religiosa considerada como parte de la civil nacional, París, 1820, p. 18.
[41] Ib., p. 19.
[42] Ib., p. 46.
[43] Francisco Fernández Pardo, Juan Antonio Llorente, español 'maldito', Logroño, 2001.
[44] Llorente, op. cit., pp. X-XI.
[45] Víctor M. Arbeloa, Clericalismo y anticlericalismo en España (1767-1930), Madrid, 2009, p. 115.
[46] Este acomodo ha sido estudiado por Nancy Rosenblatt, "The Spanish Moderados and the Church, 1834-1835", The Catholic Historical Review, 57, 1971.
[47] Arbeloa, op. cit., pp. 164-166.
[48] Entre los ideólogos del neocatolicismo estaba el periodista Gabino Tejado, autor de una fuerte diatriba contra los católicos que apoyaban el liberalismo: El catolicismo liberal (1875).
[49] Arbeloa, op. cit., p. 141.
[50] López es autor de una Glosa a las palabras de un creyente, de Mr. Lamennais.
[51] Colección de discursos..., V, pp. 329-330; citado por Emilio La Parra y Manuel Suárez, El anticlericalismo español contemporáneo, Madrid, 1989.
[52] El Constitucional, 12 de marzo de 1841.
[53] María Celia Forneas, "Andrés Borrego, pionero del periodismo parlamentario", Estudios Sobre el Mensaje Periodístico 5, 1999.
[54] Sobre los puritanos, De Vicente Algueró, Viva la Pepa, Madrid, 2010, pp. 41-43.
[55] Relación de las bases de la Organización política propuestas y sostenidas por El Correo Nacional, 1838.
[56] De Castro, 1975, p. 58.
[57] Vid. El Español, nº del 2-IV-1836, "Dirección que convendría dar a la polémica cristiana"; y nº del 5-VI-1836, "Política y filosofía. El altar y el trono".
[58] Andrés Borrego, Estudios políticos, Madrid, 1855, p. 287.
[59] Ib., p. 290.
[60] Ib.
[61] Ib. P. 269.
[62] Ib., p. 271.
[63] Ib., p. 199. Aunque durante el período 1835-1837 Borrego defendió la reducción de conventos.
[64] El Español, 17-II-1836.
[65] El Español, 25-IV-1836.
[66] José Luis Prieto, Obras políticas, 1996, p. XIII.
[67] Ib., p. XIV.
[68] N. Pastor Díaz, Obras políticas, Madrid, 1996, p 749.
[69] Ib., p. XV.
[70] Ib., pp. 379-380.
[71] Ib., p. 495.
[72] Ib., pp. 496-497.
[73] P. Cerezo, "Religión y laicismo en la España contemporánea. Un análisis ideológico"; en R. Aubert (coord.), Religión y sociedad en España (siglos XIX y XX), Madrid, 2002, p. 128.
[74] W. Adame, Sobre los orígenes del liberalismo histórico consolidado en España (1835-1840), Sevilla, 1997, p. 222.
[75] N. Martín Mateos, Veinte y seis cartas al señor Marqués de Valdegamas, en contestación a los veinte y seis capítulos de su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, Valladolid, 1851, p. 13.
[76] Pedro C. González Cuevas, Historia de las derechas españolas, Madrid, 2000, p. 107.
[77] Ib., p. 106.
[78] Negro Pabón, "Jaime Balmes Urpiá (1810-1848): el liberalismo conservador"; en VVAA, Historia de España Ramón Menéndez Pidal, Madrid, 1989, pp. 592-600.
[79] Jaime Balmes, Pío IX, Madrid, 1847, p. 49.
[80] Ib., p. 52.
[81] Su obra El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civiización europea (1842-1844) muestra una extraordinaria tolerancia y capacidad de diálogo, intentando comprender las razones del adversario. Contrasta enormemente con los tratados apologéticos de la época.
[82] José María Fradera, Cultura nacional en una sociedad dividida: Cataluña, 1838-1868, Barcelona, 1992, p. 108.
[83] Fradera, "Jaime Balmes"; en J. Antón y M. Caminal, Pensamiento político en la España contemporánea, Barcelona, 1992, pp. 205 y ss.
[84] Fradera, 1998, p. 109.
[85] Roberto López Vela, "Revolución nacional e historiografía: la historia de la nación"; en García Cárcel, op. cit., pp. 196-208.