El escritor incansable
Horacio Vázquez-Rial era la cortesía en persona. Se ponía en el lugar del interlocutor –y muy especialmente del lector– con una naturalidad tal que muchas veces este no se daba cuenta del esfuerzo que Horacio estaba haciendo para argumentar, informar, aclarar y puntualizar. Entonces entraba en juego una ironía tan fina que convertía a Horacio Vázquez-Rial en un personaje literario, alguien que viviera en un plano distinto del de la realidad común. Ahora que ya no está con nosotros, nos queda de él, además de su recuerdo y sus libros, esa forma de evadirse tan libre, tan limpia, tan elegante, y también tan comprometida con la vida.
Horacio Vázquez Rial, por otro lado, no sabía lo que era el diletantismo. Era un profesional absoluto, volcado en una dedicación sin límites a la literatura. Jamás supo ni quiso hacer otra cosa que no fuera escribir. Le gustaba embarcarse en libros ambiciosos que le requerían un interminable trabajo de investigación. Ahí está el libro sobre Perón, el dedicado a Gustavo Durán (El soldado de porcelana) y su saga bonaerense Frontera Sur. El último trabajo que anduvo escribiendo, recién publicado en Encuentro, es uno de estos grandes libros, esta vez dedicado al general Liniers, el virrey español del Río de la Plata que acabó fusilado por los independentistas argentinos. A Horacio Vázquez-Rial le fascinaban estos personajes complicados, a caballo entre dos mundos y en perpetuo movimiento entre esquemas vitales aparentemente irreconciliables.
Aunque Horacio no estaba hecho para el heroísmo, tampoco a él la vida le resultó fácil. Llegó a España en los años setenta, huyendo de una Argentina donde no regía el respeto a la vida civilizada. Aterrizó en Barcelona, una ciudad destinada por entonces a convertirse en capital de la cultura española e hispánica. Cuando el proyecto nacionalista hizo de ella una capital de provincias, Horacio, que no aguantaba un ambiente tan enrarecido, se fue a vivir a Madrid. Madrid le sentó bien, aunque Horacio nunca acabó de acostumbrarse a la atmósfera madrileña, tan dura, tan inhóspita, tan poco cordial.
Detrás de esto estaba una experiencia que debió de ser dolorosa y que muchos de los que le queríamos sentimos ahora como una responsabilidad propia. Horacio Vázquez-Rial no tuvo, en particular al final de su vida, el reconocimiento que se merecía. Por cobardía, también por pereza y por sectarismo, la sociedad española desperdicia cada día talento y generosidad sin límites. Horacio Vázquez Rial, escritor de raza, no se dejó avasallar, pero patriota, amante y conocedor de España como era, no podía engañarse a este respecto.
Su pecado fue dejar de ser de izquierdas en una sociedad donde eso no se perdona. Resulta paradójico, porque de los muchos que hicieron ese trayecto, Horacio fue el más ajeno al sectarismo. Había conservado amigos en todo el espectro político y era de los pocos intelectuales capaces de moverse en (casi) todos los ambientes. Dio igual. El análisis que hacía de su antigua militancia en la izquierda, la lealtad a Israel y la pasión por el judaísmo –sin ser él judío, como le gustaba recordar con una sonrisa–, el gusto por la razón y la tolerancia innata le convertían en una diana perfecta.
Bien es verdad que esto no es lo más importante. Lo que cuenta es su generosidad y su honradez personal e intelectual. Ese es el legado de un hombre que ha vivido una vida rica, intensa y cumplida como pocas.
Número 53
Homenaje a Horacio Vázquez-Rial
Varia
- La revancha de la barbarieEduardo Goligorsky
- Casement, Orwell, Koestler y 'El sueño del celta' de Vargas LlosaInger Enkvist
- Los presos de ETA y el 'juego del gallina'Mikel Buesa
- La trampa de las palabras: Darwin y el supremacismoLuis del Pino
- El euro: problema y solucionesJuan Ramón Rallo
- La subvención es culpableEmilio Campmany