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La Ilustración Liberal

Pinker y la violencia

Lo escuché dos veces a lo largo de este año. Fue en dos conferencias que tuvieron lugar en la Universidad Autónoma de Madrid. Una de ellas la impartía un medievalista; la otra un especialista en historia contemporánea. En ambas se aseguró que ningún siglo había sido tan letal para la humanidad como el XX. Ambos profesores lo enunciaron con mucha circunspección: con la rotundidad de quien profiere una obviedad. Al terminar sus charlas les pregunté si conocían el último libro de Steven Pinker. No les sonaba ni el nombre.

Steven Pinker es profesor en la Universidad de Harvard y la tesis de su último libro, Los ángeles que llevamos dentro, es que la humanidad jamás disfrutó de unos tiempos menos violentos que los actuales. La reacción habitual suele ser un respingo nervioso: ¿el mismo siglo de Stalin, Mao, Pol Pot y Hitler? Para sustentar su teoría, Pinker recurre a números y gráficas. Ante la subjetividad del "a mí me parece" o el "tengo la sensación", Pinker plaga el libro de datos empíricos. Tan pronto incluye una gráfica sobre el descenso de homicidios en Europa Occidental –de 100 por cada 100.000 personas en 1200 a 1 por cada 100.000 personas actualmente– como refiere el índice de linchamientos en Estados Unidos –que ha pasado de 150 al año en 1880 a ninguno en la actualidad–.

Si los datos no le convencen, Pinker recurre a la anécdota ilustrativa: restos de hombres de la antigüedad que tuvieron una muerte violenta. Ötzi, el hombre del hielo hallado en un glaciar de los Alpes, fue asesinado en una escaramuza entre tribus hace 5.000 años. El hombre de Kennewick, un esqueleto encontrado en Estados Unidos de hace unos 9.000 años, tenía un proyectil incrustado en la pelvis. Al hombre de Lindow –encontrado en Inglaterra y quizá de la Edad del Hierro o del periodo de la invasión romana– le habían aplastado el cráneo, estrangulado y degollado. Además, Pinker evoca el hombre homérico, el Antiguo Testamento o las 2.000 crucifixiones con que Alejandro Magno llenó las playas del Mediterráneo tras el sitio de Tiro. Quizá usted no supiera que en París, durante el siglo XVI, había un entretenimiento muy popular que consistía en suspender un gato entre unas gomas y sobre un escenario para hacerlo descender sobre un fuego. Tanto los espectadores como los reyes o reinas se partían de risa, mientras el gato se retorcía de dolor.

No es que Pinker sostenga que el ser humano ha ido modificando su esencia para adentrarse en una era seráfica. En absoluto. De hecho, la naturaleza humana ha sido objeto de estudio por su parte desde que publicase La tabla rasa allá por 2002 –aunque ya lo había tratado antes a través de textos que mezclaban la biología, la lingüística y la neurociencia–. Pinker muestra la paradoja que se deriva de que en la naturaleza humana tengan cabida "impulsos que nos empujan a la violencia, como la depredación, la dominación y la venganza; pero también impulsos o rasgos que –en las circunstancias adecuadas– nos impulsan hacia la paz, como la compasión, la equidad, el autocontrol y la razón" (pág. 632). La frase anterior es pertinente, pues resulta difícil estudiar la evolución en los niveles de violencia sin observar si el mal es inherente y consustancial al hombre o no. Las inferencias de Pinker –auxiliado por la neurociencia y la psicología– van en la dirección de que nuestro cerebro está cableado para que seamos violentos, aunque vivimos en entornos donde jamás lo seremos. Como pueden ver, todo un mazazo para quienes aún creen en el mito del Buen Salvaje. Dicho sea de paso, Pinker aporta el dato de que las sociedades sin estado –como los yanomamos del Amazonas– tienen índices de violencia más altos que cualquier sociedad occidental.

Curiosamente, la etapa más agresiva de la vida hombre acontece cuando éste tiene dos años de edad: es cuando, normalmente, los niños dan patadas, muerden, pegan y se pelean. Pinker aporta el testimonio del psicólogo Richard Tremblay, quien asegura que los bebés no se matan unos a otros porque no tienen a mano cuchillos y armas. Después examina la capacidad del hombre para causar el mal. Por ejemplo: la fantasía de matar a alguien. ¿Sopesó usted la posibilidad de cometer un asesinato? Un estudio de 1993 concluyó que un sector tradicionalmente sosegado como el de los estudiantes universitarios había tenido fantasías homicidas: hasta un 90% de los hombres y un 80% de las mujeres había fantaseado al menos una vez al año con esas ideas.

Pinker explica que el control de estas tendencias tuvo que ver con la necesidad de cooperar. El hombre se dio cuenta de que un ser vivo –a diferencia de un palo o una piedra– puede devolver el golpe. Por lo tanto, el hombre vio que la violencia aumenta las posibilidades de que la potencial víctima venga a hacernos daño, y lo peor de todo es que podría anticiparse y hacernos daño antes que se lo hiciéramos nosotros. Pinker cita, asimismo, el pensamiento de Adam Smith, cuando aseguró que el comercio tenía una función pacificadora, ya que hacía que se valorase el bienestar respectivo. Parece obvio que es más rentable comerciar que matarse. Además, Pinker reivindica las tesis más válidas del Leviatán de Hobbes, para quien la causa más destacable en la disminución de la violencia es un gobierno eficaz y cuyo origen –de la violencia– no es una patología ni un impulso irracional y primitivo, sino una consecuencia inevitable de los choques de seres racionales y sociales que buscan su propio interés.

Volviendo al comienzo de la reseña, la causa principal de que percibamos los tiempos actuales como más violentos que los antiguos es que ahora las atrocidades se retransmiten. La diferente percepción que existe entre el nazismo y el comunismo reside –entre otras razones– en que apenas hay fotos o filmaciones de los horrores de Stalin y Mao. Tampoco había cámaras que retransmitieran a Hulagu Kan –el nieto de Gengis Kan– demoliendo y arrasando Damasco y Bagdad en el siglo XIII. En total, se cree que las invasiones de los mongoles sobre Asia y Europa pudieron exterminar a unos 40 millones de personas. Lo cual es mucho más brutal si pensamos en que el mundo estaba habitado por una población que era un séptimo de la de ahora. No sabemos mucho de la guerra civil en China que entre 1850 y 1864 aniquiló a unos 20 millones de personas. Y, en este sentido, permítanme que elogie el granito de arena que tuvo y sigue teniendo el periodismo para mostrar hechos terribles.

Steven Pinker termina su libro haciéndose la pregunta de si la mengua en la violencia no estará demostrando que las verdades morales están ahí para que las descubramos, igual que las verdades de la matemática o la ciencia. En contra del pesimismo asociado a la intelectualidad, Pinker es optimista. No sería o no habría sido del agrado del novelista Saramago, a quien se le atribuye haber dicho: "Los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimistas". El libro de Pinker es una obra gruesa y con recovecos donde se utiliza la neurociencia, la psicología, la biología, la sociología, la historia, la ciencia política y la sociología. Para que usted le dedique un par de meses, yendo adelante y atrás desde el texto a las notas.

A Pinker lo han insultado desde la derecha y la izquierda. Eso suele ser una magnífica señal. Quédense con esta definición de ideología incluida en el libro (pág. 726):

Una ideología puede proporcionar un relato satisfactorio que explique sucesos caóticos y desgracias colectivas con un hilo conductor que realce la virtud y la competencia de los creyentes, y que a la vez sea lo bastante impreciso y cómplice como para soportar el examen escéptico.

Steven Pinker, Los ángeles que llevamos dentro, Paidós, Barcelona, 2012, 1.103 páginas