El voto exótico
En un seminario organizado por la fundación Ortega-Marañón, el ilustre por tantos conceptos Benigno Pendás defendió nuestro sistema electoral alegando que en España gozábamos de la bendición de no tener que padecer partidos "exóticos o imaginativos que hayan obtenido importantes resultados electorales". Se supone que eso es así gracias al sistema y no a las circunstancias del electorado español. Sin embargo, no es del todo cierto. Para empezar, ¿qué ha de entenderse por partido exótico? Si un partido es exótico por ser pequeño, automáticamente dejaría de serlo en el mismo momento en que obtuviese resultados electorales importantes. Alianza Popular fue en 1977 un partido exótico y acabó siendo una de las dos patas del sistema. Luego, si lo exótico se encuentra en lo ideológico con independencia de los resultados, y lo que Pendás quiere decir es que nuestro sistema favorece a los partidos moderados, tampoco la afirmación es del todo correcta. Los comunistas en España logran a veces resultados electorales que deben considerarse importantes y, a estas alturas del siglo XXI, no se me ocurre nada más exótico desde el punto de vista ideológico que un partido comunista, aunque se disfrace de izquierda buenista.
En cualquier caso, es discutible que la bondad de un sistema electoral consista precisamente en su capacidad de vedar a los partidos exóticos la oportunidad de ser electoralmente relevantes si por exótico entendemos pequeño. Porque si por exótico entendemos extremista, ya vemos que, de hecho, no impide que algunos obtengan resultados importantes. Es más, los partidos que son exóticos por ser pequeños pero que son moderados tienen más dificultades que los extremistas para superar su condición de exóticos debido a que el votante moderado, que podría identificarse mejor con sus postulados, prefiere a los partidos grandes, que son también moderados, porque son los únicos con verdaderas posibilidades de ganar y porque votar al exótico es tanto como facilitar la victoria del partido grande con el que uno no se identifica. En cambio, el extremista quiere votar extremista y, aunque a veces pueda decidirse por el voto útil y vote al moderado grande, en muchas otras prefiere hacerlo por el partido con el que realmente se identifica ideológicamente, si se convence de que en su circunscripción puede obtener representación.
En realidad, lo que quiere decir Pendás es que una de las ventajas de nuestro sistema es que garantiza que sólo vencerá en las elecciones el PSOE o el PP, sin posibilidad real de que pueda hacerlo otro partido, que sería, por no ser ni el PSOE ni el PP, un partido exótico. Dada la supuesta moderación de los dos, ha de ser necesariamente bueno que el sistema sólo permita que el Gobierno caiga en manos de uno de esos dos partidos entre cuyos defectos no está el de ser exóticos. El sistema no sólo impide el acceso al Gobierno a partidos exóticos, sino que además, una vez que uno de los dos grandes se ha hecho con el poder, gracias al sistema, lo hace en condiciones de estabilidad. Es decir, que el sistema favorece que, a pesar de que ninguno de los dos partidos haya obtenido la mayoría absoluta, el vencedor pueda constituir un Gobierno monocolor que será muy difícil que el Parlamento derribe. De hecho, la caída de un Gobierno a manos del Parlamento, que es un fenómeno habitual en los regímenes parlamentarios, nunca se ha producido en España desde la Transición. Las dos únicas mociones de censura que se han presentado lo fueron no para derribar al Gobierno, sino para incrementar el prestigio del líder de la oposición. Felipe González agrandó el suyo y terminó siendo presidente poco tiempo después, pero ganando unas elecciones, no venciendo en una moción de censura. Antonio Hernandez Mancha presentó otra algunos años después, pero fracasó y acabó abandonando la política. Desde entonces, nadie ha osado recurrir a este instrumento de control que se ha revelado inútil.
Una de las grandes preocupaciones de los políticos que hicieron la Transición fue la de levantar un sistema político que garantizara la estabilidad. Temían que en España acabara pasando lo que en Italia, donde los Gobiernos apenas eran capaces de sostenerse unos meses apoyados en frágiles alianzas de varios partidos que se deshacían al primer conflicto surgido con ocasión de la gestión gubernamental. Sin embargo, en España no quiso recurrirse al expediente que mejor garantiza esa estabilidad, que es la de optar por un sistema presidencialista, como en Francia o en Estados Unidos, donde el presidente es elegido directamente y su permanencia no depende del constante respaldo del Parlamento. No se hizo así porque un presidente del Gobierno elegido directamente por los ciudadanos habría terminado por absorber de facto las escasas competencias que la Constitución dejó en manos de la Corona, aparte de que elegir directamente a un primer ministro que no es jefe del Estado sería algo más bien exótico, por seguir empleando el adjetivo. Por eso se prefirió un sistema parlamentario, donde el Gobierno sólo pudiera gobernar si conservase el respaldo del Parlamento, que es lo que eligen los ciudadanos.
Pero incluso aceptando el sistema parlamentario como propio de las monarquías constitucionales y rechazando el presidencialista por ser sólo apto para las repúblicas, podría haberse optado por dar estabilidad a los futuros Gobiernos del modo en que lo han logrado en Gran Bretaña, a través de un sistema electoral mayoritario de circunscripción uninominal donde quien gana se lleva el escaño y quien pierde no obtiene nada, aunque sea por un voto. Se rechazó este sistema porque la izquierda deseaba que fuera proporcional y no mayoritario, pues temía que la derecha barriera en un sistema como el inglés, al menos durante los primeros años de la democracia. Pero, sobre todo, se temió que, a diferencia de lo que ocurre en Gran Bretaña, los electores aquí prefirieran en demasiadas circunscripciones a tal o cual cacique local o a tal o cual personaje famoso. Es decir, existía el temor de que las Cortes se llenaran de lobos solitarios que hiciesen política por su cuenta, sin integrarse en ningún partido o en partidos pequeños con escaso arraigo fuera de unas pocas circunscripciones y que el país acabara siendo gobernable. El temor no era del todo infundado, pues nadie puede dudar de que un sistema mayoritario de circunscripciones de un solo escaño hubiera llevado a la Carrera de San Jerónimo a personajes como Ruiz Mateos o Jesús Gil a poco que hubieran escogido bien por dónde presentarse.
El precio de la estabilidad
Así que se optó por un sistema proporcional muy corregido que garantizara buenos resultados a los partidos mayoritarios y malos a los minoritarios. Una de las correcciones es la Ley D’Hondt, que premia a los partidos que obtienen más votos en la circunscripción. Pero, sobre todo, el efecto deseado se logró atribuyendo a todas las provincias un mínimo de dos escaños, a los que había que añadir los que les correspondieran por población. La consecuencia fue que hay numerosísimas circunscripciones muy despobladas que eligen un número suficientemente bajo de escaños como para que los partidos pequeños, gracias a D’Hondt, no tengan ninguna posibilidad, pero suficientemente alto como para, todas unidas, ser decisivas. El resultado es que, mientras para obtener escaño en Teruel bastan alrededor de 20.000 votos, en Madrid son necesarios más de 80.000. Y sin embargo a un partido exótico le es mucho más fácil lograr 80.000 respaldos en Madrid que 20.000 en Teruel. Ello se debe a que proporcionalmente 80.000 en Madrid son pocos y 20.000 en Teruel, muchos. Además, la facilidad o dificultad inicial en obtener escaño anima en Madrid y desalienta en Teruel al amante de lo exótico, en un círculo vicioso.
La consecuencia es que en las provincias pequeñas tan sólo obtienen representación los dos grandes partidos mientras que a las terceras y cuartas formaciones, como IU o UPyD, sólo les cabe la oportunidad de obtener representación en las circunscripciones grandes.
No obstante, esta forma de favorecer a los grandes partidos ha tenido un efecto perverso en aquellas regiones en las que los partidos nacionalistas están fuertemente implantados. Como el sistema favorece no al partido que es fuerte en toda la nación, sino al que es fuerte en la circunscripción, ocurre que donde hay fuertes partidos nacionalistas éstos se benefician de un sistema pensado para favorecer a los grandes partidos nacionales. La consecuencia es ya conocida, partidos nacionalistas con pocos votos en proporción al conjunto nacional obtienen mucha más representación que terceras y cuartas formaciones que, por tener diseminado el respaldo a lo largo de todo el territorio nacional, son castigadas y están escasamente representadas, a pesar de haber obtenido mucho más respaldo que los nacionalistas. Es decir, la sobrerrepresentación que el sistema ideó para los dos grandes partidos nacionales beneficia igualmente a los grandes partidos nacionalistas en las regiones donde tienen fuerte respaldo electoral.
Así pues, se defiende este sistema porque, con todos sus defectos, proporciona estabilidad. Pero se olvida al argumentar así que esa estabilidad es en realidad falsa. Y lo es porque, en las muchas ocasiones en que ninguno de los dos grandes partidos logra mayoría absoluta, la estabilidad no se obtiene gracias a la sobrerrepresentación que el sistema otorga al partido vencedor, que también, sino sobre todo al apoyo que algún partido nacionalista le brinda. La apariencia de estabilidad la da el hecho de que el partido nacionalista que da su apoyo no entra en el Gobierno formando coalición, como normalmente ocurre en los sistemas parlamentarios cuando nadie obtiene la mayoría absoluta. No lo hacen porque en su ideología nacionalista eso sería poco más o menos que una traición a sus electores. Lo que hacen es vender sus votos, no sólo en sentido figurado, a cambio de ventajas y privilegios para su región en perjuicio de las demás. La peculiaridad que implica la existencia de estos partidos nacionalistas, muy beneficiados por la sobrerrepresentación con la que el sistema los bendice, hace inútil la existencia de partidos exóticos de ámbito nacional con los que formar una coalición de gobierno cuando nadie logra la mayoría absoluta, pues los dos grandes partidos prefieren, cuando lo necesitan, comprar el apoyo de los nacionalistas y formar gobierno en solitario. La reiterada inutilidad de la presencia en las Cámaras de estos partidos nacionales, moderados y pequeños hace que sus electores acaben desertando. Es lo que le ocurrió, por ejemplo, al Centro Democrático y Social.
El fruto de todo esto es que, por un lado, los dos grandes partidos, conscientes de que son las dos únicas opciones realistas de sus potenciales electores, los tratan con el mayor de los desprecios, incumpliendo sus programas electorales y traicionando los valores de su corpus ideológico cuando razones de orden práctico, que a veces rayan en la corrupción, lo aconsejan. Se comportan así porque saben que a las siguientes elecciones sus votantes, si realmente pertenecen a su espectro ideológico, carecen de instrumentos con los que castigar la deslealtad. Tan sólo pueden abstenerse o votar exótico, y en los dos casos esa reacción sólo servirá para dar la victoria al adversario. Eso hace que muchos electores decepcionados, no obstante su desilusión, vuelvan a votar al partido que los traicionó. Otra consecuencia de este estado de cosas es que un partido que es exótico por tener escasa representación pero que es ideológicamente moderado apenas tiene oportunidades de obtener un buen resultado, aunque una buena parte del electorado se identifique con sus postulados. Sucede que la mayoría de sus electores potenciales termina por preferir votar al partido mayoritario más cercano a sus postulados que decidirse por lo exótico, pensando, con razón, que de hacerlo no estaría haciendo otra cosa que favorecer la victoria del otro partido mayoritario, el más alejado de su ideología.
El dilema del elector exótico
En principio, parece que el sistema exige una reforma que permita a los partidos exóticos obtener la representación que proporcionalmente les corresponde. Eso además permitiría a los desilusionados votantes del PSOE y del PP castigarles votando a otros partidos, si es que desean hacerlo. Una reforma de este tipo dispararía las expectativas de voto de los exóticos, especialmente los moderados, que podrían pescar en los enormes caladeros del centro-izquierda y del centro-derecha. Sin embargo, no es razonable esperar que una reforma de este tipo se produzca en el corto plazo, porque, obviamente, los dos partidos mayoritarios no la quieren. Y además es discutible que sea deseable. Una estricta proporcionalidad no sólo beneficiaría a los partidos exóticos que hoy obtienen una todavía exigua representación, sino a todos los que hoy no la consiguen. No sólo, sino que beneficiaría por igual a los moderados y a los extremistas. Los resultados electorales con un sistema así podrían dar a luz Cámaras ingobernables, dando al traste con la indiscutiblemente deseable estabilidad.
Por lo tanto, desde el punto de vista del votante desilusionado con los dos grandes partidos y atraído por lo exótico cabe preguntarse, ¿qué hacer? Votar al partido exótico con el que uno se identifica ideológicamente puede significar tirar el voto a la basura, especialmente en circunscripciones pequeñas. También puede abstenerse, demostrando así el desprecio que siente por el partido mayoritario supuestamente cercano a su modo de pensar. Sin embargo, en ambos casos, eso no haría más que ayudar al otro grande. Un votante habitual del PSOE que se decidiera en Teruel por votar a UPyD estaría en realidad favoreciendo la victoria del PP en su circunscripción. Y el normal votante del PP que en la misma provincia decidiera abstenerse estaría ayudando a la victoria del PSOE allí. Y en los dos casos la suma de escaños de los dos grandes partidos no habría sufrido ninguna merma.
Sin embargo, antes que la abstención, que en nada preocupa a los dos grandes partidos, es preferible, si el asco que provoca a cada cual su PSOE o su PP es tan grande que hace imposible o muy difícil votarles, decidirse por lo exótico. Es probable que en las circunscripciones pequeñas estos partidos sigan sin obtener representación a pesar de que incrementen el número de votos conseguidos. Pero si el número de votantes que se han decidido por ellos es lo suficientemente numeroso como para haber estado a punto de lograr algún escaño, en las siguientes elecciones serán muchos los que, atraídos por los buenos resultados, se unirán a los pioneros. Puede que entonces se produzca un vuelco rapidísimo, pues de la noche a la mañana el voto útil ya no será el que se decida por el PP o el PSOE, sino el que represente el partido otrora exótico.
Eso es exactamente lo que ocurrió en 1982, cuando los votantes habituales de la UCD se dieron cuenta de que quien iba a obtener mejor representación sería Alianza Popular. Muchísimos electores liberal-conservadores, votantes de la UCD en 1977 y 1979, se pasaron con armas y bagajes a Alianza Popular. Los escasos votos que todavía logró reunir la UCD fueron heredados por el CDS, pero luego también éste desapareció. Lo que en su día benefició al PP, podría hoy perjudicarle si un nuevo partido verdaderamente liberal-conservador lograra convencer a sus potenciales electores de que ha llegado la hora de renovar el centro-derecha español. UPyD podría hacer lo mismo con el PSOE. Pero para que esas dos cosas ocurran es necesario que los electores a quienes les gusta lo exótico se decidan a votarlo, aun a riesgo de que su voto, al menos a corto plazo, no sirva para nada. Han de pensar que, a la larga, si son suficientemente numerosos, podrían ayudar a que otros muchos con sus mismas tentaciones sigan su ejemplo en futuras elecciones.
Dicho de otro modo: elector que te sientes tentado de votar a un partido exótico, hazlo; aunque ahora parezca que no es útil, en las siguientes elecciones, si ha habido suficientes electores que han hecho lo mismo, muchos más se unirán. Y se estará dando una oportunidad a la regeneración. Y, en último extremo, el voto es el único arma de que disponemos. Empleémosla.
Número 56-57
América
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