Las aristas de Thatcher son alargadas
Sólo aprendí una cosa de la película de Meryl Streep sobre la Dama de Hierro: que no se puede hacer un retrato blando de la Thatcher. Por supuesto, y como todo ser humano, Margaret debía ser bastante más compleja que Thatcher. La mujer debía de tener dudas, inseguridades y tropezones con la alfombra del pasillo del 10 de Downing Street. Pero hurtarle a la Thatcher sus aristas es como quitarle a un rinoceronte el cuerno: te queda un animal un poco absurdo y no muy interesante. Y también supone una falta de respeto. No es que hayamos definido a Margaret Thatcher por sus aristas, sino que ella misma se definió en base a ellas, sobre todo cuando las utilizaba para embestir a los sindicalistas, a los militares argentinos, a su propio partido y a un larguísimo etcétera. Los esfuerzos por reconciliar a Thatcher con la opinión másmainstream resaltando su importancia en la evolución del papel de las mujeres en nuestra sociedad se encuentran con un problema: que Thatcher no quería rellenar una cuota. Ella quería cambiar el país y, si le dejaban, el mundo.
Son precisamente las aristas de Thatcher lo que más me ha llamado la atención del discurso político británico en estos cinco años que llevo viviendo aquí. Aunque sé que nací y crecí en un mundo hecho posible por 'Maggie', la experiencia de sus años en el poder (y creo que para hablar de la Dama de Hierro lo primero es entender qué país y qué mundo le tocó heredar) me pilló demasiado joven: otros pueden dar mucha mejor cuenta de ella. En cuanto al impacto de sus medidas económicas, ahí entra la guerra de estadísticas, de porcentajes y coeficientes que, de nuevo, mejor dejar en manos de los que saben de eso. De lo que sí puedo dar cuenta es de la alargadísima sombra que Thatcher y sus aristas proyectan sobre el país que tanto quiso. La sola mención de su nombre sigue cayendo como una bomba en cualquier conversación. Esas dos sílabas son capaces de subir la tensión a las personas más tranquilas, son mayor estímulo para el vituperio que un atasco en hora punta. Pasa con ella algo parecido a la Ley Godwin, aquella que establece que a medida que una conversación en internet se alarga, aumentan las posibilidades de que alguien haga referencia a Hitler. De la misma forma, cualquier conversación en el Reino Unido acerca de política, economía o el papel del Estado desembocará, más pronto que tarde, en el territorio Thatcher. Y ahí empezarán las hostias. Sólo que esta vez serán sus defensores los que corran con las camisetas rotas, y serán sus enemigos los que los persigan a caballo, con cascos y escudos.
El odio anti-Thatcher es tan furibundo que ayer uno de los artículos que más éxito tenía en la noria de Facebook era uno de Owen Jones (el niño bonito de la izquierda británica desde la aparición de su libro Chavs) pidiendo a la gente que no celebrara la muerte de Thatcher como si, muerto el perro, se acabase la rabia. Jones decía que Thatcher no había muerto hasta que se desmantelara el Thatcherismo; y que eso aún está lejísimos. Me parece que esto es lo que explica el atavismo del odio a Thatcher: que sus enemigos reconocen que cambió el país, que no hay manera de volver a un mundo pre-Thatcher. Es cierto que para muchos el odio radica en la destrucción de las industrias y los modos de vida que mantenían a sus comunidades, y en que vivieron aquellos años como unos de privación, de traición y desesperanza. Los mineros de Billy Elliott habrán sido romantizados pero existieron, y sufrieron. Pero también es cierto que gran parte del odio a Thatcher aflora entre gente que no vivió aquello de cerca o que incluso se ha beneficiado de las enormes oportunidades que sus gobiernos crearon para una generación de británicos. No, el odio a Thatcher no se explica sólo en función de lo que sucedió, sino también de lo que su figura supuso para la política del Reino Unido. De cuánto se debe hablar del Reino Unido 'A.T.' y 'D.T.'
Ella misma lo dijo cuando explicó que su mayor éxito había sido el Nuevo Laborismo de Tony Blair. Esto es, que había logrado transformar no sólo a su partido, sino también a la oposición. A eso es a lo que se refieren los analistas cuando dicen que rompió el 'consenso' británico de posguerra. Efectivamente, ella creía que había que cargarse aquel consenso y estuvo once años pateándolo sin piedad. Lo que no se suele decir es que en su lugar creó un nuevo consenso, uno bastante más liberal del que el Reino Unido de hoy en día (con sus luces y sus sombras) es el resultado. Pero es un consenso que muchos no quieren admitir, o del que intentan distanciarse. En ese sentido, y a pesar de lo mucho que se le insulta, Thatcher sigue siendo el granelephant in the room del Reino Unido. David Cameron trata de no mencionarla, pero está ahí. Ed Miliband intenta atacar a sus 'herederos ideológicos'; pero ella también está ahí. No es casualidad que el discurso socialdemócrata de las últimas décadas haya planteado el Thatcherismo como la gran Caída, el momento en que el Reino Unido comió del árbol prohibido del neoliberalismo y se despeñó por un barranco de desigualdades. Se entiende la atracción de la metáfora: como sucedió con Adán, eso ya no se puede deshacer. Y como sucedió con Adán, fue culpa de una mujer.
Hay otro aspecto del relato bíblico que explica la mayor de las aristas de Thatcher. Se trata de aquella terrible sentencia de Yahvé, la condena a que los hombres se ganaran el pan con el sudor de su frente. Thatcher echó a patadas a los británicos del Jardín de los Sesenta y Setenta (para muchos fue Edén) con una sentencia parecida: a partir de ahora tendréis que ser responsables, a partir de ahora sólo recibiréis lo que os hayáis merecido, y si no, pues se siente. Ya lo explicaba el mismo Owen Jones: Thatcher dividió a los pobres (al menos en su retórica) entre los que se merecían ayuda y los que no, entre los que se lo habían currado y debían recibir su recompensa, y los que habían sido unos holgazanes y no debían beneficiarse del dinero de los que sí se habían esforzado. La mayor de las aristas de Thatcher fue esa exigencia, ese desafío lanzado a todo un país para que fuese más trabajador, más responsable, más emprendedor, más, cómo decirlo... más como ella. Se diga lo que se diga sobre Margaret Thatcher, pasaba por el aro de la primera prueba kantiana: actuar como si lo que uno hace debiera ser ley universal. Y si hay algo que no soportamos, es que alguien nos pida que seamos más como él, o como ella. Tenga o no la razón.
(Libertad Digital, 9-IV-2013)
Número 56-57
América
Margaret Thatcher 1925-2013
- La Dama de Acero Inoxidable o cuando la política tenía que ser éticaFederico Jiménez Losantos
- Los viejos 'tories' contra la descarada ThatcherPedro Fernández Barbadillo
- No sólo de hierroEmilio Campmany
- La mujer que recuperó el futuroAsís Tímermans
- Hierro envuelto en sedaRafael L. Bardají
- Thatcher o el principio de realidad con faldasCristina Losada
- Thatcher demostró que no hay imponderablesJosé Carlos Rodríguez
- Las aristas de Thatcher son alargadasDavid Jiménez Torres
Retrato
Varia
- Breve historia de Israel y PalestinaMarcos Aguinis
- La arrogancia y el errorCarlos Alberto Montaner
- Arendt vuelve a JerusalénSantiago Navajas
- El voto exóticoEmilio Campmany
- Historia de dos vecinos: el sistema público de pensiones y los ‘pobres’Domingo Soriano
- La Economía del Empobrecimiento ComúnJuan Ramón Rallo
- El legado de Antonio MauraJosé María Marco