El derecho positivo no es liberal
Introducción
Dada la evolución que ha adquirido la conformación del sistema democrático contemporáneo hasta la actualidad resulta ciertamente lógico que a menudo hayan surgido imprecisiones y cierta confusión a la hora de llevar a cabo una distinción clara entre la teoría política liberal y la teoría política democrática1.
En este orden de ideas, se advierten tres tesis en torno a la relación entre el orden político liberal y el democrático:
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En la primera de ellas se argumenta que el liberalismo y la democracia son compatibles. Es decir, puede existir un Estado liberal conservador, un Estado Democrático no liberal y un Estado Liberal Democrático en donde la libertad no se encuentre restringida por el poder político.
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La segunda postura prefija que el liberalismo y la democracia son incompatibles entre sí: los liberales clásicos y libertarios consideran que la democracia termina por destruir el Estado liberal, mientras que los demócratas radicales afirman que la democracia sólo sería viable en un Estado social, que se aleje del Estado Mínimo.
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Las tercera tesis objeta las anteriores y supone que el liberalismo y la democracia son complementarias, en la medida en que la democracia puede realizar los fines del Estado Liberal, y aquélla solo se puede implementar en un Estado Liberal.
A continuación trataremos de demostrar la incompatibilidad existente entre ambos modelos, tal y como recoge la segunda tesis expuesta, sobre la base del análisis del Derecho.
En primer lugar, tal distinción se podría verificar sobre la siguiente cuestión:
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El liberalismo surge como una corriente de pensamiento que, ante el problema o dilema de si deben gobernar las leyes o los hombres, responde afirmando que deben gobernar las leyes, centrando por tanto su análisis de estudio sobre la fundamental temática del cómo se debe gobernar.
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Por el contrario, la democracia se configura como una teoría política que ante tal cuestión responde que deberían gobernar los hombres y, como consecuencia, se centra en desarrollar el mejor sistema posible para elegir a los gobernantes, constituyendo así su núcleo de análisis la problemática acerca del quién debe gobernar.
Así pues, si la perspectiva liberal se centra en el cómo y la democrática en el quién, en teoría resultaría de ello que ambas tradiciones no son inconciliables. Sin embargo, su constatación a nivel práctico nos demuestra más bien lo contrario, puesto que las democracias liberales actuales se configuran como un modelo político distante tanto del sistema liberal puro como del auténticamente democrático.
De este modo, observamos que el encuentro entre democracia y liberalismo, más que en el ámbito teórico, se ha llevado a cabo en el terreno de la praxis política, ya que tal convergencia ha dado lugar a un original modelo en el que se llegan a fundir conceptos y valores de herencias ideológicas no asimilables e incluso en muchos aspectos irreconciliables2.
Ahora bien, lo destacable aquí es que ambas tradiciones se consideraron mutuamente antitéticas hasta el momento en que la aparición de la amenaza totalitaria –con la implantación y posible expansión de regímenes comunistas y nacionalsocialistas– les indujo a unirse con el objetivo de poder combatirlos ideológicamente y hacerles frente común.
Sin embargo, con la desaparición del enemigo común las divergencias volvieron nuevamente a acentuarse. Y es que ambos conceptos difieren en una cuestión básica: cómo afrontar la permanente problemática de la concepción del poder:
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El liberalismo adopta una actitud de firme desconfianza frente al poder político, estableciendo como solución la soberanía del derecho (rule of law), a la cual se encuentran sometidos tanto los gobernantes como los gobernados, y que se funda sobre la doctrina del derecho natural. El límite al poder se encontraría pues en el derecho así constituido, y, por lo tanto, se trata de reducir al máximo el número de cuestiones cuya solución precisa ineludiblemente de la aprobación expresa por parte de una mayoría.
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La democracia, en cambio, tiende a elaborar mecanismos institucionales de representación mediante los cuales la voluntad soberana, que reside en el pueblo, se pueda manifestar y materializar en el ejercicio del poder a través de representantes elegidos libremente por los gobernados. La teoría democrática se funda en el concepto de soberanía popular o, lo que es lo mismo, sobre la firme creencia de que la soberanía es patrimonio exclusivo de quien detenta el poder de establecer qué es derecho, es decir, del pueblo representado a través del Parlamento. De este modo, la teoría democrática establece como límite al poder político el mismo derecho que deriva del ejercicio soberano a través de la representación política. Lo cual conlleva una dinámica intrínseca tendente a extender al máximo las cuestiones y problemáticas para cuya solución se hace necesario la participación pública expresada mediante la aprobación por mayoría, al tiempo que constituye en sí misma una total contradicción que carece de solución definitiva, pues, en realidad, lo que viene a significar es una limitación voluntaria por parte del propio gobierno3.
El desarrollo de tal distinción analítica nos conduce a la configuración de dos perspectivas y dinámicas políticas claramente diferenciadas y opuestas en relación a la concepción del poder4:
1. Tradición liberal:
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Considera que el orden puede surgir, de forma lenta y gradual, a través de un proceso social y cultural no finalista, así como de un derecho que tiende a prohibir aquellos comportamientos cuyas consecuencias podrían poner en peligro el mantenimiento y estabilidad de tal orden, o bien cuyos efectos no parece posible prever de modo adecuado.
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De tal axioma se deriva que el mejor régimen político será aquel que permita la convivencia pacífica del mayor número de finalidades individuales, libremente concebidas y, por lo tanto, en ausencia de coacción política externa. Así pues, el poder político tendría como función básica el hacer posible la convivencia en sociedad de tales diferencias naturales, inherentes a la naturaleza humana.
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Siguiendo el desarrollo lógico de tal dinámica, de ello resulta que en el fundamental ámbito de atribuciones competenciales el Estado debe ser limitado y estrictamente restringido en cuanto al desempeño de sus funciones con el fin de evitar en la medida de lo posible que el poder sea patrimonio exclusivo de la opción política mayoritaria, es decir, del conjunto de expectativas individuales que, una vez lograda la victoria electoral, pueda servirse del poder para ejecutarlas o bien protegerlas.
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Por esta misma razón, el liberalismo sostiene que debe existir una zona neutra entre gobernantes (poder político) y gobernados (finalidades individuales) que venga definida por la ausencia de intervención pública. Nos estamos refiriendo, más concretamente, al mercado, como una institución social producto de la cataláctica que tiene como función principal la composición y articulación pacífica de expectativas individuales.
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El papel de los gobernantes debe ceñirse a que en el mercado se garantice a todos el derecho a actuar en condiciones de libertad. El énfasis se pone en la realización y garantía de la libertad.
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Ello, a nivel institucional, se concreta en el mantenimiento del derecho y las libertades individuales mediante una rígida distinción entre poderes ejecutivo, legislativo y judicial, centrando así el problema en garantizar los derechos de las minorías al tiempo que se limita en lo posible el poder de la mayoría. Con ello, se pone de manifiesto que la finalidad liberal se centra en la defensa a ultranza de una serie de derechos individuales (vida, libertad y propiedad), de carácter natural e inalienable, cuya esfera ha de encontrarse aislada de toda injerencia externa, por ser constitutivos de la condición y la naturaleza humanas.
2. Tradición democrática:
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Esta corriente de pensamiento, por el contrario, considera que el mejor régimen político es aquél en el que las diferencias entre los individuos se reducen a lo naturalmente posible. Se establece, por tanto, un determinado orden ideal tendente a lograr la plena igualdad entre los hombres, de lo cual deriva que se establece un fin u objetivo ético-político5 centrado en la igualdad como valor básico y fundamental.
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Tal objetivo debe ser alcanzado mediante la elaboración de disposiciones legislativas específicas que emanan de los representantes políticos elegidos por el pueblo, titular de la soberanía.
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Conforme a tal objetivo, dicha tradición defiende que el poder político tenga como función básica la eliminación de aquellos obstáculos que se interpongan para el logro y realización de la igualdad. Precisamente por ello el mercado se concibe como un instrumento más al servicio de la política, justificándose así el intervencionismo en el ámbito económico y social.
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Por esta misma razón, el poder político desempeña una función directora en cuanto a la consecución de finalidades democráticamente elegidas, pero vinculantes en todo caso para la minoría, a pesar de que ésta muestre su desacuerdo u oposición.
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Por ello, en lo que respecta al fundamental ámbito de los derechos individuales (vida, libertad y propiedad), si bien reconoce y respeta su existencia, el demócrata tiende a considerar y valorar positivamente tales derechos desde una perspectiva instrumental. Es decir, en función de su particular aportación a la consecución de finalidades comunes respecto a las cuales sea posible la formación de mayorías.
Las diferencias entre ambas tradiciones existen y son evidentes, pese a que en la práctica política han llegado a ser refundidas y reinterpretadas a través de una rebaja parcial de sus fines y contenidos teóricos, para posibilitar así su arreglo y convivencia a nivel político.
Sin embargo, ambas perspectivas muestran, tanto a nivel teórico como práctico, sus importantes divergencias en cuanto al modo de limitar las competencias atribuibles al poder político, así como los instrumentos precisos para evitar que se abuse de su ejercicio.
En este sentido, el recelo y desconfianza que muestra el liberalismo respecto al aumento del poder de decisión de la clase política en la esfera económica deriva de la conciencia de los riesgos que tal aumento comporta para el mantenimiento, defensa y protección de los derechos y libertades individuales6.
Al hilo de lo expuesto surgen, pues, una serie de cuestiones básicas y fundamentales con el fin de situar correctamente la problemática política y debate teórico propio de nuestros días:
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¿En qué medida la opción política se encuentra inmersa en un lógica, meramente democrática, tendente a ser orientada hacia la maximización del interés de la clase gobernante?
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¿Con qué instrumentos cuenta un régimen democrático para evitar de modo efectivo que los gobernantes sigan una determinada estrategia con el objetivo de maximizar sus propios intereses, es decir, el mantenimiento y reforzamiento de su propio poder?
El fundamental concepto de ley
Una de las cuestiones centrales presentes en la historia de toda la filosofía política desde Platón consiste en la dicotomía teórica en cuanto a la conveniencia de un "gobierno de los hombres" o un "gobierno de la ley", cuya respuesta conforma la raíz de la distinción entre liberalismo y democracia.7
a) Liberalismo:
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La teoría liberal responde a esta fundamental cuestión afirmando que el único fundamento legítimo en cuanto a la acción de gobierno debe estar basado en el denominado imperio de la ley, una particular concepción sobre la relación y vinculación directa existente entre libertad individual y ley.
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Ahora bien, tal teoría se basa sobre la idea de que el derecho no debe ser concebido como producto directo de la voluntad humana8, y mucho menos de la voluntad política, sino como resultado y consecuencia de la aplicación del denominado derecho natural9, el cual debe entenderse como un conjunto de normas que deben ser observadas con el fin de alcanzar una pluralidad compatible de finalidades individuales.
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Los derechos naturales son preexistentes y anteriores al Estado, cuya función debe ceñirse exclusivamente a garantizar su aplicación y vigencia. El Estado es concebido como garante de la ley natural, siendo el mejor régimen aquél que permita del mejor modo la convivencia pacífica de finalidades subjetivas diversas a nivel individual.
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Así pues, para la tradición liberal la soberanía reside en el derecho y, por lo tanto, a él se encuentran sometidos incluso quienes detentan y ejercen el poder político. Se trata, pues, de una soberanía impuesta sobre gobernados, pero también sobre gobernantes, ya que la principal función del Estado no consiste en crear el derecho a través de la función legislativa ejercida por representantes con el fin de que la ley coincida con determinados proyectos o intereses, sino simplemente en garantizar que la ley, entendida como natural, se observe.
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De este modo, la solución al problema del mejor régimen político no depende del mejor modo de elegir a los gobernantes, sino de la creación de buenas instituciones y buenas leyes10, algo que únicamente es posible mediante el respeto y vigencia del fundamental proceso de la cataláctica. La función de la filosofía política consiste en "diseñar instituciones que impidan incluso a los malos gobernantes hacer demasiado daño"11.
b) Democracia:
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Por el contrario, la democracia, entendida como el gobierno de la mayoría, centra su atención en que la actividad del gobierno sea ejercida por los mejores. Es decir, la teoría democrática se ha desarrollado como un intento de respuesta a la siguiente pregunta: ¿a qué hombres hay que confiar el poder?, es decir, ¿quién debe gobernar? La respuesta general, según la tradición democrática, es que los gobernantes tienen que ser los representantes de la mayoría de la población.
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Pero en tal caso el derecho deja de ser la generalización de normas que han demostrado ser las mejores para convertirse en el conjunto de leyes o normas que los mejores o la mayoría consideran más adecuados para alcanzar los fines que pueden revelarse, descubrirse, imponerse o decidirse por mayoría.
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Consecuencia de ello es que el poder legislativo tenderá a identificarse con el poder ejecutivo, como efectivamente sucede en la actualidad en el seno de nuestro sistemas políticos, con lo que se limita hasta el extremo la posibilidad de poder ejercer un control efectivo sobre el gobernante. El derecho en democracia tenderá a ser expresión de quien ostenta la soberanía –en este caso la mayoría– o de la voluntad de quien ejerce el poder político.
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La teoría democrática, al atribuir a la mayoría tanto el poder de la dirección política como el de crear el derecho a través de la legislación, acabó por descuidar e imposibilitar en la práctica la fundamental función de controlar de forma efectiva el poder político ejercido por los gobernantes, quedando así desprotegida y vulnerable la esfera privada de libertad individual ya que, en última instancia, su definición dependerá de la voluntad popular.
La filosofía política contemporánea se ha centrado mayoritariamente en concebir el mejor régimen en base a la adopción del mejor modo de elegir a los gobernantes (mediante sorteo en la antigua Grecia, hoy mediante elección). Es decir, en base a adoptar el mejor sistema electoral, eludiendo, por tanto, la cuestión del control político. Consecuencia de ello es que los gobernantes democráticos gozan en la actualidad de poderes nunca soñados por los denominados monarcas absolutistas, lo cual resulta ciertamente significativo, al tiempo que paradójico.
Se ha optado por un análisis equivocado de la cuestión puesto que, si bien ello se ha intentado compensar mediante la aprobación de una constitución limitadora del poder, la práctica política demuestra lo contrario, al no tenerse en cuenta que tal mecanismo constitucional puede ser también modificado por el cuerpo legislativo del que surge el mismo gobierno.
De este modo, la mayoría viene a disponer de un poder hasta ahora desconocido sobre todos los ámbitos de la vida social e individual. Sin embargo, se sigue hoy en día buscando la solución del mejor régimen en el perfeccionamiento del sistema electoral (democracia participativa) y no, sin embargo, mediante la reducción del poder a disposición de los políticos para imponer tributos y redistribuir recursos de forma arbitraria.
Jurisprudencia frente a legislación
Tal y como venimos observando, la distinción que establece la doctrina liberal entre derecho, economía y política resulta fundamental para poder controlar de manera efectiva el poder y ceñir así el Estado a su función originaria de garante del derecho.
El problema de la soberanía12 se encuentra ligado, pues, al nacimiento y formación del derecho, de cuya particular interpretación resultan dos concepciones políticas contrapuestas (democracia y liberalismo) y, por tanto, dos modelos distintos de régimen político.
En este sentido, la formación del derecho se constituye como un núcleo de estudio y debate teórico básico para poder llegar a comprender la sustancial diferencia existente entre la tradición liberal y la democrática:
a) Liberalismo:
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El derecho no coincide con el conjunto de leyes emanadas de los políticos para alcanzar fines específicos sino que se trata de un conjunto de normas de carácter general y abstracto, universalmente aplicables, que tienen la finalidad de hacer previsibles las consecuencias de las acciones con las que los individuos se proponen conseguir determinados fines subjetivos. De ahí deriva que el Estado liberal tenga como función básica asegurar la certeza del derecho y no convertirse en un mero instrumento con el que las mayorías cambiantes se proponen salvaguardar sus propios intereses; debe ser un conjunto de normas a las que todos se hallan sometidos (rule of law) en tanto que ciudadanos, políticos o burócratas.
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En este sentido, el derecho, al igual que otras importantes instituciones sociales, surge como producto espontáneo de voluntades colectivas no orientadas hacia el fin concreto de su creación. En cuanto al proceso de formación del derecho, podríamos señalar como nota aproximativa lo expuesto por Cicerón13 en cuanto al nacimiento de la constitución romana:
Nuestra constitución política era superior a la de todos los demás estados, porque las leyes y las instituciones no habían sido obra de determinados hombres (...) no surgió por obra de un solo hombre o de una sola generación, sino a lo largo de muchas épocas y por obra de muchos hombres. Pues decía Catón que jamás existió ingenio tan alto al que nada pudiera escapar, y que ni siquiera muchos ingenios reunidos, sin la experiencia que deriva del paso del tiempo, podrían en un solo momento histórico preverlo todo y ocuparse de todo.
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La primacía de la ley, su soberanía y su título para gobernar derivan, precisamente, de que el derecho no es el producto de una sola voluntad sino el resultado, a menudo imprevisto, del encuentro de una pluralidad de voluntades individuales y de experiencias orientadas a eliminar aquellos obstáculos que impiden a los individuos participar en condiciones de libertad en el proceso de crítica y, por consiguiente, modificación de las instituciones sociales.
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Se trata de un proceso de selección cultural tendente a eliminar las instituciones que no son capaces de resolver los problemas y las situaciones nuevas en cuanto a su universalización.
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Su función básica consiste en: por un lado, evitar la formación de monopolios, tanto económicos como legislativos, que privarían a los individuos de una libertad real de elección; por otro, garantizar la competencia entre los fines individuales y evitar que su persecución provoque consecuencias negativas que constituyan un límite para el disfrute de los derechos individuales de los demás.
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Por ello es conveniente que la actividad legislativa se encuentre limitada y en ámbito distinto al de la actividad del gobierno, con el fin de evitar el monopolio de la producción del derecho.
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La soberanía es entendida aquí como la producción jurisprudencial de normas capaces de regular la dinámica social a través del derecho, pero éste ha de ser concebido no como un mero atributo de los hombres sino como descubrimiento de un orden de las cosas que trasciende a los actores sociales (derecho natural), o como un proceso evolutivo de selección de comportamientos tendentes a asegurar un determinado orden.
b) Democracia:
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Las teorías y doctrinas contractualistas conciben el derecho en sentido contrario, ya que se centran en cómo concebir la producción política del derecho, así como las normas necesarias para hacer funcionar de forma efectiva la estructura institucional del Estado moderno.
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El hecho de que el derecho pueda ser concebido como producto de la voluntad humana, es más, de una voluntad concreta (la de la clase política en tanto legisladores), contrasta enormemente con la tradición del derecho natural y del derecho romano.
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Pero aún más importante es la transformación que de ello se deriva en cuanto al papel que debe jugar el Estado: de garante del derecho natural a fundador legítimo del mismo.
Así pues, en torno al fundamental concepto del derecho surgen dos concepciones plenamente contrapuestas, siendo el modelo liberal un régimen político que se encuentra caracterizado por los siguientes principios básicos:
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En el liberalismo, es la sociedad y no el Estado la que representa el carácter natural de la vida asociativa, siendo ésta el resultado involuntario de una serie de actos de intercambio en los que confluyen motivaciones y expectativas diversas y subjetivas. Se basa, pues, en el respeto a lo pactado y en la conciencia de que los intercambios comportan consecuencias previstas e imprevistas, de carácter positivo o negativo.
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En tal concepción, el derecho constituye el único bien común de una asociación civil, un intento de hacer previsibles los resultados de las acciones. Por ello, consiste en normas de carácter negativo que prohíben comportamientos que no es posible universalizar a no ser a costa de cuestionar la existencia misma de una sociedad.
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El derecho, como conjunto de normas de comportamiento universales y abstractas, no se propone alcanzar fines sino hacer posible la coexistencia de una pluralidad de expectativas subjetivas. De este modo, una acción socialmente buena será sólo aquélla que no tiene consecuencias indeseadas para otros.
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De aquí parte el recelo que los liberales tienen ante las teorías políticas que atribuyen al Estado un papel distinto del mantenimiento del derecho, ya que toda intervención del Estado tendente a la consecución de finalidades éticas puede tener la consecuencia de aumentar el poder discrecional de los gobernantes sobre lo que ha de entenderse como bien. Mientras que no es cierto que el bien de quien solicita la intervención de los gobernantes redunde también en bien de los gobernados, que sufren las consecuencias, pues, a causa de la desigual distribución de conocimiento y de tiempo, nuestra idea de lo que es verdadero y bueno no siempre coincide con lo que también es bueno para los demás.
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En definitiva, atribuir a los gobernantes el poder de realizar el bien significa exponerse al riesgo de aumentar su poder. De este modo, la intervención del Estado a favor de la justicia social termina por convertirse en un modo de despotismo iluminado14.
De todo ello se concluye que no sea casualidad el hecho de que el fundamento jurídico de la tradición política democrática sea el concepto de obligación jurídica, mientras que el de la tradición liberal sea el de derecho de resistencia.
Teoría de la división de poderes
La teoría de la tripartición del poder en ejecutivo, legislativo y judicial parte de Montesquieu, y se desarrolla con los Padres Fundadores americanos, Benjamin Constant (1767-1830), Guizot (1787-1874) y demás pensadores que habían estudiado la posibilidad de controlar el poder a través de la constitución, hasta llegar a Hayek.
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Su fin es salvaguardar los derechos naturales (vida, libertad y propiedad), evitando que el poder político y el legislativo residan en las mismas manos. El objetivo es crear eficaces limitaciones a su ejercicio, pero también marcar con claridad la separación entre quien produce el derecho y quien ejerce la función política.
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La lucha para sustraer a quienes tienen el poder político la potestad de establecer qué es derecho se configura así como uno de los temas clásicos y constantes de la tradición liberal, distinguiéndola de las demás tradiciones políticas, ya que un liberal es extremadamente reacio a atribuir al mismo conjunto de personas el poder legislativo y el poder ejecutivo, al considerar que la separación entre estas dos funciones es condición indispensable para garantizar la libertad.
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La principal preocupación del constitucionalismo liberal consiste en configurar el mejor orden político en torno a la cuestión de limitar el poder del Estado, en tanto que el poder es entendido como limitación de la libertad. Se trata de una visión crítica al ejercicio del poder cuya base consiste en la concepción de la libertad individual en tanto resultado de la natural diversidad entre los hombres, y que se centra en evitar que quienes detenten la soberanía monopolicen la producción del derecho así como la distribución de los recursos y los bienes presentes en una sociedad15.
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Una auténtica sociedad liberal se caracteriza por su dedicación plena a maximizar las condiciones de libertad dentro de la ley y permitir así que los individuos intercambien informaciones, bienes y servicios que consideren útiles para la mejor solución de sus propios problemas. La función del Estado consistiría en garantizar que ese intercambio se realizase en condiciones de libertad y que, en todo caso, se reconociera al individuo su derecho a ser el mejor juez de sus propios intereses.
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La teoría clásica de la tripartición del poder se caracteriza por la distinción entre quien hace las leyes y quien, estando al mismo tiempo sometido a ellas, las aplica (rule of law), y también por ser una modalidad de control efectivo y reducción del poder político y de sus posibles abusos a través de la formación de poderes que tengan una legitimidad distinta e independiente a modo de contrapesos.
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Este modelo tiene como presupuesto y fin que la intervención del Estado en la esfera económico-social sea extremadamente reducida, puesto que un Estado intervencionista implica el riesgo de que quien gane las elecciones se adueñe de la totalidad del poder, sirviéndose así del presupuesto estatal como de un instrumento para acrecentar su propia clientela electoral y hacerla duradera16.
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De ahí que en una teoría constitucional liberal coherente sea indispensable no sólo que los tres poderes estén separados, también que el jefe del Ejecutivo tenga una legitimidad y una modalidad de elección distinta y separada de la de las cámaras y, finalmente, que el Estado carezca de competencias redistributivas.
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Así pues, la constitución no puede ser de carácter programático (como la mayoría), ya que, siendo casi inmutable, constituye de hecho un despotismo jurídico, pues el tratar de concebir la inmutabilidad de la constitución como una especie de derecho natural presupone la identidad entre derecho natural y Estado17.
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El principal problema reside en lograr fijar unos límites eficaces a la voluntad de la mayoría mediante la formación de una constitución liberal que tenga por objetivo garantizar los derechos y libertades individuales, las normas relativas al funcionamiento de los poderes y sus relaciones y que, finalmente, se base en la distinción entre ejecutivo y legislativo.
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Se entiende ahora por qué el liberalismo se opone a una intervención del Estado en el mercado con el fin de especificar sus propios objetivos, tratando así de separar la función legislativa de la dirección política, y ambas de la esfera de gestión de la esfera económica. En esto consiste, precisamente, la esencia de la tradición liberal en oposición a la tradición democrática, que concibe el derecho como expresión de la voluntad del pueblo soberano. Para esta última lo importante no es la defensa de los derechos individuales, sino que se logren los ideales de justicia social e igualdad.
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Y es que debemos tener en cuenta que la teoría de la división del poder surge en un período histórico18 en el que el titular de la soberanía (el rey) trataba de aumentar su poder y luchar contra una limitación que le venía impuesta, consistente en la existencia de un derecho que no había creado ni que podía modificar. Se trataba del derecho natural y la tradición jurídica, expresada en los parlamentos, los cuales empezaron a asumir funciones análogas a las de hoy en día, como la posibilidad de establecer y controlar el presupuesto del Estado (no taxation without representation), aumentando así su poder. Sin embargo, y esto es lo importante, tal aumento de poder parlamentario acrecentó la tensión existente entre el rey soberano y el Parlamento, los cuales, no debemos olvidar, se constituían como poderes con fuentes de legitimidad distintas e intereses contrapuestos.
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Sin embargo, tal situación no tardó mucho en cambiar, ya que el creciente desarrollo económico supuso el surgimiento de una nueva clase política que, al tiempo que reclamaba la participación en la vida política, se proclamaba portadora de la soberanía, lo cual choca y se contrapone con la idea de soberanía, tanto de la absolutista como de la liberal (soberanía de la ley). Se trataba de la soberanía popular (soberanía perteneciente únicamente al pueblo) y del inicio de la teoría democrática moderna, donde el ejercicio del poder es reclamado, íntegramente y sin mediaciones ni restricciones, por la mayoría y delegado a sus representantes.
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La principal consecuencia de ello es que acaba sucumbiendo la compleja y delicada relación de equilibrio y compensación de poderes propia del constitucionalismo liberal. En su lugar, surge la convicción de que tanto el gobierno como el parlamento elegidos por el pueblo y, por lo tanto, representantes legítimos del único titular de la soberanía son también los titulares del monopolio de la producción del derecho.
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Por ello, la tripartición liberal del poder acaba siendo un mero simulacro carente de contenido, puesto que el Estado pasa de ser concebido como un instrumento de garantía a un instrumento para la realización de la igualdad. La principal consecuencia que se deriva de ello es que para perseguir el objetivo de la igualdad, entendida ésta como justicia social, se exige una legitimación ética del Estado y, por lo tanto, de la extensión de sus funciones y competencias.
Finalmente, la división de poder del constitucionalismo liberal, inspirado en la enseñanza de Montesquieu19, entra en crisis, confirmándose así sus temores, ya que desaparece la distinción entre legislativo y ejecutivo, así como el fundamental hecho de que la mayoría ganadora de las elecciones se encarga, además, de gestionar una organización de tipo finalista:
Cuando en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistratura el poder legislativo está unido al poder ejecutivo, no hay libertad; porque se puede temer que el mismo monarca o el mismo senado hagan las leyes tiránicas para imponerlas tiránicamente. No hay libertad si el poder judicial no está separado del poder legislativo y del ejecutivo. Si estuviera unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, ya que el juez sería al mismo tiempo legislador. Si estuviera unido al poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor. Todo estaría perdido si una única persona, o el mismo cuerpo de grandes, de nobles, o de pueblo, ejerciera estos tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas, y el de juzgar los delitos y litigios de los privados.
1 Para profundizar en el estudio de la simbiosis y convergencia entre democracia y liberalismo véase: Ferrán Requejo Coll, Las democracias. Democracia antigua, democracia liberal y Estado de Bienestar; Bobbio, N., Liberalism and democracy; Sartori, G., ¿Qué es la democracia?
2 En este sentido, cabría decir lo señalado por Cabeddu, R., Atlas del Liberalismo, pág. 110: "Podría incluso decirse que el modelo liberal-democrático ha aflorado, sin haber sido querido o proyectado, como un conjunto de remedios empíricos y de compromisos, en relación con problemas que la teoría liberal, la democrática y la socialista no eran por sí solas capaces de afrontar y resolver manteniendo la estabilidad social, la libertad individual y la eficiencia económica".
3 Es decir, el problema irresoluble de la democracia en cuanto a la limitación del poder consiste, precisamente, en que es el propio poder –a través de sus representantes– el que se encarga de establecer sus propios límites de actuación, sirviéndose para ello del monopolio legislativo. Así pues, las demarcaciones competenciales del Estado, al depender de la misma voluntad política de los gobernantes, carecen de un marco fijo y estable, siendo por ello una materia susceptible de cambios y modificaciones en función de decisiones arbitrarias. Si a ello le añadimos además la natural lógica expansiva característica del poder, tal y como ha ocurrido en el seno de la democracia contemporánea (de democracia liberal a democracia social), el resultado de ello no puede ser más amenazador y terrorífico, cumpliéndose así la tan temida por los liberales clásicos tiranía de la mayoría.
4 Véase Cabeddu, R., Atlas del Liberalismo, págs. 112-115.
5 Observamos, pues, que tal teoría expresa un determinado proceso político de carácter finalista, si bien hemos de tener en cuenta que su principal función es la realización de un fin que, por otro lado, no es de carácter natural sino arbitrario en tanto opción mayoritaria surgida de la soberanía popular: la igualdad material.
6 Recelo que, por cierto, no puede menos de aumentar si tenemos en cuenta que el incremento del poder de nuestros gobernantes en la actualidad se fundamenta y justifica con sorprendente asiduidad mediante la utilización dogmática, demagógica y falaz de términos, conceptos y expresiones tan vagos y ambiguos como "solidaridad", "bien común", "sentido de estado", "decisión democrática", “nos lo solicita la ciudadanía”, “los ciudadanos quieren o no quieren aquello”, etc... tan habitual en nuestros tiempos.
7 Para una mayor profundización sobre la distinción existente entre ley (concepción liberal) y legislación (concepción democrática), véase Leoni B., La libertad y la ley.
8 Para profundizar sobre la distinción existente entre derecho, ley y legislación, cabe destacar la obra de Hayek, F.A. von, Derecho, legislación y libertad (1973-79).
9 Sobre la tradición del derecho natural véanse, entre otros, Finnis, J., Natural Law and Natural Rights (1980), Clarendon, Oxford; Leoni, B., La libertad y la ley (1995).
10 Según Popper, el problema fundamental de la política no consiste en si deben mandar los más sabios, los mejores o la mayoría. La cuestión no consiste en quién debe gobernar, puesto que tal dirección conduce tan sólo hacia la legitimación del poder, hacia la conformación de una "teoría de la soberanía incontrolada", ya que quienes así piensan "dan por supuesto que quien tiene el poder puede hacer casi todo lo que quiera, y especialmente puede fortalecer su poder, y por consiguiente acercarse a un poder ilimitado y sin control. Dan por supuesto que el poder político es, esencialmente, soberano". Popper, K.R., The Open Society and Its Enemies (1945), vol. I, pág. 121.
11 Popper, K.R., Conjectures and Refutations (1963), pág. 344.
12 Sobre el concepto y evolución de la soberanía, véase Jouvenel, B., La soberanía.
13 Cicerón, M.T., Sobre la República ; Sobre las leyes, 2ª ed., Tecnos, Madrid, 1992.
14 Sobre la relación implícita y directa existente entre la democracia y la planificación económica, véase Hayek, F., Los fundamentos de la libertad (1998), Derecho, legislación y libertad.
15 Tanto en el campo político como en el económico, la constante preocupación de los liberales ha consistido en evitar la creación de monopolios, es decir, que una posición de predominio pueda transformarse en una posición permanente de dominación mediante la creación de normas favorables a sus intereses o el levantamiento de barreras legales de entrada en un determinado ámbito económico.
16 Tal riesgo se da particularmente de forma especial en un Estado democrático-intervencionista.
17 Una constitución de este tipo, de carácter programático, contiene objetivos éticos, políticos y económicos, de forma que ello acaba por legitimar la intervención del Estado en ámbitos que no le incumben. La crítica liberal aquí se centra en la particular concepción del bien común en cuanto a una irrealizable comunidad de fines y no, sin embrago, en cuanto a una comunidad de normas que se limiten a especificar los comportamientos.
18 En tal contexto, configurado por actores políticos tales como la nobleza, el clero y la naciente burguesía, se sitúa la génesis de la teoría de la división del poder elaborada por Locke y Montesquieu, así como por los constitucionalistas americanos, que la emplean como mecanismo para garantizar las libertades individuales frente a las aspiraciones absolutistas del Antiguo Régimen.
19 Del espíritu de las leyes.