Antonio Alcalá Galiano
"El huracán de la revolución introducido como un torbellino en un cerebro (…) toda la vida moderna concentrada en un personaje (…) las ideas que la España de entonces no podía comprender, trabajando en un solo hombre" (Leopoldo Alas, "Alcalá Galiano. El periodo constitucional de 1820 a 1823", La España del XIX. Colección de conferencias históricas, 1886, vol. II, p. 475).
La leyenda cuenta que Alcalá Galiano murió en pleno Consejo de Ministros. En las calles de Madrid había corrido la sangre de universitarios, transeúntes y algún revolucionario. Fue la llamada Noche de San Daniel, el 10 de abril de 1865. La guardia veterana de González Bravo había disuelto a sablazos una protesta por la destitución del rector de la Universidad Central de Madrid, quien había protegido a Emilio Castelar, autor de un artículo crítico con Isabel II y el Gobierno de Narváez titulado "El rasgo". El Gabinete había querido ejemplarizar separando de su cátedra a Castelar, pero las instituciones y la oposición lo convirtieron en una demostración del sentido reaccionario del Gobierno moderado. Lo cierto es que el Ministerio de la Gobernación se sobrepasó, y las fuerzas del orden mataron a catorce personas en las calles del centro de la ciudad.
Los hechos obligaron al Gobierno a reunirse al día siguiente; Alcalá Galiano era entonces ministro de Fomento. Oyó los hechos relatados por un soberbio González Bravo, y por su mente debieron de pasar los recuerdos de las Cortes de Cádiz, que vivió siendo niño, la radicalidad de la Fontana de Oro y la incapacitación de Fernando VII como rey, perseguido por los franceses, el fecundo exilio londinense, el aprendizaje de la libertad constitucional, la moderación de la madurez, el trabajo en los periódicos, las elecciones, el Gobierno que lideró en 1836 para dar una Constitución que truncó el golpe de La Granja, la dura guerra civil contra los reaccionarios carlistas, los cursos del Ateneo enseñando a la nueva generación de políticos moderados y progresistas, las revoluciones del 48 y 54, su propaganda por una libertad en orden en torno a partidos templados y una Corona constitucional, los reproches de sus viejos amigos doceañistas, el mote de apóstata y renegado, el pueblo saliendo a la calle entre gritos, piedras, barricadas, cañones, sables… y le falló el corazón.
Aprendiendo libertad en Cádiz
Nació Antonio Alcalá Galiano y Villavicencio en el Cádiz de finales del siglo XVIII, pocos días después de la toma de la Bastilla en París, el 22 de julio de 1789. Perteneció a una familia ilustrada, reformista, de funcionarios y militares que creían en la capacidad del individuo para progresar sobre la base del esfuerzo y el estudio. De hecho, Antonio no fue a la escuela ni a la universidad, sino que fue un autodidacta perseverante, con una prodigiosa memoria y un don especial para las lenguas. Su padre fue el marino Dionisio Alcalá Galiano, que por sus conocimientos de astronomía e hidrografía formó parte de la expedición de Malaspina, cuyo objetivo era conseguir un conocimiento científico de los dominios españoles de ultramar. La muerte del padre en la batalla de Trafalgar, el 25 de octubre de 1805, dejó la tutela de Antonio en sus dos tíos: Vicente y Antonio. Si bien el segundo era un experto jurista, el primero fue quizá el que más influyó en el niño. Había sido profesor de matemáticas en la Escuela de Artillería de Segovia, leía a Adam Smith y a David Ricardo, y en 1810 fue elegido para integrar la Junta Suprema, el Gobierno nacional que dirigió los primeros pasos políticos y militares de la Guerra de la Independencia. Vicente Alcalá Galiano publicó en 1781 un estudio titulado Sobre la industria en general y sobre los medios de promoverla en esta provincia (Segovia), en el que proponía la creación de fábricas que incorporasen a la población campesina sobrante. La influencia de su tío Vicente, liberal y políticamente activo, en un Cádiz que entonces era el centro de España debió de ser determinante. Su madre y su tía le procuraron todo tipo de libros, que leía con "voracidad", según contó Antonio en sus Memorias; contaba además con la ingente biblioteca de otro de sus tíos, Juan María Villavicencio, y contrataron a algunos profesores particulares. El estudio de idiomas era moneda corriente en una ciudad comercial como Cádiz, por lo que fue a una academia y su madre le hizo acompañar por un criado irlandés para que practicara la conversación. Al tiempo, durante los veranos aprendió francés con otro tío suyo, que poseía una biblioteca con las obras originales de Voltaire, Rousseau y Montesquieu.
Antonio y su madre marcharon a Madrid. Iban con una carta de presentación que reconocía los servicios prestados por Dionisio Alcalá Galiano a la Monarquía. Buscó un empleo pero sólo encontró los honores que se dieron a los huérfanos y viudas de los muertos en Trafalgar. El Estado no sólo no procuró una solución a la familia Alcalá Galiano, sino que no pagó los sueldos atrasados que en vida debía al padre. Esto generó en Antonio, según señaló en sus Memorias, un sentimiento de engaño y frustración, de sistema que no funcionaba, de país que no merecía una Monarquía ni unos gobernantes de tal guisa. Esta sensación particular se unió al ambiente hostil a Godoy que encontró en Madrid. En algunos círculos, tantos tradicionales como avanzados, se consideraba que el Gobierno de Godoy se caracterizaba por la corrupción privada y pública que había ahogado a la sociedad, y humillado a España ante Francia. En Madrid, Antonio quedó al cuidado de sus tíos Vicente y Antonio, partidarios ambos de una salida republicana a la crisis del régimen. Gracias a un amigo de la familia, un francés llamado Quilliet, accedió a la tertulia de Manuel José Quintana, que por esos años reunía a los más variados reformistas de la capital, como José María Blanco, Juan Nicasio Gallego o Antonio Capmany.
El 2 de Mayo encontró a Alcalá Galiano en Madrid. La situación fue incierta para todos. Su tío Vicente juró fidelidad al nuevo rey de España, José Bonaparte, y al Estatuto de Bayona. Miguel José Azanza, viejo amigo de su padre y uno de los más destacados afrancesados, le ofreció protección cuando fue nombrado ministro por José. No obstante, Alcalá Galiano, según contó luego en sus escritos, se decidió por el bando patriota. La lucha contra los franceses, sin embargo, reunía a grupos muy diferentes a los que sólo unía la existencia de un enemigo común. Los liberales tuvieron en contra un rey falso, una mayoría social que no los comprendía ni aceptaba, un tradicionalismo atado al clericalismo en un país aún clerical, la diversidad de grupos –que los convertía en grupúsculos– y su ingenuidad. Alcalá Galiano se situó con los liberales que apostaban por una sola Cámara, representante de la soberanía nacional, que contara con amplios poderes para emprender reformas. Estaba entonces imbuido por el republicanismo francés. Así lo contaba en sus Memorias:
Discípulo fiel de la escuela dominante de la Asamblea Constitucional en Francia, despreciador de lo antiguo y amigo de edificar el gobierno sobre doctrinas de racionalismo, y no sobre los ejemplos de la historia.
El liberalismo revolucionario de la época le hacía hablar en nombre del pueblo, creyéndose su vanguardia y su salvador, su dirigente; porque Alcalá Galiano distinguía entre pueblo –esa idea de un sujeto colectivo prendado de altas virtudes ancestrales– y populacho –la turba que da rienda suelta a lo peor del ser humano–. En las páginas del diario La Tertulia, y luego de El Redactor General y El Imparcial, defendió, desde un punto de vista roussoniano, la voluntad general y la universalidad de los derechos humanos. El centro de las críticas de sus artículos, sobre todo en El Imparcial, fue el grupo de Argüelles, Toreno, Calatrava y Muñoz Torrero, no por sus ideas, sino por su comportamiento corporativo y cerrado a otros a liberales.
En agosto de 1813 fue designado para incorporarse a la embajada en Suecia. Pasó una temporada en Londres, y en 1814 llegó al país nórdico. Allí recibió la noticia del golpe de Estado de Fernando VII y la derogación de la Constitución de 1812. No había sido Alcalá Galiano un ciego defensor del texto gaditano, ya que siempre pensó que era algo transitorio, aunque útil para la instalación del Gobierno representativo en España. Años más tarde, consideraría la Pepa como el inicio de los errores liberales. En 1815 regresó a Cádiz, donde conoció que su mujer le había sido infiel, por lo que se separó. Ese mismo año murió su madre, y comenzaron los problemas con su familia debido a la gestión de las tierras azucareras heredadas de su padre. Los sinsabores familiares, el desengaño matrimonial, la situación española y la indiferencia de algunos amigos le llevaron a pensar en el suicidio: "Me faltó valor, o hubo en mí el necesario juicio", confesó en sus Memorias. Durante tres años se abandonó, dándose a la "mala vida", lo que le granjeó una mala reputación que utilizaron sus enemigos incluso muchos años después. Quedó amargado, resentido y desconfiado.
No dejó de leer y moldear su pensamiento. Leyó a los sensualistas, como a Cabanis y Destutt de Tracy; a los filósofos del sentido común, como Condillac, Thomas Reid y Dugald Stewart; a Voltaire, del que tomó su utilitarismo político; a Hurgo Blair, de quien asumió el romanticismo; y a Nicolás Böhl de Faber, de quien tomó el casticismo. La libertad y la propiedad serían los ejes de su pensamiento hasta el exilio. No le fue ajena la represión de los liberales que se llevó a cabo durante la restauración del gobierno autoritario de Fernando VII, pero al igual que muchos otros Galiano consideraba que la tiranía engendra tanto deseo de venganza como amor a la libertad. En su obra Índole de la revolución de España de 1808 escribió:
Las atrocidades y locuras hechas en 1814 y 1815 fueron combustibles preparados y hacinados para futuros incendios. Y, como suele suceder, hubo rebeliones porque hubo tiranía; y vinieron crueldades sobre crueldades, siendo las segundas y sucesivas venganzas.
Dos años antes del pronunciamiento de Riego, Alcalá Galiano se trasladó a Madrid a desempeñar el puesto de oficinista en la Secretaría de Estado. Llegó a la capital con su tía y su hijo. Recuperó viejas amistades y contactó con la masonería, en la que había sido iniciado en Cádiz. La masonería era sinónimo entonces de conspiración contra Fernando VII. A mediados de enero de 1819 regresó a Cádiz para tomar un barco que le llevara a su nuevo puesto en Brasil. De camino pasó por Sevilla, donde se reunió con los masones de aquella ciudad, como Evaristo San Miguel, Istúriz y Mendizábal. El objetivo era un pronunciamiento que acabara con la situación. Alcalá Galiano llegó el 29 de diciembre a Cabezas de San Juan, acompañado por Mendizábal, para trazar con Riego la sublevación. Redactó la proclama que leería éste el 1 de enero de 1820. Galiano tuvo que huir disfrazado de marinero, y llegó al Trocadero, donde se reunió con Riego. Se incorporó al Ejército Nacional, y junto a San Miguel redactó los primeros números de la Gaceta Patriótica del Ejército Nacional. Allí reportaba los movimientos militares y argumentaba la sublevación diciendo cosas como esta:
No somos demagogos, ni jacobinos; somos los patriotas constitucionales (…) queremos que la ley mande, que solo ella decida la suerte de los españoles.
No fue hasta marzo cuando llegaron noticias de otra sublevación, la de un regimiento en Galicia, que también había proclamado la Constitución de 1812. El 10 de marzo Alcalá Galiano fue encomendado para parlamentar con el ejército realista de Manuel Freire, que había sitiado a los rebeldes en Cádiz. Freire, asustado, hizo que sus tropas cargaran contra la muchedumbre que recibió a Galiano y a sus dos compañeros. Sin embargo, Fernando VII acabó aceptando que el país, en su mayoría, no le apoyaba o le era indiferente, por lo que decidió asumir el pronunciamiento constitucional.
El orador de La Fontana de Oro
La revolución de 1820 supuso la entrada de un nuevo grupo político en las instituciones, y el reparto de cargos y prebendas. Alcalá Galiano se consideraba protagonista del alzamiento, por lo que esperaba una buena colocación; sin embargo, se tuvo que conformar con su antiguo puesto en la Secretaría de Estado. Además, no consiguió salir diputado por Cádiz. No se le ocurrió otra cosa que hablar en la tribuna del Café del Correo sobre la independencia de la América española de forma comprensiva. Una ciudad que vivía del comercio como era aquella lo vio como un peligro. El asunto le valió la réplica de Santiago Rotalde, que se llevó el aplauso popular, y a punto estuvo de batirse en duelo con él. Tuvo que volver a Madrid, donde el ambiente era como siempre, complicado:
En la plebe [madrileña] el número de los constitucionales era cortísimo, reinando en ella vivo e intenso el amor a la monarquía antigua y a la persona del monarca reinante. (…) Al revés, había casi generalidad en el constitucionalismo de los comerciantes y de las personas de clase media. De los empleados, los más habían abrazado la causa del nuevo Gobierno con cierto fervor, no muy sincero ni muy falso, hijo de su interés. Otros eran nuevos, y éstos debían su amor a la Constitución (…) sus recién logrados destinos.
Para mejorar su imagen pública, comenzó entonces a participar en tertulias radicales, como La Fontana de Oro y la Sociedad Landaburiana. Y se prendió la escarapela verde, que era el distintivo de los liberales más extremos. El orador de esas tertulias era el agitador del momento, el que señalaba a los enemigos, el que se arrogaba la conciencia del pueblo para declamar las verdades, el que enardecía los ánimos entre los vapores del alcohol y el humo del tabaco, el que no había podido sentarse en las Cortes, el que siempre tenía una cuenta pendiente.
Las actividades revolucionarias de Alcalá Galiano en La Fontana de Oro, bajo el Gobierno templado de Argüelles, terminaron por obligarle a cesar de su puesto en la Secretaría de Estado. Aun así, el Gobierno le ofreció un puesto en la legación en Londres, que rechazó porque su ambición era ser diputado. Sí aceptó el puesto de intendente en Córdoba, porque estaba sin trabajo y se podía quedar en la Península. El destino no le duró mucho, porque anuló las elecciones en Lucena porque creyó que había habido fraude, al parecer, pero no lo hubo. La actuación fue arbitraria y desproporcionada, por lo que el gobernador civil de Córdoba le echó de la provincia. En diciembre de 1821 fue finalmente elegido diputado por Cádiz.
Sin embargo, se produjo la dimisión del Gabinete tras la Crisis del Papelito, llamada así porque el rey leyó un párrafo más del previsto en el discurso de apertura de la segunda legislatura, el 1 de marzo de 1821, en el que criticaba a sus ministros. A este siguió el Gobierno de San Miguel, y la irrupción de los radicales en las instituciones. El objetivo del rey era polarizar la vida política hasta el extremo de que se justificara un golpe de Estado o una intervención extranjera. Lo primero lo intentó el 7 de julio de 1822, en lo que los literatos liberales llamaron Batalla de las Platerías, cerca de la Plaza Mayor de Madrid. El fracaso de las fuerzas realistas fue completo, pues movilizó más a los radicales, fortaleció a la Milicia Nacional y dio argumentos a los que veían una reacción inminente. Así lo contaba Alcalá Galiano, con una buena dosis de demagogia, en la Sociedad Landaburiana:
Ciudadanos... Ya habéis vuelto a conquistar el precioso derecho de reuniros y de ocuparos de materias que tanto interesan a vuestra felicidad. Ya es lícito de nuevo en esta tribuna denunciar los abusos del poder. Ya no depende esta libertad del mal humor de un jefe político ni de los caprichos de la autoridad. Este derecho reconquistado lo debéis al valor. Sí, al valor en la memorable jornada del siete de julio, que manifestaron los defensores de la libertad en contra de los agentes del despotismo. Tributadles el más justo y sincero reconocimiento.
Alcalá Galiano se convirtió en uno de los radicales más señeros de la época. A su enorme cultura unía el conocimiento de las claves de la oratoria para la movilización de las masas. Las referencias patrióticas, la invocación al miedo, al protagonismo del pueblo, a la necesidad de la acción y de la alerta, y el uso de conceptos universales le hicieron muy popular en Madrid. Llegó así hasta el punto de que anunció, con acierto, la cercana intervención militar de la Santa Alianza. Pero al igual que en Cádiz se equivocó siendo comprensivo con los independentistas americanos, en Madrid creyó que podría instalar un Comité de Salud Pública e, imbuido de jacobinismo, animó a denunciar las vidas privadas licenciosas, pues, a su entender, la corrupción privada impedía la virtud cívica. Era este un principio clásico del patriotismo liberal, proveniente del republicanismo cívico norteamericano y francés, y que en España se había utilizado, aunque de otra manera, en tiempos de Godoy. La intención de Alcalá Galiano, masón, era desprestigiar a los comuneros, la sociedad rival, y anclada en ese momento en el Gobierno.
Lo cierto es que mientras los liberales discutían entre sí, los reaccionarios se levantaban en Cataluña y la Santa Alianza acordaba en el Congreso de Verona su resolución respecto a España. Tras los discursos parlamentarios de Alcalá Galiano y Argüelles en las Cortes en defensa de la Constitución y contra la injerencia extranjera, se acordó trasladar la Cámara y el Gobierno a Andalucía. Se conocía que el Parlamento francés y el rey Carlos X habían aprobado la intervención militar. Ante esto el rey siguió con su estrategia: radicalizar aún más las instituciones, y nombró un Gobierno presidido por Flórez Estrada, un comunero. El nuevo presidente estaba dispuesto a pactar con las potencias y esperar en Madrid al duque de Angulema para negociar. Esto hizo que los radicales se le echaran encima, y el 19 de marzo no tuvo más remedio que ordenar la salida de las Cortes, el rey y el Gobierno hacia Sevilla. La situación ya estaba en manos de los exaltados, que obligaron al rey a cesar a Flórez Estrada, que nombró un Gobierno presidido por José María Calatrava. Todo fue un manejo de un grupo de masones, que incluso propuso el asesinato del rey. A raíz de este episodio, Istúriz y Alcalá Galiano abandonaron dicha sociedad.
El 9 de junio se conoció que las tropas francesas habían atravesado Despeñaperros. Las Cortes se reunieron aterradas. Fue entonces cuando Alcalá Galiano tomó las riendas de la situación. Propuso pedir autorización al rey para trasladar las Cortes a Cádiz. Era conocido que el rey se negaría. Se produjo entonces la alianza entre Argüelles, que había destacado por su moderación desde 1820, y Galiano, que, según cuenta en sus Memorias, fue el primero a quien se le ocurrió inhabilitar momentáneamente al rey para efectuar el traslado. Acordaron que fuera Galiano quien lo propusiera en Cortes; lo que hizo nada más volver la comisión parlamentaria con la negativa del rey a trasladarse.
No queriendo pues SM ponerse a salvo y pareciendo más bien a primera vista que SM quiere ser presa de los enemigos de la patria, SM no puede estar en el pleno uso de su razón: está en un estado de delirio, porque ¿cómo de otra manera suponer que quiere prestarse a caer en manos de los enemigos? Yo creo pues que ha llegado el caso que señala la Constitución, y en el cual a SM se le considera imposibilitado.
Las Cortes eligieron una regencia y emprendieron la marcha a Cádiz. Muchos diputados huyeron por temor a las represalias venideras, y solo la Milicia Nacional de Madrid, que acompañaba al Gobierno, se mantuvo en su sitio, pues los milicianos sevillanos no quisieron tener nada que ver. La huida a Cádiz no fue la solución y todo se desmoronó. Alcalá Galiano era señalado como el máximo ofensor del rey. Logró un préstamo y salió de Cádiz el 3 de octubre en dirección a Gibraltar.
Literatura y universidad: el exilio
A finales de diciembre de 1823 llegó Alcalá Galiano a Londres. Se acomodó en el barrio de Somers Town, de clase media baja, junto a Argüelles y otros. La evolución en el pensamiento de Galiano se debió a la experiencia del Trienio, a la reflexión sobre el fracaso de la libertad durante esos años y a los nuevos conocimientos que adquirió en Inglaterra. Otros, desde El Español Constitucional de Fernández Sardinó y Flórez Estrada, o Romero Alpuente, preferían culpar a los moderados del fracaso. Alcalá Galiano comenzó la autocrítica con un artículo publicado en abril de 1824 en la Westminster Review, titulado "Spain", que fue el primero de una serie. Sostenía en los textos que la Constitución de 1812 se basaba en una contradicción: instituciones representativas "democráticas" y un rey con amplios poderes. A esto se sumaba la necesidad que, a su entender, había de extender las formas económicas y los valores liberales por la sociedad para asentar el Gobierno representativo en las clases medias y, por otro lado, abandonar las utopías. Empezó a asentar su modelo con la lectura de Lecciones de derecho político, de Benjamín Constant, y la conveniencia de un equilibrio entre el Ejecutivo y el Legislativo, con el rey como poder moderador y constituido como institución por encima de los partidos y sus disputas.
En Londres la vida no le fue fácil. Las clases de español no daban para mucho, y su orgullo le impedía aceptar un subsidio del Gobierno inglés, aunque sí del Comité de Ayuda, un grupo de británicos que simpatizaban con la causa española. Como no tenía casi para comer, se mudó a casa de Istúriz, con quien estuvo hasta agosto de 1825, cuando llegaron de España su hijo Dionisio y una tía suya. La situación mejoró cuando fue aceptado como profesor de español y literatura española en la Universidad de Londres, en 1828. Publicó entonces algunas reseñas sobre novelas de temática histórica, muy de boga por aquellos años.
El acomodo logrado en Londres no le quitó la pasión por el movimiento liberal, y en 1830 viajó al París revolucionario junto a Mendizábal. Allí se formó un directorio para lograr un levantamiento en España, unificando la junta de Bayona, que lideraba Espoz y Mina, y la de Gibraltar, en manos de Torrijos. Mendizábal, que manejó todo aquello, dejó fuera a Alcalá Galiano, para el cual fue una enorme decepción. A pesar de todo, Galiano permaneció en París. Allí se reencontró con Ángel Saavedra, el duque de Rivas. Ambos tenían una situación económica muy precaria y decidieron viajar a Tours en 1832 para pasar a España cuando las condiciones políticas del país lo permitieran. El subsidio del Ayuntamiento de Tours y sus publicaciones en la revista cultural The Athenaeum le permitieron sobrevivir.
El regreso del enemigo del rey
La regente María Cristina dictó una amnistía en febrero de 1834 que al fin incluía a Alcalá Galiano. Tuvo que pedir dinero prestado para comprar el pasaporte. El 18 de julio de 1834 entró en Madrid. Era una ciudad acosada por el cólera, más liberal que cuando la dejó en 1823, asustada por la guerra civil, que el día antes se había cobrado la vida de unos clérigos a los que acusaron de envenenar las aguas para propagar la enfermedad. Comenzó su actividad pública escribiendo en la prensa, en El Observador, Revista Española y el Mensajero de las Cortes, y combatió a los Gobiernos moderados. Fue elegido diputado por Cádiz presentándose como un liberal avanzado, y así lo hizo notar en el Estamento de los Procuradores, donde mantuvo debates muy enconados con Martínez de la Rosa, contra el que llegó a presentar un voto de censura. En la Cámara Baja se sentó junto a Argüelles, cuyo liberalismo pasaba entonces por ser de los más sensatos, siendo ambos conscientes de que la Constitución de 1812, bandera de los exaltados, era un texto de imposible aplicación, y que el Estatuto Real de 1834 era una ley de transición hacia un Gobierno representativo más pleno. En este sentido, Alcalá Galiano reclamó una declaración de derechos individuales, firmando la proposición junto a Istúriz, Flórez Estrada, Joaquín María López y otros.
La oposición a los moderados no pasaba en Alcalá Galiano de la crítica periodística y la actividad parlamentaria. No en vano había aprendido por la práctica las consecuencias de la actitud revolucionaria, y en Gran Bretaña lo que era el normal funcionamiento de una monarquía liberal. Galiano ya había sustituido entonces el jacobinismo de su juventud por el doctrinarismo hijo de la práctica y el estudio. Sin embargo, tenía la vitola de radical, por lo que tras el levantamiento de la milicia nacional en Madrid en agosto de 1835 fue detenido por sospechoso, incomunicado durante 30 horas y retenido una semana. Años después, en sus Apuntes para la biografía del Excmo. Sr. D. A. Alcalá Galiano escritos por él mismo (1865), escribió:
Fui yo sorprendido de noche en mi casa y cama y llevado preso a la cárcel de la Corte, sin que me valiera de amparo mi inocencia absoluta, ni que contra mí no hubiese ni indicio ni culpa ni delación formal que me la achacase.
El nombramiento de Mendizábal calmó el levantamiento de juntas que se había producido en algunos lugares de España. Alcalá Galiano pasó del apoyo inicial a la oposición debido en gran parte al desencuentro en el proyecto de ley electoral. Galiano no defendió la universalidad del voto, sino el sufragio directo para las clases medias sobre la propiedad y la capacidad, en lo que coincidía con los moderados. Fue entonces cuando rompió con su viejo amigo Mendizábal, y el ala derecha del progresismo, encabezada por Istúriz y Alcalá Galiano, se desgajó. La cuestión llegó a convertirse en algo personal. Galiano escribió de Mendizábal que era un hombre "falto de instrucción, e ignorante hasta de las reglas de la gramática –escribió en su Historia de las Regencias (1833-1843)–, así como de la naturaleza de las cuestiones en que debe entender un gobierno". Istúriz, incluso, llegó a batirse con el paladín progresista. Sin embargo, fueron la inoperancia de Mendizábal, el fracaso de su proyecto político y la falta de apoyo en el ejército, en especial Espartero, lo que animó a María Cristina a sustituirle por Istúriz en mayo de 1836.
Alcalá Galiano fue nombrado ministro de Marina. No obstante, actuó como verdadero cerebro y portavoz del Gobierno. Lógicamente, se encontró con la inquina de la mayoría de las Cortes, donde abundaban los progresistas, y votaron varias mociones privándoles de su confianza. Esto obligó a Istúriz a pedir el decreto de disolución. Dieron una ley electoral que pareció satisfacer a los progresistas porque ampliaba el censo, y Alcalá Galiano redactó un proyecto constitucional. En el texto se recogían el bicameralismo, la capacidad de veto del rey, la declaración del derecho, la responsabilidad de los ministros, la iniciativa parlamentaria y la elección popular de ayuntamientos y diputados. Este proyecto debía discutirse en las Cortes que se iban a reunir en julio de 1836. El golpe de La Granja, el 12 de agosto de ese año, dado por unos soldados a sueldo de Mendizábal y el embajador británico, lo impidió. María Cristina fue obligada a punta de fusil a cesar al Gobierno Istúriz, a restaurar la Constitución de 1812 y a nombrar un Gobierno progresista presidido por Calatrava. Este golpe rompió casi definitivamente el equilibrio entre la Corona y el Partido Progresista, que haría que en lo sucesivo la reina prefiriera a partidos de trayectoria leal que a partidos como el progresista, de los que desconfiaba.
Al golpe siguió un sangriento ajuste de cuentas en Madrid, que hizo que Alcalá Galiano temiera por su vida. Se refugió en casa de su primo Montes de Oca. Salió de Madrid a principios de septiembre gracias al ministro plenipotenciario de EEUU. El viaje a Francia duró cuatro días, donde vivió de la caridad de los amigos, ya que el Gobierno progresista le privó de empleo y sueldo, y secuestró sus bienes sin que mediara sentencia. Ya en Pau, juró la Constitución que en 1837, en unas Cortes sólo con progresistas, habían elaborado Argüelles y Olózaga. Esto le valió salir elegido diputado otra vez por Cádiz; pero esta vez por el Partido Moderado.
Alcalá Galiano comenzó su vuelta a la política como siempre: escribiendo en la prensa; y así se prodigó en La España y El Correo Nacional, que dirigía Andrés Borrego, y especialmente en El Piloto, que apareció en 1839 y concluyó en marzo de 1840. Empezó entonces sus "Lecciones de Derecho político" en el Ateneo de Madrid, en los cursos 1838-1839 y 1839-1840, donde se percibió la influencia de Burke, Montesquieu, Guizot, Bentham y Constant, en lo referido a su pragmatismo y la valoración de la tradición. Galiano sostuvo que el alma de las constituciones correspondía a la clase social predominante, y la liberal era burguesa, el grupo más capacitado para llevar el progreso a la sociedad. La fórmula de la libertad con orden precisaba de un pacto entre las clases medias con las instituciones tradicionales, esto es, la nobleza y la Corona. La experiencia le mostraba que el ejercicio de la soberanía nacional podía perturbar ese equilibrio, por lo que prefería el censitario basado en la capacidad y la propiedad. A esto sumaba la necesidad de un Senado aristocrático que compensara una Cámara Baja "popular" y una Monarquía con amplios poderes. Los artículos en El Piloto eran duros y claros, tanto que años después, en sus Apuntes: diría "Nunca obra mía me ha acarreado más odio". Apoyó la ley de ayuntamientos del Gobierno moderado, que tenía la intención de evitar que los Gobiernos municipales, ya fueran progresistas o carlistas, controlaran la fiscalidad y el reclutamiento de quintas, a fin de que no pudieran levantar con el Ejecutivo. Esto no fue tolerado por el Partido Progresista, que se volvió a alzar en armas contra el Gobierno y la decisión de la Corona.
El alzamiento del 1 de septiembre de 1840 encontró a Alcalá Galiano en El Escorial. El conocimiento de que iban a por él y sus acompañantes animó a todos ellos a huir atravesando la sierra. Fueron perseguidos hasta que en Salamanca les perdieron la pista; sin embargo, la sublevación en esta ciudad les obligó a salir de ella y volver a El Escorial a campo traviesa el 27 de septiembre. Días después regresó a Madrid, "donde viví muchos días –escribió en sus Apuntes– saliendo sólo de noche". La renuncia de María Cristina, la disolución de las Cortes y el ascenso de Espartero hicieron que Galiano se alejara de Madrid. Al igual que otros moderados, se refugió en las Vascongadas. El motivo fue que había defendido desde las páginas de El Piloto la conciliación entre Fueros y Constitución, lo que le había granjeado algunas amistades vascas. La defensa fue desde el fuerismo liberal, no integrista, siguiendo la línea de Alberto Lista. Allí colaboró en el periódico moderado El Vascongado hasta 1841. Alcalá Galiano no estuvo en la conspiración de octubre de 1841, cuando al levantamiento en el norte se sumó el intento de secuestro de Isabel II y su hermana Luisa Fernanda, pero, en lo que ya venía a ser una constante, tuvo que exiliarse. Era ya la tercera vez. En la huida con su mujer, Manuela Miranda, falleció su hijo de cuatro años, al no poder resistir las condiciones del viaje, en pleno mes de diciembre. Otra vez Londres, viejas amistades, nuevos escritos, nula influencia.
Un hombre de Narváez
Al producirse la revuelta general contra Espartero en mayo de 1843, Galiano regresó a París para preparar su vuelta a España, lo que no hizo hasta septiembre. No se presentó a las elecciones y no estuvo en las Cortes que declararon la mayoría de edad de Isabel II, pero sí en octubre de 1844 por Madrid, de la mano del general Narváez. A partir de entonces su trabajo fue encaminado a reformar la Constitución de 1837 en el sentido de fortalecer la Corona y conseguir ese poder moderador que se impusiera a las disputas entre los partidos y sirviera de árbitro entre las instituciones. La comisión constitucional quería un Senado más conservador e independiente, la eliminación de la milicia nacional, del jurado para delitos de imprenta y de la autonomía municipal. Alcalá Galiano defendió la postura del Gobierno Narváez: que la reforma de la Constitución no precisara una disolución de las Cortes. Su preocupación, como quedó dicho, era fortalecer la Monarquía, que debía estar relacionada con la Constitución, las libertades y el libre juego político, pero desde una posición de fuerza. Así nació la Constitución de 1845.
Desde entonces, Galiano fue un hombre de Narváez, que suponía para él la libertad con orden, el respeto a la Corona, el fin de los radicalismos, la única vía posible a su entender. Isabel II le nombró senador vitalicio en 1845, lo que le proporcionó la tribuna institucional que siempre había deseado. Fue elegido para presidir el Ateneo madrileño, y convirtió dicha institución en uno de los principales lugares de configuración de la mentalidad conservadora de la época.
Escribió la ampliación a la historia de Dunham, sobre la época de María Cristina y Espartero, titulada ahora con acierto Historia de las Regencias, que resulta ser un magnífico cuadro de la época, pero también un alegato autobiográfico y justificativo de su trayectoria. Galiano no escapó al modelo historiográfico del momento: filosófico y de batalla. Admiró a historiadores ingleses como Gibbon y Macaulay, y tradujo la obra de Samuel Astley History of Spain and Portugal, así como la de Thiers titulada Histoire du Consulat et de l’Empire, a la que criticó por equivocar los datos relativos a los acontecimientos españoles.
La revolución de 1848 y la reacción que se produjo en Europa vinieron a confirmar, a su entender, las ideas que ya había expresado un año antes en sus lecciones en el Ateneo: el error había sido la falta de pacto entre las clases medias y las instituciones tradicionales. La actuación del Gobierno Narváez para sofocar los pequeños brotes que surgieron en España fueron aplaudidos por todos, incluso por los progresistas. Tres años después, en 1851, fue nombrado embajador en Portugal, lo que le llevó a interesarse por la cuestión ibérica, pero sólo para aumentar las relaciones económicas y culturales con el país vecino. Disfrutó del cargo hasta la revolución de 1854, y su figura se oscureció hasta el retorno de Narváez, dos años después, que le nombró miembro del Consejo Real en 1857.
A partir de ese momento centró su actividad en la crítica a la política expansionista de la Unión Liberal, que desviaba recursos financieros y humanos a aventuras exteriores como la Guerra de África, la frustrada intervención en México o la guerra de Annam. Creía que la política exterior debía centrarse en estrechar las relaciones comerciales con los países europeos, especialmente con Portugal. A esto añadió su defensa cerrada del librecambio, política que aprendió en Gran Bretaña, como motor de progreso económico y cambio social, frente al proteccionismo reinante. Convertido ya exclusivamente en un hombre de pensamiento, se dedicó a la política y la historia sin vivir más que con lo puesto, lo que viene a ser una constante en los políticos españoles del XIX. Escribió en sus Apuntes:
Así a los 60 años de edad muy cumplidos, con más de treinta y ocho años de servicio, mandando el partido a que he correspondido durante catorce años, vivo oscuro y pobre, si bien cobrando lo que las leyes dan a los exministros de todas las opiniones y todos los partidos. (…). Desgracias domésticas han causado que sin vivir con clase alguna de lujo o aun de regalo, por gastos irremediables sea hoy mi destino el de una verdadera pobreza.
Narváez le nombró ministro de Instrucción Pública en 1864. Galiano ya estaba envejecido, porque aceptó la imposición de los neocatólicos de dar una real orden que prohibía a los catedráticos expresar ideas contrarias al Concordato de 1851 y a la Monarquía. El hombre que había defendido la libertad de imprenta, y disfrutado de ella en toda situación política, se veía ahora limitándola. Aquella real orden motivó los desórdenes que acabaron con la Noche de San Daniel el 11 de abril de 1865. El último acto de su vida.
Alcalá Galiano ejemplifica muy bien la evolución del liberalismo español, desde la ingenuidad y el radicalismo, la utopía que buscaba un orden nuevo para la armonía y prosperidad de la nación, hasta el choque con la realidad; esa realidad de unos españoles reacios a la libertad, unas instituciones tradicionales que se resistían al cambio y unos liberales difíciles de encuadrar en partidos que hicieran viable el Gobierno representativo. Asumió las obras de ciencia política y constitucional que buscaban precisamente el justo medio, el punto justo en el cual aunar lo que nacía con lo que se resistía a morir. El pragmatismo llenó su vida, los nuevos idealistas le llamaron "apóstata" y los doctrinarios no le compensaron con un reconocimiento apropiado a su altura intelectual, que es la de uno de los máximos teorizantes del conservadurismo liberal español. Todo un ejemplo de nuestra historia contemporánea.
BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA
ALCALÁ GALIANO, Antonio, Historia de las regencias, prólogo de Juan María Sánchez-Prieto, Pamplona, Urgoiti, 2008.
ALCALÁ GALIANO, Antonio, Lecciones de derecho político, estudio preliminar de Antonio Garrorena Morales, Madrid, CEC, 1984.
MARÍAS, Julián, "Antonio Alcalá Galiano, 1789-1865", Boletín de la Real Academia Española, Tomo 45, Cuaderno 176, 1965, pp. 407-420.
SÁNCHEZ GARCÍA, Raquel, Alcalá Galiano y el liberalismo español, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2005.
TORRES, Fernando, "Alcalá Galiano, conservador", Razón española: revista bimestral de pensamiento, núm. 84, 1997, pp. 37-50.