El Estado Sexista. Visión crítica de la discriminación positiva
I. Introducción
La Ley Orgánica para la Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres, del 22 de marzo de 2007, se estructura en torno a la denominada acción positiva. Dicha norma se inspira en la línea discursiva y teórica de la perspectiva de género, que se viene configurando, desde hace ya algunos años, como una corriente de pensamiento emergente en las sociedades democráticas contemporáneas, y cuyo objetivo consiste en combatir la supuesta situación de desigualdad y subordinación que sufren las mujeres con respecto a los hombres mediante la aplicación de determinadas “medidas correctoras” (acción o discriminación positiva), tendentes a la consecución de un igualitarismo real y sustancial que va mucho más allá del ya logrado igualitarismo formal[1] a nivel jurídico entre ambos sexos.
A continuación, trataré de llevar a cabo una reflexión crítica y personal acerca de este tipo de políticas en base a la exposición de diversas líneas argumentales que tienen como finalidad última demostrar la falta de coherencia lógica, insuficiencia teórica, inutilidad práctica y tergiversación conceptual que, en mi opinión, son precisamente las características y rasgos definitorios de las que adolece este conflictivo concepto:
II. Principio de justicia
Las teorías de género se fundamentan, al igual que muchas otras, en el concepto de justicia social[2], del que derivan una serie de principios redistributivos cuya aplicación por parte del Estado pretende el logro de una sociedad más justa y equitativa mediante la eliminación de ciertos desequilibrios y desigualdades que son percibidos como el resultado de un ineficaz funcionamiento por parte del mercado.
Así pues, dichas teorías pretenden superar el tradicional principio liberal de igualdad ante la ley (igualdad formal en cuanto a derechos y libertades civiles y políticas) y aspiran a lograr un marco de igualdad de oportunidades que, mediante medidas redistributivas (dentro de éstas se enmarca la acción positiva), permitiría alcanzar una hipotética situación de igualdad real.
Sin embargo, dicha argumentación adolece de una contradicción insuperable: ¿cómo es posible implementar un modelo en el que para mejorar la situación de los más, en teoría, desfavorecidos (en este caso las mujeres) es necesario vulnerar la posición y derechos individuales de los más aventajados (hombres)? Es decir, ¿cómo aumentar las oportunidades de unos sin disminuir y, por tanto, perjudicar consciente e intencionadamente las oportunidades de los otros?
De esta forma, se llegaría al establecimiento de una vulneración institucionalizada de derechos individuales inalienables que pertenecen a terceros, lo cual implica una violación en toda regla del fundamental principio de igualdad ante la ley, y digo fundamental, por ser éste constitutivo e intrínseco al nacimiento y desarrollo de la democracia moderna.
En esencia, lo que subyace a la teoría de género y su demanda de acción positiva es, ni más ni menos, la puesta en funcionamiento de una serie de medidas destinadas a favorecer de forma arbitraria la posición del colectivo conformado por mujeres en detrimento y perjuicio directo del colectivo conformado por los hombres. Según esta misma argumentación teórica, ¿qué impediría a otros colectivos que se perciban a sí mismos como marginados o discriminados, aduciendo simplemente una situación de desigualdad[3] frente a otros, la aplicación legítima de este tipo de medidas? Es más, ¿por qué considerar legítima y lícita una medida destinada a favorecer a las mujeres respecto a los hombres y, sin embargo, una que favorece a los hombres respecto a las mujeres ha de ser concebida como ilegítima, intolerable y, sin duda, discriminatoria? Ambas, desde la perspectiva del tradicional y liberal principio de igualdad, vulneran derechos individuales, que no colectivos, y, por tanto, ambas carecen de legitimidad teórica y legal. Ambas constituyen una discriminación. Es, precisamente, esta diferenciación básica y la transición desde una concepción y atribución de derechos grupal a otra de carácter individual[4] lo que permitió la superación del sistema propio del Antiguo Régimen, dando origen a la democracia representativa moderna.
III. Principio de igualdad
De este modo, en base a la consecución de una hipotética, al tiempo que utópica, igualdad sustancial o real[5], la acción positiva se configura como un derecho desigual que vulnera directamente el propio principio de igualdad de derechos. Es decir, supone una auténtica discriminación efectiva y la violación de un derecho individual fundamental, reconocido tanto a nivel internacional como nacional (art. 14 de la Constitución española). Por otro lado, la demanda de intervención pública favorable a la mujer en el ámbito laboral implica una tensión creciente entre los conceptos de libertad e igualdad. A mi entender, parece claro que la plena posesión y ejercicio de derechos civiles y políticos a nivel individual y, por tanto, independientemente del sexo o grupo social alguno, es el único sistema capaz de combinar de forma consistente y estable la aplicación de ambos principios jurídicos.
Pero es que, además, parece obvio que el pretendido alcance de una situación de igualdad de oportunidades, tal y como ésta es entendida desde la perspectiva de género, tampoco sirve como base o estructura válida para la consecución de una igualdad real en el resultado final, ya que estos autores en ningún momento tienen en cuenta la fundamental libertad de acción y decisión por parte de los individuos. Y es que, en la práctica, la tan ansiada igualdad de oportunidades siempre acabará produciendo resultados desiguales[6].
Por ello, considero fundamental dejar claro que la igualdad de oportunidades nunca ha sido entendida y jamás deberá traducirse como una igualdad en el resultado. Ambos son conceptos totalmente diferentes. Sin embargo, tal diferenciación es confundida y equiparada conceptualmente –y sin duda de forma intencionada– por los defensores de la acción positiva.
En este sentido, es también imprescindible tener en cuenta que el concepto de igualdad es intrínsecamente subjetivo[7], ya que cada cual posee una concepción distinta acerca de la igualdad al poder sustentarse en criterios de reparto diferentes que, en definitiva, responden a diferentes concepciones de la justicia. Así pues, los argumentos que la teoría de género presenta como lógicos no son tales, sino que son claramente ideológicos y arbitrarios.
Efectivamente, es evidente que la mujer ha sido discriminada históricamente en una sociedad que ha impuesto durante largo tiempo una serie de patrones culturales, sociales y legales de marcado carácter patriarcal, pero una vez alcanzada la igualdad jurídica entre ambos sexos, ¿qué sentido tiene la aplicación de medidas discriminatorias a la inversa? Además, ahora que por fin se ha alcanzado la ansiada igualdad jurídica formal, ¿qué legitimidad posee el hecho de que el hombre de hoy pague por los errores cometidos en el pasado?
IV. Discriminación
Las medidas de acción positiva no contemplan a las personas como individuos, sino más bien como instrumentos de políticas sociales para la obtención de un determinado fin ligado a una serie de intereses particulares y sectoriales. La problemática de fondo consiste en entender erróneamente la individualidad de las personas como un mero elemento circunstancial que depende, directa e intrínsecamente, de un concepto más amplio e importante como es el grupo o la comunidad en la que tal individuo se integra y desarrolla. Esto refleja el ya tradicional debate existente entre comunitarismo y liberalismo, pero, como ya señalé anteriormente, el individuo es el único titular de derechos y libertades, además del conformador de la idea de grupo o comunidad[8], y no al revés, como pretenden estas corrientes de pensamiento.
Se pone en evidencia, por tanto, que lo que realmente se pretende con este tipo de medidas no consiste en la promoción en cuanto a igualdad de oportunidades –aplicable a los individuos y a todos por igual–, sino que va mucho más allá al poner el énfasis en la igualdad de resultados –aplicable a determinadas personas a causa de su pertenencia a ciertos grupos–. Y, sin embargo, como ya se ha reiterado, la contraposición entre ambos términos es clara.
¿A qué se debe entonces el hecho de que la discriminación de una mujer deba concebirse desde una perspectiva de grupo mientras que la de un hombre deba interpretarse estrictamente a nivel individual? ¿En qué se fundamenta tal diferenciación o jerarquización? ¿Es que acaso la vulneración de los derechos de un hombre, por ser a lo mejor menos numerosa que la de la mujer, debe ser considerada como menos grave? ¿Se puede considerar lícita tal ponderación, tal desigualdad de trato? ¿Es que acaso ambos no son víctimas del mismo delito? ¿Se podría entonces considerar justo el hecho de que una violación sexual cometida por una mujer fuera considerada menos grave que si la cometida por un hombre simplemente por ser menos frecuente?
Con ello trato de exponer, sencillamente, la evidencia de que toda discriminación, incluida la positiva, vulnera el fundamental principio de igualdad, aplicable siempre a los individuos, que no a los grupos, y precisamente por eso carece de legitimación alguna.
Por otra parte, las discriminaciones inversas y las acciones positivas son medidas de diferenciación normativa poco razonables, ya que ni todas las mujeres son víctimas de la discriminación, ni todas las discriminaciones son hacia las mujeres.
La teoría de género emplea como única variable explicativa de la discriminación la diferenciación por razón de sexo, sin tener en cuenta otras muchas que son importantes en el ámbito laboral, como la raza, el nivel cultural, la presencia física, la capacidad intelectual, la edad, el poder adquisitivo, la historia personal y familiar de cada individuo, etc. Según esto, ¿por qué no entonces ampliar tales medidas correctoras en función de estos factores? ¿Por qué sólo incluir a las mujeres, cuando otros muchos sufren de igual forma tal discriminación? ¿Por qué no crear cuotas o bonificar y promocionar la contratación de negros, gitanos, jubilados, árabes, minusválidos, exconvictos, feos, pobres...? ¿Acaso la acción positiva para estos grupos no se podría legitimar y formular de igual forma que para las mujeres? ¿Por qué entonces sólo las mujeres son susceptibles de tales políticas favorables? Parece lógico que aplicar un modelo en el que todos estos grupos sean favorecidos a través de políticas sociolaborales resultaría altamente absurdo, pero también totalmente inviable a nivel económico y laboral.
Y dentro del grupo de las mujeres parece igualmente evidente que no todas son víctimas de discriminación. Por ello, no creo que se pueda justificar el hecho de que una mujer acomodada económicamente pueda ser contratada a expensas de un hombre pobre que, seguramente, precise con mayor urgencia ese trabajo, concurriendo en igualdad de condiciones, por el simple hecho de ser mujer.
V. Intervencionismo
Todo este proceso destinado a la introducción e implementación de políticas de género conlleva el establecimiento de una serie de organismos públicos, programas de acción y campañas publicitarias para sensibilizar a la ciudadanía, lo cual supone a su vez la aprobación de importantes y numerosas partidas presupuestarias destinadas a poner en práctica tales medidas tanto en la esfera pública como en la privada. Se trata, por tanto, de una intervención directa por parte del Estado en el mercado de trabajo, cuyos efectos y consecuencias generan más problemas que beneficios.
La creación de entidades públicas destinadas a revisar y corregir los “estereotipos negativos” y las conductas y actitudes “sexistas” mediante la propuesta de modelos culturales alternativos es un grave error, ya que, en primer término, esta idea presupone la existencia de parámetros objetivos para determinar científicamente cuáles serían estos modelos ideales y, al mismo tiempo, legitima al Estado para intervenir en un ámbito tan subjetivo como la determinación de conductas individuales con el fin de revertir las actitudes sociales que se estimen negativas e implantar así un modelo cultural y social alternativo y, por supuesto, arbitrario. Sin embargo, la inexistencia de tales modelos objetivos y neutrales es algo constatable, puesto que responden a una determinada concepción ideológica y a particulares criterios de justicia. Son, por tanto, modelos subjetivos que, contando con la teórica legitimidad política del Estado, tratan de imponer su visión particular sobre una sociedad que se fundamenta, precisamente, en el pluralismo ideológico a nivel grupal y en parámetros de conducta[9] muy diversos a nivel individual y cultural.
Tal intervención carece, por tanto, de legitimación teórica al imponer directamente un determinado estereotipo o conducta social, con lo que la libertad de acción de los individuos se ve claramente limitada.
En el ámbito concreto del mercado laboral, este tipo de políticas promueven y, en algunos casos, imponen la implantación de determinadas conductas y reglas que afectan de forma directa a un ámbito de decisión privado. Algo que, por supuesto, no compete a nadie salvo al propio interesado. Y es que, ¿acaso no parece ilógico tratar de imponer a un empresario el tipo o clase de individuos que debe incorporar a su plantilla? ¿No se tiene en cuenta que dicho empresario, en su búsqueda constante de beneficios, tratará de contratar al personal que estime más conveniente y competente para el desempeño de determinadas tareas, independientemente del sexo, la raza o la religión a la que pertenezca? Evidentemente, existen prejuicios a nivel individual que afectan a la hora de tomar este tipo de decisiones, pero ¿de qué legitimidad y superioridad moral goza nadie para poder decidir por otro en aspectos de la vida que pertenecen estrictamente al ámbito de la esfera y propiedad privada, como es el caso de una empresa?
¿Es que acaso está legitimado el Estado para recomendar o decidir por mí la clase de coche que debo comprar o el tipo de personas que deben entrar en mi casa, con quién me debo casar, con quién debo hacer negocios? ¿No son éstas decisiones que pertenecen también al ámbito de lo privado? ¿Por qué entonces, siendo yo el dueño de mi empresa, puede intervenir el Estado a la hora decidir a quién debo ascender o contratar para un determinado puesto?
Dicha intervención carece de sentido, pero también de utilidad práctica, puesto que la libertad individual se configura como la estructura básica del mercado, es el principio fundamental que sustenta el sistema y lo único capaz de garantizar de forma estable su funcionamiento eficiente.
El mercado desempeña una esencial función de coordinación social[10], es el único capaz de proporcionar un eficaz equilibrio entre los innumerables deseos individuales (demanda) y la diversa y variada gama de productos, bienes y servicios (oferta). Tal sistema descansa sobre los principios básicos de libertad de acción y establecimiento de acuerdos voluntarios por parte de los individuos, junto con la garantía de la propiedad privada y la seguridad jurídica. Sin embargo, libertad y voluntariedad no son compatibles con los conceptos de imposición y obligatoriedad por parte del Estado a través de sus políticas intervencionistas a nivel económico y social.
VI. Conclusión
Esta reflexión tiene por objetivo poner de manifiesto la errónea construcción conceptual y la ausencia de legitimación teórica en torno al conflictivo y polémico tema de la acción positiva. Una serie políticas públicas que descansan sobre una confusión terminológica de marcado carácter intencionado y sectorial en torno al concepto de justicia, igualdad y discriminación.
Medidas todas ellas que, desde la óptica liberal, carecen también de utilidad en cuanto a la consecución de sus objetivos debido a su contradicción interna: son ineficaces e inadecuadas para el logro de la igualdad pretendida, ya que se sustentan en la clara contradicción de lograr igualdad mediante la aplicación de desigualdad, y de establecer el sexo como elemento diferenciador, cuando, curiosamente, se pretende excluir tal diferenciación.
La ineficacia se manifiesta también en su clara incapacidad para lograr lo que tales medidas pretenden:
La aplicación de estas medidas ha dado como resultado un enorme elenco de políticas públicas con cuantiosas partidas presupuestarias, tanto a nivel europeo como nacional. Son cientos de millones de euros los invertidos desde hace años en la puesta en marcha de este tipo de acciones, y, sin embargo, sus resultados no coinciden con el esfuerzo presupuestario llevado a cabo. En este sentido, no existen rigurosos estudios que pongan de manifiesto la evaluación positiva de este tipo de políticas en el ámbito del mercado laboral. Su eficacia, por tanto, no ha sido constatada, más bien se ha demostrado lo contrario, es decir, su manifiesta ineficacia en cuanto a la obtención de resultados favorables.
Por otra parte, se oponen al fundamental principio de mérito y capacidad, que es lo que realmente importa en el ámbito laboral y económico. En este sentido, no parece lógico ni justo otorgar un puesto a un individuo, ya sea hombre o mujer, conforme a la aplicación de un sistema de cuotas o bonificaciones fiscales, sin atender a sus méritos o capacidades. Ello supone una arbitrariedad manifiesta. ¿Acaso parecería justo evaluar una asignatura en función de criterios de género, sin atender al esfuerzo y resultado académico llevado a cabo por cada alumno?
Es, precisamente, la competencia en igualdad de condiciones (igualdad formal) el único instrumento eficaz para incentivar el esfuerzo y la mejora a nivel individual y laboral, mientras que una discriminación arbitraria a favor de las mujeres produce, justamente, el efecto contrario: desincentiva a las mujeres en su lucha constante por ascender a nivel social, cultural y económico. De hecho, la existencia de dificultades y obstáculos es lo que empuja al individuo a fomentar su capacidad de superación, algo que se ha hecho patente en la mejora visible de las mujeres en cuanto a sus condiciones de vida, desde el importantísimo logro de la equiparación jurídica a nivel formal.
Es cierto que la mujer todavía no ha alcanzado el status y poder del que goza el hombre en el ámbito económico-laboral. Por ello, es absurdo negar la existencia de ciertas desigualdades a este respecto entre ambos sexos, al igual que la presencia de ciertas dificultades por mor de ciertos estereotipos sociales y sexistas u obstáculos para conciliar eficazmente la vida laboral con la familiar (maternidad, responsabilidades familiares, etc.). Pero en absoluto coincido con la idea de que la mujer se encuentra en una posición clara de desventaja con respecto al hombre, ya que ambos parten de una situación de igualdad jurídica formal que impide la existencia de discriminación legal y jurídica, algo que antes sí existía.
Se ha podido comprobar el impresionante avance y ascenso protagonizado por la mujer en un período de tiempo increíblemente corto (apenas 50 años). Una mejora evidente a todos los niveles que, sin duda, es ya imparable y únicamente podrá tender a intensificarse. Y sin necesidad de tener que aplicar medidas y políticas de acción positiva.
Los avances a este respecto son claros y han sido posibilitados por la propia dinámica del mercado y no mediante la puesta en práctica de medidas discriminatorias. Los roles sociales y el modelo cultural patriarcal, vigentes y hegemónicos hasta hace poco, están atravesando desde hace ya varias décadas un profundo proceso de transformación que viene impulsado por la propia sociedad a través de la acción y actitudes de los individuos, y no gracias a la aplicación de modelos ideales implementados por el Estado.
La mujer goza cada vez de mayor independencia; de mayor nivel económico; de una mayor y mejor formación y cultura; muchas priman su éxito profesional sobre su vida familiar; escogen ser madres más tarde, cuando ya gozan de una cierta estabilidad laboral, y gracias también a los avances médicos[11]; compaginan mejor su vida laboral y familiar gracias a que disponen de mayores recursos; el papel de la mujer como directiva y empresaria es cada vez mayor, algo impensable hasta hace bien poco; los empleadores son cada vez más conscientes del enorme valor y alta competencia de la mujer en el ámbito laboral, lo cual posibilita el debilitamiento y eliminación de estereotipos de carácter sexista; las empresas son cada vez más conscientes en cuanto a la mejora de las condiciones laborales como, por ejemplo, la creación de guarderías en los centros de trabajo, seguros médicos y escolares, bajas por maternidad, etc.
Así pues, considero que la pretendida situación de igualdad de resultados en el ámbito laboral es un objetivo que se logrará, sin duda, a corto o medio plazo, sin la necesidad de poner en práctica las medidas aquí analizadas y, por lo tanto, sin la necesidad de tener que vulnerar el fundamental principio de igualdad jurídica y el inalienable marco de derechos y libertades individuales.
Con el tiempo, la propia evolución del mercado se encargará de demostrar la validez y acierto de los argumentos aducidos a lo largo de este debate teórico a favor y en contra de la acción positiva.
[1] “Todos los hombres son iguales y deben ser considerados y tratados por igual” y “la ley es igual para todos”. Ambos principios conforman el concepto de igualdad sobre el que se edifica la concepción del Derecho y del Estado modernos, en el que no se reconoce o incluye la diferencia de poder o status intergrupal.
[2] Rawls, John, A Theory of Justice, Cambridge, Harvard University Press, 1971 (traducción al español: Madrid, FCE, 1979). Fundador del denominado liberalismo igualitario.
[3] Desigualdad que, por cierto, se configura como elemento intrínseco de la sociedad y de la propia naturaleza humana, y cuya argumentación podría estar basada en una infinidad de criterios: desigualdad económica, social, biológica, física, personal, intelectual, etc.
[4] El individuo es el único sujeto que se configura como poseedor legítimo de derechos y libertades. Los derechos únicamente pueden ser concebidos con carácter individual y, por tanto, atribuibles exclusivamente al individuo como tal y no a determinados colectivos, independientemente de su situación.
[5] Tal igualdad sustancial implica la consecución de una igualdad en cuanto a resultados, algo que es del todo imposible, tanto a nivel económico como social, en el ámbito de una economía capitalista de mercado.
[6] En lo que respecta al empleo y al diferente rol social debido al sexo, la conclusión es clara: un sistema que garantice la igualdad de derechos en el ámbito laboral y político tendrá como resultado diferencias de decisión ocupacional y comportamiento político, algo ampliamente confirmado en el sistema democrático actual.
[7] Todo juicio de igualdad requiere una selección de criterios de comparación, por lo que no existe un juicio de igualdad neutral.
[8] Lo fundamental es el individuo y no la comunidad. El individuo como eje central, vertebrador y dinámico a nivel social y económico. No somos meros apéndices dependientes de un determinado grupo y, por lo tanto, la individualidad de las personas no ha de ser eliminada o anulada por mor de una instancia social considerada por algunos como superior o por cualquier tipo de fin igualitario.
[9] La evaluación positiva o negativa de los estereotipos es algo intrínsecamente subjetivo, ya que depende de los valores y creencias particulares de los individuos.
[10] Es la denominada teoría del orden espontáneo, desarrollada por numerosos autores de la Escuela Austriaca de Economía.
[11] Aplicación de técnicas reproductivas, mejoras en la calidad y esperanza de vida, y nuevas técnicas anticonceptivas permiten ampliar el ámbito de libertad y decisión de la mujer. La mujer ya no depende tanto de sus circunstancias biológicas y reproductivas, tales limitaciones se van atenuando y, por lo tanto, se ve aumentada su independencia y capacidad de decisión.