Emilia Pardo Bazán
De 1997 a 1999 publiqué en El Mundo un centenar de retratos biográficos sobre grandes figuras de la Historia de España. Se editaron con el título de la serie, Los Nuestros, en 1999, en Ed. Planeta, y salvo algunos detalles por corregir, es uno de los libros que más me ha costado documentar y escribir y, tal vez por eso, de los que estoy más orgulloso. Uno de mis retratos preferidos es éste, dedicado a la novelista más importante en lengua española: doña Emilia Pardo Bazán:
La Genio
No hay en la cultura española moderna fenómeno de personalidad, creatividad, gracia, hondura y libertad, de genio en suma, como doña Emilia Pardo Bazán. Entre los novelistas del XIX, sólo la superan Galdós y Clarín. Entre los intelectuales de signo liberal no hay media docena comparable.
Es también la primera gran periodista española, escribiendo sin cesar desde 1876 hasta su muerte; fue la primera corresponsal en el extranjero –Roma y París–; fundó y dirigió el Nuevo Teatro Crítico; recogió en La cuestión palpitante sus textos sobre estética naturalista en La Época; y reunió sus grandes artículos feministas de La España Moderna en La Mujer Española, acaso el libro más importante y menos conocido del feminismo español. Conquistó, en fin, un lugar de honor en nuestras letras –cuando reverdecían–, y supuso en la sociedad de la Restauración un terremoto permanente, una perpetua novedad.
Todo lo hizo a pesar de ser mujer, sin dejar de ser mujer y reivindicando su condición de ser mujer. Cuando no había cuotas ni discriminaciones positivas, Doña Emilia fue un ejemplo para muchos españoles de lo que significaba la igualdad de los sexos en libertad. Le costó no pocos sinsabores, pero tuvo el orgullo y la categoría de no quejarse jamás. Vivió casi cuanto quiso, casi como quiso y casi de lo que quiso. Dejó una obra admirable que se leerá en el siglo XXI con más gusto y reconocimiento que en el siglo XX. Y aunque su nombre ande hoy perdido en la Universidad rumiante y en la edición académica, acabará como personaje de película, porque lo es.
Nació en La Coruña –Marineda en sus novelas– el 16 de septiembre de 1851. Heredó el liberalismo de su padre, Don José, y el carácter abierto, emprendedor e independiente de su madre, doña Amalia de la Rúa. Su infancia fue un paseo entre bibliotecas, de la estupenda de su casa a la de otra condesa admirable, la de Espoz y Mina, cuyas memorias son uno de los grandes retratos de nuestro siglo XIX.
Leyó siempre con prisa, con fruición, con ferocidad. Literatura y política andaban juntos en aquellos años. Y la familia de Pardo Bazán leía al Duque de Rivas, a Quintana, a su paisano Nicomedes-Pastor Díaz y a Zorrilla. Emilita idolatraba al autor del Tenorio.
Y tanto como leyó quiso que la leyeran. Su indiscutible biógrafa Carmen Bravo Villasante cuenta que, de muy niña, arrojaba desde el balcón papelitos con versos patrióticos a los soldados que volvían de África, y que, en otra ocasión, propinó una oda al veterano conspirador y sempiterno galán don Salustiano Olózaga, de visita en su casa. Abandonó pronto y, casi del todo, el verso por la prosa. También, de alguna forma, la soltería por el matrimonio, a los 17 años. Duró poco el connubio, sustituido por un discreto acuerdo de separación como pareja y continuidad familiar. Adoraba a sus hijos, en especial a Jaime, al que dedicó un libro de poemas con su nombre como título que le editó uno de sus mentores de adulta, don Francisco Giner de los Ríos. El marido, don José Quiroga, se sometió con apreciable dignidad al seísmo con faldas que lo arrasó desde los 15 años.
Doña Emilia, como Galdós, Pereda y otros forzados de la pluma en su tiempo, escribió mucho: artículos, cuentos, novelas, ensayos y reportajes. Con sólo 25 años, derrotó en un certamen de ensayo a Concepción Arenal, con una obra sobre el teatro del padre Feijoo. Tardó un poco en cogerle el aire al género narrativo: Pascual López (1879), obra estudiantil e iniciática, y Un viaje de novios (1881), novela y crónica de balnearios europeos ricos. Pero con La tribuna (1882) logra su primera obra redonda, dentro de la estética naturalista a la que dedicó el ensayo ya citado, La cuestión palpitante, prologado por Clarín y criticado por casi todos, menos Galdós.
No es, como se ha dicho, la primera vez que aparece la mujer en un ambiente obrero, ya que la novela primogénita del realismo folletinesco español es María o la hija de un jornalero, pero el personaje de la cigarrera y revolucionaria Amparo, tan moderno, delicado y complejo, es el primero arrollador y con estilo. Un pregón feminista en un reloj de precisión.
Tras retratar lo urbano, Doña Emilia, que pasaba largas temporadas en su hermosa casa del Pazo de Meirás, y después de un par de tanteos, Bucólica (1884) y El cisne de Vilamorta (1885), escribe el gran fresco rural, recreando a su gusto un campo gallego violento, sensual, lleno de contrastes sociales y culturales, en dos obras formidables: Los pazos de Ulloa (1886) y La madre naturaleza (1887).
Escribiendo a novela por año, nuestra autora no deja de cultivar el llamado naturalismo, que hoy nos parece simplemente una literatura sin censura y con predilección por los conflictos sociales y sexuales, o sea, naturales. La piedra angular, publicada casi un lustro después, es el epílogo de este denso y coherente trayecto literario.
Pero entre sus dos grandes obras rurales Doña Emilia publica dos obritas fascinantes, madrileñas y autobiográficas. Morriña cuenta un amor fatal con tintes adúlteros y de intriga. Insolación es tal vez su obra más redonda, más nítida y atrevida, de técnica portentosa y actualísima. Es la historia de una seducción en los derribos, aceras, afueras y ferias de Madrid. Pero una seducción que no es caída ni tragedia, como en la obra anterior, sino crónica precisa de la fatalidad de las circunstancias, del destino en detalle. Puede considerarse también una descripción muy libre, aunque sin estridencias, del deseo femenino, de su inclinación al sexo inconveniente cuando la ocasión la pintan calva. Fue un escandalazo.
Y es que casi todos vieron en aquellos dos relatos que la condesa de Pardo Bazán no sólo se complacía en mostrar los apetitos crudos y las relaciones salvajes en la naturaleza semifeudal gallega sino que desnudaba en público, ante el Todo Madrid, sus propias historias de alcoba.
Vivía Doña Emilia el apogeo de su popularidad y era el blanco de todas las controversias y el perejil de todas las salsas. Pudo ser la primera presidenta del Ateneo y debió ser la primera académica de la Lengua, pero lo impidieron las resistencias machistas y las envidias femeniles. Si unos detestaban que se metiera en cosas de hombres, otras le envidiaban su fama y su libertad como mujer. La odiaban porque hacía lo que ellas ni se atrevían a pensar. ¿Exposición Universal de París? Allí está Doña Emilia, que se ha atrevido a llevarle la contraria en un café a Víctor Hugo, asistiendo a la inauguración y contándola en la prensa. ¿Llega la novela rusa? Pues ahí está Doña Emilia presentándola por la versión francesa en tres célebres conferencias madrileñas, luego editadas en libro. ¿Y quién está en primera fila? Pues su próximo amante: el mismísimo Galdós. Compréndase la envidia ante el fenómeno.
Pasión crepuscular y relativa, respetuosa y simpática, ésta de Doña Emilia y Don Benito, que ambos simultanean con otras atenciones amorosas: él, mantenidas pobres y amantes ricas; ella, amoríos fulminantes con jóvenes como Lázaro Galdiano y Narcís Oller. La fuerte y la que traiciona es ella, pero se hace perdonar. Galdós le llevaba diez años pero tenía un gran porte, mientras ella, que nunca fue guapa, estaba cetácea, pero las cartas explican de forma hilarante y tierna por qué resultaba tan atractiva. Era una fuerza de la naturaleza y tenía en el coloquio íntimo una gracia chamberilera impensable en una condesa gallega con sus años y arrobas. Por eso era irresistible.
Las broncas tampoco la dejaban indiferente. En Una cristiana y La prueba, de 1890, parece trabar polémica a través de la ficción con algunos de sus detractores morales, como el padre Coloma, Menéndez Pelayo y Pereda. La diferencia de edad entre enamorados, el cruce de afectos o deberes familiares y el remordimiento religioso prueban en ambas novelas que Doña Emilia tenía más en cuenta la opinión de lo que aparentaba. Adán y Eva, que agrupa Memorias de un solterón (1891) y Doña Milagros(1894), parece la justificación del romance galdosiano. Pero en La quimera (1895) vuelve al aguafuerte para retratar aquel Madrid polvoriento y bizcochable.
Doña Emilia presumía de trabajar para vivir, y no paraba. En La sirena negra (1898) se confesó por última vez. Publicó seis libros de cuentos y el erudito Varela Jácome ha descubierto una novela inédita: Selva. Cuando se fue, el 12 de mayo de 1921, había conseguido el título de catedrática de Literaturas Neolatinas y su artículo póstumo se tituló "El aprendiz de helenista". ¡Setenta años y empezando! Dicen que murió pero está vivísima.
***
Sentido y placer de releer a los clásicos
Decía Ortega que había quince años de separación entre generación y generación literaria. También decía que el primer libro se escribe a los 26 años, lo cual puede parecer la típica genialidad superficial orteguiana. Sin embargo, lo cierto es que yo empecé a escribir los primeros textos de Lo que queda de España precisamente a los 26 años –lo publiqué aún con 27– y me he vuelto a leer a Pardo Bazán quince años después, tal vez porque cada cual alberga en sí mismo diversas generaciones intelectuales, que, al menos en mi caso –y en este caso–, se actualizan o decantan cada 15 años.
En 1998, antes de escribir "La genio", leí buena parte de su obra. No toda, porque es enorme, y de algunos títulos no tenía ejemplares, de otros me espantaba el género folletinesco o me ahuyentaba el argumento. Esta vez, me impuse leer y he leído todas sus novelas, largas y breves, docena y veintena respectivamente, amén de un centenar de cuentos, que, si parecen muchos, son sólo una parte de los cientos que publicó en la prensa de entre siglos, sobre todo en el XX, casi hasta el día de su muerte.
Sucede, además, que Pardo Bazán, la gran novelista de Galicia, de la ciudad –La Coruña y Santiago– y del campo –el Carballiño y zonas agrestes y maravillosas de Pontevedra–, la que mejor desveló la estructura social y política de Galicia (Los pazos de Ulloa-La madre naturaleza), no escribía en gallego sino en español, como la inmensa mayoría de los soberbios escritores de una región pródiga en ellos, así que hoy es unaproscrita en su tierra, silenciada por el separatismo gallego y olvidada por el resto de la clase política. Pero es que en el conjunto de España, como una prueba más de la crisis nacional, la gran novela de la llamada generación del 69, la de La Gloriosa o, con más motivo, de la Restauración –Valera, Galdós, Clarín, Pereda, Alarcón, Blasco Ibáñez, Palacio Valdés, Pardo Bazán–, ha caído en el peor de los olvidos, ese semiolvido apenas roto por trabajos académicos meritorios pero que, como todo en la Universidad actual, no atraviesan el muro de la endogamia propia y la indiferencia de los lectores.
Las grandes novelas de Pardo Bazán
Por no alargar esta primera entrega y atendiendo a las necesidades veraniegas[1] de los lectores, recomendaré las novelas que, a mi juicio, son esenciales para entender el interés de la obra de Pardo Bazán. Todas ellas pueden comprarse sueltas, en ediciones críticas o corrientes. La primera es La tribuna, historia de una cigarrera coruñesa que no tiene nada que ver con las espagnolades que tanto molestaban a la autora. La segunda, Morriña, la más naturalista, por acudir al fatal vocablo que iremos explicando más adelante. Con ella, al mismo nivel en todos los sentidos –hasta se publicaron juntas–, Insolación, que me parecía la mejor cuando en 1998 publiqué en El Mundo la breve bio-bibliografía "La genio", aunque al releerlas y pese al feo título me convence más Morriña. Con ellas y su obra más popular, el díptico Los pazos de Ulloa-La madre naturaleza, se tiene una idea cabal de la entidad y calidad de Doña Emilia.
A los que ya conozcan estas obras, recomiendo otro díptico: Adán y Eva (Doña Milagros y Memorias de un solterón), junto a las menos celebradas El cisne de Vilamorta y El tesoro de Gastón. Hay una docena más, buenas y malas, celebradas al salir o ignoradas desde la cuna, que hoy yacen juntas y olvidadas en la fosa común de la Wikipedia, universidad de zangolotinos.
La tribuna y tres joyas tempranas
En la última y pulquérrima edición de la obra de doña Emilia, la de la benemérita Biblioteca Castro, se publican en el primer tomo las cuatro novelas que sus editores llaman "de aprendizaje" y que desembocarían en el celebrado díptico Los pazos de Ulloa-La madre naturaleza y obras posteriores hoy casi olvidadas, en Galicia y en toda España. No estoy del todo de acuerdo, pero voy a seguir ese criterio porque es la edición más a mano y porque, al cabo, las clasificaciones son siempre discutibles. Lo que cuenta son las obras y las lecturas, base de su vigencia y perdurabilidad. Es esto último lo que está en cuestión en la obra de Pardo Bazán, acechada por la fobia antiespañola en su tierra y por el desdén hacia la nación en toda España.
Un ejemplo de la manía de ciertos gallegos a doña Emilia y la cobardía patológica de sus instituciones: la página, muy mona, de su casa-museo, rehén de la Academia Galega, se presenta solamente en gallego, cuando lo mínimo que cabría esperar en España, en una región oficialmente bilingüe y en un museo dedicado a la mejor novelista en lengua española de todos los tiempos, es una versión en español. No la hay, para ahuyentar a los curiosos y, sobre todo, para recordar que Pardo Bazán no es todo lo gallega que debería haber sido para tenerle algo de respeto. Esta es la clase de censura, con celofán de diseño y acre tinta escarlata de condena social, que rige en esta pobre España de las malditas autonomías.
Pero vayamos a la obra, que enterrará a sus inquisidores regionales, no menos rastreros que los que persiguieron en vida a doña Emilia. Y hagamos esa nueva lectura de los grandes autores españoles para hacerlos nuestros como es debido: separando, con libertad de criterio, el grano de la paja, lo que en su tiempo fue nuevo y hoy aburre a las polillas y lo que en su día no fue apreciado y hoy adquiere perfiles extrañamente novedosos. Siempre es así en la obra de los escritores importantes. Faltan lectores que, sin reverencias académicas, cumplan libremente su función: leer y contarlo.
'Pascual López' o el nacimiento de una novelista
La primera de las novelas de Emilia Pardo Bazán, Pascual López, estudiante de medicina, fue desheredada por la propia autora, se supone que por lo temprano de su fecha, no de su edad, ya que tenía 28 años al escribirla y ya había publicado sus ensayos La obra del maestro padre Feijóo, Las epopeyas cristianas: Dante y Milton y las Reflexiones científicas contra el darwinismo en la revista La Ciencia Cristiana.
Era Pardo Bazán un caso insólito de formación intelectual: amén de estudiar a fondo latín y griego, de haberse criado oyendo gallego y de dominar el español –nadie ha tenido en un siglo tan florido un vocabulario tan extenso–, leía y escribía en francés (lengua en la que estudió) y había aprendido por su cuenta inglés, alemán e italiano. Publicaba artículos sobre ciencia –los nuevos descubrimientos de la física, en particular la electricidad– y aunque había leído los novelistas históricos ingleses, a Manzoni y a los franceses, no le gustaba Galdós y no tuvo el impulso de escribir ficción en español hasta que fue madre y escribió Jaime, poemario para su primogénito. Entonces se lanzó a recuperar el terreno perdido con su brío habitual: leyó y admiró a Galdós, Pereda o Alarcón y en unos pocos meses escribió Pascual López.
Tuvo mucho éxito, de crítica y público. Y sin embargo la quitó de sus Obras completas. ¿Por qué? En mi opinión, precisamente por lo que hoy la hace encantadora: lo que para Berlanga era el más íntimo de los espectáculos: "la vestición" –lo contrario del striptease–, ese vestirse y adornarse para los demás y, sobre todo, para sí misma, a los que en su obra de madurez dedicará muchas páginas Pardo Bazán, y que aquí sería algo así como la vestición de una novelista, su verdadero nacimiento.
Pascual López tiene un prólogo, como todas sus primeras obras, que es un homenaje a Cervantes y también una revelación de cómo en ella anidó la sensibilidad artística, que ahora se echa a volar. Su descripción de las viejas piedras de Santiago, símbolo de la España casi siempre postrada y sin embargo extrañamente viva –en esos años, del 69 al 74, España va a comenzar uno de esos periodos de recreación que actualizan su existencia–, es un retrato de la propia autora, de la forma individual en que incorpora la heredad nacional, la historia que parece olvidarse para que la encontremos. Aún es más cervantino, léase gentil y modesto, el arranque de la obra y la presentación del personaje principal, estudiante de buena familia rural, que no es mucho decir y es demasiado poco para presumir, atrapado por el encanto bohemio –a lo Casa de la Troya– de la vida universitaria.
Dicen que la autora tuvo presente su propia biografía de jovencísima casadita –ella 16, él 19–, pero, al margen del ambiente estudiantil, magistralmente descrito, no encaja la raigambre social y medios económicos de ambos con la pobreza casi lampante allí descrita y que, en el fondo, pone en marcha la historia hasta su final. Además de Pascual, juguete de su necesidad y luego de su avaricia, destaca el personaje de Pastora, que los editores de Castro consideran antecedente de la Amparo de La tribuna pero que a mí me recuerda, por su tranquilo talento, por su realismo encantaor, a la Inés de la primera serie de los Episodios de Galdós. Y luego el profesor Onagro, personaje fáustico y cauce para que lo que empieza novelesco y galdosiano –y por ende cervantino– termine romántico y folletinesco, muy a lo Balzac.
'Un viaje de novios' y la madurez oscilante
La raíz balzaquiana de toda la gran narrativa española del XIX, que es la de esta generación de la Gloriosa o de la Restauración, no es muy diferente de la de otros países europeos. Si Cervantes crea para siempre la novela como género literario y hasta como forma de pensamiento, Balzac, antes que Dickens o Galdós, crea la novela como gran género democrático, partiendo del folletín o folletón por entregas, que convirtió los tremebundos enredos del romanticismo en droga adictiva para las clases populares, pero dándole una entidad, una complejidad, que permiten toda clase de lecturas.
La imperiosa fórmula de la entrega semanal o mensual obliga al novelista a seguir los cánones del enredo literario, luego radionovelas y hoy teleseries. Pero a finales de los 70 del XIX y en las dos décadas posteriores, las mejores de la literatura española desde que muere Calderón, las referencias de un creador sólo relativamente joven –Emilia estaba a punto de cumplir los 30, empezó a novelar a los 28– son mucho más ricas. Por ejemplo, la segunda obra de Pardo Bazán, Un viaje de novios –historia de un matrimonio desigual, accidentalmente interrumpido por la luna de miel, paseado por la Francia de los balnearios y rematado en pasión contra reloj– podemos decir que empieza costumbrista, galdosiana o dickensiana, continúa flaubertiana y termina balzaquiana y romanticona, como si lo de Emma Bovary pudiera arreglarlo Jane Austen. A mí me parece una novela encantadora, en la que Pardo Bazán ya se muestra dueña de todos los recursos técnicos para novelar a lo grande pero en la que casi la vemos vacilar –y es parte de la gracia de la obra– al llevar de aquí para allá a su heroína, único personaje –con el paisaje– de interés.
Dos novelones breves: 'La tribuna' y 'Trafalgar'
Federico Carlos Sainz de Robles, que se hizo cargo de la publicación en Aguilar de las obras completas –que nunca lo fueron– de EPB, dice en su segunda versión, en el prólogo del Pascual López, que aunque la obra es estupenda no alcanza la maestría de Galdós, único que, en su generación, se bautizó con una obra maestra: La Fontana de Oro. Lo dice un emiliano y benitiano eminentísimo, porque también se hizo cargo de la edición de la obra de Galdós en los fabulosos tomos de Aguilar encuadernados en piel. Y yerra. Antes de La Fontana de Oro, Galdós había escrito La sombra y El audaz, que no son mejores que Pascual López y Un viaje de novios.
Pero es que, en mi opinión, la primera obra maestra de Galdós no es La Fontana de Oro sino Trafalgar, el primero de sus Episodios. Y sin parecerse, hay muchas semejanzas entre Trafalgar y La tribuna. La esencial: ambas son obras redondas, completas, con personajes que aparecen por primera vez en el caso de Galdós –para vertebrar los diez episodios de la Primera Serie– y no última –aparecerá el hijo de Amparo en otra novela, aunque como personaje sin valor moral– en el de Pardo Bazán. Eso, en el ámbito narrativo, pero es aún más importante el político, el que confiere a ambas novelas su enorme fuerza, multiplicada por su brevedad.
En Trafalgar, Gabriel Araceli es la nación española que despierta a la idea de ciudadanía y que gana, en guerras y aventuras, su derecho a la libertad. En La tribuna, Amparo, hija de un pobre barquillero y una alcohólica, que tras quedar huérfana y negarse a una boda de interés con el torpe ayudante de su casa entra a trabajar en la fábrica de tabacos y se enamora de un señorito que la abandona, al tiempo que toma conciencia de sus derechos cívicos y los defiende dentro de un ideal político: el federal republicano. La diferencia de Amparo y Gabriel es que éste vive los acontecimientos históricos como un español más pero situado en los lugares y momentos de más relevancia. En cambio, la cigarrera se convierte en agitadora política (tribuna de la plebe) mientras a su alrededor se despliega la breve e intensa fantasmagoría del republicanismo y del federalismo, que desembocará en la fallida experiencia republicana, el cantonalismo y, al cabo de su fracaso, en la Restauración. Pero si a Gabriel e Inés los redime participar en los sucesos gloriosos de la Guerra de la Independencia, a Amparo nada la redime de ser madre soltera, pobre y engañada como tantas obreritas por tantos señoritos. Y si el discurso patriótico español consuela al viejo Araceli en su vejez, a la vieja Amparo nada la consuela del fracaso de su ilusión: la república federal. En parte, la diferencia entre ambos está en la historia de España, con sesenta años y tres guerras de diferencia (de 1808-1812 a 1869-1874), pero también en el hecho de ser mujer, harto más difícil siempre que ser hombre.
Sin embargo, el patriotismo español de Pardo Bazán no es menor que el de Galdós. Y si el comienzo de Trafalgar tiene la actualidad de la emoción nacional y cívica, el prólogo de La tribuna parece una vacuna contra las fantasmagorías revolucionarias que también amenazan a la España actual:
(…) es absurdo el que un pueblo cifre sus esperanzas de redención y ventura en formas de gobierno que desconoce y a las cuales por lo mismo atribuye prodigiosas virtudes y maravillosos efectos. Como la raza latina practica mucho este género de culto fetichista e idolátrico, opino que, si escritores de más talento que yo lo combatiesen, presentarían señalado servicio a la patria.
Si los demagogos podemitas y cuantos practican el vudú antiliberal leyeran La tribuna, podrían escarmentar en la cabeza de sus tatarabuelos. No es seguro. En cambio, cualquier lector no sólo saldrá convencido del inmenso talento de su autora sino conmovido por un sentimiento político esencial: la piedad para con los humildes, desheredados y engañados, algo que, por nuestra cultura de raíz católica, tendemos a creer universales pero que lo es tan poco como los derechos humanos a la dignidad y la libertad.
Un curioso apéndice: 'El cisne de Vilamorta'
El carácter singularísimo, redondo, bastante aislado de La tribuna en la obra de EPB hace que su cuarta novela, El cisne de Vilamorta, nos parezca un paso atrás. Sin embargo, supone una razonable continuidad con respecto a la segunda, Un viaje de novios. Por entonces aún le alcanzaba el escándalo de su ensayo La cuestión palpitante, en el que defendía los valores del naturalismo de Zola sin demérito del realismo clásico español, del que se declaraba devota. Se atendió a lo primero para no ver lo segundo y las imputaciones de crear una obra extranjerizante, artificiosa y, por ende, artificial, pesaron siempre sobre ella. En rigor, sus defectos literarios fueron los de ser mujer, serlo libre y mostrar públicamente su cultura y su libertad, sin gazmoñerías. Eso la hizo, sobre soberbia, insoportable. Pero sólo algunos infusorios y algún primate de la vida intelectual negarían hoy a la obra de Pardo Bazán una singularidad extraordinaria y una coherencia evolutiva, según su propia idea de la vida y la literatura, que se aprecia en sus dos décadas cumplidas de novelista y las cuatro largas como narradora breve.
El cisne, como Un viaje de novios, transita por diversos géneros. Desde el romanticismo herbáceo del inicio hasta el final mediocremente apocalíptico, tristísimo de la pasión de Leocadia por el poeta provinciano, vemos una descripción más trágica que cómica de ese quiero y no puedo que define esa vida aislada y de casino, en lo cultural como en lo pasional. También en su descripción de la naturaleza vegetal, a veces más viva que la humana, vemos ya presente el estilo majestuoso de Los pazos de Ulloa. Pero también la tragedia de Leocadia es un antecedente de la de Esclavitud en Morriña. Más dispersa, pero engarzada como variante de una misma melodía melancólica en una obra a punto ya de alcanzar su plena madurez.
***
Las grandes novelas de madurez
(Para Rosa Belmonte)
En 1885, el mismo año de El cisne de Vilamorta y uno antes de Los pazos de Ulloa, Pardo Bazán publicó La dama joven, la primera demostración de su maestría en la narración breve. Sólo por ella merecería figurar entre los grandes cuentistas o relatobrevistas españoles de su época, entre los que destacan, a mi juicio, Clarín y Alarcón. Pero La dama joven, la mejor de su veintena de nouvelles, tiene ese algo que hace inolvidable una historia vulgar: una belleza local, costurera y aficionada al teatro, debe elegir entre seguir al empresario de Madrid que la descubre o casarse con el novio formal que le garantiza esa seguridad mediocre a menudo mejor que la aventura de las tablas y el desarraigo familiar. Con la precisión realista de Balzac y la melancolía de un Chéjov, la resolución del dilema vital de la muchacha –y de su azacanada hermana- resulta, sencillamente, perfecta.
Pero las dos grandes novelas cuya calidad menos se discute en la obra de Pardo Bazán son Los pazos de Ulloa y La madre naturaleza. Aparentemente, todo en ellas resulta claro, neto. La fuerza de la naturaleza vegetal es casi imposible de distinguir de la humana, que comparte con ella los ciclos de nacimiento y muerte, apareamiento y necesidad, calor y frío, hambre y lujuria, amor y sexo, celos y odio, rencor y crimen. Sin embargo, en mi opinión, son obras de muy distinta enjundia; una, rémora de la otra.
Los soberbios 'Pazos de Ulloa'
Sainz de Robles, antólogo de sus Obras escogidas, dice –y no es el único– que en ese díptico formado por Los pazos de Ulloa y La madre naturaleza la segunda parte es mejor que la primera. No es así. Hoy, Los pazos de Ulloa nos aparece como un soberbio cuadro de costumbres y una urdimbre de personajes de primer orden, mientras que La madre naturaleza anticipa ya algunos signos de debilidad en la obra de su autora, aunque, en su mayoría, son achaques típicos en la novela de la época. Uno es la descripción exhaustiva del paisaje (como Pereda en Peñas arriba, aunque sin llegar al extremo de Zola, que pormenoriza una y otra vez los colores del cielo de París al atardecer, a lo Monet, mientras muere, con la misma premiosidad, una bella criatura); el otro, plantear un dilema moral o semi-teológico como base narrativa, aun a costa de toda verosimilitud (los casos de beatería y filiación en Doña Perfecta y El Abuelo, de Galdós).
Pero si el naturalismo existe, más allá de la polémica suscitada por el peor de sus libros de ensayo La cuestión palpitante (1883), que nunca le perdonaron a EPB, mientras a Galdós se le absolvió de un ensayo similar, aunque más breve, sobre lo que debería ser la nueva narrativa española, no hay arranque tan naturalista como el de Los pazos de Ulloa. Para los más jóvenes, sobre todo si desconocen las Comedias Bárbaras de Valle-Inclán sobre la decadencia de la aristocracia gallega (Romance de lobos, Cara de plata, Águila de blasón) la escena en que un abuelo, delante del padre y la madre, lleva a un niño de cuatro años al coma etílico, ante el personaje principal, un cura atónito, y un abad trabucaire, cazador, zafio y borrachón, les resultará digna de Quentin Tarantino.
Al planteamiento de la tragedia, que lo es, de un noble segundón, atrincherado en el ilimitado poder de un mundo claustrofóbico le sucede el nudo de su aguachirle matrimonial con una señorita triste de Santiago, el fallido nacimiento del heredero y la constatación del poder del mayordomo, naturalmente llamado Primitivo, y el desenlace en clave política y electoral de una vida a medio camino de todo y en la que sólo se salva quien puede. Más allá del relato, que mantiene el ritmo implacable de toda calamidad naturalista, vale la pena citar esta descripción de la vida política gallega y española tras la revolución Gloriosa, que EPB conoció de primera mano por ser su padre cacique, seguramente menos bárbaro, pero cacique al fin:
"Por todas partes cubre el manto de la política intereses egoístas y bastardos, apostasías y vilezas; pero al menos, en las capitales populosas, la superficie, el aspecto, y a veces los empeños de la lid, presentan caracteres de grandiosidad. (…) En el campo ni aún por hipocresía o histrionismo se aparenta el menor propósito elevado y general. Las ideas no entran en juego, solamente las personas, y en el terreno más mezquino: rencores, odios, rencillas, lucro miserable, vanidad microbiológica. Un combate naval en una charca" (EPB OE, p.215).
Esta visión pesimista del régimen constitucional de la Restauración, pre-noventayochista, costiana o propia del Galdós postrero y demagógico, el de Cánovas, contradice el brío político de La tribuna. De hecho, La madre naturaleza muestra la decadencia del caciquismo de Barbacana y Trampeta, que llega al crimen en el soberbio final de Los pazos de Ulloa. Lo que sí muestra EPB, al modo realista clásico, el de Balzac y Dickens, es cómo la naturaleza humana es tan ingobernable como la física. Y cuánto cuesta a las instituciones políticas de la civilización dominar la propensión al abuso, casi animal, al enmohecimiento, casi vegetal, y al abandono, casi mineral, del ser humano, que vive casi en perpetuo estado de naturaleza.
En ese sentido, el melodrama incestuoso de La madre naturaleza es apenas un juguete narrativo, deudo de la nostalgia creativa de Los pazos y que oscila entre el Dafnis y Cloe de Longo y el Pablo y Virginia de Bernardin de Saint-Pierre, con un toque determinista. Como, al final, la pastorcilla pecadora termina monja, el tragedión queda un poco ridículo.
Dos joyas: 'Insolación' y 'Morriña'
El éxito de ese díptico es, por su envergadura, indiscutible, mucho mayor que el de Insolación y Morriña, dos novelas breves, publicadas juntas y entendidas como dos caras de una misma visión del sexo y el amor como especie doméstica o episódica de fatalidad; en la primera, como una suerte de disculpa de la autora ante su amante Galdós por cierto devaneo; en la segunda, como una exculpación dramática de la atracción sexual. Las dos son, literariamente hablando, perfectas, superiores al díptico de Ulloa. Y si menores en dimensión, superiores en su acabado, tal vez por la misma limitación de espacio y por la gracia de un estilo ligero, como en passant.
Insolación es, quizás, el mejor ejemplo de ese estilo introspectivo, a medio camino entre el narrador omnisciente y el monólogo del personaje. Tiene la levedad con que se enhebran en el pensamiento los deseos fugaces, la melancolía de la pasión con tiempo tasado y medido, comprado a ciegas. Es una especie de reportaje sobre una cana al aire antes de teñirse las canas. Podría parecer la novela galante que pudo soñar Goya en la Pradera de San Isidro, pero yo más bien veo a Solana haciendo de Cézanne por una tarde.
Morriña es un ejemplo perfecto de naturalismo no caricaturesco, narración de un destino aciago en el que se mezclan el azar de la búsqueda de una criada gallega, la fatalidad de un señorito amable, la tragedia de una muchacha rendida a su destino, la crueldad del interés familiar artillado por una madre que pasa de madrina a verdugo… y el eterno enigma del suicida. La sátira costumbrista en las maneras de ennoviarse, la benevolencia cursi de una burguesía tan modesta que sólo tiene para una criada de confianza, la doble cara de la bondad mientras no cueste y de la maldad si conviene, el meloso tejemaneje de unas existencias mediocres, todo lo que, en fin, es como debe ser, aunque no debiera ser como es, queda iluminado como un fogonazo por el soberbio final.
Doña Emilia, disfrutando ya del éxito pero pendiente de la moda y en busca de muros que saltar y cosas que demostrar (como mujer, siempre le tocó hacerlo), emprendió entonces una versión del nefasto nazarenismo de Tolstoi que tantos plomazos espiritualistas y trascendentones provocó en Europa. El suyo se titulará Una cristiana y La prueba, ambos de 1890. Y quizás lo peor del binovelón sobre la integridad matrimonial es que dejó suelta, casi a la intemperie, entre el liberalismo latente en Los pazos y el catolicismo fino de Una cristiana, la que, en mi opinión, es la única novela con la misma ambición del díptico naturalista, pero que al salir –y no redonda– en 1891, ha quedado olvidada.
El hijo del verdugo y la hija del médico
La piedra angular arranca de forma soberbia como "novela de niños", al estilo de El doctor Centeno, aunque en realidad –y éste es el primer extravío– es una novela de tesis contra la pena de muerte. El vehículo narrativo es la figura del verdugo, execrado socialmente por los mismos que piden a voces el ajusticiamiento de los criminales. Pero el personaje positivo –un médico interesado por la nueva psiquiatría francesa, que de Charcot llevará a Freud, muy pronto leído por EPB– le tiene tal manía al verdugo que, pasados los primeros exabruptos, va estropeando poco a poco la narración y la tesis. Es una lástima, porque la autora de Un destripador de antaño tiene dotes extraordinarias para contar los problemas legales del crimen y los criminógenos de la Ley, comparables a la desesperante prolijidad del litigante en Casa desolada de Dickens, pero aquí trágicamente personificados –y conjurados– en la figura del verdugo.
En el relato, algo desnortado, destaca también el tratamiento del maltrato a las mujeres –una constante en la obra de Pardo Bazán, que ejemplifica aquí el crudelísimo asesinato de la hija del zapatero alcohólico–, asunto que parece de moda no sólo en la novela naturalista sino en la propaganda obrerista de la época contra el alcoholismo, pero que no pasará nunca de moda. Sin embargo, la narración gravita una y otra vez hacia dos personajes soberbios, dos niños que merecen breve novela propia: la Nené y Telmo. Éste, hijo del verdugo –al que, huyendo del estigma, también ha abandonado su mujer, junto al niño–, es tan conmovedor como la simpatiquísima hija del médico, condenado a verla enferma. ¡Y cómo disfruta doña Emilia contando las gracias ceceosas de la niña! ¡Y qué bien cuenta los pesares del apedreado niño!
Lo malo en La piedra angular es que, quizás, abarca demasiadas cosas, mezcla las modernas doctrinas abolicionistas con el ternurismo de toda la vida, la hipocresía social con la ambición profesional y, más que en un camino, nos vemos en una sucesión de rotondas narrativas. Para colmo, al final, hay dos finales: el verdugo, chantajeado por el médico, abandona a su hijo para que estudie, a cambio de no ejecutar las dos últimas penas. Pero, pese a la promesa de redención social tras su deserción laboral, está tan mal que se echa al mar al pie de la Torre de Hércules. Total, que al que, entre todos, acaban aplicándole la pena de muerte… es al verdugo.
Tras La piedra angular, Pardo Bazán escribió ocho novelas y media (El niño de Guzmán, truncada) de muy distinto género y ambición –del folletón a la novela lírica y simbólica o psicoanalítica– pero no volvió a intentar la novela clásica, la más difícil. Su admirable capacidad narrativa se instaló en el cuento.
***
Novelas curiosas, fallidas y echadas a perder
Tras el éxito aplastante de Los pazos de Ulloa y el más discreto de La madre naturaleza, Emilia Pardo Bazán publicó, seguidas, Una cristiana y La prueba. La crítica las silenció, lo que indigna a Sainz de Robles en el prólogo a las Obras escogidas, aunque celebra que la gran crítica católica, entonces activa y brillante, la recibiera con palmas y honores "de vuelta a casa", rectificando desvíos y desprecios anteriores.
Sin embargo, hoy, la historia de Carmen Aldao, casada sin amor con un tío suyo para no presenciar en su casa el escándalo de su padre, encandilado con una jovencita pobre y astutamente casquivana, resulta no sólo forzada sino moralmente reprobable. ¿Por qué oculta el móvil real de la boda quien tanto presume de integridad moral y se presenta como la futura perfecta casada al imperfecto marido? ¿En qué reside esa imperfección? ¿Por qué sólo lo ama cuando está muriendo, leproso y repugnante, mientras que, sano y fuerte, lo despreciaba?
Antisemitismo estúpido, integrismo absurdo
¿Sólo porque es judío? Pues, en realidad, sí. El díptico, alabado ayer y olvidado hoy, está teñido de un antisemitismo tan grotesco que, por mucho que, al principio de Una cristiana, EPB recuerde que los judíos no son malos, que Jesús lo era y que en Occidente son parte de la alta sociedad (el caso Dreyfuss permite discutirlo), una especie de atavismo histórico-religioso (pese a ser ateo) lleva al sobrino, personaje principal, a odiarle porque parece judío además de serlo remotamente, como él, por lejanos antecedentes portugueses. Y ese antisemitismo –al principio, resentimiento social; después, rivalidad amorosa– del personaje va empapando y arruinando la historia –las dos novelas-, al punto de que EPB acaba refiriéndose a él como "el hebreo" y hasta "el deicida".
Es verdad que en la última década del XIX la judeofobia, los grandes pogromos en Rusia y Polonia, el nacimiento del sionismo, las migraciones a Palestina y demás fenómenos ligados al antisemitismo no podía desconocerlos doña Emilia. ¿Cedió a ese atavismo ideológico por congraciarse con el sector católico? Lo consiguió. ¿Tal vez por llevarle la contraria a la Gloria de Galdós? A veces, uno tiene la impresión de que Pardo Bazán y Galdós escribían mirándose de reojo, lo cual, dejando aparte –si fuera posible– los avatares de su relación íntima, era una forma de avizorar las novedades del mundo intelectual y literario. Conviene aclarar que este antisemitismo –indudable– de Adán y Eva no proviene de un racismo obsesivo o habitual en la amplísima obra de EPB. Ella usa los términos "razas latinas", "razas del sur", "razas del norte" o "razas celtas" de forma anárquica y aleatoria, sin precisiones fisiognómicas que no faltan en el naturalismo y que solían centrarse en taras de tipo hereditario o predisposiciones genéticas a partir del alcoholismo o las enfermedades venéreas. Era otra forma de determinismo científico que derivó hacia diversas formulas políticas, ninguna liberal: el nacionalismo de Maurras, el racismo hitleriano, el antisemitismo de la Izquierda, que adoptaba –como ahora– un perfil anticapitalista, o, en fin, el reaccionarismo clásico, anticosmopolita y antimoderno que la Derecha suele compartir con la Izquierda. En EPB y muchos otros, aflora el atavismo cristiano contra el "pueblo deicida". En su caso, de forma episódica, aunque no por ello deba silenciarse.
'Adán y Eva', una saga truncada
Precedido de un pórtico horrible, una especie de diálogo entre Dios y el novelista, o sea, ella, con un angelito de por medio que es el hijo muerto del protagonista, Pardo Bazán publicó el díptico titulado Adán y Eva, que iba para serie larga de novelas de la vida provinciana pero que se quedó en pareja aburridilla. Doña Milagros (1894) y Memorias de un solterón (1896) muestran la técnica depurada de una autora a la que parece cansar el lento tejido del relato cotidiano. Ambas son buenas novelas y se disfruta leyéndolas, aunque la descripción implacable de atardeceres mustios y noches friolentas, paisaje exterior adecuado a la vileza interior del típico casino provinciano, meca de habladurías criminosas y de infidencias miserables, parece apoderarse del alma del lector, entristeciéndolo.
Lo más interesante en ambas es la descripción irónica y sagaz de emparejamientos y compromisos, de pobres camino de ricos, de nobles venidos a menos y de tenderos venidos a más, asunto ya abordado en Un viaje de novios. Pero desde la pecera del casino gallego parece llegarnos una especie de mortal aburrimiento, de vital desistimiento o de abdicación moral que, de algún modo, nos cala. Aunque aparezca una andaluza graciosa, y el archipadre Benicio, protagonista de Doña Milagros, sea de un franciscanismo galdosiano, uno echa en falta más brío, más convencimiento. La técnica es perfecta pero sin la pasión que arrebata a los personajes de Los pazos o La tribuna. No se explica por qué, tras el éxito de las dos novelas, EPB no continuó con la saga prometida. Sólo se me ocurre que también se entristecía escribiéndola.
Pero hay una excepción: la figura de Feíta –diminutivo de Fe–, que parece un trasunto de la propia Doña Emilia, al menos en el afán de saber insaciable y algo alocado que, por los apuntes biográficos de EPB que prologan Los pazos, padecía la autora desde muy joven; y que aquí, desde su descripción por el propio solterón, dibuja la fuerza que lo conquistará. El modo en que Feíta desafía los convencionalismos provincianos e insiste en ganarse la vida por sí misma y, con ello, su libertad –clave de toda emancipación femenina en EPB, Concepción Arenal y las feministas de laEdad Heroica– no tiene el perfil dramático de La tribuna sino el más modesto –y creíble– de quien hace lo que puede para no depender de nadie. Y sólo así, amar a quien se le antoje. Feíta es uno de lospersonajes más simpáticos de toda la obra de EPB.
'El tesoro de Gastón'
En la misma época del díptico Adán y Eva, Pardo Bazán escribe, como al desgaire, una novela sin importancia aparente, pero en la que muestra todo su poderío narrativo. Cuento para adultos, El tesoro de Gastón –que recuerda la creación del diamante en Pascual López– nos ofrece una versión feminista y simpática de la viuda sola y con niño, teóricamente incasable. Aunque resulte caricaturesca –y no poco divertida–, la contraposición de la viuda con las arpías locales, y el final previsible, el resultado es una acuarela sencillamente formidable.
Dos folletones legitimistas
Tal vez para huir del azúcar o porque no pudo terminar El niño de Guzmán, doña Emilia se lanzó a escribir un raro folletín basado en la famosa frase de las tres brujas en la obra de Shakespeare: "¡Salve Macbeth, tú serás rey!". Ese es el punto de partida de El saludo de las brujas… y también el de llegada. El asunto de fondo es el del destino de ciertos hombres que deben o pueden ser reyes, al margen de que esa suerte sea sólo la contrapartida de la infelicidad y de la muerte. Para Sainz de Robles, El saludo es la peor novela de EPB. Y, por una vez, es difícil disentir. El dramón sucesorio en la Dacia, con un príncipe que vive cómodamente su bastardía hasta que es llamado por los nobles del reino para que abandone amor y comodidades por un trono tan difícil de alcanzar como imposible de disfrutar, es previsible cuanto aburrido.
Pero no satisfecha con el folletín de 1898 y tal vez como dieta antes de La quimera, doña Emilia volvió a la carga en 1903 con Misterio, elucubración sobre el desaparecido delfín de Francia, hijo de Luis XVI y María Antonieta, del que no se sabe si fue asesinado, vivió escondido o murió encarcelado al modo novelesco, pero muy real, de La máscara de hierro. Su tío Luis XVIII tenía sobrados motivos para evitar que, si vivía, apareciera, pero otros, en la propia Familia Real, deberían haberlo buscado. ¿Lo hicieron? ¿Y qué pasó entonces?
Misterio parte de que el niño sobrevivió, huyó a Londres y allí vivió una vida común y corriente, de artesano feliz, hasta que los que lo quieren colocar en el Trono y los que quieren impedirlo lo encuentran. Desde entonces, con una serie de aventuras y personajes que recuerdan demasiado a Los miserables de Víctor Hugo (al que doña Emilia llegó a conocer, ya viejo y rodeado de una decrépita corte literaria), lo que se plantea es, como en El saludo de las brujas, la forma que tiene un hombre de afrontar su destino. En este caso, el del emplazado por el mismo sino trágico de sus padres, ante el que ese rey fallido, que debe morir para no serlo y sólo por haberlo podido ser, se resigna. Si no se resignara tantas veces y durante tantas páginas, el lector seguramente lo agradecería.
¿Y por qué le interesa tanto a Pardo Bazán la legitimidad de los reyes? Sólo se me alcanza que, recordando los tiempos en que, nacida en una familia de la nobleza negra (título del Papa) y recién casada con un carlista, preparaba la tercera y –felizmente- última guerra carlista, meditase sobre lo que pasaba por la cabeza de cualquiera de los Carlos que, con toda su legitimidad a cuestas y su incapacidad para hacerla valer, viera a los hombres morir en su nombre y, tal vez, pensara que era en vano. Si doña Emilia hubiera recreado la última guerra carlista en una novela, nos habría ofrecido un punto de vista valiosísimo. Pero si sólo por contar un encuentro con el Pretendiente se organizó una escisión en el carlismo, uno entiende, aunque lamente, la folletinesca evasión versallesca. El legitimismo, salvo el teológico, resulta plúmbeo.
'La Quimera' y las últimas novelas
Las tres últimas novelas largas de Pardo Bazán, La quimera (1905), La sirena negra (1908) y Dulce dueño (1911), suelen colocarse, no sé por qué, bajo la influencia de Freud. Es verdad, como ya he escrito en otra parte, que en España el psicoanálisis entró muy pronto, que la obra completa de Freud, con traducción de López Ballesteros y prólogo de Ortega, fue vertida al español antes que a ninguna lengua; y es indudable que a doña Emilia le interesaron los textos de Freud. Pero en 1905, cuando se publica La quimera, sólo habían aparecido las obras de Freud sobre la histeria y la interpretación de los sueños. Los Tres ensayos sobre la vida sexual son de ese mismo año y sus textos sobre el Yo y el Ello o Eros y Tánatos son muy posteriores. O sea, que lecturas de Freud, sí, influencia, poca.
La quimera, tan celebrada en su día, hoy nos resulta pesadota. La historia de un pintor pobre, Silvio, apadrinado por tres mujeres de alcurnia o significación social, que le facilitan económicamente la vida pero le van alejando del ideal de una gran obra, extraordinaria, o sea, de la quimera que mueve su vocación, un ideal que no sabemos en qué consiste pero que trae de cabeza a Silvio hasta que, al cabo, la pierde, entre contorsiones psicopatológicas y parametafísicas, nos deja fríos. El instinto creativo del artista vocacional que resulta autodestructivo no es precisamente inédito: la bohemia es todo un subgénero literario. El pintor Silvio resulta poco interesante y las tres mujeres de fuste en la narración responden más a tipos sociales que a personajes de novela.
Lo impresionante, para mí, es la erudición artística que, sobre todo en materia pictórica, muestra en esta novela Doña Emilia. El viaje por los Países Bajos que, en la novela, resulta demasiado baedecker, la guía turística de entonces, resulta apabullante como carnet de cuadros, autores y museos. Y eso, sin olvidar el curso de decoración. Un novelista astuto debería hacerse perdonar todo lo que sabe, pero ¡sabe tanto la soberbia, la monumental Pardo Bazán!
La sirena negra es una novela lírica y oscura, maupassantiana más que balzaquiana, que apunta en muchas direcciones sin concretar ninguna. El personaje, un abúlico casi azoriniano con unas fantasías paternales casi unamunianas, responde al espíritu noventayochista que reina en la literatura española de la primera década del siglo XX. Pero es la típica obra rara que puede cautivarnos por razones extravagantes o dejarnos fríos por falta de calor narrativo. A mí me pasa lo segundo.
Una novela pictórica pintada por Klimt
Con Dulce dueño, en cambio, me sucede lo contrario. Es tan inverosímil como la Salambó de Flaubert, cartaginesa del Louvre, pero en su esteticismo enloquecido reside su encanto. Pardo Bazán se desquita de su juvenil biografía sobre el Poverello de Asís y novela la pasión estética y muerte mística de Catalina de Alejandría, princesa pagana convertida al cristianismo que entiende la belleza, propia y de todas las cosas (Pardo Bazán, tan realista en literatura, era, en filosofía y teología, más de Platón que de Aristóteles), como peculiar camino de perfección y no como tentación. Esta cleopatra helenística encuentra en un profeta del desierto, que vive sobre una piedra que alberga un escorpión, la vía hacia la Fe en Cristo, pero sin renunciar, con la vida, a la belleza. Es un caso rarísimo en el santoral cristiano, que presenta la renuncia a todo, empezando por el propio cuerpo, como condición inexcusable para acceder a la Gracia. Pero Catalina de Alejandría se vive como ente sacrificial y entiende su sacrificio como hecho estético.
Doña Emilia ya había hecho una biografía breve de esta santa, pero ahora describe, actualizándola, la insatisfacción vital, la búsqueda de lo absoluto de la alejandrina. He aquí una Lina que, nacida pobre, deviene muy rica, y, desde su belleza, contempla a los hombres que la pretenden como variantes de un mismo error, que no piensa cometer. El deleite con que se viste y alhaja, la fabulosa riqueza del vocabulario de EPB, el estilo a lo Viena 1900 de la heroína hace de esta novela algo muy raro pero muy especial. Lina acabará loca, pero cuerdamente feliz. Y con un discurso que habría hecho estremecer a Pauline Réage:
Quítame lo que quieras, haz de mí lo que te plazca, venga cuanto dispongas, redúceme a la nada, que yo sea oprobio, que yo sea burla, que me envilezca, que me infame… Venga ignominia, fealdad horrible, dolor, enfermedad, ceguera; venga lo que sea, hiéreme, hazme pedazos. Pero no te apartes, quédate, acompáñame, porque ya no podría vivir sin Ti, sin Ti, sin Ti… (…)
-Dulce Dueño.
Y la novela termina con esta frase que, de no creer en la sincera fe de la autora, resultaría casi sacrílega: "Hágase en mí tu voluntad".
(Por último, ahorraré al lector el comentario de sus obras de teatro, por fortuna pocas y breves. Sólo su soberbia obra novelesca nos permite perdonarlas).
P. D. Doña Emilia Pardo Bazán: toda una biblioteca por leer
Uno de los grandes consuelos de la lectura es que siempre queda mucho por leer. En el caso de doña Emilia, eso es rigurosamente cierto. Disfruto pensando en que, además de centenares de cuentos, tengo por delante casi todos sus ensayos. Sólo he leído -y admirado- La mujer en España, pero tengo interés en asomarme a Propiedad y familia; y a la historia de la moderna literatura rusa; y a la de la francesa (sólo cuatro tomos); y al Nuevo Teatro Crítico, la revista sobre casi todo que escribía ella sola; y a las Lecciones de literatura; y a los Retratos y apuntes literarios; y a los Hombres y mujeres de antaño; y a la Vida contemporánea; y a La España de ayer y hoy; y a su querida Biblioteca de Escritoras Españolas; y, por qué no, a La pedagogía en la Italia del Renacimiento.
Además del trabajo tenaz de la Biblioteca Castro, espero que el Instituto Cervantes ponga pronto su obra a tiro de e-book, como ha hecho con la de Galdós y otros contemporáneos de esta gran mujer, de esta escritora extraordinaria a la que nunca nos cansaremos de leer. En esta hora menguada de España, ocupando toda una pared o en la palma de la mano, aquella gran española que fue doña Emilia Pardo Bazán sigue con nosotros. Su obra, que es su vida, estará siempre ahí.
[1] Federico Jiménez Losantos publicó estos textos sobre la Pardo Bazán en Libertad Digital a lo largo del pasado verano.