Tratado y discurso sobre la moneda de vellón
Selección de fragmentos realizada por el Instituto Acton.
Dios, nuestro señor, quisiera y sus santos que mis trabajos fueran tales, que con ellos se hubieran servido mucho su majestad y todos estos reinos como lo he deseado; ningún otro premio ni remuneración apeteciera ni estimara sino que el Rey, nuestro señor, sus consejos y sus ministros leyeran con atención este papel en que van pintados, si no con mucho primor, lo menos mal que mis fuerzas alcanzan, algunos desórdenes y abusos que se debieran atajar con cuidado, en especial acerca de la labor de la moneda de vellón que hoy se acuña en Castilla, que ha sido la ocasión de acometer esta empresa y de tomar este pequeño trabajo. Bien veo que algunos me tendrán por atrevido, otros por inconsiderado, pues no advierto el riesgo que corro, y pues me atrevo a poner la lengua, persona tan particular y retirada, en lo que por juicio de hombres tan sabios y experimentados ha pasado; excusarme ha empero mi buen celo de este cargo, y que no diré cosa alguna por mi parecer particular, antes, pues todo el reino clama y gime debajo la carga, viejos y mozos, ricos y pobres, doctos e ignorantes, no es maravilla si entre tantos alguno se atreve a avisar por escrito lo que anda por las plazas, y de que están llenos los rincones, los corrillos y calles. (…) De esto mismo servirá por lo menos este papel, después de cumplir con mi conciencia, de que entienda el mundo (ya que unos están impedidos de miedo, otros en hierros de sus pretensiones y ambición, y algunos con dones tapada la boca y trabada su lengua) que no falta en el reino y por los rincones quien vuelva por la verdad y avise los inconvenientes y daños que a estos reinos amenazan si no se reparan las causas. Finalmente, saldré en público, haré ruido con mi mensaje, diré lo que siento, valga lo que valiere, podrá ser que mi diligencia aproveche, pues todos desean acertar, y yo que esta mi resolución se reciba con la sinceridad con que de mi parte se ha tomado. Así lo suplico yo a la majestad del cielo, y a la de la tierra que está en su lugar, a los ángeles y santos, a los hombres de cualquier estado y condición que sean, que antes de condenar nuestro intento ni sentenciar por ninguna de las partes, se sirvan leer con atención este papel y examinar bien la causa de que se trata, que a mi ver es de las más importantes que de años atrás se ha visto en España.
CAPÍTULO PRIMERO
Si el rey es señor de los bienes particulares de sus vasallos
Muchos extienden el poder de los reyes y le suben más de lo que la razón –y el derecho– pide; unos por ganar por este camino su gracia y por la misma razón mejorar sus haciendas, ralea de gentes la más perjudicial que hay en el mundo, pero muy ordinaria en los palacios y cortes; otros por tener entendido que por este camino la grandeza real y su majestad se aumentan, en que consiste la salud pública y particular de los pueblos, en lo cual se engañan grandemente, porque como la virtud, así también el poderío tiene su medida y sus términos, y si los pasa, no solo no se fortifica, sino que se enflaquece y mengua; que, según dicen graves autores, el poder no es como el dinero, que cuanto uno más tiene tanto es más rico, sino como el manjar comparado con el estómago, que si le falta y si se le carga mucho se enflaquece; y es averiguado que el poder de estos reyes cuanto se extiende fuera de sus términos, tanto degenera en tiranía, que es género de gobierno, no solo malo, sino flaco y poco duradero, por tener por enemigos a sus vasallos mismos, contra cuya indignación no hay fuerza ni arma bastante. A la verdad que el rey no sea señor de los bienes de cada cual ni pueda, quier que a la oreja le barboteen sus palaciegos, entrar por las casas y heredamientos de sus ciudadanos y tomar y dejar lo que su voluntad fuere, la misma naturaleza del poder real y origen lo muestran. La república, de quien los reyes, si lo son legítimos, tienen su poder, cuando los nombró por tales, lo primero y principal, como lo dice Aristóteles, fue para que los acaudillasen y defendiesen en tiempo de guerra; de aquí se pasó a entregarles el gobierno en lo civil y criminal, y para ejercer estos cargos con la autoridad y fuerzas convenientes les señaló sus rentas ciertas y la manera como se debían recoger. Todo esto da señorío sobre las rentas que le señalaron y sobre otros heredamientos que, o él cuando era particular poseía, o de nuevo le señalaron y consignaron del común para su sustento; mas no sobre lo demás del público, pues ni el que es caudillo en la guerra y general de las armadas ni el que gobierna los pueblos puede por esta razón disponer de las haciendas de particulares ni apoderarse de ellas. Así entre las novelas, no ha de decirse así, en el capítulo Regalía, donde se dicen y recogen lodos los derechos de los reyes no se pone tal señorío como este; que si los reyes fueran señores de todo, no fuera tan reprehendida JezabeI ni tan castigada porque tomó la viña de Nabot, pues tomaba lo suyo o de su marido que le competía como a rey; antes Nabot hubiera hecho mal en defendérselo. Por lo cual es común sentencia entre los legistas, capítulo Si contra jus vel utilitatem publicam, I. fin. De jurisdict., y lo trae Panormitano en el capítulo 4.º De jur. jur., que los reyes sin consentimiento del pueblo no pueden hacer cosa alguna en su perjuicio, quiere decir, quitarle toda su hacienda o parte de ella. A la verdad, no se diera lugar en los tribunales para que el vasallo pudiera poner demanda a su rey si él fuera señor de todo, pues le podían responder que si algo le habían quitado no le agraviaban, pues todo era del mismo rey, ni comprara la casa o la dehesa cuando la quiere, sino la tomara como suya. No hay para qué dilatar más este punto por ser tan asentado y tan claro, que ningunas tinieblas de mentiras y lisonjas serán parte para oscurecerlo. El tirano es el que todo lo atropella y todo lo tiene por suyo; el rey estrecha sus codicias dentro de los términos de la razón y de la justicia, gobierna los particulares, y sus bienes no los tiene por suyos ni se apodera de ellos sino en los casos que le da el mismo derecho.
CAPÍTULO II
Si el rey puede cargar pechos sobre sus vasallos sin consentimiento del pueblo
Algunos tienen por grande sujeción que los reyes, cuanto al poner nuevos tributos, pendan de la voluntad de sus vasallos, que es lo mismo que no hacer al rey dueño, sino al común; y aun se adelantan a decir que si para ello se acostumbra llamar a Cortes, es cortesía del príncipe, pero si quisiese, podría romper con todo y hacer las derramas a su voluntad y sin dependencia de nadie conforme a las necesidades que se ofrecieren. Palabras dulces y engañosas y que en algunos reinos han prevalecido, como en el de Francia, donde refiere Felipe Comines, al fin de la vida que escribió de Luis XI de Francia, que el primero que usó de aquel término fue el príncipe de aquel reino, que se llamó Carlos VIl. Las necesidades y aprietos eran grandes; en particular los ingleses estaban apoderados de gran parte de Francia; granjeó los señores con pensiones que les consignó a cada cual y cargó a su placer al pueblo. Desde el cual tiempo dicen comunmente que los reyes de Francia salieron de pupilaje y de tutorías, y yo añado que las largas guerras que han tenido trabajada por tantos años a Francia en este nuestro tiempo todas han procedido de este principio. Veíase este pueblo afligido y sin substancia; parecióles tomar las armas para de una vez remediarse con la presa o acabar con la muerte las necesidades que padecían, y para esto cubrirse de la capa de religión y colorear con ella sus pretensiones. Bien se entiende que presta poco lo que en España se hace, digo en Castilla, que es llamar los procuradores a Cortes, porque los más de ellos son poco a propósito, como sacados por suertes, gentes de poco ajobo en todo y que van resueltos a costa del pueblo miserable de henchir sus bolsas; demás que negociaciones son tales, que darán en tierra con los cedros del Líbano. Bien lo entendemos, y que como van las cosas, ninguna querrá al príncipe a que no se rindan, y que sería mejor para excusar cohechos y costas que nunca allá fuesen ni se juntasen; pero aquí no tratamos de lo que se hace, sino de lo que conforme a derecho y justicia se debe hacer, que es tomar el beneplácito del pueblo para imponer en el reino nuevos tributos y pechos. No hay duda sino que el pueblo, como dice el historiador citado, debe siempre mostrar voluntad de acudir a la de su rey y ayudar conforme lo pidiesen las necesidades que ocurren; pero también es justo que el príncipe oiga a su pueblo y se vea si en él hay fuerza y substancia para contribuir y si se hallan otros caminos para acudir a la necesidad, aunque toquen al mismo príncipe y a su reformación, como veo que se hacía antiguamente en las Cortes de Castilla. Digo pues que es doctrina muy llana, saludable y cierta que no se pueden poner nuevos pechos sin la voluntad de los que representan el pueblo. Esto se prueba por lo que acabamos de decir, que si el rey no es señor de los bienes particulares, no los podrá tomar todos ni parte de ellos sino por voluntad de cuyos son. Item, si, como dicen los juristas, ninguna cosa puede el rey en perjuicio del pueblo sin su beneplácito, ni les podrá tomar parte de sus bienes sin él, como se hace por vía de los pechos. Demás que ni el oficio de capitán general ni de gobernador le da esta autoridad, sino que pues de la república tiene aquellos cargos, como al principio señaló el costeamiento y rentas que le parecieron bastantes para ejercellos; así, si quiere que se las aumenten, será necesario que haga recurso al que se las dio al principio. Lo cual, dado que en otro reino se permitiera, en el nuestro está por ley vedado, fecha y otorgada a pedimento del reino por el rey don Alonso el Onceno en las Cortes de Madrid, año de 1329, donde la petición 68 dice así: "Otrosí que me pidieron por merced que tenga por bien de les no echar ni mandar pagar pecho desaforado ninguno especial ni general en toda la mi tierra sin ser llamados primeramente a Cortes e otorgado por todos los procuradores que vinieren: a esto respondo que lo tengo por bien e lo otorgo". Felipe de Comines, en el lugar ya citado, por dos veces generalmente dice en francés: "Por tanto, para continuar mi propósito no hay rey ni señor en la tierra que tenga poder sobre su estado de imponer un maravedí sobre sus vasallos sin consentimiento de la voluntad de los que lo deben pagar, sino por tiranía y violencia"; y añade poco más adelante "que tal príncipe, demás de ser tirano, si lo hiciere será excomulgado", lo cual ayuda a la sexta comunión puesta en la bula In Coena Domini, en que descomulga a los que en sus tierras imponen nuevos pechos, unas bulas dicen: "Sin tener para ello poder"; otras "fuera de los casos por derecho concedidos"; de la cual censura no sé yo cómo se puedan eximir los reyes que lo contrario hacen, pues ni para ello tienen poder ni por derecho les es permitido esta demasía; que como el dicho autor fue seglar y no persona de letras, fácilmente se entiende que lo que dice por cosa tan cierta lo pone por boca de los teólogos de su tiempo, cuyo parecer fue el suyo. Añado yo más, que no solamente incurre en la dicha excomunión el príncipe que con nombre de pecho o tributo hace, las tales imposiciones, sino también con el de estanque y monipodio sin el dicho consentimiento, pues todo se sale a una cuenta, y por el un camino y por el otro toma el príncipe parte de la hacienda de sus vasallos, para lo cual no tiene autoridad. En Castilla de unos años a esta parte se han hecho algunos estanques de los naipes, del solimán, de la sal, en lo cual no me meto, antes los tengo por acertados; y de la buena conciencia del rey, nuestro señor, de gloriosa memoria, don Felipe II, se ha de creer que alcanzó el consentimiento de su reino; solo pretendo probar que lo mismo es decir poner estanques que pechos y que son menester los mismos requisitos. Pongamos ejemplo para que esto se entienda. En Castilla se ha pretendido poner cierto pecho sobre la harina; el reino hasta ahora ha representado graves dificultades. Claro está que por vía de estanque si el rey se apoderase de todo el trigo del reino, como se hace de toda la sal, lo podría vender a dos reales más de lo ordinario, con que se sacaría todo el interés que se pretende y aun más, y que sería impertinente pretender no puede echar pecho sin el acuerdo dicho, si por este u otro camino se puede sin él salir con lo que se pretende. Por lo menos de todo lo dicho se sigue que si no es lícito poner pecho, tampoco lo será hacer esta manera de estanques sin voluntad de aquellos en cuyo perjuicio redundan.
CAPÍTULO III
El rey no puede bajar la moneda de peso o de ley sin la voluntad del pueblo
Dos cosas son aquí ciertas: la primera, que el rey puede mudar la moneda cuanto a la forma y cuños, con tal que no la empeore de como antes corría, y así entiendo yo la opinión de los juristas que dice puede el príncipe mudar la moneda. Las casas de la moneda son del rey, y en ellas tiene libre administración, y en el capítulo Regalía, entre los otros provechos del rey, se cuenta la moneda; por lo cual, como sea sin daño de sus vasallos, podrá dar la traza que por bien tuviere. La segunda, que si aprieta alguna necesidad como de guerra o cerco, la podrá por su voluntad abajar con dos condiciones; la una que sea por poco tiempo, cuanto durare el aprieto; la segunda, que pasado el tal aprieto, restituya los daños a los interesados. Hallábase el emperador Federico sobre Faenza un invierno; alargóse mucho el cerco, faltóle el dinero para pagar y socorrer la gente, mandó labrar moneda de cuero, de una parte su rostro, y por revés las águilas del imperio; valía cada una un escudo de oro. Claro está que para hacerlo no pudo juntar ni juntó la dieta del imperio, sino por su voluntad se ejecutó; y él cumplió enteramente, que trocó a su tiempo todas aquellas monedas en otras de oro. En Francia se sabe hubo tiempo en que se labró moneda de cuero con un clavito de plata en medio; y aun el año de 1571, en un cerco que se tuvo sobre León de Holanda, se labró moneda de papel. Refiérelo Budellio en el lib. I De Monet., cap. 1º, núm. 34. Todo esto es de Colenucio en el lib. IV de la Historia de Napóles. La dificultad es si sin estas modificaciones podrá el príncipe socorrerse con abajar las monedas, o si será necesario que el pueblo venga en ello. Digo que la opinión común y cierta de juristas con Ostiense, en el título De censib. ex quibus, Inocencio y Panormitano, sobre el cap. 4º De jur. jur., es que para hacerlo es forzosa la aprobación de los interesados. Esto se deduce de lo ya dicho, porque si el príncipe no es señor, sino administrador de los bienes de particulares, ni por este camino ni por otro les podrá tomar parte de sus haciendas, como se hace todas las veces que se baja la moneda, pues les dan por mas lo que vale menos; y si el príncipe no puede echar pechos contra la voluntad de sus vasallos ni hacer estanques de las mercadurías, tampoco podrá hacerlo por este camino, porque todo es uno y todo es quitar a los del pueblo sus bienes por más que se les disfrace con dar más valor legal al metal de lo que vale en sí mismo, que son todas invenciones aparentes y doradas, pero que todas van a un mismo paradero, como se verá más claro adelante. Y es cierto que como a un cuerpo no le pueden sacar sangre, sea a pausas, sea como quisieren, sin que se enflaquezca o reciba daño, así el príncipe, por más que se desvele, no puede sacar hacienda ni interés sin daño de sus vasallos, que donde uno gana, como citan de Platón, forzosamente otro pierde. Así hallo en el cap. 4.° De jur. jur. que el papa Inocencio III da por ninguno el juramento que hizo el rey de Aragón don Jaime el Conquistador por conservar cierta moneda por un tiempo que su padre el rey don Pedro II labró baja de ley; y entre otras causas apunta esta: porque hizo el tal juramento sine populi consensu, sobre la cual palabra Panormitano e Inocencio notan lo que de suso se dijo, que ninguna cosa que sea en perjuicio del pueblo la puede el príncipe hacer sin consentimiento del pueblo (llámase perjuicio tomarles alguna parte de sus haciendas). Y aun sospecho yo que nadie le puede asegurar de incurrir en la excomunión puesta en la bula de la Cena; pues, como dije de los estanques, todas son maneras disfrazadas de ponerles gravezas y tributos y desangrarlos y aprovecharse de sus haciendas. Que si alguno pretende que nuestros reyes tienen costumbre inmemorial de hacer esta mudanza por sola su voluntad, digo que no hallo rastro de tal costumbre, antes todas las leyes que y hallo en esta razón de los Reyes Católicos, del rey don Felipe II y de sus antecesores, las más muy razonables, se hallará que se hicieron en las Cortes del reino.
CAPÍTULO IV
De los valores que tiene la moneda
Dos valores tiene la moneda, el uno intrínseco natural, que será según la calidad del metal y según el peso que tiene, a que se llegará el cuño, que todavía vale alguna cosa el trabajo que se pone en forjarla; el segundo valor se puede llamar legal y extrínseco, que es el que el príncipe le pone por su ley, que puede tasar el de la moneda como el de las demás mercadurías. El verdadero uso de la moneda y lo que en las repúblicas bien ordenadas se ha siempre pretendido y practicado es que estos valores vayan ajustados, porque como sería injusto en las demás mercadurías que lo que vale ciento se tase por diez, así es en la moneda. (…) Veamos, ¿podría el príncipe salir con que el sayal se vendiese por terciopelo, el veintedoceno por brocado? No por cierto, por más que lo pretendiese y que cuanto a la conciencia fuese lícito; lo mismo en la mala moneda. En Francia muchas veces han bajado los sueldos de ley; por el mismo caso subían nuestros reales, y los que se gastaban por cuatro sueldos en mi tiempo llegaron a valer siete y ocho, y aun creo que llegaron a más; que si baja el dinero del valor legal, suben todas las mercadurías sin remedio, a la misma proporción que abajaron la moneda, y todo se sale a una cuenta, como se verá adelante más en particular.
CAPÍTULO V
El fundamento de la contratación es la moneda, pesos y medidas
No hay duda sino que el peso, medida y dinero son el fundamento sobre que estriba toda la contratación y los nervios con que ella toda se traba, porque las más cosas se venden por peso y medida, y todas por el dinero. Lo que pretendo decir aquí es que como el cimiento del edificio debe ser firme y estable, así los pesos, medidas y moneda se deben mudar, porque no bambolee y se confunda todo el comercio. Esto tenían los antiguos bien entendido, que para mayor firmeza hacían, y para que hubiese mayor uniformidad acostumbraban a guardar la muestra de todo esto en los templos de mayor devoción y majestad que tenían. (…) El arbitrio de bajar la moneda muy fácil era de entender que de presente para el rey sería de grande interés y que muchas veces se ha usado de él; pero fuera razón juntamente advertir los malos efectos que se han seguido y cómo siempre ha redundado en notable daño del pueblo y del mismo príncipe, que le ha puesto en necesidad de volver atrás y remediarle a veces con otros mayores, como se verá en su lugar. Es como la bebida al doliente fuera de sazón, que de presente refresca mas luego causa peores accidentes y aumenta la dolencia. (…)
CAPÍTULO X
Otros inconvenientes mayores
El primero de estos mayores inconvenientes es que la labor de esta moneda en tanta cantidad es contra las leyes de estos reinos. (…) El segundo inconveniente es que esta traza, no solo se aparta de las leyes del reino, que esto llevadero fuera, sino que es contra razón y derecho natural. Supongo lo que al principio se dijo, que el rey no es señor de los bienes particulares ni se los puede tomar en todo ni en parte. Veamos pues, ¿sería lícito que el rey se metiese por los graneros de particulares y tomara para sí la mitad de todo el trigo y les quisiese satisfacer en que la otra mitad la vendiesen al doble que antes? No creo que haya persona de juicio tan estragado que esto aprobase; pues lo mismo se hace a la letra en la moneda de vellón antigua, que el rey se toma la mitad, con solo mandar que se suba el valor y lo que valía dos valga cuatro. Paso adelante; ¿sería justo que el rey mandase a los particulares vendiesen sus paños y sus sedas al tres doble de lo que valen, y que con la una parte se quede el dueño, y con las dos acudan al rey? ¿Quién aprobará esto? Pues lo mismo puntualmente se hace en la moneda que de nuevo se labra, que al que la tiene le queda la tercera parte del valor y menos, y el rey se lleva las dos; que si esto no se hace en las demás mercadurías y se ejecuta en la moneda es porque el rey no es tan dueño de ellas como de la moneda, por ser suyas las casas donde se labra y ser suyos todos los oficiales de ellas y ser sus criados y tener en su poder los cuños con que quita una moneda y pone otra en su lugar, o más subida o más baja, si lícitamente si no es esto que se disputa; que si se pretende que las deudas del rey y de particulares se paguen con esta moneda, será nueva injusticia, como lo dice Menochio en el Consejo 48 largamente, que no es lícito en moneda de baja ley pagar las deudas que se contrajeron cuando la moneda era buena. El tercer daño sin reparo es que las mercadurías se encarecerán todas en breve en la misma proporción que la moneda se baja. No decimos aquí sueños, sino lo que ha pasado en estos reinos todas las veces que se ha acudido a este arbitrio. En la Crónica del rey don Alonso el Sabio, cap. 1º, se dice que al principio de su reinado en lugar de los pepiones, moneda de buena ley que antes corría, hizo labrar otra de baja ley, que llamaban burgalesas, noventa de los cuales hacían un maravedí, y que por esta mudanza se encarecieron las cosas y pujaron grandes cuantías. Avisado de este daño, como se refiere en el capítulo 5°, puso tasa en todo lo que se vendía, remedio que empeoró la llaga y no se pudo llevar adelante, porque nadie quería vender y fue fuerza alzar la tasa y el coto, y aun se entiende que la principal causa por que los ricos hombres se armaron contra él y por este medio su hijo don Sancho se le alzó con el reino fue el odio que resultó de la mudanza de esta moneda generalmente en el reino, porque no contento con el desorden primero, después en el sexto año de su reinado mandó deshacer los burgaleses y labrar los dineros prietos, que cada quince hacían un maravedí, que parece fue cantar mal y porfiar como príncipe muy arrimado a su parecer. En la Crónica del rey don Alonso el Onceno, cap. 98, se refiere que hizo labrar moneda o novenos y cornados de la misma ley y talla que la que labró su padre el rey don Fernando. Para que por esta labor no se encareciesen las mercaderías, mandó que el marco de plata se quedase en el misino valor que antes tenía de ciento veinte y cinco maravedís; y sin embargo, no se pudo llevar adelante y el marco subió y las mercadurías se encarecieron. Adviértase en este lugar que la causa por que al presente no se siente luego la carestía es porque el real se está en su valor de treinta y cuatro maravedís de estos nuevos, y el marco de sesenta y cinco reales; pero luego se verá que aquesto no puede durar mucho tiempo. (…) Para que se entienda que es así forzoso, finjamos que un real llega a valer dos reales o sesenta y ocho maravedís (que no falta gente que da en este dislate y le tienen por buen arbitrio que suban el oro y la plata, unos mas y oíros menos); supuesto esto, veamos si uno quiere comprar un marco de plata por labrar, ¿daránsele por sesenta y cinco reales como está tasado? No por cierto, sino que le subirán a ciento y treinta, que es el peso de la plata. Pues si subieran el marco al doble, si se doblase el valor de los reales a proporción, si los subiesen una sesma o una cuarta, el marco subiría otro tanto; y lo mismo en las monedas menores, que ya no solo en las compras, sino en los trueques, se da a diez por ciento de ganancia por tocar el vellón a plata, y aun en muy breve se cambiará el vellón por plata a razón de quince, veinte o treinta, y dende arriba por ciento; y a este mismo paso irán las demás mercadurías. Y no hay duda sino que en esta moneda concurren las dos causas que hacen encarecer la mercaduría, la una ser, como será, mucha sin número y sin cuenta, que hace abaratar cualquiera cosa que sea, y por el contrario, encarecer lo que por ella se trueca; la segunda ser moneda tan baja y tan mala, que todos la querrán echar de su casa, y los que tienen las mercadurías no las querrán dar sino por mayores cuantías. De aquí se sigue el cuarto daño irreparable, y es que vista la carestía, se embarazará el comercio forzosamente, según que siempre que este camino se ha tomado se ha seguido. Querrá el rey remediar el daño con poner tasa a todo, y será enconar la llaga, porque la gente no querrá vender alzado al comercio, y por la carestía dicha la gente y el reino se empobrecerá y alterará. Visto que no hay otro remedio, acudirán al que siempre, que es quitar del todo o bajar del valor de la dicha moneda y hacer que valga la mitad del tercio que hoy vale, con que de repente y sin pensarlo, el que en esta moneda tenia trescientos ducados se hallará con ciento ó ciento cincuenta, y a esta misma proporción todo lo demás.
(…) El quinto daño asimismo irreparable, que el Rey mismo empobrecerá y sus rentas bajarán notablemente, porque demás que al rey no puede estar bien el daño de su reino por estar entre si tan trabados rey y reino, claro que si la gente empobrece, que si el comercio falta, no le podrán al rey acudir con sus rentas y que se arrendarán muy más bajas que hasta aquí. (…) Quiero concluir con representar el mayor inconveniente de todos, que es el odio común en que forzosamente incurrirá el príncipe por esta causa. Dice un sabio que en las prosperidades todos quieren tener parte, y lo adverso atribuyen a las cabezas; ¿por qué se perdió la jornada? Porque el general no ordenó o no pagó bien la gente, etc. Felipe el Hermoso, rey de Francia, el primero que se sepa haya en aquel reino bajado la moneda, que vivió por los años de 1300, por lo cual Dante, poeta de aquel tiempo, le llamó falsificatore di moneta; el mismo al tiempo de la muerte, arrepentido de lo hecho, advirtió a su hijo Luis Hutin, que por esta causa él era odiado de la gente, que le mandaba y rogaba que reparase este desorden; refiérelo Roberto Gavino al fin de la vida de este Rey. No bastó esta diligencia ni el pueblo sosegó hasta tanto que el mismo Ludovico Hutin, por consejo de algunos grandes, hizo ajusticiar públicamente a Enguerrano Marinio, inventor de aquella mala traza (…) Para evitar todos estos inconvenientes que de todo tiempo se han experimentado, los aragoneses en particular toman al rey juramento cuando se corona que no alterará la moneda; así lo escribe Pedro Belluga In Specul. Princip., rúbr. 36, número 1.°, donde trae dos privilegios de los reyes de Aragón concedidos al reino de Valencia, la data del primero año de 1260, la del segundo 1336, cautela muy prudente y necesaria. La codicia ciega, las necesidades aprietan, lo pasado se olvida; así, fácilmente volvemos a los yerros de antes. Yo confieso la verdad, que me maravillo que los que andan en el gobierno no hayan sabido estos ejemplos.
CAPÍTULO XIII
Cómo se podrá acudir a las necesidades del reino
Comúnmente decimos que la necesidad carece de ley, otros que el estómago no tiene orejas, que es forzoso comer. A la verdad las necesidades son tales y tan apretadas, que no es maravilla se desvelen aquellos a cuyo cargo están en buscar para remediarlas, y que como desvelados den arbitrios extravagantes cual parece este, por las causas y razones alegadas. Dicen que si no contenta, será menester buscar otro u otros para suplir la falta y necesidad; a esto respondo que mi asunto no fue este ni tengo capacidad para cosa tan grande, sino solo desacreditar esta traza como mala y sujeta a daños e inconvenientes irreparables; todavía quiero tocar aquí algunos medios que podrían ser más a propósito que esta, y aun por ventura de más substancia. El primero será que el gasto de la casa real se podía estrechar algún tanto, que lo moderado, gastado con orden, luce más y representa mayor majestad que lo superfluo sin él. (…) Lo segundo advierto que no son las mercedes demasiadas a propósito para ganar las voluntades y ser bien servido. La causa es que los hombres más se mueven por esperanza que por el agradecimiento; antes cuando han engrosado mucho, luego tratan de retirarse a sus casas. (…) No puede el rey gastar la hacienda que le da el reino con la libertad que el particular los frutos de su viña o de su heredad, ítem, que el rey evite, excuse empresas y guerras no necesarias, que corte los miembros encancerados y que no se pueden curar. (…) El cuarto aviso sea que el rey haga visitar sus criados en primer lugar, luego todos los jueces y que tienen oficios públicos o administraciones. Punto detestable es este y que se debe en él caminar con tiento; pero es cosa miserable lo que se dice y lo que se ve; dícese que de pocos años acá no hay oficio ni dignidad que no se venda por los ministros con presentes y besamanos, etc., hasta las audiencias y obispados; no debe ser verdad, pero harta miseria es que se diga. Vemos a los ministros salidos del polvo de la tierra en un momento cargados de millaradas de ducados de renta; ¿de dónde ha salido esto sino de la sangre de los pobres, de las entrañas de negociantes y pretendientes? Muchas veces, visto este desorden, he pensado que como los obispos entran en aquellas dignidades con inventario de sus bienes a propósito de testar de ellas y no más, así los que entran a servir a los reyes en oficios de su casa o en consejos y audiencias lo hiciesen, para que al tiempo de la visita diesen por menudo cuenta de cómo han ganado lo demás. Yo aseguro que si abriesen esos vientres comedores, que sacasen enjundia para remediar gran parte de las necesidades; dícese que los que tratan la hacienda real entran a la parte de los prometidos, que son grandes intereses; lo mismo los corregidores por su ejemplo o los ministros, demás que venden las pragmáticas reales todos los años para no ejecutarlas, rematan las rentas y admiten las pujas y las fianzas de quien de secreto les unta las manos. (…) Ni basta responder que los tiempos están mudados, sino los hombres, las trazas y las costumbres y el regalo, que todo esto nos lleva a tierra si Dios no pone la mano; esto es lo que yo entiendo, así en este punto como en todos los demás que en este papel se tratan, en especial acerca del principal, que es este arbitrio nuevo de la moneda de vellón, "que si se hace sin acuerdo del reino, es ilícito y malo", si con él, lo tengo por errado y en muchas maneras perjudicial. Si acierto en lo que digo, sean á Dios las gracias; si me engañó mi buen celo, merece perdón, que por alguna noticia que tengo de cosas pasadas me hace temer no incurramos en graves daños, que con dificultad se pueden atajar. Si alguno se desabriere de lo que aquí se dice, advierta que no son peores las medicinas que tienen del picante y del amargo, y que en negocio que a todos toca, todos tienen licencia de hablar y avisar de su parecer, quier que sea errado, quier acertado. Yo suplico a nuestro Señor abra los ojos a los que ponen las manos en el gobierno de estos reinos y los dé su santa gracia, para que sin pasión se dejen convencer de la razón, y visto lo que conviene, se atrevan a ejecutarlo y aconsejarlo.