Un cronista en el reino de Franco
Este noviembre se cumplen cuarenta años de los cuarenta años, o sea, cuarenta años del final del franquismo, periodo, por cierto, que, se cuente desde donde se cuente, ya sea el comienzo de la guerra o su final, no duró cuarenta años. Como en otros aniversarios, las editoriales experimentarán la lucrativa circunstancia de que Franco muriera un 20 de noviembre, fecha tan pegada a la Navidad, la mejor época del año para vender libros, en reñida competición con la Feria del Libro de Madrid y el Día de San Jordi en Barcelona. En esta ocasión, la campaña comercial no se la harán a las editoriales sus viajantes de librería en librería, sino los periódicos y las televisiones, que ya trabajan en suplementos y especiales sobre Franco y el franquismo, un hombre y un tiempo que no terminan de pasar de moda. Desaparecido el calvo de la lotería, el protagonista esta Navidad parece que va a ser Franco.
Es seguro que los títulos se amontonen en las mesas de novedades y no cabe descartar que muchos hayan sido escritos a la carrera por oportunistas que, al calor de la francomanía del momento, pretendan embolsarse algo más que un magro anticipo editorial. Los libros de ocasión serán fáciles de reconocer, pues lo más probable es que se adornen con unos cintillos del subtipo “Todo lo que quiso saber sobre Franco y nunca se atrevió a preguntar” o “La historia del franquismo jamás contada”, cintillos que no solo se limitan al noble oficio del reclamo comercial, sino que tratan de persuadir con engaño a los lectores de lo superfluo que es hacerse con cualquier otro volumen del mismo tema. Y que conste que no insinúo que haya que hacer una pira con estos títulos y sus autores, como en épocas felizmente superadas. Todo lo anterior es solo una pista para no quedar como un indocumentado o como un patán o como las dos cosas al mismo tiempo la noche del 24 o el día de Reyes.
Claro que de nada sirven las pistas si quien esto lee es de los que deja sus compras navideñas para el último momento, como si en el fondo prefiriera la posibilidad de una catástrofe nuclear a las horcas caudinas de los grandes almacenes. Si es ese el caso, entonces sobra y basta un título, que recomiendo con la aplastante seguridad del que está exonerado de devolver el dinero a aquel al que no satisfaga su lectura y, sobre todo, con la aplastante seguridad del crédito que merece y me merece el autor. Hablo de El reino de Franco, editado por Ediciones B y escrito por Joaquín Bardavío.
Hoy quizás el nombre de Joaquín Bardavío no les diga nada a muchos, pero hubo unos años, los años de la Transición, en los que cada vez que el tipo publicaba un libro, enseguida lo colocaba en los primeros puestos de los más vendidos. Mientras el grueso de la profesión malgastaba sus vidas en las redacciones cortando y pegando teletipos, Bardavío frecuentaba los despachos, y los pasillos, y las calles, y con todo lo que le contaban hacía unos libros en los que salía a exclusiva por párrafo o casi. Con la venia o sin ella, nuestro hombre investigó la Transición.
Es verdad que luego su nombre dejó de sonar, pero no porque se le secaran las fuentes ni perdiera ritmo y pegada, sino porque llevó su vida por otros derroteros, en los que me da que el éxito también le ha sido propicio. En cualquier caso, no ha sido Joaquín uno de esos periodistas que a la muerte de Franco se aferraron a la columna o al micrófono y así hasta hoy, y siempre con el mismo rollo, cuarenta años con el mismo rollo, un rollo que nos sabe a pescado de ayer y nos emociona lo mismo que los pitos de la radio, esos que suenan cuando van a dar las en punto. Pero la retirada a tiempo de Bardavío no significa, ojo, que abandonara alguna vez y para siempre el periodismo. Ahí están sus obituarios en El Mundo, cuando muere uno de los actores de la Transición, da igual si protagonista o de reparto. Y ahí están también sus libros, como este de ahora, El reino de Franco.
El título puede llamar a engaño a alguno, sobre todo al que se acerque pensando que se trata de una tesis doctoral acerca de la forma política que adoptó el Estado nacido el 18 de julio del 36. La cosa coge más campo que eso. Estamos ante una biografía de Franco, o si se prefiere ante una crónica del franquismo, o las dos cosas al mismo tiempo, que a ver quién en este caso es capaz de disociar al hombre de su tiempo. Que Bardavío haya esperado cuarenta años para adentrarse en el reino de Franco no ha sido, como queda dicho, por un criterio de venta y promoción. Las razones son otras y hay que buscarlas en los años de la Transición, cuando el joven periodista que era Joaquín andaba enredado en otras investigaciones, con los restos de Carrero Blanco aún calientes en el patio de los jesuitas de Serrano y un Sábado Santo que se teñiría de rojo y no precisamente del de la sangre.
El libro, por tanto, no es secuela de los anteriores, es en todo caso precuela, ahora bien, narrado con la misma agilidad que los otros. Uno lee con idéntica pasión las aventuras del joven Franco en África o las campañas que decidieron el curso de la Guerra Civil que la elaboración de unos planes de desarrollo plagados de tecnicismos. El cronista, que sigue en plena forma, demuestra que no hay temas aburridos, únicamente periodistas que no saben contarlos. A Bardavío le encargas el folleto de instrucciones de una lavadora y es capaz de escribirte un best seller.
La soltura de la narración, sumada a la ausencia casi total de notas a pie de página, colocarán El reino de Franco en los estantes de la divulgación, que con seguridad no otra cosa pretendió Bardavío. Y, sin embargo, que el libro sirva de manual para adentrarse por vez primera en la peripecia de un tiempo, de un país y de un hombre no significa que sea una de esas historias sencillas de pocas páginas escritas para no iniciados. Las cerca de ochocientas páginas de El reino de Franco obligan a la editorial a la tapa dura y hacen casi imposible la edición de bolsillo. Y eso que buena parte del hilo argumental lo forman los nombramientos ministeriales, que si Bardavío descendiera al escalafón de las secretarías de Estado y las direcciones generales se iría a las cinco mil páginas mínimo, separadas en varios tomos.
Pero alto ahí, que El reino de Franco no es una dramatización del Boletín Oficial del Estado de la época, sino que para ilustrar algunos episodios, mentalidades y evoluciones el autor da entrada a fronterizos del poder, como el extraño caso de Gerardo Salvador Merino, quien de joven concitó en sí una contradicción, la de ser notario y revolucionario, contradicción que terminaría resolviendo el tiempo, ahí su esquela en ABC pagada no por los sindicatos verticales, sino por la empresa de la que se jubiló como alto directivo, Motor Ibérica S. A. Ya lo dijo Pitigrilli: en esta vida se empieza de incendiario y se termina de bombero.
Siguiendo por la vía del descarte, El reino de Franco no es tampoco una colección de anécdotas, que las tiene, y jugosísimas, como la del accidente de caza en El Pardo –"estando cazando su Excelencia…"–, cuyo parte médico ocultó deliberadamente que Franco se había fracturado una falange, para evitar así uno de esos chistes tan del gusto de los españoles de la época, de uno y otro signo, incluidos los que vestían uniforme y habitaban los cuartos de banderas. Se ve que en diciembre de 1961 la relación entre la Falange y Franco no pasaba por su mejor momento, relación que iría deteriorándose hasta prácticamente romperse con el nombramiento en 1969 como secretario general del Movimiento –o ministro del Partido– de Torcuato Fernández Miranda, un hombre alérgico al azulete. En el nombramiento de Torcuato cifra Bardavío el definitivo licenciamiento de la Falange, poco importaba ya si con honores o sin honores.
Al observador avezado –y Joaquín lo es– no se le escaparía un detalle de la visita de Eisenhower a Franco en 1969. El recorrido por las calles de Madrid de ambos generales, triunfal en tantos sentidos, apoteósico como se pretendió, lo jalonaron 300 potentes reflectores que iluminaron aquello que se quería iluminar. El enorme yugo y las flechas de la fachada de la Secretaría General del Movimiento de la calle Alcalá, por ejemplo, quedó a oscuras. El último foco del trayecto se reservó para arrojar luz sobre la flamante Torre de Madrid y sus 32 plantas. Era como si Franco, que en su juventud había sido suscriptor de la muy conservadora Acción Española, mirara al futuro, mientras los vanguardistas de la Falange empezaran a quedar congelados en las nostalgias de su revolución pendiente.
No es la del yugo y las flechas y el proyector la única ocasión en la que Bardavío eleva una anécdota a categoría. Al hablar de la forja del carácter y el destino de su biografiado –estos es, de sus primeros años– refiere el autor un suceso que tuvo lugar en la Academia de Infantería de Toledo, donde el cadete Franquito, así llamado por su aparente poquedad, se revolvió con violencia contra las novatadas de un veterano. El gesto le ganaría el respeto de sus compañeros y marcaría una pauta de entonces adelante: con él no se jugaba.
A lo largo de cuarenta años fueron no pocos los hombres, muchos compañeros de armas, a los que Franco llamó a su despacho y leyó la cartilla. Pero sin rencor. O sin un rencor infinito. A algunos como Queipo o Yagüe, tras condenarlos a pena de extrañamiento, los distinguiría con sendos títulos nobiliarios (¿cabe recordar aquí que el libro se titula El reino de Franco?). Al parecer, el rigor disciplinario lo reservaba Franco para tiempos de guerra, como con el legionario aquel al que ordenó fusilar en África por arrojar el rancho al suelo. Y lo mismo para tiempos de posguerra.
Califica Bardavío de “procesos de endeble fundamentación jurídica” los fusilamientos que siguieron al término de la guerra. En descargo del bando vencedor, podría aducirse que esa es la lógica endiablada de la guerra, la única y posible lógica de la guerra, al tiempo que se busca apoyatura en estas palabras de Indalecio Prieto: "Será, lo tengo dicho muchas veces, una batalla a muerte, porque cada uno de los dos bandos sabe que si el adversario triunfa, no le dará cuartel". Pero eso sería jugar sucio. Alguna ventaja tendrá que tener perder una guerra, ¿no? Por ejemplo, no cargar con unos muertos que bien pudieron ser pero finalmente no fueron. O por decirlo a la manera hermosa de León Felipe: "Franco, tuya es la hacienda/ la casa/ el caballo/ y la pistola./ Mía es la voz antigua de la tierra".
Otra imagen del libro de Bardavío que vale más que mil palabras es la de Franco despidiéndose de Hitler en la estación de Hendaya, subido en la plataforma de su vagón, y en esto que la locomotora arranca, y en la brusquedad del movimiento al caudillo se le descompone la figura, y a punto está de caer a los pies del Führer. ¿Hay estampa más acabada para ilustrar la situación de precario equilibrio en la que se encontraba una España recién salida de la guerra y que, exhausta, se resistía a entrar en otra?
No es cuestión menor esta de las metáforas. Cuenta Bardavío que la repugnancia de Franco por el liberalismo y sus derivados (repugnancia quizás deudora de una lectura en exceso rigorista de la encíclica Libertas de León XIII, la que dicta que el liberalismo es pecado), que la repugnancia por el liberalismo, en fin, le ayudó a Franco a vencerla uno de sus tecnócratas, Alberto Ullastres, quien para convencerle de la bondad de la economía de mercado jugó con él a la matemática recreativa: "Mi general, tenemos las seiscientas toneladas de oro que se llevaron durante la Guerra los soviéticos".
Y con semejante bendición tecnocrática acometemos la confesionalidad del franquismo con una última metáfora, la que para Bardavío supone que la primera residencia oficial del caudillo fuera el palacio arzobispal de Burgos. La luna de miel entre Iglesia y Estado no duraría cuarenta años, sino que conocería sucesivos desencuentros y encontronazos, con un desenganche final abanderado por el cardenal Taracón, y no precisamente a título particular. Lejos de la realidad, en cualquier caso, la imagen de un Franco planchasotanas y meapilas. Si a lo largo de su mandato Franco solo admitió a un separado en su Gobierno –Beigbeder– no fue porque montara guardia bajo la cama de sus ministros, a los que en asuntos de alcoba no exigía ejemplaridad, únicamente apariencia de ejemplaridad. Lo que tampoco significa que el Generalísimo redujera la fe a una cuestión de pompa, boato y circunstancia.
Franco tenía sobrados motivos para creer –otra cosa es si con acierto o no– que la Historia había salido a su encuentro, que era, en cierto modo, un elegido de la Providencia. Pero tal sentido de misión no le llevaba a cargar vicariamente sobre sus hombros con los pecados de los españoles, como aquel ministro de Información y Turismo, Arias Salgado, que se pensaba responsable último y primero de la salvación eterna de sus compatriotas. Leyendo el Franco de Bardavío se llega a la conclusión de que el franquismo no fue sino "la sorprendente historia adaptativa a las circunstancias en un sistema personalísimo". Pero todo dentro de dos coordenadas, siempre las mismas, inamovibles, sólidas como las columnas de Hércules: el anticomunismo feroz y el catolicismo a machamartillo. Por eso la amenaza velada de Franco de cambiar de sucesor a título de rey si la gran boda griega de Juan Carlos y Sofía no se celebraba también por el rito latino. Y aquí llegamos al quid de la cuestión. O de la sucesión.
Lo bien que se lo pasó Franco jugando al despiste con la carta sucesoria sirve para caracterizar barra ridiculizar a una variante del vendedor de crecepelo que se dio mucho aquellos años y al que se refiere Bardavío en su libro: el francólogo. El francólogo trataba de adivinar los derroteros del régimen analizando los nombramientos y ceses ministeriales con la misma solemnidad con que en la Grecia clásica hubiera leído el futuro en las tripas de un animal degollado. En sus pronósticos el francólogo fallaba más que una escopeta de feria. Pero por obviar el detalle de que los designios del caudillo eran, a la manera de los de Dios, inescrutables. Un francólogo inasequible al desaliento, al argumento y al documento fue Gil Robles, en quien siempre pudo más el deseo que la realidad. Otro que no anduvo muy fino fue Areilza, que en una cena le dijo a Bardavío que Franco jamás haría público en vida el nombre de su sucesor, pues significaría que la yerba crecería en el camino del Pardo y se haría necesario poner semáforos en La Zarzuela. Ya, ya.
El 22 de julio de 1969, seis años antes de su muerte, Franco nombraba a Juan Carlos sucesor a título de rey y ni la yerba creció camino del Pardo ni hubo que poner semáforos en La Zarzuela. La designación en vida era la prueba palmaria de que el generalísimo ganó la guerra y de que el generalísimo ganó la paz. Y lo que suena a soflama desde la tribuna de oradores un 20-N cualquiera en una Plaza de Oriente empapada de nostalgias (sentimiento, por otro lado, difícilmente predicable de uno nacido en 1976) encuentra su argumentario más eficaz en el libro de Bardavío, en absoluto sospechoso de franquista.
La certeza de que moriría en la cama y con honores debió de tenerla Franco cuando, tras paciente trabajo de lobby, logró amigarse con el coloso americano y ser admitido en la ONU… ¡con el voto a favor de Rusia! Pero la certeza no solo debió de tenerla él, también el Partido Comunista, que ante la falta de apoyo popular abandonó aventuras expedicionarias como la del maquis y optó por el entrismo o voladura controlada del régimen, pero desde dentro, lo que da una idea de la solidez de la estructura y la superestructura del franquismo. El progreso económico, simbolizado por el 600, apaciguaría fervores revolucionarios y también patrióticos, mas no del todo, y ahí están los españoles que engrosaron las filas de la oposición no violenta (y, en algunos casos, domesticada) y los que hasta el ultimísimo momento desbordaron los mecanismos de congregación de gentíos con su presencia en las manifestaciones de adhesión inquebrantable al caudillo, su caudillo.
Todo quedaba atado y bien atado. Aunque la que estaba por venir era ya otra historia. Historia que también nos contó Bardavío, Joaquín Bardavío.
Joaquín Bardavío, El reino de Franco, Ediciones B, Barcelona, 2015, 768 páginas.