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La Ilustración Liberal

Albert Boadella: "Me da igual dónde me entierren… salvo en Cataluña"

Dice Boadella que el que esto firma se ha ganado a pulso el título de "doctorado en las hazañas del bufón"; tantas son las veces que le ha sometido al juego de las preguntas y respuestas. La diferencia, sin embargo, es que en ocasiones anteriores el periodista requirió al bufón su opinión acerca, por ejemplo, de la República de Venecia, el rito tridentino, Mayo del 68, la política en tiempos del cólera, Ubú, el caso Palau (el descacharrante caso Palau), la muerte en la plaza, por supuesto Joglars, el sexo, la rue Jacques Callot de París e incluso la cosa esa del padel. La diferencia ahora es que lo que sigue es una crónica necesariamente resumida de su trayectoria vital y profesional, algo en plan "esta es su vida, Albert Boadella". A ver qué tal.

Gonzalo Altozano: En 1999, Juan Carlos I le entregó la Medalla de Oro de las Bellas Artes, en una ceremonia a la que acudieron altas autoridades militares, príncipes de la Iglesia, ministros de la derecha y, por si eran pocos, Manuel Fraga Iribarne. ¿Qué hubiera pensado su padre?

Albert Boadella: Que mi padre fuese un republicano convencido -de joven había participado incluso en un atentado contra el Rey- y que hasta el final considerase a los militares como parte del franquismo, no significa que no tuviera una cierta sensatez, un cierto equilibrio (de hecho, no podía decirse que fuese muy de izquierdas). Pero sí, es posible que sí, es posible que al ver al Borbón ponerme la medalla hubiese pensado "a este chico tendría que haberle educado mejor".

No debió de ser fácil hacerlo.

Mis padres apenas tenían control sobre mí. Tenga en cuenta que, más que padres, yo tenía abuelos, porque cuando nací, mi padre tenía sesenta y cinco años y mi madre, cuarenta y nueve.

Un embarazo de riesgo, o sea.

Ahora una mujer de esa edad tiene, desde el punto de vista sanitario, unas posibilidades muy distintas a las que pudo tener mi madre en el año 43. ¿Embarazo de riesgo? Mi padre creía que era peligroso seguir adelante, y como se trataba de un hombre muy bien relacionado, con muchos amigos médicos…

¿Quiere decir que a punto estuvieron de abortarle?

Bueno, no me hubiera enterado ni hubiese sucedido nada especial para la humanidad. Es más, mucha gente se hubiera alegrado, incluidos algunos antiabortistas.

Y sin embargo…

Mi madre se negó y tiró para adelante, quizás porque, optimista como era, le pareció que saldría bien del tema.

¿Cree que ella se arrepentió alguna vez de su decisión? Lo pregunto por lo que decía usted antes, lo de que de niño no paraba quieto.

Y es verdad. Yo era un chaval callejero, muy de banda. Lo curioso es que, siendo el más esmirriado, fuera yo el líder.

¿Y qué tal jefe era?

He de decir que la dirigía muy bien, la banda. Hubiéramos podido ser unos perfectos bandoleros. La lealtad, la camaradería, todo aquello le daba a la cosa una emoción extraordinaria.

¿Y apostarse a la salida del Colegio Alemán con un tirachinas para desbaratar a los niños ricos, eso también era excitante?

Colegio en el que, por cierto, estudió Jordi Pujol, al que nunca supe si acerté una piedra, lo cual hubiera estado bien. En cualquier caso, años más tarde sí le pegué dos bofetones a uno de sus hijos.

A ver, a ver, ¿cómo fue eso?

Sí, era yo profesor de teatro en un colegio en el que estudiaba el hijo de Pujol, que era un niño insoportable. Se trataba de uno de esos colegios en los que no se podía pegar, pero un día no pude más y le di dos bofetones. El hijo, a propósito, era Jordi, el más manguis.

Pues a la vista del posterior historial de la criatura no parece que acusara demasiado el efecto pedagógico del par de tortas dadas a tiempo.

Hablando de esto, hay algo que me parece peligroso, y es que los niños hoy se han convertido en los reyes de la casa; solo se está pendiente de ellos. Pero por otro lado, se los quiere convertir rápidamente en adultos, como si hubiera una especie de concurso por ver cuál aprende antes inglés, y no solo eso, sino que los llevan al tenis, y a nadar, y a clases especiales de esto y lo otro…

¿Y el resultado es…?

Que al niño le quitan la libertad de ser niño. No le dejan transgredir, ser un chaval, un chico malo, que es muy importante. Y no digo que los padres no tengan que saber cuáles son los límites de la transgresión, pero vigilando a los niños desde la distancia, sin estar encima como lo están ahora.

Niños malos, dice.

Sí, traviesos, niños traviesos. Cada vez que veo a alguno me da una sensación de optimismo, de esperanza, como si fueran la excepción que confirman la regla.

Quizás también le recuerden al Boadella niño y a su banda, quienes, a su vez, recordaban al pequeño Juan Belmonte y su cuadrilla. ¿Le hubiera gustado, por cierto, ser torero?

Sí, la verdad que sí. El toreo significaba para mí una gran emoción. Cuando me llevaban a la plaza -mi tío, y también mi padre, pero sobre todo mi tío-, cuando me llevaban, digo, tenía la sensación de que aquello era la vida; la vida que me gustaba.

¿Y aquella que se verificaba fuera de la plaza?

Era también la vida, pero la vida normal.

¿Cómo hacía para escapar de ella?

Cogiendo un trapo de cocina y pasándome todo el día con naturales y verónicas, arriba y abajo. Pero durante bastantes años, ¿eh? Lo que sucede es que nací en una región que no es que no fuera taurina -había mucha afición, ojo-, sino que no tenía ganaderías como sí pudieron tener Belmonte y otros. Y también que nací en un ambiente que no tenía nada que ver con los toros.

Los tiempos hoy tampoco acompañan.

Estamos ante un arte con pocas posibilidades de conservarse, en una situación muy complicada, con una presión por todos lados que va a ser difícil de resistir.

¿Presión también por el lado político?

¡Empezando por el lado político! El político busca la opinión de la mayoría y la mayoría terminará siendo contraria a los toros.

¿Por qué razón?

Porque la sociedad es cada vez más blandengue en la cuestión de los animales, con una visión muy sesgada de lo que estos son, visión que los coloca a la misma altura de las personas, visión, en fin, puramente de ficción o casi.

¿De ficción?

O te llevan a la plaza, como me sucedió a mí, cuando eres muy pequeño y entonces los asimilas y ya forman parte de tu paisaje, o te llevan más mayor, cuando has visto todos los dibujos de Walt Disney y una corrida puede convertirse en algo traumático.

Y no es así, para usted, al menos, no es así.

Los toros son el último gran rito de la antigüedad que ha prevalecido hasta nuestros días. Son, además, un espectáculo extraordinario. Pero, insisto, precisan de una introducción.

Como todas las artes, ¿no?

Como todas las artes, sí. Porque el arte no es algo que entre a la primera. Hay que comprender antes ciertas cosas. Sucede así con los toros, pero también con el teatro, la música o la pintura. Yo cuando voy al Museo del Prado y veo a esos colegios y escucho las cosas que les cuentan, pienso que a esos niños no les va a interesar nunca la pintura.

Decía que el ambiente de su casa nada tenía que ver con los toros; en cambio con la pintura…

Mis padres, que se conocieron trabajando en el periódico La Publicitat, habían tenido muy buena posición, cosa que cambió cuando la guerra. Pero siempre estuvieron muy bien relacionados desde el punto de vista cultural y artístico. Mi padre, de hecho, era amigo del escultor Gargallo, y del pintor Sunyer, y mi casa era un lugar por donde aparecía gente de muchísimo interés.

Tápies, por ejemplo.

Pero Tápies no era amigo de mi padre, sino de un hermano mío que era escultor y que se fue a vivir a París.

Quién le iba a haber dicho a Tápies, que aquel niño de aspecto angelical que correteaba por allí, o sea usted…

…terminaría convirtiéndolo en objeto de sus sátiras. Al pobre Tápies le ataqué como ejemplo de artista oficial.

Pues él siempre posó de rebelde.

Quiso hacer creer incluso que nunca fue falangista, cuando sí que lo fue. No es solo que al pasarse al otro lado tuviera muchas facilidades, sino que el franquismo nunca le hizo ningún daño.

Al padre de usted, en cambio, sí.

Mi padre siempre consideró al franquismo su ruina.

Pero siempre le quedaron las tertulias.

De las que fue muy partidario.

Y de las que usted, supongo, se benefició.

Aquel ambiente fue lo mejor que me pudo suceder. Es decir, un ambiente donde se hablaba de arte, donde este era algo importante, donde se respetaba a los artistas… pues era perfectamente lógico que un hijo de aquella familia se dedicara luego a lo que se dedicó.

Su padre, entonces, no le puso pegas.

Mi padre, que era un hombre muy sensato y conocía el mundo del arte, sabía que al menos los inicios iban emparentados con el hambre. Por eso cuando le dije que quería hacer teatro, me dijo que muy bien, pero que primero me ganara la vida con otra cosa.

¿Y lo hizo?

Sí, como aprendiz de cincelador y grabador en un taller de orfebrería; me tenía que levantar todas las mañanas a las seis y media para estar allí a las siete.

Supongo que se acordaría de su padre… y de toda su parentela.

Supongo que sí, porque era una lata. Pero ahora es una de las cosas por las que más agradecido le estoy.

¿Por qué?

Porque si me hubiera ido mal, siempre me hubiese podido ganar la vida cincelando santas cenas y grabando vírgenes y tal. Pero, sobre todo, porque conocí lo que era un oficio, el proceso de un oficio, el significado de los matices, es decir, que si las cosas se hacen así, se hacen bien, y si se hacen de otra forma, se hacen mal. Y todo eso, con posterioridad, lo apliqué a mi teatro.

¿Y está satisfecho con el resultado?

Digamos que como hombre de teatro he sido un hombre de oficio. Y digamos también que creo haber practicado el oficio bien hecho, con las cosas acabadas y el conocimiento de todos los trucos.

No es de los que se autotitula "creador".

Tengo una especie de decálogo cuyo primer mandamiento dice que el único creador es Dios; los demás no hemos creado nada. Porque crear es a partir de cero y yo tengo tras de mí dos mil quinientos años de teatro conocido, por no hablar de los miles de años desconocidos. ¿Cómo hablar, por tanto, de creación? Puedo hacerlo de una cierta recreación, de pequeños matices que yo haya podido aportar al oficio por una serie de circunstancias. ¡Pero creación…!

Pues parece ser lo que se enseña en las escuelas. Por cierto, ¿recomienda alguna?

Las hay muy buenas, sin duda. Pero yo a un actor le recomendaría que se hiciera él su propia escuela.

¿Con qué programa?

Con uno que fuera un cincuenta por cien de formación musical y el otro cincuenta de expresión corporal y de dominio del instrumento, de la voz.

¿Y la teoría?

Solo un cinco por ciento. Porque el problema de las escuelas de teatro es ese, que el setenta por cien es teoría y solo un treinta son elementos directos del oficio.

O sea, que el método Boadella…

… le costaría al alumno tan caro como una escuela o más, pero saldría ganando, creo.

Ahí vamos, al dinero con que costearse el programa.

Bueno, yo empecé a ganarlo en el taller de orfebrería, lo que me permitió dedicarme al teatro por la noche… ¡y hasta las tantas! Era el único que podía permitírmelo. Eso sí, dormía poquísimo.

Ensayando, imagino. Porque a usted la noche, la bohemia…

A mí lo que no me gustaba era el mundo cutre.

Y nada más cutre, ¿no?, que fumar un porro en corro.

Cuando frecuentaba el mundo progre de los artistas y hacían aquello, lo del porro, yo se lo pasaba directamente al de al lado… ¡y se ponían frenéticos! Pero jamás fume un solo porro. En mi vida.

¿Trompas?

Tampoco.

¿Ni una?

Ni una. Porque detesto perder, digamos, el equilibrio, el control. Cuando noto que el vino o el whisky se me suben a la cabeza, me inquieto muchísimo. Y no es que tenga nada, ojo, contra los que fuman porros o se cogen trompas monumentales. Es más, como espectáculo me divierte muchísimo.

¿Y el espectáculo de ver a cuatro jovencitos de Liverpool en un escenario poniendo a las muchachitas al borde de un ataque de nervios… le divertía?

Yo a los Beatles los consideraba unos melenudos repugnantes a los que detestaba, lo mismo que su música fuera de toda proporción. No así mis compañeros de la época, mis compinches de entonces, que estaban enloquecidos con ellos.

Pues hay una foto de usted en la que parece el quinto Beatle.

Pero esas melenas eran por un espectáculo, Álias Serrallonga, donde actuaba como bandolero.

O sea, que lo de ir hecho un pincel…

Es un impulso natural mío. Yo, incluso de joven, y frente a los que se ponían así como descompuestos, los que destrozaban las vestimentas porque era lo que se llevaba, los que iban un poco de teatreros, yo, digo, siempre he ido bien pertrechado, con mis pantalones, mi chaquetita y, por supuesto, mis corbatas, que me gustan bastante. Me acuerdo de que mis colaboradoras en el Canal -porque el Canal lo llevan mujeres- decían que Albert -o sea, yo- daba gusto.

¿Y de Boadella? ¿Qué decían de Boadella?

Es verdad que siempre se han dado en mí dos tendencias: la tendencia Albert y la tendencia Boadella, algo, por cierto, con lo que quiero jugar en el futuro con unos personajes.

La tendencia Albert.

El Albert siempre ha sido de quedar bien con la gente porque, claro, estaba metido en el mundo del teatro y hubiera sido, sino, un marginado.

Y la tendencia Boadella.

El Boadella es el del impulso conservador fuerte, al que ni siquiera de joven gustaron las novedades y que, en el fondo, detestaba el mundo progre. Lo odiaba. Odiaba sus películas, odiaba su teatro, odiaba su música, y no digamos ya sus costumbres.

Una costumbre entonces muy en boga –y aún hoy– era –y es– la del amor libre. ¿La practicó –o practica– usted?

Ahora sucede que conoces a una chica, te tomas una copa, y… vaya, que se folla con cualquiera, se folla como se toma el aperitivo. Y en nuestra época, le hablo de principios de los sesenta, todavía existía una cierta mitología. Es decir, el hecho de hacer el amor con una mujer –vamos, de follar directamente, ¡coño!– era algo muy serio.

¿Quiere decir que llegó virgen al matrimonio?

Pero es que me casé con veintiún años; si lo hubiera hecho a los treinta, no sé si hubiera resistido. Porque yo era muy fogoso, tremendamente fogoso, y mi novia, como casi todas las de la época, me dejaba llegar hasta un punto… y con razón.

Siempre pudo haber recurrido para sus desahogos a las señoritas de compañía.

Que era algo que todos mis compinches usaban y que me a mí me daba un asco tremendo. Pero no por ellas, que podían resultarme incluso atractivas, sino por poner la herramienta en el lugar donde acababa de ponerla otro. Supongo que lo que quería era alguien que estuviera por mí.

Y lo encontró, pero no en la persona de su primera mujer, sino de la segunda: Dolors.

Lo que encontré fue eso que llaman química, es decir, la persona con la que todo cuadra en la vida, con los equilibrios donde hay que tenerlos y las diferencias suficientes para que se de la atracción mutua. Lo único malo con ella ha sido lo rápida que ha pasado la vida; una vida extraordinaria, inenarrable.

¿Inenarrable?

Sí, porque si la narrara la gente pensaría que es una ficción, una novela de amor.

Sí narra, en cambio, el placer de las pequeñas cosas, como sus desayunos con ella.

Entiendo que la contención en la vida es algo fundamental porque aumenta el potencial de los individuos. Por ejemplo, para disparar una bala se necesita que esta pase por un cañón; es de una lógica absoluta. Y con esto no me refiero solo a lo sexual, que la castidad no es algo que vaya yo pregonando por ahí, precisamente. Hablo de todo en general. Hablo de que los placeres, retenidos, dan más placer.

Mire que le van a acusar de querer ponerle puertas al campo.

A mí es que la naturaleza que más me gusta es la naturaleza construida, la dominada, la frenada –y con mucho esfuerzo– por el hombre. Los volcanes, las cascadas… son exabruptos de la naturaleza. No me verán el pelo por ahí. Otra cosa es contemplar todo eso con una copa frente al televisor. Por cierto…

Diga.

Que uno de mis grandes placeres todos estos años entre Gerona y Madrid era contemplar, a través de la ventanilla del tren, Castilla toda de nieve, mientras me tomaba una copa en mi asiento, y con la temperatura adecuada en el vagón.

Supongo que se refiere a sus idas de su masía a los Teatros del Canal y vuelta. ¿Qué tal, a propósito, la experiencia del Canal?

Los teatros públicos, en general, son teatros del gusto del director o, peor, del gusto de los políticos. Yo, en cambio, quise que el Canal fuera del espectador. Si es un teatro público, lo es de los contribuyentes, y estos tienen muchísmos gustos. Por eso hice una programación en la que hubiera danza clásica, pero también contemporánea; comedia ligera, pero también alguna pieza de investigación. Un teatro de una enorme variedad, en fin, con una personalidad única en Europa. ¿Que qué tal la experiencia? Formidable.

Y yo le pregunto: ¿es necesario un teatro público?

Sí, lo es. Porque llega adonde no llega el privado. Sin teatro público no habría, qué sé yo, ópera, sería impensable, habría desaparecido, o estaría en mínimos, con un piano y cuatro cantantes.

Su idea de lo público, sin embargo, dista de la de la izquierda, y ya siento volver a lo progre.

El mundo progre, que tendría que ser el de la libertad, es, en cambio, enormemente dogmático. En mi oficio, por ejemplo, pasa eso; no hay libertad ninguna.

¿Ninguna?

Hombre, sobre el papel, sí, las que queramos, pero al final todos tenemos que estar de acuerdo en una lista de cosas.

¿Por ejemplo?

No sé, tú haces una encuesta y todos están a favor de Palestina y ninguno de Israel. Y el aborto si puede ser a los doce años, mejor. O sea, no conozco a nadie que diga que está a favor del orden público. O del cumplimiento de la ley. O en contra de la paridad. ¡En contra de la paridad! Eso es un insulto a las mujeres y tú eres un machista; y lo peor es que te lo llaman los propios hombres. Insisito: todos piensan exactamente igual en mi gremio.

¿Y el que disiente…?

Como te separes un milímetro, ya los tienes encima. Salvo excepciones -pocas, y no por sus opiniones, sino por su arte, que admiro-, detesto a mi gremio. Y lo detesto porque ha traicionado los principios de la libertad.

No me diga que para eso hicieron los de su generación un mayo del 68.

El mundo progre es hijo de Mayo del 68, aquel delirio cuyas consecuencias, en general, seguimos sufriendo ahora. Se trató de una serie de deseos, de una serie de ficciones, sobre cómo podíamos organizarnos las personas. Pero resultó que la realidad era otra y que pasaba por cauces distintos.

Sin embargo, a los revolucionarios nunca les importó demasiado la realidad y sus cauces.

La diferencia es que hay revoluciones que sí tienen un caldo de cultivo, como la de la Rusia de 1917 o la de Europa en los años treinta. Otras, en cambio, como las que pretenden ahora aquí algunos partidos… Bueno, me muero de la risa. Pero ¿quién quiere en España no ya apretarse el cinturón, sino renunciar a un fin de semana? Eso está tan fuera de lugar como Mayo del 68.

Definitivamente, no fue usted nada partidario de todo aquello.

Si no fui fan de los Beatles, ¿cómo iba a serlo de Mayo del 68? Por otro lado, yo a quien admiraba no era a todos esos niños pijos, hoy muchos de ellos millonarios, sino a Degaulle. Le admiraba por su seriedad, por su estructura mental, por lo que representó históricamente. Y le admiraba desde bien pequeño.

¿Cómo es eso?

Poque hice el bachillerato en París.

¿Y allí como en Barcelona la hierba no crecía por donde usted pasaba?

Aunque seguía siendo un esmirriado, andaba metido en todos los rifirrafes. Recuerdo ahora una batalla campal en la que tomé parte, en el patio de la escuela. Recuerdo también a un chico de mi edad, solo que tres cuerpos más que yo (los franceses habían estado mejor alimentados que nosotros), encima de mí, ahogándome. Y recuerdo morderle el brazo, mi boca toda llena de sangre, mientras le gritaba "¡cabrón francés, soy católico, apostólico y romano!".

Curiosa profesión de fe. ¿La sigue manteniendo?

Si la Iglesia hubiera sido fiel al principio de que la forma y el fondo son la misma cosa, de que la espiritualidad hay que expresarla a través de un ritual, si hubiera creído más en el teatro y menos en Dios… probablemente hoy sería católico.

¿Quiere decir que la Iglesia ha de recuperar el sentido de la teatralidad?

En eso estuvo durante siglos y le fue muy bien. Por otro lado, no otra cosa hace el buen artista sino inducir al hombre a los aspectos intangibles de la vida.

¿Lo logró con usted aquel viejo pasodoble, En er mundo, la vez esa que…?

Yo vivía en París, con mi hermano y mi cuñada, y, a través del patio, por la radio de un marionetista que vivía en nuestro mismo edificio, escuché el pasodoble y empecé a llorar… Y mi cuñada: "¿pero qué te pasa?". Y yo: "… la música".

¿Nostalgia? ¿Chovinismo?

¿Nostalgia? Digamos que las cosas de España me emocionan, y más cuando era niño y estaba en París. ¿Chovinismo? Bueno, también me emocionaba con la Marsellesa, que cantábamos en clase y que sentía como mi himno.

Mientras, sus pequeños contemporáneos españoles hacían lo propio con el Cara al sol.

Yo también lo había cantado. Y tengo que decir que es un himno muy bueno. Pero no solo la música, también la letra, que tiene cierta gracia, y que no es especialmente fascista ni nacionalsocialista ni nada de eso. Yo lo hubiera puesto como himno nacional.

¿Mejor que LaMarcha Real?

Es que el Cara al sol impulsa más a sentir algo. "Cara al sol con la camisa nueva…". La Marcha Real, desde el punto de vista musical, es, ¿cómo lo diría? un poco machacona, un poco chusquera.

¿Qué pasa, que la música militar nunca le supo levantar?

Hay música militar que supera, y de largo, a la marcha real.

¿El novio de la muerte, por ejemplo?

No es que sea una gran pieza musical, pero lleva una historia que desplaza a la música; una historia romántica, de hazañas bélicas. Cuando escucho El novio de la muerte, me gusta, no me suena a elemento desagradable.

En ocasiones señaladas, como el desembarco del Cristo de la Legión en Málaga, es sobrecogedor, ¿no cree?

La teatralización militar, en este caso de la Legión, tiene su gracia, que hay que conservar. Porque si en la vida tú no conservas unas cosas, unos ritos, con una tradición cada vez más fuerte por la suma de las generaciones, si no conservas todo esto, digo, pues entonces sucede como con las bodas actuales.

¿Las bodas actuales?

Las bodas antes, y desde el punto de vista ritual, eran algo extraordinario. Era como si hubiese que impresionar mucho a los que se fueran a casar para que así se lo tomasen más en serio.

¿Y ahora?

Asistimos a una destrucción del rito o, si se prefiere, a una no sustitución. Porque entiendo que se puedan hacer cosas distintas, pero bonitas, austeras, bien pensadas… y lo que hay son cosas patéticas, realmente patéticas, con sus discursitos y sus florecitas. Vamos, que no voy a ninguna boda.

¿Qué excusa da?

Que estoy malo o que estoy de viaje.

¿Algo de eso pretextó para librarse de la mili?

No hice la mili por una cuestión práctica, porque pensaba que perdería años de mi carrera teatral. Por eso alegué que estaba casada y que mis padres eran muy mayores. Que tampoco fue hacer ninguna trampa, porque era verdad. Lo que quiero decir con esto es que no tenía nada contra los militares; más bien al contrario.

¿Hasta el punto de admirarles?

Digamos que no me desagradan. Por lo menos los de ahora, algunos bastante cultos y muchos muy interesantes, menos cachuzos y más tratables, en cualquier caso, que los del franquismo. Hablamos del mejor estamento que hay hoy en España, del único que no se ha visto salpicado por la corrupción. Definitivamente, no soy antimilitarista. De hecho, tengo muy buena relación con algunos altos mandos.

¿Y dónde queda en todo esto La torna?

Eso es otra cosa. Es verdad que La torna fue una obra muy dura, pero no contra los militares, sino contra determinados militares que cometieron un crimen de Estado.

La obra le costó la cárcel.

Y el exilio.

Cárcel y exilio muerto ya Franco, lo que le convierte a usted en víctima del posfranquismo, un caso quizás único.

Es verdad que en la cárcel el único preso político era yo, porque todos los demás eran comunes, cosa de la que me alegro. Imagine que llego a encontrarme allí con los del PCE, anticomunista acérrimo como soy desde niño; hubiera sido horrible.

Dice Dragó que los dientes de narrador él los echó en la cárcel, escuchando las historias de los comunes, precisamente.

En la cárcel yo aprendí la sutil diferencia entre los que estaban fuera y los que estaban dentro, es decir, entre la honradez y el delito; una diferencia, como digo, sutil, enormenente sutil. Y sí, establecí relación con gentes que para mí tenían muchísimo interés humano, pero también teatral.

Sin embargo, no se encuadraría luego usted en lo que podría llamarse teatro quinqui, con Alonso de Santos y compañía.

Los presos de los que yo hablo eran mafiosos, grandes estafadores. Por ejemplo, un francés que se interesó por mí cuando vio que me escribía una actriz francesa amiga mía a la que él admiraba mucho. El tipo me contaba historias maravillosas, como el atraco aquel famosísimo a la caja fuerte de un banco en Niza, adonde entraron practicando un butrón y del que salieron supermillonarios.

¿Fue aquel preso el que le asignó un par de guardaespaldas?

Ese fue Pedro Baret, autor de una estafa de mil millones a La Caixa y al que, en una ocasión, evité que le zurraran unos quinquis. Les dije que no podíamos hacer una cárcel dentro de la cárcel, y como yo tenía cierto prestigio entre ellos por ser el único político, pues no le lincharon.

Y, claro, el tipo se sintió en deuda.

Por eso los guardaespaldas, dos tipos que me seguían a todas partes, por más que les dijera que no los necesitaba, que no me iba a pasar nada. Y no solo guardaespaldas, sino mayordomo también, un preso que me hacía la cama y tal. Con Baret llegué incluso a planear, a través de su gente en Marsella, una fuga en helicóptero.

Baret no sé, pero usted sí se fugó.

Baret terminaría suicidándose en la cárcel, años después; me lo contó un policía. En cuanto a mí, sí, me escapé, y haciendo teatro.

No podía ser de otra manera, ¿no? ¿Cómo fue?

Dolors, mi mujer, me pasó a través del locutorio unas ampollitas con su sangre mezclada con coagulante, las cuales me zampé provocándome el vómito delante de los funcionarios. Por eso me enviaron al Clínico de Barcelona, donde estuve en observación. Allí me tuvieron esposado a la cama, hasta que me gané la confianza de los policías, lo que fue su perdición, pues fue entonces que pude practicar la fuga a través de la ventan del baño.

Y de ahí al exilio.

Pero con una documentación tan falsa que no podía pedir siquiera el estatus de exiliado.

Pues estuvo allí una temporadita.

Porque entré en contacto, a través del rector de la Universidad de Perpignan, con el prefecto de los Pirineos Orientales, quien me dijo que sí yo no le montaba ningún circo político, él no me devolvería a España; y así fue.

Terminaría regresando, no obstante.

Y fichando durante un tiempo, cada quince días, en el cuartelillo de la Guardia Civil en Roda de Ter, lo que supuso el fin de mi adolescencia artística y política.

¿Por qué?

Porque empiezo a ver las cosas de manera distinta. Recuerde que en La torna yo pongo a los guardias civiles delante del público como elemento de comicidad, de ridículo, de farsa, de escarnio. ¿Y qué me encuentro en aquella casa cuartel? La pobreza de aquellas gentes, los guardias civiles y sus familias, con los hijos jugando en el patio porque los niños del pueblo no querían jugar con ellos.

¿Qué pensó?

Pensé: "Albert, eres un cabrón. ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho con esta gente?". Porque yo había convertido a la víctima en verdugo. Y no solo porque en los sucesos que inspiraron La torna muriera asesinado un guardia civil, sino porque la Guardia Civil, en cierto modo, fue también víctima del franquismo. Y yo, queriendo hacer una crítica de la dictadura, y llevado por los tópicos de la época, los metí a todos en el mismo saco.

¿Actuó igual en aquella performance con patrocinio municipal de comienzos de la Transición para reivindicar el cambio del nombre de las calles?

Eso fue en un pueblo de Tarragona, donde estaba la plaza del Caudillo y calles con los nombres de Carrero Blanco y los generales de Franco. Participamos en la mascarada, sí, solo que tan salvajemente que lo único que logramos fue el efecto contrario, es decir, que las calles siguieran durante años llamándose como se llamaban.

El acto aquel, ¿pudo considerarse un prólogo de la memoria histórica?

Que el franquismo fue una época difícil, dura y no precisamente brillante de la historia de España eso es algo que reconocen hasta los propios franquistas. Ahora bien, aquí hay que ser vigilantes.

¿En qué sentido?

Me parece bien quitar las plazas del Generalísimo, que estaban por todas partes; me parece bien y me parece lógico, porque no era hombre para tener plazas por todos lados. Pero a partir de cierto escalafón, es mejor dejar las cosas como están, al menos durante un tiempo.

¿Cuánto?

Hasta que la gente empezara a preguntarse quiénes eran los de las calles. A partir de ahí sí tiene su lógica cambiarles el nombre. Pero este revanchismo de ahora tan casposo, tan enormemente casposo… y absurdo, también absurdo, como lo de Barcelona con el Conde del Asalto.

¿Qué pasó?

Que le quitaron la calle por pensar que era alguien que había asaltado la ciudad, cuando lo cierto es que se trató de un gobernador que trabajó mucho por Barcelona, promoviendo numerosas suscripciones públicas. Pero como era el conde del Asalto… Hombre, es verdad que el título es muy efectista.

Mucho más, desde luego, que el marquesado de Tarradellas.

Tarradellas fue un hombre que, en los años treinta estuvo en el delirio y tuvo el virus; el delirio y el virus secesionistas, me refiero. Pero la experiencia de la guerra y su contacto después con la República francesa hicieron de él un hombre de gran interés político.

¿Lamenta que su ja sóc aquí no lo pronunciara antes?

Si a su regreso hubiera tenido cuarenta años, la Cataluña que ahora vemos no existiría. Sería otra, distinta, más abierta, más plural. Su edad, por tanto, fue una desgracia.

¿Solo su edad?

Bueno, su edad y Pujol. Pujol fue la peor persona que podía tocarle a Cataluña. Es, no lo olvidemos, el hombre clave, el que casi consigue destruir el Estado (si es que no lo va a conseguir), y con las consecuencias que estamos viviendo: la corrupción, el control de los medios, la educación, la paranoia, el revanchismo…

Ya que estamos con Tarradellas y Pujol, le voy a pedir para terminar un retrato al minuto del resto de presidents, obviando, para no quitarle más tiempo, al más insignificante de todos, Montilla. Maragall.

Maragall es la impostura. Diríamos que es un hombre que juega varias cartas, entre ellas la socialista, pero a quien de verdad admira, a quien de verdad envidia, es a Pujol. Y como él, Maragall, forma parte de una de las grandes familias de la patria catalana, pues es él quien tiene que conducir a Cataluña a la secesión. Y no es que traicione al PSC, porque el PSC siempre se dio a la traición, es que traiciona al socialismo.

Mas.

Mas es un producto degradado de Pujol y Maragall, la continuidad en estado de putrefacción, diríamos. Es un hombre acomplejado, tremendamente acomplejado, y que trata de superarlo con afán de protagonismo; un hombre, en fin, cuyo gran problema es un encefalograma de pequeñas colinas.

Puigdemont.

Puigdemont es un alienígena fuera de toda idea de la política, un tecnócrata de la secesión. Porque lo que ha emergido ahora es una generación en la cual lo que cuenta es la huida hacia adelante y, en esa huida, ponerse a la cabeza. Ya no se actua por romanticismo, ni por venganza, ni por justicia poética, ni por complejos. Esto está ya fuera de control.

¿Y es en esta Cataluña en la que le gustaría morir?

¿Y que me hagan lo que a Sanjurjo y Mola en el País Vasco? Ni hablar. Me da igual donde me entierren, pero que no sea en Cataluña.