La profecía de Hannah Arendt
En 1961 se publicó en EEUU un libro de Hannah Arendt (1906-1975), Between Past and Future (“Entre el pasado y el futuro”), en el que se recogía una colección de ensayos sobre cuestiones políticas que la filósofa judía alemana, que vivía en Estados Unidos desde 1941, había escrito entre 1954 y 1961.
Uno de ellos, "The Crises in Education" (“La crisis en la educación”), había sido publicado inicialmente en 1958 y recogía el texto de una conferencia, Die Krise der Erziehung, que la autora pronunció en Bremen ese mismo año. En él, Arendt daba cuenta de la profunda crisis por la que atravesaba la educación en los Estados Unidos y reflexionaba sobre el origen filosófico de un sinfín de prejuicios pedagógicos y políticos que, según ella, desde los años veinte se hallaban instalados en el mundo educativo norteamericano y hacían muy difícil la implantación de cualquier medida encaminada a mejorar los resultados escolares, por muy razonable que esta fuera.
Para Arendt, el origen de los prejuicios políticos estaba en la especial forma de entender la igualdad de los demócratas norteamericanos. Para ellos, el concepto de igualdad va más allá de la igualdad ante la ley y más incluso de lo que significa igualdad de oportunidades. Esa particular idea de la igualdad había llevado a universalizar la enseñanza media con un plan de estudios idéntico para todos, con la lógica consecuencia de haber convertido la enseñanza media en mera prolongación de la Educación Primaria, privando así a los alumnos intelectualmente más dotados de la formación académica necesaria para cursar después estudios superiores. Eran cada vez más los alumnos que llegaban a las universidades sin la preparación adecuada, lo que estaba provocando que muchos abandonaran los estudios antes de terminar la carrera.
En cuanto a los prejuicios pedagógicos, Hannah Arendt se refería a las teorías de la corriente pedagógica que en EEUU había recibido el nombre de progressive education (“educación progresista”) y que tenía sus raíces teóricas en el pensamiento de John Dewey (1859-1952). Arendt señalaba en su esclarecedor artículo que los seguidores de la progressive education preconizaban que era inútil enseñar al niño cuando no estaba suficientemente motivado, que había que sustituir el esfuerzo por el juego, que no había que empeñarse demasiado en enseñar saberes concretos a los niños porque no se sabía cómo iba a ser el mundo en que estos iban a tener que vivir y que, por encima de todo, debía respetarse “el mundo de los niños”, lo que conducía a maestros y padres a renunciar al ejercicio de su autoridad. En palabras de Hannah Arendt, se trataba de “esas teorías educativas modernas que nacieron en Europa central y que consisten en una notable mezcolanza de sensatez e insensatez que pretendía lograr, bajo el estandarte de una educación progresista, una revolución radical en todo el sistema educativo”.
Hannah Arendt, una de las personas que con mayor profundidad ha analizado los orígenes de los totalitarismos, consideraba que los fundamentos de ese dogmatismo de la progressive education provenían de la Revolución Francesa y, en particular, de la influencia que Rousseau había tenido entre los revolucionarios jacobinos, que vieron en la educación la herramienta política por excelencia para transformar la sociedad. La filósofa judía alemana señalaba a los seguidores de Rousseau como los artífices de un nuevo “ideal educativo en el que la educación se convertía en un instrumento de la política y la propia actividad política se concebía como una forma de educación”. Y en política, añadía Arendt, “la palabra educación tiene un sonido perverso; se habla de educación pero la meta verdadera es la coacción sin el uso de la fuerza”.
Toda crisis, decía Arendt, obliga a plantearse cuestiones que uno creía ya resueltas y a dar respuestas que pueden ser nuevas o viejas pero que, en todo caso, exigen tomar decisiones. En ese sentido, una crisis siempre es una oportunidad. Pero si nos negamos a reflexionar en profundidad sobre los orígenes de los graves problemas que una crisis pone en evidencia, entonces la crisis puede convertirse en un desastre.
En su artículo Arendt mostraba también su temor a que ese dogmatismo, que entonces afectaba solamente a la educación norteamericana y que, según ella, amenazaba con hacer de la crisis educativa un auténtico desastre nacional, se extendiera como un virus y contagiara toda la educación occidental.
No tardarían muchos años en verse cumplidos los negros pronósticos de Hannah Arendt. El movimiento de Mayo del 68 iba a ser el principal vehículo de transmisión del virus progresista a Europa. Casi todas las reformas del sistema escolar que llevaron a cabo los Gobiernos europeos en la década de los setenta, incluida la de nuestro sistema español, todavía con Administración franquista, se inspiraron en el modelo pedagógico y político del progresismo norteamericano.
El propósito de estas páginas es explicar el origen ideológico de los prejuicios que señalaba Hannah Arendt y mostrar cómo el virus del igualitarismo y de la pedagogía progresista invadió la educación occidental, cumpliéndose así la profecía que la filósofa alemana hizo en Bremen hace sesenta años.
Y es que hoy, en una buen parte de los países occidentales, se habla, una y otra vez, de “crisis de la educación”. Una crisis recurrente de la que parece imposible salir debido a la existencia de unos dogmas que se hallan firmemente asentados en el mundo educativo. Dogmas que, modificados en su forma de expresión por el paso de los años, no son otros que aquellos que detectó Hannah Arendt hace más de medio siglo.
Educación vs Instrucción. Rousseau y Condorcet
En 1762 Rousseau publicaba Emilio, el libro de pedagogía sobre el que, quizás, más se haya escrito y más se haya discutido desde el mismo momento de su publicación. Con él Rousseau introducía, junto a un nuevo concepto de la educación, innumerables falacias que han cautivado los corazones de miles de pedagogos y maestros desde hace más de doscientos años.
Ha de tenerse en cuenta que ese mismo año, 1762, se publicó otra de las grandes obras de Rousseau, El contrato social. Ante el difícil problema, entonces planteado, de saber qué limitaciones sería lícito que la sociedad pusiera a la libre voluntad del individuo, Rousseau ofrecía una ingeniosa solución: el libre sometimiento del individuo a la voluntad general, la renuncia voluntaria al ejercicio del derecho a elegir en aras de un hipotético bien común.
Esa inteligente perversión de la idea de libertad es lo que llevó a Isaiah Berlin a situar a Rousseau en el grupo de los seis mayores enemigos de la libertad que ha tenido Occidente. El individuo educado por Rousseau no será un hombre capaz de tomar sus propias decisiones y de formarse su propio criterio, sino un ciudadano autómata, libremente sometido al poder del Estado.
Otra de las falacias de Rousseau es que el niño nace libre y que son las leyes, las reglas y las instituciones las que le esclavizan. A partir de la Revolución Francesa, los seguidores de Rousseau adoptarán esa idea de que la libertad exige la eliminación de las instituciones y de la jerarquía y la trasladarán a la educación. Educar en libertad será para los pedagogos roussonianos educar sin autoridad, sin la imposición de reglas, de enseñanzas o de disciplina.
Con Rousseau aparecerá por primera vez la educación como contraposición al tradicional concepto de instrucción. El pedagogo ginebrino describirá la misión del ayo de su joven Emilio con estas palabras: “Il s’agit moins pour lui d’instruire que de conduire” (“Para él, no se trata tanto de instruir como de conducir”). Rousseau quería así marcar distancias con los que hasta entonces se habían ocupado de la formación intelectual y social de los jóvenes y, en particular, con Locke, uno de los intelectuales más leídos de su tiempo. A Rousseau no le interesa un ciudadano más instruido, le interesa formar un nuevo individuo capaz de crear un nuevo orden social. Entendida así, la educación se convertirá en una herramienta de ingeniería social.
Treinta años más tarde, un revolucionario moderado, Nicolas de Condorcet (1743-1794), sería el encargado de presentar el Informe sobre la Instrucción Pública ante la Asamblea legislativa francesa. El objetivo que había inspirado a los elaboradores del informe se apartaba de los fundamentos pedagógicos de Rousseau. Para Condorcet, la instrucción era esencial para el disfrute de la libertad, un hombre sin instrucción era la víctima propicia de cualquier gobernante déspota. En su opinión, de la educación moral y religiosa eran responsables los padres, la misión del Estado era poner al alcance de los ciudadanos una buena instrucción.
El informe presentado por Condorcet hablaba de crear un sistema de instrucción pública que permitiese la alfabetización de todos los ciudadanos y, al mismo tiempo, la selección de las élites intelectuales. Para ello se establecería una primera etapa de enseñanza elemental universal y gratuita, seguida de una enseñanza secundaria reservada para quienes pudieran permitírsela y tuvieran mayor capacidad para el estudio. La enseñanza superior estaría destinada a los individuos que hubieran demostrado tener gran talento para los estudios.
Condorcet consideraba razonable y socialmente justo que el erario público costeara la enseñanza elemental, pues una sociedad ignorante no podría nunca ser libre. Sin embargo, consideraba que no era necesario hacer esta enseñanza obligatoria ya que los padres, que desean siempre lo mejor para sus hijos, enviarían a estos a las escuelas por propia iniciativa. En cuanto a la enseñanza superior, justo era que el Estado la costeara, pues la sociedad entera resultaba beneficiada de la formación de los ciudadanos intelectualmente más dotados.
El planteamiento reformador de Condorcet no satisfizo a los jacobinos, para quienes la Revolución debía destruir todas las instituciones del Antiguo Régimen y construir un nuevo orden social. Y ese nuevo orden social solo podría construirse sobre la base de un hombre nuevo, un hombre educado por y para el Estado. Fue entonces cuando dirigieron sus ojos a Rousseau. Él, como nadie, había sido capaz de adivinar las necesidades revolucionarias. Su libro Emilio era todo un tratado de cómo formar la personalidad de ese nuevo individuo. La educación se convertía así en un instrumento de la propia política revolucionaria.
Condorcet defendía la instrucción como medio para alcanzar un mayor grado de perfección de la especie humana. Creía que el pleno desarrollo del espíritu humano, y no la planificación estatal, era el motor del progreso científico, económico y social. El papel del Estado era crear las instituciones necesarias para que los individuos pudieran desarrollar al máximo sus capacidades intelectuales.
Ante la postura de algunos revolucionarios que pretendían justificar un mayor control estatal de la instrucción para asegurar la igualdad de los ciudadanos ante el saber, Codorcet argumentaba que la igualdad deseable nace de la difusión de la sabiduría y que la pretensión de corregir las diferencias intelectuales poniendo trabas al libre desarrollo del intelecto reduciría a los hombres a una eterna ignorancia, fuente de todos los males.
Los girondinos perdieron el poder en la Asamblea en 1793. El 3 de octubre el nuevo poder revolucionario de los jacobinos dictó una orden de encarcelación contra Condorcet, que se vio obligado a permanecer escondido. El 25 de marzo de 1794 fue descubierto y enviado a prisión. Moriría misteriosamente tres días después.
Condorcet en España
Los liberales españoles refugiados en Cádiz, a la hora de elaborar la Constitución de 1812 y afrontar la tarea de establecer las bases legales sobre las que articular la instrucción de los ciudadanos, dirigieron sus ojos a Condorcet.
El poeta y abogado liberal Manuel José Quintana (1772-1857) fue el encargado de presentar en las Cortes las conclusiones de la Comisión de Instrucción Pública. Quintana presentó su informe el 7 de marzo de 1814, dos meses antes de que Fernando VII disolviera las Cortes y suspendiera la Constitución. Con la vuelta de Fernando VII, Quintana sería condenado a seis años de prisión.
No cabe duda de que Quintana se inspiró en el Informe sobre la Instrucción Pública que Condorcet había leído ante la Asamblea francesa en 1792. Para los liberales de Cádiz, la instrucción pública, que debía ser gratuita, tendría el mismo plan de estudios para todo el país, mientras que la enseñanza privada quedaba “absolutamente libre” de la autoridad del Gobierno, cuidando éste sólo de que en ella no se enseñaran doctrinas o máximas contrarias “a la Religión divina que profesa la Nación” y a los principios constitucionales.
Como el girondino francés, Quintana establecía en su informe tres niveles de enseñanza: una enseñanza elemental para toda la población, unos estudios de ampliación de conocimientos para quienes se lo pudieran permitir y tuvieran capacidad para ello y una enseñanza superior para los más dotados para el estudio.
Wilhelm von Humboldt. La educación en Prusia
Wilhelm von Humboldt (1767-1835), un hombre de saber enciclopédico y de ideas liberales, sería clave en la historia de la educación alemana. En 1789, cuando tenía 22 años, Humboldt acudió a París para asistir a lo que, según él, serían “los funerales del despotismo francés”. Sus principios, cercanos a los de los ilustrados franceses, le apartaron de la violencia revolucionaria y le condujeron por una vía reformista. En plena Revolución Francesa, Humboldt comienza a escribir la obra más importante de su vida, Los límites de la acción del Estado, donde expresa su convencimiento de que un exceso de intervencionismo estatal conduce a la uniformidad y ésta condiciona el progreso del individuo y, por ende, de la sociedad. Esta idea de que la diversidad de conductas y de opiniones es clave para el progreso científico, económico y social sería más tarde tomada por John Stuart Mill como principio conductor de su obra Sobre la libertad (On Liberty).
En contra de los que propugnan un papel protagonista del Estado en la educación, Humboldt piensa que el individuo es responsable de su propia educación, esto es, de la construcción de su personalidad y del desarrollo máximo de sus talentos. Y que es a través de ese desarrollo máximo de sus facultades como el individuo contribuye al progreso de la sociedad.
En 1809, cuando Prusia se encontraba inmersa en la guerra contra Napoleón, Humboldt fue llamado a Berlín con la misión de emprender una reforma definitiva del sistema de educación alemán. En poco más de un año estableció el modelo de instrucción pública más eficaz y durable que ha habido en Europa. El plan de Humboldt está lleno de similitudes con el proyecto que había presentado Condorcet ante la Asamblea francesa. Con las modificaciones lógicas que ha introducido el paso del tiempo, el proyecto de Humboldt sigue vigente en los países germánicos y puede que sea una de las claves de los buenos resultados que siguen obteniendo en la formación tanto universitaria como profesional de los jóvenes.
El sistema de instrucción de Humboldt debía desarrollarse en varios niveles: una enseñanza elemental que proporcionara los saberes básicos; el Gymnasium, elemento central del sistema, como ampliación de conocimientos más profundos y preparación para estudios superiores, y la Universidad, que debería aspirar a una formación intelectual universal de los estudiantes, lejos de las estrechas especializaciones.
El sistema estaba concebido para permitir a cada individuo, independientemente de su origen social, que llegara a construir su propia personalidad y tratara de alcanzar el más completo desarrollo de sus capacidades intelectuales. Es significativo que Humboldt utilizara la palabra Bildung (construcción) y que aún hoy el Ministerio de Educación alemán se siga llamando Bildungsministerium, mientras que Francia, en 1932, y España, después de la Guerra Civil, sustituirían el término Instrucción por Educación en la denominación de sus respectivos ministerios.
Jules Ferry. La escuela republicana francesa
Al finalizar la guerra franco-prusiana (1871), en ciertos sectores de la sociedad francesa se fue formando la idea de que la derrota podía haberse debido a la mala formación de sus milicias, por contraste con la de los ejércitos alemanes.
Una de las figuras más representativas de la III República, instaurada tras la rendición de Napoleón III en septiembre de 1870, fue Jules Ferry (1832-1893), que ha pasado a la historia de la educación nacional francesa como el padre de la escuela republicana. Jules Ferry fue ministro de Instrucción Pública entre 1879 y 1882, y en esos tres años promulgó las leyes necesarias para hacer la instrucción elemental obligatoria, gratuita y laica en escuelas francesas desde los 6 a los 13 años.
La ley sobre el laicismo escolar prohibía la enseñanza de la religión en la escuela pero disponía que, además del domingo, hubiera un día semanal de vacación para que los padres pudieran dar instrucción religiosa a sus hijos fuera del establecimiento escolar.
La instrucción primaria se hizo obligatoria desde los 6 hasta los 13 años. Los niños podían acudir a escuelas públicas o privadas. Las escuelas privadas eran libres para organizar sus enseñanzas. Era obligatoria la instrucción, no la escolarización, así que estaba permitido que los niños fueran instruidos en el seno familiar sin acudir a la escuela. Los niños que no acudían a escuelas estatales debían pasar un examen al año sobre los programas establecidos para la enseñanza pública.
Jules Ferry es hoy recordado con nostalgia por aquellos profesores franceses que consideran que la exigente escuela republicana, que permitió el ascenso social de tantos niños nacidos en familias pobres, ha desaparecido. Profesores que tratan de encontrar, entre las leyes y principios del político decimonónico, las ideas reformadoras que pudieran ser útiles para recuperar el viejo prestigio de la enseñanza y de los profesores franceses y que, al darse cuenta de que quizás sea demasiado tarde, ante su impotencia, incapaces de reconocer su parte de responsabilidad, culpan a los políticos de haber cometido un mal irreparable, la destrucción de la escuela de Jules Ferry.
El triunfo de Rousseau
A finales del siglo XIX y principios del XX una nueva corriente pedagógica, inspirada en el Emilio de Rousseau, fue ganando adeptos entre maestros y teóricos de la educación. Se la llamó pedagogía moderna, o también pedagogía intuitiva, y dio lugar a la creación en Europa de algunas escuelas privadas que surgieron como proyectos alternativos al sistema oficial y con voluntad innovadora.
En España, la escuela que en 1875 abrieron los discípulos de Giner de los Ríos y que sería el origen de la Institución Libre de Enseñanza (ILE) adoptó esta pedagogía moderna. La ILE pudo desarrollar su proyecto educativo al margen de los planes de estudio estatales gracias a la libertad de enseñanza de que disfrutaban en aquellos años las escuelas privadas, lo que en ocasiones llevó a ciertos desencuentros entre sus profesores y los maestros del Estado.
Quizá la más radical de estas escuelas inspiradas por la pedagogía intuitiva fue la que el pedagogo escocés Alexander Sutherland Neill fundó en Inglaterra en 1921. Se llamó Summerhill y fue en su tiempo un símbolo de lo que debía ser una educación progresista y liberadora. En Summerhill no había más reglas que las que aprobaban los propios alumnos, los profesores no imponían autoridad alguna, no existía la disciplina, no había exámenes y los niños eran libres de asistir, o no, a clase. Para Neill, la instrucción, los exámenes, la autoridad del profesor y todo aquello que tradicionalmente había sido el sustento de una buena educación no solamente carecía de valor, sino que era malo para los niños porque los traumatizaba y les impedía desarrollar libremente su personalidad. La escuela libre de Neill tenía todos los visos de haberse apropiado de esa idea roussoniana de que la libertad es una condición natural del género humano que exige la eliminación de las instituciones, de la obediencia y de la jerarquía.
En los años veinte y treinta, algunos intelectuales británicos creyeron ver en los métodos de Neill una alternativa a la exigente y elitista educación de las tradicionales Public Schools británicas, pero la realidad era que a Summerhill sólo llegaban alumnos que ya habían fracasado en otras escuelas. Una escuela en la que el niño pudiera crecer libre de imposiciones era una maravillosa utopía que, a la hora de la verdad, quienes habían recibido una exquisita educación no deseaban para sus hijos.
La edad de oro de la educación norteamericana. The progressive education
Los especialistas en el estudio de la historia de la educación suelen referirse al periodo transcurrido ente 1925 y 1955 como la edad de oro de la educación norteamericana. El artífice de esa edad de oro fue el filósofo y pedagogo John Dewey (1859-1952).
Dewey expuso su filosofía de la educación en un libro titulado The School and Society, publicado en 1900. La escuela debe ser siempre el motor de las reformas sociales y, por tanto, decía Dewey, es preciso acabar con un sistema de enseñanza pensado para reproducir la sociedad, no para transformarla. Desde su puesto como maestro de profesores en el Teachers College de la Universidad de Columbia, tuvo la oportunidad de dirigir la formación de una generación de maestros y expertos en educación que, en los años veinte y treinta, extendieron sus ideas por todas las facultades de Pedagogía de EEUU.
Frente a los métodos tradicionales de enseñanza, basados en el aprendizaje sistemático de unos conocimientos básicos con clases organizadas y dirigidas por el maestro, los discípulos de Dewey defendían que el niño debía aprender por sí mismo sólo aquello que fuera despertando su interés, y desterraban el uso de la memoria y la enseñanza de unos contenidos impuestos desde fuera. Tampoco eran partidarios de la disciplina ni de los exámenes, que, en su opinión, solo servían para traumatizar a los alumnos.
En torno a estas ideas pedagógicas se formó un movimiento para impulsar la reforma total del sistema escolar que se llamó Progressive Education. Esta educación progresista era, en realidad, la versión norteamericana de la pedagogía intuitiva que, como ya he dicho, se había puesto en práctica en algunas escuelas privadas centroeuropeas. Lo que en Europa no había pasado de ser una experiencia pedagógica, en Estados Unidos arraigó con tal fuerza que fue la fuente de inspiración de todas las reformas del sistema educativo oficial que se realizaron en la primera mitad del siglo XX.
Al comenzar el siglo XX, la enseñanza en los EEUU estaba organizada en tres etapas bien diferenciadas: elemental, media y superior. Las escuelas de secundaria (High Schools) ofrecían una formación muy académica, dirigida a unos alumnos que deseaban ser admitidos en alguna universidad. A partir de los años treinta, el número de alumnos que se matriculaba en las High Schools comenzó a crecer con gran rapidez. Ese crecimiento trajo consigo la afluencia de alumnos con intereses y capacidades muy diferentes. Para hacer frente a la nueva situación comenzaron a implantarse en algunos centros de enseñanza secundaria programas especiales orientados a una pronta incorporación al mundo laboral.
Los seguidores de la escuela progresista de Dewey eran contrarios a esta segregación de los alumnos y promovieron una reforma en los planes de estudio para que los contenidos de las asignaturas y el nivel de exigencia estuvieran al alcance de la mayor parte de la población. Las materias más abstractas, como el latín o la geometría, debían ser sustituidas por otras más prácticas y asequibles por todos los escolares.
La escuela progresista triunfó en EEUU. Norteamérica parecía haber encontrado el modelo de educación ideal para una sociedad democrática. Sin embargo, a mediados de la década de los cincuenta, los cada vez peores resultados de los alumnos en el examen de ingreso en la Universidad, conocido como SAT (Scholastic Aptitude Test), hicieron saltar todas las alarmas. Desde diferentes sectores de la sociedad comenzaron a levantarse voces cada vez más críticas con el sistema escolar. En los centros de enseñanza secundaria cada día eran mayores los problemas de disciplina, y los profesores reclamaban medidas para que el Gobierno reforzase su autoridad.
Dewey había muerto en 1952. En 1955 se publicó un libro, Why Johnny can’t read (“Por qué Juanito no sabe leer”), que levantó un gran revuelo. Su autor, Rudolf Flesh, judío austriaco que había llegado a EEUU huyendo del nazismo, denunciaba que el sistema de enseñanza “global” que en EEUU había sustituido al tradicional método silábico de enseñar a leer a los niños no sólo había retrasado la edad de aprender a leer, sino que estaba siendo la causa del descenso del interés y del gusto de los jóvenes por la lectura. El asunto que trataba Flesh era un tema menor, pero, sorprendentemente, el libro resultó un best seller y se convirtió en símbolo del declinar de la pedagogía progresista.
Surgió entonces un movimiento conservador que reclamaba la vuelta a los valores tradicionales de la enseñanza. ¿Cómo era posible que la escuela se hubiera alejado de su verdadera misión, la de transmitir los saberes que, a través de los siglos, el hombre occidental había ido perfeccionando? ¿Cómo era posible que la sociedad hubiera olvidado su deber de dotar a los jóvenes de la fortaleza de espíritu y del entendimiento necesarios para que con sus vidas y trabajo contribuyeran al progreso de la nación? Éstas eran algunas de las preguntas que se hicieron entonces.
En aquella atmósfera de crítica del sistema educativo norteamericano hay que enmarcar la famosa conferencia de Hannah Arendt en la que, como hemos visto, daba un grito de alarma acerca de los peligros que para la cultura occidental entrañaba la progressive education.
Por si fuera poco, en octubre de 1957 la Unión Soviética lanzó al espacio el primer Sputnik, adelantándose así en la carrera espacial. Los medios de comunicación norteamericanos se hicieron con nuevos argumentos para cargar contra un sistema educativo en el que, aseguraban, la formación tecnológica y científica era a todas luces ineficaz. El Gobierno del entonces presidente Eisenhower tenía ya razones suficientes para presentar un proyecto de reforma basado en la recuperación de la disciplina, la exigencia académica, los exámenes y el respeto a la autoridad del profesor.
Era el fin de la edad de oro de la educación norteamericana. El triunfo del movimiento progresista había desembocado en una profunda crisis de la educación. Una crisis que estaba lejos de resolverse. En 1960 el Partido Demócrata ganó las elecciones y, para el nuevo Gobierno, la reforma de la educación dejó de ser una prioridad.
Los niños libres de Summerhill
Pero los pedagogos progresistas no estaban dispuestos a abandonar la batalla educativa. En 1960 un editor neoyorkino, Harold Hart, acudió a Inglaterra en busca del fundador y director de la escuela de Summerhill. Hart trató de convencer al ya anciano A. S. Neill de que un libro sobre su pensamiento pedagógico, en el que además relatara los avatares de su escuela, podía encauzar los nuevos deseos de libertad de la juventud norteamericana y reconducir la deriva tradicionalista que estaba tomando la cuestión pedagógica en los EEUU.
El libro de Neill se publicó ese mismo año con el título Summerhill. A Radical Approach to Child Rearing (título que en español se tradujo por “Summerhill: un punto de vista radical sobre la educación de los niños”). El autor del prólogo fue el escritor judío alemán Erich Fromm, autor de El miedo a la libertad, que creyó ver en la pedagogía de Summerhill una alternativa real al decadente progresismo pedagógico norteamericano. Para Fromm, la experiencia de Neill era un intento real de eliminar la autoridad y de educar sin miedo a la libertad. No pareció darse cuenta de que tanto Neill como el que había sido padre de la pedagogía progresista norteamericana, John Dewey, habían bebido de la misma fuente: el concepto roussoniano de libertad.
El libro de Neill fue récord de ventas. En torno a las ideas de su autor se formó un nuevo movimiento pedagógico de carácter libertario, The Free Schools. Para los jóvenes inconformistas norteamericanos que se manifestaban por un mundo más libre, más justo y más feliz, la pedagogía de Neill ofrecía la posible realización de sus sueños de una educación libertaria. Grupos de jóvenes parejas idealistas abrieron por entonces pequeñas escuelas privadas al estilo Summerhill en Estados Unidos.
El virus del igualitarismo contagia Europa
Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando las economías comenzaron a recuperarse, los Gobiernos europeos se plantearon la necesidad de extender a toda la población la enseñanza secundaria. Esa universalización de la enseñanza media podía hacerse siguiendo dos direcciones muy distintas. Una de ellas consistía en ofrecer, después de la educación primaria, distintas opciones de acuerdo con las capacidades, intereses y aptitudes demostradas por los escolares, y la otra en prolongar la enseñanza general básica todo el tiempo que fuera económicamente posible, sin establecer distinción alguna en función de dichas capacidades.
En Inglaterra, en plena guerra, el Gobierno de coalición formado por Winston Churchill abordó una reforma total del sistema educativo con la Education Act 1944. Aquella ley establecía la obligatoriedad de la escolarización hasta los 15 años en dos etapas: de los 6 a los 11 años, los niños cursarían una primera enseñanza igual para todos; al terminar deberían pasar un examen, que se llamó Eleven Plus (11+), y, de acuerdo con los resultados obtenidos, cursarían cuatro años más en uno de los tres modelos de escuelas de secundaria que la ley establecía: Grammar School, Technical School o Modern School. Al margen de estas escuelas, de carácter público y sostenidas con fondos provenientes del Estado o de los municipios, la ley creó también las llamadas Independent Schools como centros privados con un determinado porcentaje de plazas financiadas por el Estado.
Las Grammar estaban destinadas a preparar para el ingreso en las universidades. A ellas solamente podían ir los niños que aprobaran el examen 11+. Las Technical ofrecían enseñanzas necesarias para una pronta incorporación a la vida laboral. Estas escuelas nunca se desarrollaron del todo, pues la gran mayoría de los alumnos que no superaban el examen 11+ acudía a una Modern School.
La ley contemplaba, además, la posibilidad de abrir otro tipo de centros escolares que se llamaron Comprehensive Schools y que ofrecían una enseñanza secundaria que integraba las tres opciones sin necesidad de pasar ningún examen. Estas escuelas se abrían sobre todo en las zonas rurales con escaso número de alumnos.
En 1956 se publica en Inglaterra un libro que va a tener una gran influencia, al menos en lo que se refiere a la historia de la educación, The Future of Socialism. Su autor, el laborista Anthony Crosland (1918-1977), pertenecía a una familia de la aristocracia británica, había estudiado en los mejores y más elitistas colegios y universidades de Inglaterra y combatido heroicamente en la Segunda Guerra Mundial. En su libro, Crosland sostenía la necesidad de una revisión profunda del pensamiento socialista de los laboristas británicos. En una sociedad moderna y democrática, mucho más importante que nacionalizar la industria, decía, es dirigir la educación de los ciudadanos.
Crosland cargaba contra el elitismo intelectual y la discriminación social de las Grammar, que, según él, creaban aún más desigualdades sociales al dar la oportunidad de prosperar en la sociedad a los hijos de familias sin recursos sólo si eran buenos estudiantes. Apostaba Crosland por un sistema de enseñanza que, como el que existía en Norteamérica, fuera uniforme, no selectivo ni elitista. Consciente de la imposibilidad de cerrar las tradicionales Public Schools, Crosland abogaba por la eliminación de las selectivas Grammar y por la generalización del modelo de las Comprehensive.
En los años sesenta se fueron abriendo cada vez más Comprehensive Schools en las que se incorporaban todas las experiencias pedagógicas con caché de progresistas e innovadoras de la época. Por el contrario, la enseñanza de las Grammar Schools se seguía caracterizando por ser disciplinada, exigente y tradicional.
La coexistencia de los modelos se mantuvo mientras los conservadores ostentaron el poder. En 1965, tras el triunfo electoral de los laboristas, el nuevo primer ministro, Harold Wilson, nombró ministro de Educación a Crosland, que, fiel a sus principios, pocos meses después de ocupar su cargo publicó la Circular 10/65, que obligaba a todas las autoridades locales a modernizar sus escuelas con el sistema comprensivo. En los años siguientes sólo se abrieron Comprehensive Schools, y las autoridades educativas obligaron a integrar los tres modelos, Grammar, Technical y Modern School, en uno único.
Crosland consiguió apoyo pedagógico del llamado Comité Plowden, nombre debido a su presidenta, Lady Plowden. Este comité, formado por pedagogos, psicólogos y sociólogos, realizó en 1967 un estudio de la situación de la enseñanza primaria que terminaba urgiendo a todos los colegios británicos a adoptar un sistema de educación “progresista”.
Basándose en que los niños aprenden solos y sin esfuerzo cuando están suficientemente motivados, el Comité Plowden llegaba a la conclusión de que era inútil forzar a un niño para que estudie o para que aprenda lo que el maestro se empeña en enseñarle. En cuanto al aspecto sociológico, el Comité había llegado a la conclusión de que el exceso de conocimientos era un artificio inventado por las clases dominantes para que determinados grupos sociales aventajaran a otros; otra razón más para desaprobar la hasta entonces incuestionable transmisión de saberes. Teorías que, como ya hemos visto, tenían poco de novedosas, pues en EEUU llevaban aplicándose más de 50 años. Por otra parte, el Comité Plowden tomó la decisión de suprimir el examen 11+ y apoyar decididamente las Comprehensive Schools.
Más tarde, cuando en 1970 el conservador Edward Heath ganó las elecciones, Margaret Thatcher, nueva ministra de Educación, suspendió la aplicación de la Circular 10/65. Thatcher contaría en sus memorias que ya por entonces la situación era irreversible, que la filosofía igualitaria y la pedagogía progresista estaban tan extendidas en la educación que hasta los conservadores creían en la superioridad moral del modelo de escuela comprensiva. La selección, la competencia, el reconocimiento del mérito escolar, la disciplina y el esfuerzo eran expresiones asociadas a un elitismo académico que se consideraba perjudicial para la educación de los futuros ciudadanos de una sociedad democrática.
Mayo 1968: “Por una escuela libre y democrática”
En Nanterre, a las afueras de París, se había construido una facultad de Letras que debía ser el embrión de una universidad modelo. Era una zona desolada rodeada de escombros, donde los estudiantes se sentían desplazados y con frecuencia provocaban alteraciones del orden.
A comienzos del año 1968 un preocupante clima de crispación comenzó a dejarse sentir en aquel campus universitario. En el mes de febrero el ministro de Juventud y Deportes acudió a la universidad para inaugurar una piscina. Un estudiante pelirrojo (el ministro ignoraba entonces que se trataba de Daniel Cohn-Bendit) le increpa y le echa en cara su desinterés por los problemas sexuales de los jóvenes. El ministro, en tono de broma, aconseja un baño en la nueva piscina como la mejor solución para ese tipo de problemas. Un mes después, los muchachos de Nanterre organizaron una especie de marcha hacia los dormitorios de las chicas. El 22 de marzo, tras una manifestación contra la intervención de EEUU en la Guerra de Vietnam en la que se quemó una bandera americana, fueron detenidos varios estudiantes. Cohn-Bendit y una decena de camaradas dirigieron la protesta, tomaron el anfiteatro y proclamaron el movimiento de los Enragés du 22 Mars, que se podría traducir por los Indignados del 22 de Marzo.
Esta es la historia que suele contarse para explicar el origen de la revuelta de Mayo del 68, aquella Révolution introuvable, como la llamó Raymond Aron, uno de los pocos intelectuales que desde el primer momento mostró su escepticismo hacia el movimiento estudiantil. Sin embargo, existe un dato que es muyo poco conocido y que explicaría mucho mejor el devenir de los acontecimientos. En el mes de abril, el general De Gaulle decide afrontar el problema de la masificación universitaria y nombra ministro de Educación a uno de sus colaboradores más cercanos, Alain Peyrefitte.
El proyecto de reforma universitaria aprobado ese mismo mes de abril por el Consejo de Ministros tenía como base fundamental la selección de alumnos. Selección, esa palabra maldita que siempre va empañada de amenazas de exclusión, sonó como un desafío lanzado al movimiento estudiantil y se convirtió en un pretexto para avivar la indignación de los indignados del 22 de marzo. El 2 de mayo la situación en Nanterre se hace insostenible y el decano cierra la universidad. Los indignados marchan entonces hacia París y en el transcurso de la mañana del 3 de mayo toman la Sorbona. Había comenzado Mayo del 68.
Todavía hoy, escritores, periodistas e intelectuales, cuando intentan explicar las ideas, los hechos y las motivaciones políticas de Mayo del 68 y, sobre todo, cuando tratan de analizar su influencia en la historia de las últimas décadas del siglo XX, sólo consiguen transmitir la sensación de que, como escribió el filósofo francés Jean-François Revel en sus memorias, “si alguna vez hubo un objeto histórico inaprensible, desde luego fue ese espasmo francés”. Para algunos, aquel “espasmo” fue una auténtica revolución que cambió la moral y las costumbres del siglo XX, mientras que para otros el movimiento ha estado siempre sobredimensionado y, realmente, poca cosa ha quedado como herencia.
Donde no hay duda de que aquel movimiento sí supuso una verdadera revolución fue en el campo de la educación. En los meses que siguieron al estallido de Mayo, los alumnos de la Sorbona se constituyeron en asamblea permanente. Los estudiantes, con el visto bueno de la mayor parte de sus profesores y catedráticos, discutían durante horas, no sólo sobre las reformas universitarias, sino sobre el modelo de sistema educativo que convenía a una sociedad libre y democrática. Muchos de aquellos jóvenes decían buscar el modelo en la Revolución Cultural china, pero lo que, dado su antiamericanismo, probablemente no supieran es que acabarían por adoptar el modelo de la educación norteamericana.
La extraña combinación entre ideas de carácter libertario con otras de marcado contenido totalitario y dogmático que tanto dificulta el análisis ideológico de los sucesos de Mayo del 68 dio forma al pensamiento pedagógico que podríamos llamar sesentayochista y que inspiró las reformas que, en los setenta, se introdujeron en los sistemas de enseñanza de casi todos los países de Europa occidental.
El modelo igualitario de las Comprehensive Schools inglesas fue adoptado por una gran parte de los Gobiernos. Solamente Alemania, los Países Bajos y algún otro país de influencia cultural germánica, como Austria, Suiza o Luxemburgo, han mantenido una enseñanza media con distintas opciones en función de los intereses y capacidades de los escolares.
En lo pedagógico, el sesentayochismo resucitó la decimonónica pedagogía intuitiva, modernizada por la escuela progresista de Dewey y el libertarismo de Summerhill. En 1970 se había publicado en Francia Libres enfants de Summerhill, traducción francesa del libro de Alexander Sutherland Neill. En la década de los setenta se vendieron cerca de medio millón de ejemplares de este libro. Las nuevas ideas revolucionarias del pedagogo escocés de principios del siglo XX cautivaron a miles de jóvenes del 68, que, educados en una moral estricta, hicieron de ellas su nuevo código de conducta y las convirtieron en dogmas incuestionables de lo que debía ser una educación liberal y progresista. Con ellas educarían a sus hijos y formarían a sus alumnos.
La escuela libre y democrática iba a vivir en Europa su propia edad de oro. Se había cumplido el pronóstico de Hannah Arendt, el virus del progresismo pedagógico con todos sus dogmas ideológicos había contagiado toda la educación occidental.
El caso de España
España no se quedó atrás en esa apuesta por la modernización de su sistema escolar. La Ley General de Educación franquista de 1970 eliminó todos los exámenes nacionales, salvo el de acceso a la universidad, y extendió la enseñanza primaria hasta los 14 años con el nombre de Educación General Básica (EGB). Seguía así las modas y tendencias más progresistas de la izquierda occidental, una paradoja que hoy resulta difícil de entender.
Veinte años después, el Gobierno socialista de Felipe González dio una vuelta de tuerca al sistema heredado del franquismo con la Ley Orgánica General del Sistema Educativo (Logse), de 1990, al extender la obligatoriedad de la escolarización hasta los 16 años, separando la Educación Primaria, de 6 a 12 años, de la Educación Secundaria Obligatoria (ESO), de los 12 a los 16. Y desde los 6 a los 16 con un plan de estudios, o currículo, que es el mismo para todos los escolares. Los socialistas presentaron la ley como la imprescindible adaptación de nuestro sistema educativo al que ya tenían la mayor parte de los países europeos, el de las Comprehensive Schools británicas, que recibió la no muy feliz denominación de educación comprensiva.
El objetivo de la Logse no era mejorar la calidad de la enseñanza sino llevar a cabo una revolución radical del sistema educativo. Desde su implantación en España, cualquier intento de reforma de los planes de estudio o de la estructura del sistema que no respete los dogmas pedagógicos de la izquierda es rechazado violentamente por el establishment pedagógico, administrativo y sindical, que, arrogándose la absoluta autoridad moral sobre la educación, se ha convertido es una especie de comisariado de guardianes de la comprensividad y de la corrección política.
Aunque la Logse no se aprobó hasta 1990, desde el primer momento, en el Gobierno de Felipe González estuvo presente la idea de llevar a cabo un cambio total en la estructura del sistema educativo. Poco después de la muerte de Franco se presentó un documento, llamado Una alternativa democrática para la enseñanza, en el que los partidos y sindicatos de izquierdas exponían su proyecto educativo. Un proyecto cuyo objetivo principal era la implantación en España de una escuela "única, pública y laica”; entendiendo por “única” el modelo uniforme e igualitario de las Comprehensive Schools británicas.
Los socialistas españoles ya previeron entonces que la mayor dificultad para que la comprensividad alcanzara el éxito que ellos deseaban iba a ser la existencia de centros privados en los que se permitiera otro tipo de enseñanza más selectiva y menos progresista. El Gobierno de González hubiera querido retirar las subvenciones que recibían algunos centros privados, especialmente los religiosos, pero, tras varios meses de manifestaciones de protesta de instituciones educativas del sector privado y de asociaciones y padres de colegios privados, en 1985 se aprobó la LODE, Ley Orgánica reguladora del Derecho a la Educación que establece y regula el actual sistema de conciertos educativos. Desde entonces los colegios concertados han estado en el punto de mira de todos los partidos políticos, y su regulación es un tema recurrente de cualquier intento de reforma de nuestro sistema de enseñanza.
La crisis de la educación occidental
Como había ocurrido en Estados Unidos, Europa vivió unos años satisfecha de sus logros en el terreno de la educación. Parecía que todo iba bien, hasta que, a finales de los noventa, la educación empieza a convertirse en una cuestión política recurrente. Evaluaciones nacionales e internacionales dejan resultados preocupantes, demasiados alumnos terminan la escolarización obligatoria sin haber adquirido los conocimientos y destrezas más elementales en lectura, escritura y aritmética.
Los problemas que deben afrontar los Gobiernos son parecidos en todos los países: una enseñanza media que parece la mera prolongación de la Primaria, el fracaso escolar, la insuficiente preparación de los alumnos para cursar estudios superiores, la falta de orden y disciplina en las aulas o la dificultad de los profesores para hacerse respetar. Problemas que llevan a poner en cuestión la eficacia del sistema igualitario y de la pedagogía progresista.
En el Reino Unido, la política de expansión de las Comprehensive Schools había logrado que el porcentaje de alumnos de centros públicos escolarizado en esas escuelas pasara del 7% en 1964 al 90% en 1982. Margaret Thatcher, sólo cuando encaraba ya su tercer mandato como primera ministra, en 1987, se atrevió a plantear una reforma general del sistema educativo. Su Gobierno elaboró la Education Reform Act de 1988 con un doble objetivo: asegurar el aprendizaje en las asignaturas fundamentales a lo largo de la educación obligatoria (de 6 a 16 años) y ampliar la libertad de elección de los padres.
Para ampliar la libertad de elección, la Ley de Thatcher contemplaba la posibilidad de establecer plazas subvencionadas en colegios privados (Independent Schools) o la creación de escuelas subvencionadas por el Estado (Grant-Maintained Schools). Y para que esta libertad de elección fuera posible también para los padres que enviaban a sus hijos a estudiar a colegios estatales se crearon los City Technology Colleges, centros públicos que ofrecerían una formación técnica y profesional de calidad.
En cuanto a los planes de estudio, el National Curriculum de 1989 estableció los conocimientos esenciales en Inglés y Matemáticas que los escolares debían aprender a lo largo de su enseñanza obligatoria, y un sistema de exámenes que debería comprobar la adquisición de esos conocimientos cada dos años. Al final de la etapa obligatoria, a los 16 años, todos los escolares debían pasar el General Certificate of Secondary Education (GCSE). Los resultados de los colegios en este examen debían hacerse públicos.
En 1997 Tony Blair arrebataría el poder a los conservadores, que habían gobernado durante 18 años seguidos, con un lema de campaña que muestra bien cuál era la mayor preocupación de los ciudadanos británicos: Education, Education, Education. Blair no sólo supo darse cuenta de que la educación era una cuestión prioritaria para los británicos, sino que, además, fue capaz de hacer suyas las reformas que Margaret Thatcher había puesto en marcha. Mantuvo los cambios en el plan de estudios del National Curriculum de 1989 e hizo de la especialización de centros públicos de secundaria el programa estrella de la política educativa del Nuevo Laborismo.
En Norteamérica, desde finales de los años noventa, algunos estados habían establecido exámenes basados en estándares a lo largo de la enseñanza obligatoria. También habían implantado el modelo de las Charter Schools, centros de Primaria y Secundaria con gestión independiente y financiación estatal. En el año 2001 Bush hizo aprobar la ley No Child Left Behind (“Que ningún niño quede atrás”), que estableció los contenidos básicos y los estándares que han de alcanzar todos los alumnos estadounidenses a lo largo de su escolarización obligatoria, así como los exámenes oficiales anuales para todos los colegios, la publicación de los resultados de estos exámenes y una financiación complementaria al centro escolar en función de esos resultados.
En Suecia, el Gobierno liberal-conservador que ganó las elecciones en 1992 causó una gran revolución al crear las escuelas libres (friskolor) e introducir el llamado bono escolar. La Administración educativa fija una financiación por alumno según el coste de la plaza en la escuela pública. Los ayuntamientos reciben el dinero que corresponde al conjunto de colegios públicos y privados de su municipio y lo reparten entre ellos según su número de alumnos.
Las escuelas libres reciben la financiación de un alto porcentaje de sus plazas escolares y tienen una mayor independencia para organizar sus enseñanzas.
En España, Esperanza Aguirre, cuando fue ministra de Educación, en 1997, intentó con el llamado Decreto de las Humanidades introducir un mínimo de sensatez en los programas de Lengua y Literatura y de Geografía e Historia. La brutal oposición de los diputados socialistas y nacionalistas y la insistencia de la ministra en su intento por reformar unos currículos cargados de directrices pedagógicas, y en los que la claridad de los contenidos brillaba por su ausencia, llevó a Aznar a sustituir a Aguirre por Mariano Rajoy.
Cuando, en el año 2000, el PP gana las elecciones con mayoría absoluta cree que es el momento de emprender la reforma de la Logse. La nueva ministra de Educación, Pilar del Castillo, logra aprobar la Ley Orgánica de Calidad de la Educación (LOCE). Esta ley, que solo buscaba paliar los peores efectos de la Logse, fue retirada por los socialistas cuando, en marzo de 2004, recuperaron el Gobierno. En el año 2006, el Gobierno de Zapatero aprobaba la Ley Orgánica de la Educación (LOE), una reforma de la reforma de la Logse que significaba la vuelta a los principios pedagógicos e igualitaristas que habían inspirado la primitiva ley socialista.
El resto es de sobra conocido. Mariano Rajoy gana las elecciones con mayoría absoluta en el año 2011 y encarga a su ministro de Educación, José Ignacio Wert, una nueva reforma. La Ley Orgánica de Mejora de la Calidad de Educación (Lomce) se aprueba en 2015 con, una vez más, la oposición de socialistas y nacionalistas.
En menos de 15 años se han aprobado tres reformas de una ley, la Logse, basada en los principios pedagógicos y políticos que hace sesenta años Hannah Arendt identificaba como prejuicios dogmáticos que impedían resolver la crisis de la educación norteamericana.
La sociedad española, con razón, pide un acuerdo de los partidos políticos para que se apruebe una ley de educación políticamente sostenible. Es preciso tener en cuenta que cada cambio de ley supone un cambio en los planes de estudio (currículos), en los programas de las asignaturas y en las formas de evaluación.
En el ya largo debate sobre la educación y sus reformas nos hallamos encerrados en un bucle, más o menos melancólico, del que parece imposible salir. Existen muchas medidas que podrían mejorar sustancialmente el rendimiento académico de nuestros escolares y sobre las que se podría discutir, pero, lo he dicho ya varias veces a lo largo de estas páginas, el problema es que siempre que se plantean chocan con esos dogmas pedagógicos sobre los que Hannah Arendt habló en Bremen hace ya sesenta años, y que, como ella misma pronosticó, amenazan ya con convertir la crisis de la educación occidental en un desastre internacional.