Karl Marx: la sociedad total y la invención del proletariado
El hombre-especie
El programa político del joven Marx, que todavía a mediados de 1843 es muy modesto y poco definido, será concretizado y radicalizado de manera decisiva en dos importantes textos publicados en París, en febrero de 1844, en el periódico que Marx y su amigo Arnold Ruge editarán allí bajo el nombre de Anales Franco-Alemanes. El primero de esos textos se titula Sobre la cuestión judía, y en su versión original fue escrito en Alemania durante el otoño de 1843 pero retrabajado en París (adonde Marx se había mudado en octubre de 1843) bajo la influencia del escrito de Moses Hess titulado Sobre la esencia del dinero. En este texto, Marx expone la idea de la sociedad total o totalitaria como utopía futura. El segundo texto fue elaborado completamente en París y lleva por título Sobre la crítica de la filosofía hegeliana del derecho. Introducción. Es en este escrito donde el proletariado aparece por vez primera en la obra de Marx como aquella clase que está llamada, para poder lograr su propia emancipación, a emancipar al resto de la humanidad.
Sobre la cuestión judía constituye el punto de ruptura definitivo entre Marx y su viejo amigo y mentor Bruno Bauer. Este texto muestra, además, la influencia culminante de Ludwig Feuerbach, si bien desarrollada de una manera que pronto llevará a que tanto Feuerbach como otros jóvenes hegelianos se distancien de Marx. El tema es la diferencia entre lo que Marx llama la emancipación política y la emancipación humana. Su postulado básico es que la emancipación política tiene muy poco que ver con la emancipación humana, a la cual puede servirle de antesala pero que no debe, de manera alguna, ser confundida con la misma. Marx plantea que incluso si se alcanza una situación comparable a la que Francia alcanzó por medio de su célebre revolución o a la que Estados Unidos alcanzó gracias a su emancipación, es decir, una situación caracterizada por la democracia política y la igualdad de derecho de los ciudadanos, esto no significa que se haya logrado una verdadera emancipación humana. Muy por el contrario. El nuevo estadio alcanzado a través de estas reformas democráticas no es sino el reconocimiento abierto del dominio de los intereses particulares, del dominio irrestricto de la propiedad privada y del poder del dinero. Esto implica la victoria más plena “del ser humano egoísta” y de la sociedad civil, es decir, de la sociedad dividida y particularizada donde, según Marx, impera el bellum omnium contra omnes (“la guerra de todos contra todos”). Esta conclusión lleva a Marx a dar un paso decisivo que tendrá las repercusiones más importantes para el futuro movimiento marxista: el rechazo categórico de los puntos de vista del liberalismo clásico y la búsqueda de la emancipación definitiva del ser humano a través de una forma colectivista de organización social.
En este contexto, Marx dirige una dura crítica al significado mismo, de principio, de los derechos humanos tal como los mismos se plasmaron en las célebres declaraciones estadounidense y francesa de los mismos. Estos derechos son criticados por ser la quintaesencia del derecho superior del individuo frente al colectivo o a la sociedad. Las palabras de Marx a este respecto merecen ser citadas con cierta extensión ya que estamos aquí en presencia de la esencia antiliberal del paradigma que, radicalizando la búsqueda hegeliana de la armonía o reconciliación entre el todo y las partes, formará el núcleo mismo de la ideología marxista:
Constatemos ante todo el hecho de que, a diferencia de los droits du citoyen, los llamados derechos humanos, los droits de l’homme, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad civil, es decir del hombre egoísta, separado del hombre y de la comunidad (…) Ninguno de los llamados derechos humanos va por tanto más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad civil, es decir del individuo replegado sobre sí mismo, su interés privado y su arbitrio privado, y disociado de la comunidad. Lejos de concebir al hombre como ser a nivel de especie, los derechos humanos presentan la misma sociedad y la vida de la especie como un marco externo a los individuos, como una restricción de su independencia originaria.
Para Marx, los únicos derechos importantes son los derechos políticos, es decir, los del ciudadano en su calidad de tal. De esta manera, y al igual que Hegel, el hombre deja de existir en sí para quedar reducido a su calidad de miembro del Estado (o de la comunidad políticamente organizada) y a los derechos que éste le reconozca como ciudadano. Es por ello que Marx no puede entender cómo los franceses pudieron crear un tipo de derechos que solo son obstáculos ante la voluntad política colectiva, derechos que crean una esfera que está más allá de la política o del colectivo:
Es bastante incomprensible el que un pueblo que precisamente comienza a liberarse, a derribar todas las barreras que separan a sus diferentes miembros, a fundar una comunidad política, que un pueblo así proclame solemnemente (Declaración de 1791) la legitimidad del hombre egoísta, separado de su prójimo y de su comunidad.
Marx quiere la sociedad total, omniabarcante y sin barreras –es decir, sin derechos individuales que le pongan límites– entre el hombre y el colectivo social representado por el Estado. Esta es, exactamente, la esencia de la definición original de los conceptos de Estado totalitario y totalitarismo, tal como Mussolini los usó en los años veinte del siglo pasado: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. Esta es, por cierto, la misma forma de concebir los derechos y las libertades que caracterizaba a Hegel, que en este sentido es el primer gran pensador totalitario avant la lettre.
Es justamente esta forma totalitaria de ver las cosas la que hace que Marx manifieste un particular desagrado por la idea de la libertad, en tanto libertad individual, expresada en la Constitución francesa de 1793, donde se dice en su artículo 6 –una repetición de la famosa declaración de 1791– que “la libertad es el poder que tiene el hombre de hacer todo lo que no perjudique los derechos de otro”. Ante esto, Marx comenta:
La libertad es el derecho de hacer y deshacer lo que no perjudique a otro. Los límites en los que cada uno puede moverse sin perjudicar a otro se hallan determinados por la ley, lo mismo que la linde entre dos campos por la cerca. Se trata de la libertad del hombre en cuanto nómada aislada y replegada sobre sí misma.
Para esta comprensión clásica de la libertad, esencia del liberalismo, ni Marx ni sus herederos tendrán la más mínima simpatía. Tampoco la tendrán otros totalitarios como los fascistas italianos, los nazis alemanes o los fundamentalistas islámicos.
La evidente continuidad existente entre Hegel y Marx en este terreno no debe, sin embargo, ocultar la importante diferencia entre el realismo conservador del pensamiento totalizante de Hegel y el utópico revolucionario del totalitarismo de Marx. La totalidad de Hegel es una sociedad heterogénea, diferenciada y jerárquicamente organizada, es decir, una diversidad social organizada como un todo orgánico en el seno del Estado racional. Los individuos siguen, por ello, siendo diversos y desiguales, de acuerdo a la función social y el lugar que ocupen en esa totalidad. Marx no puede aceptar esta solución, que para él no hace sino conservar las alienantes divisiones del pasado. Su totalitarismo es radicalmente nivelador y se plasma, entonces, en la idea de una sociedad futura en donde se realice la abolición de toda diferencia y heterogeneidad sustancial. Se trata, con otras palabras, del sueño de una “sociedad homogénea”, para usar la expresión que Lucio Colletti ha utilizado para describir la utopía de Marx, es decir, de una sociedad sin clases, jerarquías o grupos de interés, en la cual Estado y sociedad civil se reunifican tal como lo hacen el colectivo y los individuos. Esta utopía totalitaria e igualitaria es, evidentemente, la matriz donde pronto se forjará el sueño comunista de Marx y sus seguidores.
Marx va, sin embargo, más allá de la pura idea del surgimiento de una sociedad total homogénea, es decir de una renovatio mundi. Plantea, además, la idea de la renovación del ser humano y el nacimiento de un hombre nuevo, para usar la expresión que Che Guevara popularizase. De una manera que recuerda de forma patente el misticismo mesiánico medieval, augura el surgimiento de lo que podríamos llamar el “hombre-especie”, es decir, un hombre reunido o amalgamado con la especie humana, con el colectivo de los hombres. Se trata de la desaparición radical del individuo como una realidad única e irreductible. Así, desaparecido el individuo, desaparecerá el individualismo y con ello toda división social. La especie se reunificará, el Uno se convertirá en una parte indistinguible del Todo y las “almas perdidas” de los neoplatónicos volverán, así, a fundirse en la sustancia del Creador. Estamos, como se ve, en la más pura mística de aquella gran tradición dialéctica de la cual Marx es su culminación. Sus palabras merecen, por todo lo que dicen sobre la esencia místico-religiosa del marxismo, ser meditadas con detención:
Solo cuando el hombre real, individual, reabsorba en sí mismo al abstracto ciudadano y, como hombre individual, exista a nivel de especie en su vida empírica, en su trabajo individual, en sus relaciones individuales; solo cuando, habiendo reconocido y organizado sus ‘fuerzas propias’ como fuerzas sociales, no se separe de sí la fuerza social en forma de fuerza política; solo entonces, se habrá cumplido la emancipación humana.
Para lograr el objetivo de emancipar definitivamente al hombre de toda alienación y crear este hombre nuevo que es el hombre-especie, no hay para Marx más opción que eliminar la verdadera esencia de la sociedad moderna, o sea la del interés privado y el afán de lucro, así como su base, la del poder de la propiedad privada y el dinero. Esto es lo que Marx designa mediante la expresión Judenthum, ya que, según él, la esencia misma del judaísmo no es otra que esta actitud capitalista llevada al extremo. Sus palabras, que parecen sacadas de un panfleto antisemita, son contundentes:
No busquemos el secreto del judío en su religión, sino el secreto de la religión en el judío real. ¿Cuál es la base profana del judaísmo? Las necesidades prácticas, sus intereses. ¿Cuál es el culto profano del judío? La usura, el chalaneo. ¿Cuál es su Dios? El dinero.
Es por ello que la supresión de todo esto implicará el fin definitivo del judaísmo mismo:
Bueno, pues la emancipación del chalaneo y del dinero, o sea del judaísmo práctico, real, será la emancipación inmanente propia de nuestro tiempo. Una organización de la sociedad que suprimiese los presupuestos, es decir, la posibilidad de la usura, habría acabado con el judaísmo.
Con ello, la misma religión judía llegaría a su fin ya que, con ese cambio, “la conciencia religiosa judía se disolvería como un jirón de niebla en el aire real que respira la sociedad”.
Sobre la cuestión judía contiene además una serie de razonamientos acerca de la alienación y el así llamado fetichismo económico que anuncian las ideas que Marx posteriormente expondrá sobre la materia, tanto en los Manuscritos de París como en El capital. Aquí se puede rastrear claramente la raíz filosófico-especulativa de aquellas teorías económicas que Marx con el tiempo presentará como producto de una larga investigación científica. En estos razonamientos, Marx se sirve de ideas desarrolladas tanto por Hegel como por Feuerbach y que su amigo Moses Hess había recientemente aplicado a la esfera económica. De la misma manera que Hess, Marx argumenta que una economía basada en la propiedad privada genera una situación en la cual las creaciones y productos del ser humano cobran una existencia independiente, enajenada o extrañada de sus creadores quienes, a su vez, pierden control sobre sus creaciones, dejan de verlas como sus productos y terminan adorándolas como lo han hecho con sus dioses. La economía cobra así, bajo la forma última del dinero, una vida propia que termina por someter a su dominio a los hombres. Se trata, como fácilmente se ve, del mismo mecanismo que Feuerbach había presentado como el secreto de las creencias religiosas y de la filosofía hegeliana: el predicado o lo causado (Dios o las ideas) se transforman en sujeto o lo causante, dando origen a una representación invertida de la verdadera relación existente entre el hombre y sus creaciones. Marx resume sus ideas de la siguiente manera:
El dinero es el celoso Dios de Israel, que no tolera otro Dios a su lado. El dinero envilece a todos los dioses de los hombres y los transforma en una mercancía. El dinero es el valor general de todas las cosas constituido en sí mismo. O sea, que le ha arrancado a todo el mundo, sea humano o natural, el valor que le caracterizaba. El dinero es la realidad del trabajo humano y la existencia humana enajenados, realidad ajena que domina al hombre y que el hombre adora.
En los párrafos finales de Sobre la cuestión judía se unen todos los cabos. La idea del fin del judío como tal se funde con la idea del fin del individuo en lo que no es más que el fin apoteósico de la vida escindida y conflictiva de la especie humana y el surgimiento del hombre-especie:
Tan pronto como la sociedad logre superar la realidad empírica del judaísmo, el chalaneo y sus presupuestos, el judío se habrá hecho imposible; su conciencia habrá perdido su objeto, la base subjetiva del judaísmo –las necesidades prácticas– se habrá humanizado, el conflicto de la existencia individual-sensible del hombre con su existencia a nivel de especie se hallará superado.
Esta forma de usar las ideas de Feuerbach y el planteamiento de la absorción plena del individuo en la especie, va mucho más allá de lo que el humanismo de Feuerbach había planteado. Este no había propuesto nunca este tipo de final místico de la Historia, que no hace sino terrenalizar la promesa cristiana de la redención. Tampoco había planteado aquel tipo de revolución total de las condiciones socioeconómicas imperantes que, para Marx, era la premisa sine qua non del surgimiento del “ser-especie” u hombre-especie y la sociedad total. Tanto es así que Marx tratará luego, sin el más mínimo éxito, de explicarle al propio Feuerbach que el comunismo no es sino la consecuencia lógica de sus ideas.
Sumando lo hasta aquí dicho, se puede constatar que el camino que lleva a Marx al comunismo y a fundar lo que posteriormente será conocido como marxismo, se encuentra ya considerablemente avanzado, si bien el término comunismo no ha sido aún tomado como manera de designar esta reunificación final del ser humano con su especie. El tours de force filosófico-especulativo de Marx con Hegel, va produciendo una respuesta radical y utópica a las preguntas que este último había planteado. Pero la forma de organización de la futura sociedad está aún definida como una simple negación de la existente y de su núcleo, que es la propiedad privada. Tampoco se ha identificado aquella fuerza social capaz de realizar este paso hacia el fin de la Historia ni se ha creado una teoría del movimiento histórico que lo haga necesario. Todo ello vendrá muy pronto, pero no es lo fundamental para entender la evolución del pensamiento de Marx. El motor de esa evolución –es decir, las grandes preguntas y las aspiraciones que quiere colmar– ya está claro. De esas preguntas y aspiraciones –y no de largas investigaciones científicas– surgirán las respuestas adecuadas a las mismas, aquellas que eran necesarias para darle consistencia al sueño de reunificación y redención final que era el norte deslumbrante del gran profeta de la modernidad.
Proletariado mítico y mesiánico
La solución futurista que Marx le da al problema de la alienación y división de la existencia humana, conlleva una serie de cuestiones inexistentes para Hegel. Si el fin de la Historia aún no se ha realizado, es decisivo descubrir en el presente indicios y fuerzas que apunten hacia lo mismo. De singular importancia es poder encontrar aquellos hombres, aquella fuerza social, que no solo necesite y quiera sino que además pueda realizar la transformación redentora, es decir, que venga a realizar lo que la filosofía ya ha establecido como el fin de la Historia. Esta necesidad de encontrar verdaderos actores sociales que puedan hacer realidad el proyecto especulativo de los filósofos, es algo que Marx aprendió duramente del fracaso al que condujo la soledad elitista de los jóvenes hegelianos. Este será el tema de uno de los textos más brillantes y concisos de la producción de Marx, su Introducción a Sobre la crítica de la filosofía hegeliana del derecho, escrita entre diciembre de 1843 y enero de 1844, y publicada el mes siguiente en los Anales franco-alemanes.
Hegel había creído encontrar en los funcionarios públicos o en la burocracia estatal aquel estamento que podía representar los intereses generales, superando los egoísmos de la sociedad civil y haciendo de la armonía de la totalidad su propio interés particular. Será en París, bajo la influencia de sus nuevas experiencias y contactos, donde Marx logrará identificar una fuerza social que pueda cumplir un rol similar a aquel asignado por Hegel a la burocracia. Esa fuerza será, como se sabe, el proletariado fabril, que ya era una realidad palpable en la capital francesa, a diferencia de lo que ocurría en Alemania. De esta manera, Marx dará un paso más en su reformulación futurista del sistema hegeliano. Primero había redefinido la esencia de la futura sociedad armónica y ahora pasaba a redefinir su creador y soporte social.
Apenas con dos meses de estadía en París, el joven Marx se siente en condiciones de hacerle conocer al público alemán su gran descubrimiento:
¿Dónde reside pues la posibilidad positiva de la emancipación alemana? Respuesta: en la constitución de una clase con cadenas radicales, de una clase de la sociedad civil que no es una clase de la sociedad civil, de un estamento que es la disolución de todos los estamentos, de un sector al que su sufrimiento universal le confiere carácter universal; que no reclama un derecho especial, ya que no es una injusticia especial la que padece sino la injusticia a secas; que ya no puede invocar ningún título histórico sino su título humano; que en vez de oponerse parcialmente a las consecuencias, se halla en completa oposición con los presupuestos del Estado alemán. Es un ámbito, por último, que no puede emanciparse sin emanciparse de todos los otros ámbitos de la sociedad, emancipando así a todos ellos. En una palabra, es la pérdida total del hombre y por tanto solo recuperándolo totalmente puede ganarse a sí misma. Esta disolución de la sociedad, en la forma de un estamento especial, es el proletariado.
Este notable párrafo es el primero en que el proletariado aparece en la producción de Marx y lo más sorprendente es que ya aparece dotado de todos aquellos atributos y con aquella misión histórica que lo caracterizarán en la visión marxista del mundo. El proletariado del marxismo sale de la cabeza de Marx tal como Atenea de la de Zeus: perfectamente formado, con su armamento reluciente y dispuesto a la lucha. En ambos casos se trata, a no dudarlo, de un mito que, en su momento, muchos tomaron por realidad. Este proletariado mítico y mesiánico tiene, por cierto, poco o nada que ver con los obreros de carne y hueso de las industrias modernas. Marx inventó al proletariado tal como sería visto generación tras generación de creyentes en su profecía. Este invento fue, sin duda, inspirado por las referencias que había recibido acerca de las luchas de los obreros industriales franceses y también por las ideas acerca del proletariado ya difundidas por autores como Moses Hess y Lorenz von Stein. Todo esto es la materia prima de la cual será creado el proletariado del marxismo, pero esta arcilla maleable fue trabajada con las “manos filosóficas” de Marx. La forma resultante, es decir el mito mesiánico, no surge de la materia prima tal como el Moisés o el David que pensó Miguel Ángel no surgieron espontáneamente de los cortes de mármol con que este trabajó. La creación de Marx surge de sus preguntas filosófico-existenciales, de esa antigua herencia metafísica y dialéctica que le llega a través de Hegel, de las expectativas de redención del cristianismo y de los intentos heréticos de realizarla en la tierra. Es la búsqueda del mesías moderno, del realizador del sueño milenario, lo que hace que Marx pueda encontrarlo en esos seres humanos que, por lo demás, no conocía sino de oídas.
Este camino filosófico-especulativo hacia el mito del proletariado ha sido destacado por diversos estudiosos de la evolución de Marx. Leszek Kolakowski, por ejemplo, dice lo siguiente en el primer tomo de su obra Las principales corrientes del marxismo:
Hay que notar que la idea de la especial misión del proletariado (…) hace su primera aparición en el pensamiento de Marx como una deducción filosófica más que como un producto de la observación. Cuando Marx escribió su Introducción, había conocido escasamente el movimiento real de los trabajadores; sin embargo, el principio que estableció en este período seguirá siendo después el fundamento de su filosofía social.
A la misma conclusión llega André Gorz en su libro Adiós al proletariado. Su reflexión es fundamental:
La teoría de Marx sobre el proletariado no se funda ni en un estudio empírico de los conflictos de clase ni en una experiencia del radicalismo proletario ganada a través de la lucha. Ni los estudios empíricos ni las experiencias de lucha pueden llevar al descubrimiento de la misión histórica del proletariado, una misión que según Marx es el fundamento mismo del ser del proletariado como clase (…) Para el joven Marx no era la existencia de un proletariado revolucionario lo que mostraba que su teoría era correcta. Por el contrario, era su teoría la que hacía posible predecir el surgimiento de un proletariado revolucionario y que establecía que aquello era necesario. La primogenitura fue de la filosofía. La filosofía anticipó el desarrollo de las cosas y estableció que el sentido de la Historia era el surgimiento de una clase universal que era la única que podría liberar a la sociedad.
Ahora bien, un análisis más detallado de la forma en que Marx crea a su proletariado mítico pone de manifiesto una lógica muy especial, una verdadera “dialéctica de la miseria”, como Frédéric Bon y Michel-Antoine Burnier la han llamado en su gran obra Clase obrera y revolución. Es en razón de su “sufrimiento universal” que el proletariado tiene un “carácter universal”; es porque sus males son una “injusticia a secas” y su existencia “la pérdida total del hombre” que el proletariado puede “recuperar totalmente” al hombre; son, para resumir, sus “cadenas radicales” las que lo convierten en aquella clase que no puede emanciparse sin emancipar al resto de la sociedad. Esta “prueba dialéctica” de la misión histórica del proletariado no puede dejar de sorprender y no es difícil darse cuenta de que se requiere ser muy creyente para encontrarle alguna lógica a todo este “juego de los contrarios” donde la obra grandiosa que se espera del proletariado se funda en su degradación extrema. Enfrentados a este tipo de incongruencias lógicas, los creyentes religiosos tradicionales habían apelado al misterio divino y al dogma; los nuevos creyentes eran sin embargo de otro cuño y apelaron a la ciencia, una ciencia “exacta y todopoderosa” (Lenin) que habría que inventar para justificar tanto sinsentido.
Marx, en su obra posterior, no solo conservaría la idea del proletariado como la clase emancipadora universal sino también la forma misma de fundamentar tal pretensión. Cada vez que Marx vuelve a tocar el tema, se hace presente esta dialéctica de la miseria, esta fe paradojal en que la explotación, alienación y subyugación más extremas podrían ser las parteras de la emancipación total y definitiva de la especie humana. En su primera exposición completa del así llamado materialismo histórico en La ideología alemana, se repite de manera casi literal lo dicho en el texto ya comentado y es esta misma dialéctica de la miseria la que se encuentra, veinte años después y de la forma más rotunda posible, en algunos de los párrafos más célebres de El capital, donde se habla de “la masa de la miseria, de la opresión, de la servidumbre, de la degeneración, de la explotación” que se acrecientan, pero con ellas “se acrecienta también la rebeldía de la clase obrera, una clase cuyo número aumenta de manera constante y que es disciplinada, unida y organizada por el mecanismo propio del proceso capitalista de producción”.
El Marx de 1844 encara, sin embargo, un problema que Marx, más adelante, va a rehuir sistemáticamente y que será el eje sobre el que se construirá posteriormente el pensamiento de Lenin y sus herederos. Para él, tal como para el Lenin de ¿Qué hacer?, es evidente que el proletariado no posee los conocimientos y la preparación que le permitirían plantearse conscientemente aquella misión emancipadora general que su “situación objetiva” en la sociedad existente le asignaría. Es por ello que el proletariado, “ese ingenuo suelo popular”, como escribe Marx, requiere de un aliado exterior que le ayude a formularse como clase universal dándole así una verdadera posibilidad de realizar aquello que ya sería potencialmente su destino. Para cumplir ese destino, el proletariado necesita del “rayo del pensamiento”, un aliado que, como la famosa chispa de Lenin, ponga en llamas la pradera de la revolución. Este aliado o rayo providencial no es otro para Marx que “la filosofía”:
De la misma manera que la filosofía encuentra en el proletariado sus armas materiales, el proletariado encuentra en la filosofía sus armas intelectuales (…) La cabeza de esta emancipación es la filosofía, su corazón el proletariado.
Al decir “la filosofía”, Marx se está refiriendo, en realidad, a su propia interpretación de la misma. Es él quien tiene la supuesta verdad del “ser histórico” del proletariado, él es aquella “cabeza” que busca sus “armas materiales”, es decir los ejecutores de su pensamiento mesiánico. Él es, tal como un día lo creyó ser Hegel, el secreto mismo de la Historia. Pero Marx esquiva esta conclusión obvia al hablar de “la filosofía” en vez de los filósofos, como si la filosofía tuviese una existencia abstracta que un día, como un rayo, fuese a caer sobre el proletariado para realizarse. Es interesante notar, en todo caso, la coherencia absoluta entre la solución al enigma del proletariado dada por Marx a comienzos de 1844 y aquella dada por Lenin casi sesenta años después. Para ambos el proletariado necesita de una ayuda exterior, de un consejero que le sople al oído la verdad de su propio ser. Lo que Lenin hace, sin embargo, es no esquivar la cuestión de quién será el portador de esa ayuda exterior. Para él no cabrán dudas ni ningún motivo para ocultarlo: la cabeza pensante y vanguardia del proletario será el partido revolucionario que él dirige, el mismo que un día no trepidará en forzar al proletariado realmente existente a hacer aquello que el mito del proletariado le asignó como su glorioso destino. Es por ello que es absolutamente correcto plantear que Lenin y el leninismo son la concretización más consecuente y, de hecho, la única posible del pensamiento revolucionario de Marx, particularmente si uno se toma en serio aquella descripción del proletariado como una clase pauperizada y reducida a lo más elemental de la existencia.
La visión que Marx presenta en este texto de lo que era su momento histórico, es característica del pensamiento mesiánico, que siempre cree estar a las puertas de la gran revolución por más ilusorio que esto le parezca a cualquier observador más sobrio. Ya en marzo de 1843, en una carta a Arnold Ruge, había hablado de “la revolución que se encuentra a nuestras puertas” y esta no sería simplemente una más sino la final, aquella que emanciparía definitivamente a la humanidad. Esa era la realidad de Alemania vista por Marx. Francia y otras naciones europeas se habían acercado sucesivamente a este momento culminante, pero Alemania se había ido quedando atrás y es justamente por ello que ahora puede dar un salto gigantesco que, gracias a su gran filosofía, la ponga de golpe a la vanguardia del movimiento emancipatorio universal. Así, la Historia puede ser acortada, pasando mediante un salto prodigioso de los restos de la Edad Media al futuro deslumbrante. Esto recuerda, obviamente, lo que algún día se planteará en la atrasada Rusia y luego en tantos países que quisieron saltarse la Historia con ayuda de la garrocha de la revolución comunista. En palabras del mismo Marx:
En Alemania la emancipación de la Edad Media solo es posible como emancipación simultánea de las superaciones parciales de la Edad Media. En Alemania no se puede acabar con ninguna clase de esclavitud, sin acabar con todas las clases de esclavitud. La concienzuda Alemania no puede hacer la revolución sin hacerla de raíz. La emancipación del alemán es la emancipación del hombre.
Así, con la invención del proletariado, Marx había dado un paso verdaderamente decisivo hacia su visión revolucionaria madura. Pero esta invención tuvo implicaciones clave para la continuación del desarrollo intelectual de Marx. El cifrar sus esperanzas en el proletariado, lo lleva a profundizar en las ideas comunistas, que ya por entonces se asociaban al naciente movimiento obrero, así como en la reivindicación central del pensamiento comunista: la abolición de la propiedad privada. Al mismo tiempo, Marx comienza a interesarse por los procesos económicos que habían dado origen al proletariado fabril moderno. Surge así un interés creciente por la “base material” de la sociedad y aquellas fuerzas productivas que son su núcleo.
NOTA: Este texto es el capítulo IV de El joven Karl Marx y la utopía comunista (Debate, 2019).
Número 78-79
Memoria Histórica
Libros
Varia
- Mila 18 vs. Muranowska 7: una grieta en el gueto de VarsoviaJulián Schvindlerman
- Cambio climático: ciencia, información, política y filosofíaJuan Ramírez Mittelbrunn
- Dios de tejas abajo. Trazas de Dios en las novelas de la edad de plata de la literatura española (1874-1936). Primera parteAmando de Miguel
- El capital político del liberalismo: la políticaAgapito Maestre