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La Ilustración Liberal

Política en España y México

Dos reconocidos especialistas dictan en este libro sendas lecciones sobre la complejidad de la política en las dos orillas del Atlántico, con fértiles hilos tendidos hacia el presente y el futuro. El profesor José Varela Ortega es un distinguido historiador que demuestra una vez más el adagio cervantino de que la historia es maestra: su enfoque que enlaza la distribución de poderes y la economía de la política, la demanda ciudadana y la oferta pública, resulta muy iluminador para comprender nuestra actual realidad, partiendo de una base que a Varela le interesa destacar porque es ampliamente negada: España tuvo un pasado democrático.

Hay países donde prima el poder legislativo con un mercado público abierto, en los que la política se construye de abajo a arriba, y países como España donde prima el Ejecutivo, la centralización, una demanda ciudadana reducida y desmovilizada, y la concentración de poder en la política y la economía, y una construcción política de arriba a abajo. En ambos modelos la corrupción existe, pero adopta formas distintas. En el primero se traduce en favoritismo y sobornos a cambio de apoyo electoral, y en el segundo en fraudes electorales y una economía proteccionista del poder, diseñada por políticos profesionales. No fue España, desde luego, el único caso del segundo modelo en Europa.

La crisis de 1898 consolida en nuestro país la idea de que hay que limitar el poder legislativo, que el Parlamento debía ser controlado, y que lo importante es un Ejecutivo vigoroso. Su aproximación tiene mucho de public choice: La economía de la política española -igual que la política económica proteccionista- estaba construida desde el punto de vista e interés del productor (empresarios del poder o políticos profesionales) que no del consumidor (o ciudadano-elector).

Todo esto iba a perdurar, igual que el regeneracionismo y los planteamientos delirantes de Costa marcarán la agenda de la España del siglo XX: el discurso de posguerra articula lo que ha sido la ortopedia de modernización ibérica hasta hoy, con las obras públicas (¡y el mito del ingeniero!) e hidráulicas, la educación, la industrialización, y la vocación europeísta: los temas de la modernización de España siguieron marcados -y siguen aún- por la partitura compuesta en la airada resaca de 1898.

La petición costista de un régimen presidencialista y un Ejecutivo que reforzara, que disciplinara al parlamentarismo partitocrático-faccionalista y liquidara el caciquismo, comportaba la solución del caciquismo por medio de un cacique mucho más poderoso, lo que llevó a perversiones como la dictadura franquista, que clausuró el mercado político y concentró todo el poder en una persona.

Perceptivamente observa José Varela que la crítica costista al parlamentarismo fue recogida mucho después, porque se sigue pensando que no hubo pasado democrático en España, cuando en realidad las deficiencias políticas de nuestro país eran similares a las de otras naciones que sí consideramos liberales y democráticas; a pesar de ello, se sigue creyendo que este fue un país siempre marginal y bárbaro, y se concluye apresuradamente que ello fue culpa de unos gobiernos débiles.

Esto es clave para nuestro presente. Al cultivar una imagen degradada y violenta de la historia de España hasta la transición, se termina en la ditirámbica alabanza de nuestro tiempo. Dice Varela que es razonable que Franco haya denostado la historia pasada, pero es lamentable que los líderes de la actual democracia desprecien y denigren la difícil -pero prolongada- historia liberal y democrática española, en lugar de arroparse con sus antecedentes Sorprende que opiniones tan elementales hayan contaminado a quienes, como demócratas, debían tener más interés en el arraigo histórico de sus ideas que en lo excepcional de sus personas.

El desenlace de estas ficciones fue peligroso: se volvió al bloqueo del Parlamento y para depurar nuestra vida institucional de presuntas lacras, la Constitución de 1978 fue diseñada, denuncia Varela, para librarse de la pesadilla de un supuesto parlamentarismo faccionalista de otrora con el sueño reparador del bálsamo ejecutivista. De ahí vinieron las listas cerradas y bloqueadas, las elecciones crecientemente presidencialistas, los reglamentos encorsetados y unas Cortes de perfil bajo, que no producen ni discuten, sino que sólo comentan la política generada en otros lugares, en unos debates generalmente aburridos, donde no hay en realidad control. El Parlamento deja de cumplir tres funciones fundamentales: no fiscaliza, no controla y no depura responsabilidades.

No cabe olvidar que durante años el presidente del Gobierno español, Felipe González, ni siquiera aparecía por el Parlamento ni en los debates sobre los Presupuestos. La concentración de poder en La Moncloa, y el juego simétrico de unos partidos sumisos y mediocres, tienen un final irónico porque, como dice con gracia Varela, esto no fortalece al Ejecutivo: lo ceba.

Ante la indigencia deliberante y la reducción de la responsabilidad parlamentaria sucedió lo que ya conocemos: los grandes temas nacionales no se debatieron primero en el parlamento sino en la prensa, mientras que las responsabilidades políticas no se depuraron en las cámaras sino en los tribunales. Nada de esto es inocuo: Los medios de comunicación no están para deliberar, debatir, disputar y pactar -sino para exponer, airear e informar- ni los jueces para dirimir, controlar, fiscalizar y depurar, sino para aplicar la ley y emitir un veredicto cerrado e innegociable y, en última instancia, inapelable.

Los lamentos que habitualmente escuchamos sobre la hipertrofia del papel de la prensa y los jueces deben ser, así, inscritos en ese contexto. No se trata, en efecto, de que haya jueces vanidosos o prevaricadores, o periodistas ambiciosos o corruptos, no es un tema de personas, sino de desequilibrio de poderes, una descompensación que se abre camino por otras avenidas.

Plantea el autor una notable definición de corrupción: el arte de hacer divisibles aquellos beneficios que la ley sanciona como indivisibles, esto es, la apropiación o manipulación particular de bienes, servicios o competencias públicas. En este marco resultó crucial la expansión del gasto público, que multiplicó las posibilidades de corrupción, en un proceso de descontrol que, reveladoramente, empezaba en el propio Parlamento, puesto que los presupuestos allí presentados resultaban ser con demasiada frecuencia papel mojado.

Termina Varela su brillante ensayo subrayando los problemas morales de la concentración del poder, a lo que añade una reflexión sobre el problema del nacionalismo totalitario, que pretende imponer, otra vez después de tantas décadas y padecimientos, la más española y castiza de las economías del poder: aquella que introduce la violencia como moneda política de curso legítimo.

Cuando le llega el turno a Luis Medina Peña, profesor del Centro de Investigación y Docencia Económica de México, el lector ya ha aprendido lo suficiente con Varela como para conceder una tesis central del autor: la democracia no empezó ayer en ese país. El simplismo de las interpretaciones de años recientes, allí también, han conducido a la distorsión de que la transición democrática estriba en hacer tabla rasa del pasado y concentrarse sólo en aspectos prácticos como son los acuerdos a que deben arribar las diversas fracciones de las elites para pactar una transición Desde esta perspectiva, bastan los acuerdos, ya que todo lo demás viene por añadidura.

Medina denuncia con acierto la falta de elementos histórico-institucionales en esta interpretación sesgada. En realidad, existe una ciudadanía mexicana desde principios del siglo XIX, y no es cierto que las aplastantes mayorías de las elecciones hayan sido allí completamente ilegítimas.

De la Constitución de Cádiz parte una noción política que perdurará en varios países de América durante mucho tiempo: la elección indirecta. Es verdad que la incapacidad de desarrollar un sistema de partidos desembocó en la asonada y la revuelta como medios para resolver conflictos políticos; pero había en cambio un sistema de sufragio universal masculino de ipso, más adelantado que el de muchos países europeos.

De la Revolución partirá la principal acusación contra el Porfiriato, que tendrá gran fortuna ulterior: la ficción democrática. Medina revisa el sistema electoral, el paso de las elecciones indirectas sin partidos a las elecciones directas con partidos desde 1920, y a las bases del desprestigio electoral. Se abren tiempos de violencia y de imposibilidad de regular el acceso al poder en un contexto de creciente hegemonía del partido de los revolucionarios.

Tras el asesinato de Álvaro Obregón en 1928, apunta el autor que el presidente Plutarco Elías Calles va a realizar una pirueta de difícil ejecución al vender la idea de un partido de los revolucionarios como el tránsito de la época de los caudillos a la de las instituciones, pirueta que adopta la forma de un gran pacto entre los políticos. Surge también poco después un partido de derecha moderada, el Partido de Acción Nacional, el PAN. El partido oficial recibe primero el nombre de Partido Nacional Revolucionario, después, bajo Lázaro Cárdenas, de Partido de la Revolución Mexicana, y tras la ley electoral de 1946 Partido Revolucionario Institucional.

Tras un largo periodo de modernización e integración, los años sesenta revelan ya rigidez y falta de adaptación a la sociedad cambiante, como se vio en la cruel represión contra los estudiantes. En la década siguiente se inicia el cambio: va cayendo el voto al PRI, mientras que el PAN crece en las grandes ciudades y las zonas de mayor progreso. Es verdad que las elecciones de 1988 son importantes (como importante será doce años después el triunfo presidencial de Fox), pero Medina explica que han sido sobrevaluadas como fenómeno explicativo del México de los noventa, porque son apenas la evidencia más tangible de los cambios profundos que venían produciéndose en la sociedad mexicana.