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La Ilustración Liberal

La Nueva España pacificada

El viernes 2 de diciembre de 1547[1], Hernán Cortés, convertido en un mito, pero agotado después de tratar de defender en los despachos lo ganado sobre la tierra, falleció en la localidad sevillana de Castilleja de la Cuesta. El conquistador tenía 62 años. Enfrentado al virrey, Cortés había regresado a España a principios de 1540. Su participación en la desastrosa campaña de Argel, en la que no fue invitado al consejo de guerra, fue su última acción bélica. A partir de entonces, el resto de sus días se consumieron en la redacción de memoriales y cartas de agravios. Su presencia era constante en los actos organizados por la Corte. En noviembre de 1543 asiste en la Salamanca de su juventud a la boda del príncipe Felipe con María de Portugal. Allí conversará con Juan Ginés de Sepúlveda, antes de instalarse en Valladolid. A finales del verano de 1546, después de un breve paso por Madrid, se traslada a Sevilla, donde dicta su testamento antes de exhalar su último aliento.

Alejado de los campos de batalla, aquellos en los que se perfiló su imagen de conquistador, los últimos años de Cortés ofrecen una imagen que acaso sea la que más se ajuste a su verdadero carácter. No parece descabellado afirmar que el terreno por el que mejor se movió el de Medellín fue el del papel y la pluma, material constitutivo del Imperio español, cuyos límites amplió tanto Cortés. Dentro de la portentosa arquitectura jurídica puesta en pie por los hispanos destaca, junto al término conquista, el de pacificación, referido a un particular orden político para cuyo alcance fue muy útil la institución de la encomienda. Antes de culminar la conquista, Cortés, según contó Bernal, motivó en ocasiones a sus hombres con la promesa de convertirlos en una suerte de señores feudales transterrados. Y, en efecto, así ocurrió. Aunque después de la caída de Tenochtitlan muchos se sintieron insatisfechos, el metelinense otorgó más de quinientas encomiendas, cuyos propietarios quisieron conservar y entregar a sus descendientes. Dos décadas más tarde, algunas se habían extinguido, mientras que otras se habían transmitido a un primer heredero. Son las llamadas encomiendas 'en segunda vida', que recibieron respaldo legal en 1536. Seis años más tarde, en noviembre de 1542, se publicaron las Leyes Nuevas, que regulaban la esclavitud indígena y anunciaban la extinción de la encomienda. Su aplicación en el Nuevo Mundo forzó el envío de una serie de oficiales que descubrieron abusos tanto por parte de los señores españoles como por parte de los señores indígenas. También observaron que la penetración de la fe católica no era la deseada. La realidad novohispana determinó que las leyes no se aplicaran del modo pretendido durante su redacción. En efecto, después de entrar en crisis, las encomiendas se recuperaron parcialmente. En medio de estos vaivenes jurídicos, las Leyes Nuevas permitieron la liberación de miles de esclavos indígenas, hecho que causó un gran malestar entre quienes pretendían convertirse en señores perpetuos de los indios. La crítica a la limitación de la encomienda también se realizó desde determinados sectores de la Iglesia, pues la desaparición de los encomenderos podía propiciar el regreso de los indios a la idolatría.

En estas circunstancias, la chispa de la insurrección brotó en Perú[2] y rápidamente se extendió por algunos ambientes de la América hispana. El punto culminante de aquella agitación se alcanzó en la Nueva España un año después de la muerte del virrey Luis de Velasco, en agosto de 1564, cuando la ciudad de México sirvió de escenario de una conjura en la que estuvo involucrado Martín Cortés, hijo del conquistador. Los insurgentes, con Alonso de Ávila a la cabeza, pretendían coronarle como rey, confiados en la carga simbólica del hijo del conquistador. Descubierto el complot, sesenta y ocho hombres fueron detenidos. Ávila, su hermano Gil González y otros conjurados como Baltasar de Quesada fueron decapitados. Otros se vieron abocados a la vil ejecución por ahorcamiento. En cuanto al vanidoso II Marqués del Valle, fue detenido y enviado a la península en 1567. Ya en España, permaneció recluido en Torrejón de Velasco durante seis años, tiempo en el que pleiteó contra la acusación de crimen de lesa majestad. Martín Cortés salvó la vida al precio de diez años de servicio en Orán, condena que conoció el 3 de marzo de 1573. El marqués, sin embargo, no cumplió la pena[3]. Una vez rehabilitado, en 1581 se casó en segundas nupcias con doña Magdalena de Guzmán. Un año después estaba integrado en la Corte, para morir en 1589.

Aquella grave revuelta mostró a las claras el choque entre dos modos de concebir la presencia en la Nueva España. Un enfrentamiento entre el tipo de sociedad que diseñó Hernán Cortés durante la propia conquista y la impulsada por la Corona. Esta controversia nos lleva a la Cuarta carta de relación, en la que Cortés expuso los, a su juicio, inequívocos buenos resultados del sistema implantado. En la carta admitió no haber dado cumplimiento a las órdenes recibidas. La razón de esta desobediencia radicaba en el hecho de que los españoles no tenían ningún medio de sostenerse en aquella tierra si prescindían de la mano de obra indígena. Desactivar el sistema implantado conllevaría, además de posibles disturbios, graves perjuicios. Aunque los españoles habían logrado imponer su orden, existía una amenaza latente para la que Cortés ya había dispuesto una serie de medidas, las Ordenanzas de buen gobierno[4]. Redactadas el 20 de marzo de 1524, estas comenzaban con una disposición de tintes bélicos:

Que qualquier vezino e morador de las dichas cibdades e villas que agora ay e obiere, tenga en su casa una lanza e una espada o un puñal, e una rodela e un casquete o celada e armas defensivas, hora sean de las de España hora de las que se usan en la tierra.

Tales exigencias se extendían a los encomenderos, muchos de ellos conquistadores:

Qualquier vezino que tobiere repartimiento de quinientos indios para abaxo tenga una lanza e una espada e un puñal e una celada e bambote, e una ballesta o escopeta, e armas defensivas de las de España, lo qual todo tenga bien aderezado.

Cortés subrayó el carácter liberador de la encomienda en relación a la situación previa, en la cual los señores indígenas tomaban toda la hacienda de sus subordinados. El conquistador sostenía, incluso, que los indios preferían tener a los españoles como señores antes que regresar a su estado anterior, al tiempo que insistía en el celo puesto en evitar que los naturales fueran empleados para sacar oro, algo a lo cual le habían instado los propios oficiales reales. Si hasta la fecha las peticiones de oro de los españoles podían justificarse como compensación por los gastos propios de la conquista, en adelante esta práctica cesaría para con los indios encomendados. Contravenir esta ordenanza acarrearía la pérdida de los indios, algo que también ocurriría si éstos eran maltratados.

En cuanto a los tributos, veía un grave problema en que se entregaran íntegramente al rey, pues, de procederse así, los españoles no se sujetarían a la tierra. Cortés sabía de la insatisfacción de muchos de sus compañeros. Era obligado, por lo tanto, favorecer el arraigo de los conquistadores. Para ello, la perpetuidad de las encomiendas podría ser útil. Tal y como expuso en sus Ordenanzas, Cortés temía que en la Nueva España se repitiera lo ocurrido en las Antillas:

… que por algunos, por temor que les han de ser quitados e removidos los indios que en estas partes tobieren, como ha sido fecho a los vezinos de las Islas, están siempre como de camino e no se arraigan ni heredan en la tierra, de donde resulta no poblarse como convernía ni los naturales ser tratados como era razón, e si estobieren ciertos que los ternían como cosa propia, que en ellos habían de suceder sus herederos e sucesores, ternían especial cuidado de no solo no los destruir ni desipar mal, aun de los conservar e multiplicar, por tanto, yo en nombre de Su Magestad, digo e prometo que a las personas que esta Instrucción tobieren e quisieren permanecer en estas partes, no les serán removidos ni quitados los dichos indios que por mí, en nombre de Sus Magestades, tobiesen señalados para en todos los días de su vida, por ninguna cabsa ni delito que cometa, si no fuere tal que por él merezca perder los bienes e por mal tratamiento de los dichos naturales, según dicho es en los capítulos antes deste. E que teniendo en estas partes legítimo heredero e sucesor, sucederán en los dichos indios e los ternán para siempre de juro e de heredad, como cosa suya propia. E prometo de lo imbiar a suplicar ansí a Su Magestad, que ansí lo conceda e faga por bien e solicitallo.

Para resolver los agravios, los conquistadores descontentos podían dirigirse a fray Juan de Toro y a Alonso de Estrada. La esfera religiosa y la económico-política se mantenían vinculadas dentro del orden novohispano, si bien se consideraba que la gestión de la encomienda por parte de particulares era mejor que la impulsada por las gentes de la Corona. Prueba de ello era la mala práctica desarrollada por el tesorero Alderete en los pueblos que se le concedieron. El desmantelamiento del régimen señorial sería, además, costoso para las arcas imperiales, pues aunque existía tropa a sueldo, esta resultaba insuficiente sin el complemento de los encomenderos. Cortés calculó incluso las cifras –mil de a caballo y cuatro mil peones– adecuadas para garantizar la seguridad tras la conquista. Para alcanzar esos números, los encomenderos eran imprescindibles, pues constituían una suerte de tropa de reserva, ya que se les exigía servir como infantes si tenían menos de quinientos indios, mientras que si superaban ese número debían acudir como caballeros. Por otro lado, estos hombres eran útiles para aportar los recursos que mantenían a la tropa estante. Sin ellos, la evangelización también se resentiría, pues la falta de control sobre los pueblos exigiría que los religiosos debieran ir siempre acompañados de una guarnición de soldados.

Los planteamientos cortesianos mostraron su realismo décadas más tarde. Prueba de ello fue la trayectoria descrita por Pedro Pérez de Cárdenas, suegro del capitán Antonio Velázquez de Figueroa, de quien Gonzalo de Salazar, padre de Antonio de Salazar, canónigo de la catedral de México, dijo que fue "persona de mucha calidad y caballero hijodalgo notorio". Según Salazar, alférez en la guerra de Jalisco, Pérez de Cárdenas acudió a pelear "contra los Yndios de aquella tierra, que se auían alçado", en servicio del rey, con seis hombres, "a los quales les dio harmas y cauallos, como hidalgo que era, porque los que no lo son no lleuan tanta xente a semexantes negocios a su costa"[5]. En Jalisco, Pérez de Cárdenas halló la muerte.

En definitiva, y sin desdeñar el interés personal de Cortés y de los primeros conquistadores en mantener su estatus, la principal razón para el mantenimiento de la encomienda era la operatividad de un sistema que permitía continuar la evangelización y la incorporación de los indios a las instituciones hispanas, mediante un control indirecto de la tributación, que exigía poco esfuerzo a la Corona. La alternativa suponía un gran gasto militar que no garantizaba el mejor trato para los indios, pues los encomenderos eran los principales interesados en conservar a las gentes depositadas. Cortés, por lo tanto, representaba la postura señorial, extensible a los indios jóvenes y nobles formados en ambientes monásticos y a los españoles casados con indias principales. Frente a este modelo se alzaba el preferido por la Corona, que fue el que terminó por imponerse. A pesar de lo que pudiera parecer, los grupos directamente favorecidos por el régimen encomendero no fueron los únicos defensores de tal modelo. Los conquistadores contaban también con el apoyo de los franciscanos, favorables al reparto perpetuo de la tierra y a su vez favorecidos por las Ordenanzas, que establecían que si el encomendero poseía más de dos mil indios debía pagar a un clérigo para su instrucción. En el caso de las encomiendas más modestas, el hombre de religión debía financiarse entre varias. El interés en que los caciques entregaran sus hijos a los frailes para que fueran instruidos, consiguiendo que éstos irradiaran su credo en su entorno indígena, daba también un gran poder a las órdenes religiosas, tan favorecidas por Cortés, siempre receloso del clero secular. Junto a las complicidades señaladas, algunas voces, entre ellas la del contador Rodrigo de Albornoz, se alzaron en contra del modelo cortesiano, al suponer que la pérdida de presencia de la Corona abría la puerta al fraude y la ocultación de capitales en lo tocante a la tributación.

A las ordenanzas del 20 de marzo se unieron otras dictadas en ese mismo 1524. En ellas se insistía en los fines evangélicos, con su habitual trasfondo providencialista, de la empresa española. También se aludía a las bulas alejandrinas:

Cualquier español que tuviere indios depositados o señalados sea obligado a mostrarles las cosas de la fe, porque por este respeto el Sumo Pontífice concedió que nos pudiésemos servir de ellos; y aun para este efecto se debe creer que Dios ha permitido que estas partes se descubriesen y nos ha dado tantas victorias y tanto número de gente[6].

Lucas Alamán, en su obra Disertaciones sobre la Historia de la República Megicana, reprodujo las que denominó Ordenanzas inéditas. En ellas se trata de "la forma y manera en que los encomenderos pueden servirse y aprovecharse de los naturales que les fueren depositados". Estas fueron las disposiciones de Cortés:

Que el español ó otra persona que tuviere indios depositados, tenga cargo de les quitar todos los oratorios de ídolos que tuvieren en sus pueblos ó en otra cualquier parte, é les haga una iglesia en el pueblo con su altar é imágenes, adonde les haga entender que han de venir á rogar á Dios que les alumbre para que le conozcan, é se salven, é por los otros bienes temporales, so pena que el que dentro de seis meses como les fueren depositados los dichos indios, no les tuviere quitado los ídolos é oratorios antiguos, é no tuviere hecha la dicha iglesia, pague medio marco de oro, aplicado como dicho es, é de aquí adelante pague la dicha pena cada vez que fuere visitado y no lo hallare hecho como en este capítulo se contiene.[7]

Evidentemente, el interés personal de Cortés estaba en juego dentro de este continuo intercambio normativo y documental, máxime después de la concesión del marquesado, que llevaba el complemento del vasallaje de 23.000 indios del valle de Oaxaca, probablemente la zona aurífera más importante conocida hasta ese momento. La defensa de estas mercedes alimentó un nuevo intercambio de papel. El 20 de septiembre de 1538, el Marqués del Valle escribió al Consejo de Indias. En su carta explicaba el sistema de propiedad indígena. Cortés, que había servido para consumar el traslado de la corona desde la testa de Moctezuma a las sienes del emperador Carlos, pretendía dar continuidad a algunos aspectos políticos, ya elogiados en su momento, del Imperio mexica. El sistema señorial prehispánico era hereditario, como hereditarias pretendían ser las encomiendas impulsadas por él. Casi dos décadas después de la conquista de una tierra dominada por la herejía, Cortés trataba de rescatar algunas de las bondades de aquella sociedad que tanto le había impresionado. Frente a las sombras éticas y religiosas, existían luces como las del bullicioso y rebosante mercado de Tlatelolco, cuya prosperidad era la consecuencia de un orden que debía mantenerse bajo una adecuada tutela, a la cual contribuirían los señores indios leales a la Corona.

Ya en España, el testimonio de Cortés, por su autoridad, fue requerido en algunos procesos judiciales. El 28 de febrero de 1541, con la rúbrica al pie de Sebastián de Ledesma, se cerró un interrogatorio en el que el Marqués del Valle respondió a una docena de preguntas referidas a Francisco Téllez, vecino de la ciudad de México. En concreto, nos interesan las dos últimas respuestas, en las que Cortés se reafirma en su modelo. A la duodécima pregunta:

Yten, si saben que por la certinidad susodicha de que se avían de repartir y repartían los indios en los conquistadores y se les dauan sus repartimientos de ellos y de las demás cosas de suso declaradas, según que en el dicho uso y costumbre se tenía y tiene para la gratificaçión de sus seruiçios, e que se les avía de gratificar y pagar lo que así conquistavan y seruían, e peleavan en la dicha Nueva España, en la manera de suso dicha los dichos conquistadores siruieron y han servido en la dicha Nueva España, esperando de ser así pagados y remunerados y proveydos conforme al dicho uso y costumbre, que se avía usado y acostumbrado, e usa y acostumbra en las demás provinçias y tierras de Yndias, que es dalles sus repartimientos de indios e tierras, y que desta manera se usaua, entendía y platicaua que se avía de hazer y hazía según dicho es con los que así conquistauan en la dicha tierra, e que así lo entendían los capitanes y ofiçiales de Sus Magestades, que dello se aprouechan en lo susodicho, e así era y fue comúnmente de todos avido y entendido, y es así público y notorio, digan de todo y de cada cosa cómo pasó y lo saben,

Cortés respondió

que cre e tiene por cierto que los dichos conquistadores thenien esperança que avrán de ser gratificados, e que este testigo syenpre prometió y ofresçió gratificar a los que bien sirviesen a Su Magestad, e que asý lo hizo con los que se hallaron en su compañía y con otros que se allaron en la dicha conquista, e que sy con algunos no lo hizo asý fue porque al tiempo que lo avía de hazer se le removió su governaçión.[8]

Ese mismo año, Cortés elaboró otro documento, "Parecer razonado de don Hernando Cortés, Marqués del Valle, sobre los repartimientos perpetuos de la Nueva España". En él propuso una tributación escalonada y creciente para las encomiendas hereditarias. Si en primera vida se le debía dar al rey la cuarta parte de la renta; en la segunda, el tercio, y en la tercera, la mitad. Cortés también reaccionó cuando conoció las Leyes Nuevas. En esta ocasión, elaboró un Memorial. En él subrayó el malestar que produciría en la Nueva España la pérdida de las encomiendas. Hay que hacer notar que a esas alturas las encomiendas de primera vida ya convivían con las de segunda. Por otro lado, quedando muchas tierras todavía por conquistar, la posibilidad de obtener una encomienda podía operar como estímulo, una vez introducidas las rectificaciones aparejadas a la experiencia novohispana, que a su vez había corregido lo hecho en las Antillas. Cortés también planteó que en las nuevas conquistas no se hicieran esclavos. El de Medellín llegó a insinuar que en ocasiones se había buscado, por parte de los españoles, un casus belli para hacer la guerra y capturar esclavos. Hay que recordar que en la carta dirigida al emperador en octubre de 1524, Cortés había descrito así a sus compatriotas:

La más de la gente española que acá pasa, son de baja manera, fuertes, y viciosos, de diversos vicios y pecados; y si a estos tales se les diese libre licencia de su andar los pueblos de los indios, antes por nuestros pecados se convertirían ellos a sus vicios que los atraerían a virtud.

No podemos concluir sin referirnos sucintamente a la esclavitud en Nueva España o, por mejor decir, a las diversas esclavitudes que allí se dieron y a sus justificaciones. Como en el resto de sociedades políticas de la época, en la España de la época estaba permitida la esclavitud bajo unas determinadas condiciones. Hasta el Descubrimiento de América existían en Europa enclaves en los que los cristianos comerciaban con esclavos musulmanes, mientras éstos hacían lo propio con cristianos. La aparición de un nuevo continente poblado por hombres dejados de la mano de Dios planteó el tratamiento que a éstos debía darse. Un poderoso aparato legislativo se ocupó de tan complejo asunto[9]. La esclavitud de indios se implantó legalmente a partir del 30 de enero de 1494. Año y medio más tarde, el 1 de junio de 1495, la ley fue derogada, anulando la autorización concedida a Colón para la venta de indios en Sevilla, ciudad en la que existía un nutrido grupo de genoveses, tan proclives a la mercancía humana. El proyecto esclavista de Colón, que tenía a los caribes y lucayos como principales víctimas, recibió un duro revés. Un lustro más tarde, en junio de 1500, se emitió la orden de devolución de los indios de España, ejecutada por el secretario de Cisneros, el franciscano fray Francisco Ruiz, enviado en la expedición de Bobadilla. Ante estas limitaciones, los casus belli que insinuaba Cortés no tardaron en aparecer. En 1513, el bachiller Enciso propuso una guerra de castigo contra los culpables de vicio nefando, de la que podrían derivarse esclavitudes. A pesar de estos episodios, la limitación de la esclavización de los indios era ya un hecho al final de la década.

Como es sabido, Cortés esclavizó a indios, que empleó en trabajos mineros una vez terminada la conquista. Sin embargo, estos esclavos, que en su mayoría lo eran por su condición de cautivos de guerra, no fueron los únicos de los que se sirvió. En 1530 escribió a don García Fernández Manrique, conde de Osorno que, en ausencia de Loaysa, figuraba como presidente del Consejo de Indias. En su carta le pidió permiso para llevar a la Nueva España doce esclavos blancos criados en Castilla, que pretendía incorporar a la empresa de la Mar del Sur como atabales y trompetas. Dos años más tarde escribió al licenciado Francisco Núñez pidiéndole que solicitara licencia al rey para llevar a sus tierras "dos docenas de esclavos o esclavas moriscas del reino de Granada o de otra parte que sepan criar seda para esprimentar cómo se podría criar sin que pague derechos"[10]. A principios de 1533, en otra misiva dirigida a Francisco Núñez[11], le encargó la compra de quinientos esclavos negros de entre quince y veinticinco años, que debían ser entregados en San Juan de Ulúa por la compañía de los Welser, representados por sus factores, Gerónimo Sailer y Enrique Ehinger. El marqués se reservaba el derecho de desechar al diez por ciento de los hombres y poderlos sustituir por otros más aptos para los trabajos previstos. El precio por pieza se movía entre cuarenta y cincuenta ducados de oro, con un plazo de entrega inferior a los dos años tras la firma del acuerdo.

En el ya citado Memorial, don Hernando también se ocupó de los esclavos indígenas. En él sostuvo que si los indios evangelizados se rebelaban era lícito reducirlos a la esclavitud. En ese mismo documento también se planteó la posibilidad de otorgar la manumisión de los ya existentes. Sin embargo, dado su escaso número y los desórdenes que pudieran seguirse de tal medida, consideró la medida como imprudente. No obstante, para los hijos de los esclavos existentes, propuso que éstos dejaran su estado para servir de otro modo a sus señores. Más allá de estas consideraciones, cuando Cortés murió, poseía esclavos. En su testamento aparece un amplio número de ellos vinculados mayoritariamente al cultivo de caña de azúcar. Bartolomé Bennassar[12] los cifró en 261 individuos, entre negros e indios, hombres y mujeres, si bien señaló que los indios eran de una avanzada edad, dato que demostraría que, o bien fueron esclavizados durante la conquista, o fueron comprados a sus propietarios indios. Todavía en 1544, Cortés formalizó la compra de esclavos negros, en su gran mayoría ladinos, es decir, hombres que sabían hablar español.

La suerte de los esclavos negros fue diferente a la de los indios. Presentes desde el inicio de la conquista, fueron frecuente objeto de regulación. Baste, en este sentido, citar la Real Provisión en que se manda no sean libres los esclavos negros que se casen ni los hijos que tuviesen, a pesar de ser contra las leyes del Reino. D. Carlos y D. Juana su madre, firmada en Sevilla el 11 de mayo de 1526, en la que se decía, literalmente: "Para que asi pueda prosperar la isla Española, a pesar de ser contra las leyes del Reino".

La situación de la población negra condujo a una rebelión en 1609, durante el virreinato de Luis de Velasco y Castilla, cuando partidas de negros acaudilladas por un tal Yanga pusieron en peligro el camino entre Veracruz y México. Hostigados por las tropas del virrey, la revuelta se cerró con el envío, por parte de los forajidos, de una carta en la que se comprometían a mantenerse leales a Dios y al rey. Velasco, condescendiente, les concedió un sitio en el que se fundó el pueblo de San Lorenzo, lugar desde donde exterminaron a los indios cercanos. Tres años más tarde se produjo otra conjura de la negritud, que se saldó con el ahorcamiento de treinta y cinco individuos de ambos sexos, tras descubrirse que iban a atentar contra sus patrones españoles durante la procesión del Jueves Santo. El plan ambicionaba proclamar a un rey negro en la Nueva España, que se casaría con una "mulata morisca" llamada Isabel. Sentado en su trono, el nuevo monarca nombraría duques, marqueses y condes entre los de su raza, invirtiendo de este modo el sentido del poder y la tributación novohispana. El proyecto contemplaba la matanza de los blancos, si bien se dejaría con vida a las jóvenes "de bonita cara", incluidas las monjas y las hijas del virrey, con las cuales se daría lugar a una raza mestiza[13]. Sin duda, estos brotes violentos fueron tenidos en cuenta a la hora de redactar, en 1650, las Ordenanzas sobre el buen tratamiento que se debe dar a los negros para su conservación. En ellas se prohibieron las mutilaciones y se insistió en la necesidad de darles instrucción católica y enseñarles el español. Asimismo, se establecieron limitaciones para los esclavos, a los cuales se les prohibió portar armas –"sino fuere un cuchillo de un palmo, sin punta"–, andar a caballo, excepto en el caso de los vaqueros y boyeros que se desempeñaran en sitios apartados.

Arriesgado y lucrativo negocio, el asiento de negros terminó siendo monopolizado por las diferentes potencias europeas, si bien no faltaron españoles vinculados a esta actividad. Por su parte, el eclipse de la encomienda comenzó en torno a 1580, para colapsar definitivamente en el siglo XVIII, con el cambio dinástico.


[1] Texto extractado (con ediciones) de La conquista de México, La Esfera de los Libros, Madrid, 2019.

[2] En relación a estas revueltas, véase Gregorio Salinero, Hombres de mala corte. Desobediencias, procesos políticos y gobierno de Indias en la segunda mitad del siglo XVI, Crítica, Madrid, 2017.

[3] Gregorio Salinero, op. cit., pp. 440-441.

[4] Ordenanzas de buen gobierno dadas por Hernán Cortés para la Nueva España.

[5] Informaciones: Rodrigo Velázquez de Cárdenas, Archivo General de Indias, México, 233, n. 3.

[6] Citado por Silvio Zavala, "Hernán Cortés ante la encomienda", Actas del Primer Congreso Internacional sobre Hernán Cortés, Universidad de Salamanca 1986. pp. 427-428.

[7] Lucas Alamán, Disertaciones sobre la Historia de la República Megicana, Imp. D. José Mariano Lara, México 1844, p. 141.

[8] "Méritos y servicios: varios conquistadores de Nueva España", Archivo General de Indias, Patronato, 56, N. 2, R.1–3. Debo la transcripción a doña Almudena Serrano Mota.

[9] Seguimos la secuencia expuesta por Manuel Giménez Fernández en su Hernán Cortés y su revolución comunera en la Nueva España, "La revisión del neofeudalismo cortesiano", cap. VIII, CSIC, Sevilla 1948, págs. 19-20.

[10] Carmen Martínez, Cartas y memoriales, p. 273.

[11] Carmen Martínez, Cartas y Memoriales, p. 327.

[12] Bartolomé Bennassar, Hernán Cortés, RBA, Madrid 2006, pp. 303-304.

[13] Domingo Francisco de San Antón Muñón Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, Diario 1519-1615, México 1660. Accesible en http://www.memoriapoliticademexico.org/Textos/1Independencia/1660CDN.html