¿Amenaza nuestras libertades el capitalismo moralista? Entrevista a Miguel Ángel Quintana Paz
Isidoro Méndez: Desde hace algún tiempo estás realizando algunos análisis de la sociedad actual que generan cierto interés y cierta polémica, pues escapan un poco a las típicas líneas divisorias entre derecha e izquierda, liberalismo y socialismo… Concretamente, en tu artículo titulado "Nos adentramos en un nuevo tipo de capitalismo: el capitalismo moralista" sostienes una tesis llamativa. Para ti, habríamos entrado en un período en que la economía capitalista corre un nuevo peligro: el de cercenar cada vez más nuestras libertades. Y esto ocurriría debido a un nuevo fenómeno: la creciente obsesión de las clases más poderosas de nuestro sistema económico por imponernos a los demás su moralidad (una moralidad progresista, o quizá mejor progre, posmoderna –lo que en inglés se llamaría woke o aludiría a los social justice warriors–). Me llama la atención que para sustentar esta idea empieces por hacer referencia a dos rasgos típicos del capitalismo: uno inspirado en Joseph Schumpeter y el otro en dos autores franceses: Luc Boltanski y Ève Chiapello. ¿Podrías resumir por qué son interesantes estos autores para comprender el capitalismo actual?
Miguel Ángel Quintana Paz: En efecto, creo que nos encontramos ante nuevas amenazas a nuestras libertades –algo, por otra parte, de lo que siempre ha sido consciente el liberalismo: la batalla por la libertad nunca se termina, no es como ascender a un pico montañoso y proclamar: "¡Ya llegué!"–. Para comprender esas amenazas, y que a día de hoy provienen de algo, como el capitalismo, que a menudo ha sido en cambio contemplado como un aliado de los liberales en su lucha por la libertad, me parecía importante recordar aquello de Schumpeter –que, en realidad, también está en Karl Marx–: la noción de que el capitalismo tiene una infinita capacidad de reinventarse; que no es igual en el Manchester del siglo XIX que en la fábrica de Ford de los años 50 o en la sociedad internáutica actual.
Esta idea la comparten los otros dos autores que citas, Luc Boltanski y Ève Chiapello. Los cuales, además, en su libro El nuevo espíritu del capitalismo (1999) hicieron una pequeña historia de esas transformaciones por las que ha ido pasando el capitalismo. La penúltima forma en que se nos había presentado este, según tales autores, era la predominante desde la posguerra europea hasta mediados de los 70. Se trataba de un capitalismo un tanto aburrido, en que uno efectuaba trabajos monótonos –en la cadena de montaje, en la oficina, en servicios que llevaban toda la vida siendo similares–, pero a cambio tenía un empleo que le duraba a menudo toda la vida. Digamos que lograbas seguridad laboral a cambio de cierta ausencia de emoción.
Ese capitalismo fordiano habría dado paso, siempre según Boltanski y Chiapello, a un nuevo espíritu, que ellos veían triunfante sobre todo en los años 80 y 90. Sería un capitalismo heredero curiosamente de Mayo del 68 –y digo "curiosamente" porque esta pretendió ser una revolución anticapitalista–. Los protagonistas de ese mayo revolucionario hicieron una acrimoniosa crítica al modo de vida al que abocaba aquel capitalismo fordiano de posguerra: lo consideraría demasiado aburguesado, comodón, alérgico a la imaginación. El nuevo espíritu del capitalismo en los 80 y 90 propondría, pues, todo lo contrario: le hacían falta trabajadores capaces de adaptarse a las constantes metamorfosis de la economía, flexibles, imaginativos, que no dieran nada por seguro –ni siquiera su puesto de trabajo–, que estuvieran constantemente dispuestos a innovar, pues solo así se realizarían como personas. (La otra cara de este capitalismo posterior a Mayo del 68, eso sí, sería la de abrir la puerta de entrada a la precariedad laboral, a la incertidumbre constante sobre nuestro futuro, con la consiguiente fragilidad de nuestras relaciones familiares y personales. Boltanski y Chiapello eran también muy conscientes de ello).
Ahora bien, tú crees que recientemente habríamos dado un paso más en esa evolución constante del capitalismo. Y que por lo tanto ya no estaríamos tampoco exactamente en ese capitalismo que describían Boltanski y Chiapello, propio de los años 80 y 90, sino en uno aún más novedoso: el capitalismo moralista.
En efecto, creo que la velocidad de los cambios de que hablaban Schumpeter y Marx se ha acelerado; y que ahora nos adentramos en un estilo de capitalismo aún más novedoso del que esos otros dos autores franceses diagnosticaron allá por 1999. Un capitalismo que podríamos denominar "moralista" porque, en él, las empresas ya no se limitan a promover valores abstractos como movilidad, la innovación y el cambio, sino también toda una agenda ideológica, toda una moral (quizá una moralina) muy concretas. Ni Marx, ni Schumpeter, ni Boltanski ni Chiapello lo habían previsto, a mi juicio. Pero cada día más personas se dan cuenta de ello, pues cada vez es algo más invasivo.
¿Dónde crees que se vería de modo más evidente la progresiva implantación de ese nuevo tipo de capitalismo?
En el artículo mío que antes has citado pongo tres ejemplos de tres modalidades en que ese nuevo capitalismo está penetrando en nuestras vidas. El primero es el famoso caso de James Damore: un empleado de Google al que esta empresa despidió por expresar, tras un taller sobre diferencias de género, opiniones morales que no cuadraban con la ideología de Google (aunque sí con la ciencia: Damore tiene un máster en biología). Estaríamos ahí, pues, ante una primera amenaza del capitalismo moralista: las empresas pueden investigar sobre tu manera de pensar en cuestiones morales y despedirte o discriminarte si no coincides con la que tienen sus dueños. Es una amenaza centrada en los trabajadores o empleados.
El segundo caso afecta a Gillette. El año pasado, esta empresa emitió un anuncio publicitario de sus maquinillas de afeitar en que proponía un nuevo estilo de masculinidad, más woke, más progre, y que fue muy controvertido (muchos varones sintieron que ese anuncio les culpabilizaba solo por el mero hecho de ser varones). Al poco de ese anuncio, la empresa presentó su cuenta de resultados, y estos no eran buenos: estaban perdiendo millones de dólares. Naturalmente, no se pueden vincular esos resultados con un mero spot (o no solo con él); pero lo interesante es que, cuando preguntaron al director ejecutivo de Gillette si tal publicidad podría haber tenido algo que ver con la caída de ventas, aseveró que, de haber sido así, era una pérdida de ingresos que merecía la pena. Es decir, en este caso estaríamos ante una empresa que reconoce que prefiere perder dinero si a cambio logra predicar una cierta moralidad (una moralidad de tipo progre, claro). Esto rompe con la idea del viejo capitalismo, en el que las empresas están ahí para generar ingresos a sus accionistas, no para adoctrinar en una u otra verdad moral. Esta es la segunda amenaza que supone el nuevo capitalismo moralista actual. Es una amenaza hacia sus accionistas.
Por último, el tercer ejemplo que cité es el de Carolina del Norte, estado que, en tan solo un año de plazo, modificó una ley (ley bastante absurda, por lo demás, pero eso no es aquí lo importante: pretendía indicar en qué urinarios pueden entrar o no los transexuales) solo por la presión a la que le sometieron decenas de grandes empresas: desinversiones, boicots, publicidad negativa… El hecho de que los legisladores de un lugar, elegidos democráticamente, cambien sus decisiones solo por la presión empresarial es, sin duda, un tercer tipo de amenaza que se cierne sobre nosotros en el nuevo capitalismo moralista. En este tercer caso, se trataría de una amenaza hacia todos los ciudadanos, como soberanos que somos (o deberíamos ser) en una democracia.
Sin embargo, no es nuevo que las empresas, o sus marcas, se intenten asociar con unos u otros valores éticos. Hace décadas que ese es un buen método para hacer publicidad: si yo, la marca X, defiendo estos valores ecologistas, o feministas, y tú, comprador, también, ¡ese es un buen motivo para que compres mis productos! Además, esa compra te hará sentir mejor. Por eso es normal que hoy en día las empresas intenten trascender los objetivos puramente económicos. Suena bien: las empresas tratarían así de ser más responsables con su entorno y promoverían determinadas causas loables: el medioambiente, el feminismo, una sociedad justa…
Suena bien, pero yo vislumbro un peligro en los tres modelos que he expuesto. Detrás de esa bondad de las empresas comprometidas tendríamos, primero, una intromisión en la mente de sus empleados; segundo, un uso ilegítimo del dinero de los accionistas para favorecer las opiniones morales de los CEO; y, tercero, un intento de imponer, desde el enorme poder económico de que disfrutan las empresas, toda una agenda ideológica, toda una moral muy concreta al resto de los ciudadanos, por encima de sus votos y sus representantes democráticos.
¿Es entonces inmoral este nuevo tipo de capitalismo?
Más que inmoral, sería un capitalismo moralista. El moralismo consiste en introducir la moral en ámbitos que no son de su competencia. Por ejemplo, sería moralista que yo no leyera un gran relato de la Historia de la Literatura, El crimen de la calle Morgue, pongamos, solo porque refleja acciones moralmente reprobables (como el asesinato, verbigracia). Está bien usar la moral para reprobar los asesinatos de verdad; usar la moral para reprobar una mera ficción literaria que los contiene es ya moralista.
Del mismo modo, las empresas actuales están introduciendo la moral en asuntos en que no procede que lo hagan. A una empresa no deberían importarle los comportamientos o las opiniones privados de un asalariado suyo. Cuando, sin embargo, se inmiscuye en ellos, dado que el poder de la empresa –especialmente si se trata de un megagigante, como Google– es inmenso frente a la debilidad de un mero empleado –como James Damore, al que como ya expusimos despidieron solo por sus opiniones morales–, esa megacorporación está simplemente explotando a su empleado de un modo nuevo, pero no por ello menos real. Lo está explotando de modo moralista. Lo está explotando en lo más profundo de su dignidad, en sus juicios éticos, en el sentido que quiere dar a su vida. Es un tipo de explotación capitalista que rebasa una nueva frontera.
Se me ocurre que varios de los postulados de esta tendencia que describes tienen un reconocible aire de familia ideológico: un tipo concreto de feminismo, un tipo concreto de ecologismo… Hay quien dice que el marxismo cultural se cuela y lava su imagen a través de estos movimientos. ¿Es este uno de los peligros del capitalismo moralista?
Te confesaré que no me convence del todo la expresión 'marxismo cultural' para achacárselo a lo que hacen esas élites empresariales. De hecho, si te fijas, el análisis que he hecho antes –cómo las grandes corporaciones explotan a sus trabajadores en un nuevo ámbito que hasta ahora respetaban más o menos: el de sus juicios morales– podría considerarse una extensión del análisis marxista sobre cómo el capital explota al trabajador en general. Y no es casualidad: creo que solo entenderemos del todo el capitalismo moralista que nos rodea si los no marxistas, como yo, empezamos a aprovechar a Marx para algunas cosas. Por ejemplo, para esta: para detectar cómo ciertas clases altas, de mentalidad woke, o los social justice warriors, están intentando aprovechar su poder para inmiscuirse hasta la médula en la moralidad de sus obreros. Por eso no adjudicaría el legado de un pensador como Marx a esa izquierda posmoderna: ¡prefiero hacer uso de él yo, para denunciar este nuevo tipo de explotación!
Esto que digo, además, no es nada insólito: ya Ian Shapiro ha reclamado, sin ser él tampoco marxista, que deberíamos aprender de Marx a la hora de reivindicar –como deberíamos reivindicar desde el liberalismo– una defensa renovada de la libertad. De esta forma, siempre según Shapiro, Marx dejaría de ser un enemigo tout court para los liberales y puede pasar a funcionar como alguien que prolonga la tradición liberal-ilustrada, al menos en parte, enseñándonos a detectar nuevas y sutiles formas de dominación. Por ejemplo, añadiría yo, esta dominación de las élites económicas posmodernas sobre la moralidad de sus trabajadores.
Hablas de "explotación" y de "dominación". ¿Asistimos entonces a un movimiento que, antes que sugerir y persuadir, impone sus criterios?
En efecto. Si asumimos esta perspectiva, detectamos enseguida que ciertas élites empresariales, íntimamente conectadas por lazos familiares, económicos, académicos con las élites políticas e intelectuales de la izquierda posmoderna actual –basta investigar un poco en sus currículos o en sus árboles familiares–, están tratando de imponer a toda la sociedad su ideología de izquierda indefinida, o woke, o progre, o izquierdista-posmoderna, como queramos llamarla. Que se recurre a la imposición y no a la mera persuasión, que sería legítima en un régimen de libertades, se puede ver en que, como conté en mi artículo, usan métodos sucios, tal que los despidos o la presión de lobbies sobre los legisladores.
Ahora bien, volviendo a la pregunta anterior: lo que se intenta implantar, más que un marxismo cultural, es, como ya he escrito alguna vez, una mentalidad cool-tural: un esfuerzo obsesivo por resultar cool, guay, según los criterios –progres– que manejan esas élites en sus círculos de privilegiados-con-cierto-remordimiento-de-conciencia. Solo así se explican fenómenos tan estrambóticos como que la mujer más rica de España, Ana Patricia Botín, tuitee vídeos victimistas en su Twitter quejándose, desde un punto de vista feminista, de que no pudo ser periodista, o de cualquier otra presunta opresión que nos desee exhibir. ¿Es ahí doña Ana Patricia una marxista –cultural–? No, solo es alguien que quiere resultarnos cool-tural.
¿Y que quiere, quizás, aleccionarnos sobre lo que está bien y lo que está mal?
Sin lugar a dudas. La función de aleccionar a los demás sobre moral ha sido siempre una tarea encomendada a los clérigos. Ahora bien, vivimos una era en que los viejos clérigos, como la iglesia católica romana, no solo han perdido gran parte de su prestigio, sino que a menudo sienten un cierto complejo ante los nuevos clérigos. Solo hay que ver los esfuerzos del papa Francisco por aparecer una y otra vez en un programa tan cool-tural como el de Jordi Évole, mientras que pocos imaginamos, por ejemplo, que aceptara ser entrevistado por un Jiménez Losantos o, si se me permite expresar un deseo, por mí mismo, en Café Vienés.
Por tanto, y esto ya lo predijo Nietzsche, desde el momento en que los viejos clérigos renuncian a su función –o la viven acomplejadamente–, dejan un inmenso hueco que, contra lo que muchos creyeron durante algún tiempo, no ha permanecido vacío, sino que ha venido a ser ocupado por otros clérigos nuevos: periodistas, actores de cine, académicos –sectores todos ellos donde arrasa lo que Gustavo Bueno llamó "izquierda indefinida"–. Y ahora se unen a esas huestes de izquierdismo indefinido los empresarios. Como además vivimos la etapa de la humanidad en que cada ser humano recibe más mensajes al día, o quizá habría que decir a la hora, desde todo tipo de soportes –publicidad, televisión, internet, redes sociales…–, si las grandes corporaciones se unen a esta tarea provocarán, como ya están provocando, un exceso de blablablá moralista abrumador. Y existe todo el derecho del mundo a rebelarse contra ese ruido ensordecedor de clérigos que nunca habían tenido tantos púlpitos para sus homilías como ahora.
Uno de los argumentos tanto de escuelas de negocio como de consultoras de marca es que también las empresas pueden tener "un punto de vista". ¿Por qué esa necesidad de salirse del guion? Ya no se limitan a mostrarnos por qué es bueno su producto…
Hay que empezar por desbrozar ciertos malentendidos: las empresas no tienen punto de vista moral. Porque las empresas no son personas. Las que tienen puntos de vista son las personas que dirigen las empresas, o sus departamentos creativos, publicitarios, de marketing, etc. Ese es otro de los engaños –de la falsa conciencia, diría Marx– que quieren imponernos.
Quienes están intentando colarnos por doquier su ideología no son empresas. No es la maquinilla de Gillette que me compro para afeitarme o la electricidad de Iberdrola que me llega a casa lo que tiene una ideología. No son tampoco las maquinarias que han participado en el proceso de producción de esas mercancías las que tienen ideología. Ni siquiera los trabajadores contratados por Gillette e Iberdrola tendrán muy probablemente esa ideología; la clase obrera cada vez se aleja más y más de esta izquierda woke, como se ha comprobado en los recientes éxitos electorales de Donald Trump, de Boris Johnson o de Vox en feudos tradicionalmente obreros. Los que tienen esa ideología, ese punto de vista moral, son una clase social privilegiada de grandes empresarios, de creativos de alto standing, así como de publicistas más de a pie pero que aspiran a parecerse a los anteriores –por decirlo rápidamente, el típico treintañero modernete con máster en el extranjero que vive en Malasaña y lee la Jot Down–. Esos sí que tienen un punto de vista moral –bastante fofo intelectualmente, por cierto–, no "las empresas" en abstracto. Y puedo tolerar, como demócrata, que organicen su vida según esa moralidad fofa, que se preocupa muchísimo de las focas en el Ártico mientras desprecia al obrero de toda la vida con piso y familia en Fuenlabrada y que sufre mil y un problemas mes tras mes. Lo tolero, aunque no me gusta nada. Ahora bien, lo que ya no me parece tolerable es que quieran imponernos ese moralismo desde el enorme poder de presión que les da su privilegiada clase social –o, en el caso de nuestro amigo cool de Malasaña, el poder que le dan sus contactos con tal clase social–.
En este nuevo capitalismo moralista, las empresas están dispuestas, según comentabas en el caso de Gillette, incluso a perder dinero por un ideal.
Un error que cometen muchas personas es creer que la máxima aspiración humana es el dinero. En realidad, hay algo que engancha con mucha mayor fuerza: el poder. Tan es así que a menudo solo queremos dinero como mera vía hacia lo realmente enfervorizante: el poder. Por eso mucha gente no entiende que algunas grandes empresas estén dispuestas sufrir pérdidas a cambio de imponernos su mentalidad woke. ¿No se supone que el fin de las empresas es enriquecer a sus accionistas? Esta mentalidad peca de miope. Volvamos a lo de antes: detrás del accionariado de una gran empresa hay personas, los que dirigen una gran empresa o su comunicación son personas, y estos a menudo pertenecen a una élite muy concreta, con todas sus necesidades económicas satisfechas. Así que últimamente ha decidido ir a por algo más: a por el poder. Poder sobre nuestras mentes, sobre nuestra moral, sobre nuestras costumbres. Es ya la última barrera que le quedaba a un capitalismo que no cesa de penetrar, ansioso e inmisericorde, en tantos otros ámbitos de nuestras vidas. Como, por cierto, también subrayó una y otra vez Karl Marx.
Me interesa ahora que nos centremos en el ejemplo que citabas de Carolina del Norte: llegó a modificarse una ley (sobre si los transexuales podían entrar o no en los baños de uno u otro sexo) porque, tras su aprobación, muchas de las empresas principales de Forbes decidieron retirar toda inversión en aquel estado, aparte de someterlo a todo tipo de publicidad negativa. ¿Es este el mundo en el que quieres vivir? ¿Un mundo en el que las empresas puedan despedirnos, como en el caso de Google, o cambiar las leyes, como en el caso de Carolina del Norte, si nos desviamos de su camino recto?
Definitivamente, no: si se generalizasen esas prácticas, estaríamos a merced de la mentalidad woke de las clases más pudientes en todos los aspectos de nuestras vidas. Ahora bien, la pregunta que surge entonces (pregunta de resonancias leninistas, por cierto) es: ¿qué hacer?
Y bien, creo que en primer lugar es importante explicar y difundir este tipo de análisis. Para ello, como escribe Christophe Guilluy, es imprescindible que algunos miembros díscolos de las élites académica, periodística o empresarial estén dispuestos –estemos dispuestos– a apostatar de la cultura woke que impera en nuestros gremios. E incluso a rebelarnos contra ella. Y a difundir siempre que podamos estas ideas, esta visión que mucha gente, cuando nos escucha, capta enseguida que refleja su realidad cotidiana. Por ejemplo, su perplejidad cuando la señora Botín tiene los redaños de presentarse como víctima.
La realidad cotidiana de mucha gente es inmisericorde. Tan inmisericorde, por ejemplo, como el azote con que, desde marzo, nos está golpeado el coronavirus, o la crisis económica en ciernes, mientras nuestros medios de comunicación, nuestros políticos y la publicidad de las grandes empresas se pasaron todo febrero ensimismados en asuntos tan de izquierda indefinida, progre, como 1) si castigar por ley los piropos, 2) si castigar fiscalmente al diésel y beneficiar a carísimos coches eléctricos o 3) si dar rango protocolario de jefe de Estado al presidente de la Generalitat. Es necesario que al menos parte de las élites vaya más allá de estas preocupaciones, típicas de la clase alta woke, e intente reflejar las preocupaciones reales de la gente.
Junto a ese compromiso antiprogre de díscolos intelectuales y díscola gente del mundo de la cultura –sectores que, si me permites una nueva referencia marxista, sonarán poco novedosos a cualquiera familiarizado con un Gramsci–, también es necesario prepararse para un grado de lucha que, me temo, va a romper cierta placidez burguesa, cierto consenso, en que nos habíamos acomodado desde los años 90.
Nuestra libertad está hoy cada vez más amenazada por nuevos peligros. Y contra ellos no nos queda sino recurrir a un viejo recurso: luchar por esa libertad. Va a haber que replantearse cierta fe en nuestras élites característica de sociedades más tranquilas. Y, por cierto, luchar no va a resultarnos agradable. Pero nunca lo ha sido. También ahí hemos de apartarnos de cierta mentalidad de rebeldía pija, adolescente, indefinida, sesentayochista. No se lucha porque sea divertido. Se lucha, y se sufre, y se hacen cosas que preferirías no tener que hacer, para salvaguardar tu libertad. Creo que está acabando la época de la "eterna conversación", como llamaba Donoso Cortés al parlamentarismo burgués, y que todos los amantes de la libertad vamos a tener que recuperar modos de resistencia que no consistan sólo en hablar o en implorar la ayuda del poder judicial cada vez que detectemos una injusticia. Tendremos que ser imaginativos y superar viejas reticencias acerca de qué nos cabe hacer. Porque también los nuevos modos de opresión están siendo terriblemente imaginativos.