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La Ilustración Liberal

Marx y la violencia

La pulsión apocalíptica

El Manifiesto comunista y la Biblia concluyen de una manera similar: con la promesa de un futuro enfrentamiento, violento y depurador, que de un golpe cerrará toda la historia precedente y abrirá las puertas de un reino paradisíaco sobre la Tierra. Se trata, por cierto, de algo más que de una coincidencia fortuita. El pensamiento revolucionario de Marx desciende de la tradición milenarista cristiana, cuyo núcleo está constituido por la gran profecía del Apocalipsis acerca de un Reino de Cristo que surgirá de la batalla final entre el bien y el mal, entre Cristo y el Anticristo, y que durará mil años (de allí el término milenarismo). Estas son las palabras del texto bíblico:

Luego vi a un Ángel que bajaba del cielo y tenía en su mano la llave del Abismo y una gran cadena. Dominó al Dragón, la Serpiente antigua –que es el Diablo y Satanás– y lo encadenó por mil años. Lo arrojó al Abismo, lo encerró y puso encima los sellos, para que no seduzca más a las naciones hasta que se cumplan los mil años. Después tiene que ser soltado por poco tiempo. Luego vi unos tronos, y los que se sentaron en ellos, y se les dio el poder de juzgar; vi también las almas de los que fueron decapitados por el testimonio de Jesús y la Palabra de Dios, y a todos los que no adoraron a la Bestia ni a su imagen, y no aceptaron la marca en su frente o en su mano; revivieron y reinaron con Cristo mil años.

(Apocalipsis, 20:1-4)

Esta profecía, así como la descripción de la hecatombe que antecederá la instauración del Reino de Cristo, poco tienen que ver con el mensaje de los Evangelios y menos aún con la figura de Jesús, un mesías desarmado y pacífico, que ellos nos han legado. En el Apocalipsis se recupera, con toda su fuerza, el mesías guerrero del Viejo Testamento, dando origen a una gran cantidad de corrientes heterodoxas cristianas que predicarán y se prepararán para el fin inminente del mundo tal como lo conocemos. Muchas de ellas pasarán incluso a la acción revolucionaria, sintiéndose ya parte de los ejércitos redentores y diciendo encarnar el hombre nuevo y liberado del pecado que será parte del orden divino venidero. Los excesos y baños de sangre en que concluyeron estos movimientos milenaristas militantes, como el liderado por Fra Dolcino en Italia y por Thomas Müntzer en Alemania, anunciaban a su manera los terribles avatares de aquel futuro milenarismo ateo que encontró su gran profeta en Karl Marx.

El Manifiesto comunista (1848) fue su inimitable texto fundacional, y en sus palabras finales acerca de la revolución que dará paso al comunismo resuena una arrolladora fuerza profética que viene de los siglos:

Los comunistas no tienen por qué ocultar sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente. Tiemblen, si quieren, las clases gobernantes ante la perspectiva de una revolución comunista. Los proletarios no tienen en ella nada que perder, salvo sus cadenas. Tienen, en cambio, todo un mundo que ganar.

Era la renovatio mundi, tan esperada desde los tiempos de las primeras comunidades cristianas y que desempeñó un papel tan importante hasta el advenimiento de la modernidad, que ahora se presentaba, despojada de sus atributos religiosos, para culminar un relato que negaba a Dios y no esperaba la segunda venida de Cristo, sino de un nuevo mesías encarnado por el proletariado fabril. De esta manera concluiría aquella historia de la humanidad que, según nos dice la frase inicial del primer capítulo del Manifiesto, no había sido más que la historia de la lucha de clases. Ese fue el largo "valle de lágrimas" que para los fundadores del marxismo mediaba el tiempo histórico que va desde la pérdida de la comunidad originaria o comunismo primigenio (el Jardín del Edén marxista) hasta la llegada del comunismo futuro.

Esta poderosa trasposición del mensaje bíblico bajo ropajes propios de un mundo que perdía la fe religiosa y adoraba a la ciencia dio al marxismo su potente caja de resonancia: casi dos milenios de expectativas de redención que ahora, al fin, podían cumplirse y liberarnos de las miserias y tribulaciones que siempre han sido el pan de cada día de las vidas humanas. Y la bisagra entre la explotación burguesa –capítulo culminante de la historia de la explotación– y los conflictos de clase y el mundo redimido del comunismo era el cataclismo revolucionario que cerraba la puerta del pasado y abría la del esplendoroso futuro.

Este momento supremo no trataba sólo del derrocamiento de los explotadores y la toma del poder por los proletarios. En ese dramático momento-bisagra nacía, además, el hombre nuevo, el hombre comunista, el redentor redimido por su propia acción revolucionaria. Esto lo había establecido Marx ya un par de años antes de la redacción del Manifiesto en una obra, La ideología alemana (escrita, tal como el Manifiesto, en colaboración con Friedrich Engels), donde por vez primera expone su concepción histórica de conjunto. Estas son sus palabras (los énfasis son de Marx y Engels):

Tanto para engendrar en masa esta conciencia comunista como para llevar adelante la cosa misma es necesaria una transformación masiva del hombre, que sólo podrá conseguirse mediante un movimiento práctico, mediante una revolución, y, por consiguiente, la revolución no sólo es necesaria porque la clase dominante no puede ser derrocada de otro modo, también porque únicamente por medio de una revolución logrará la clase que derriba salir del cieno en que está hundida y volverse capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases.

Esta visión mesiánica de un Marx que aún no cumplía treinta años de edad era heredera de una cadena de pensadores y activistas que habían dado pasos decisivos hacia la secularización del mensaje milenarista religioso, entre los que destacan los alemanes G. E. Lessing, Wilhelm Weitling y Moses Hess, cuya influencia sobre Marx y Engels es directa y decisiva. Sin embargo, estas influencias son articuladas por Marx en una concepción histórica global que deriva su estructura de la obra de Hegel, su gran maestro intelectual. En ella también se enraíza la forma específica de considerar la violencia y la moral que caracterizará tanto la obra de Marx como la praxis del marxismo venidero.

Historia, violencia y moral: el paradigma hegeliano

Para Hegel, la trama de la Historia –con mayúscula, para distinguirla del sinfín de historias intrascendentes que pueblan el devenir humano– consiste en el desenvolvimiento de la razón mediante el accionar humano. Por ello nos dice lo siguiente al inicio de sus Lecciones sobre la filosofía de la historia:

Empezaré advirtiendo, sobre el concepto de la filosofía de la historia, que, como he dicho, a la filosofía se le hace en primer término el reproche de que se acerca y considera a la historia a partir de ciertas ideas preconcebidas. Pero el único pensamiento que aporta es el simple pensamiento de la razón, de que la razón rige al mundo y de que, por tanto, también la historia universal ha transcurrido racionalmente.

Esta razón que se despliega en la Historia es lo que Hegel llama "Espíritu" (Geist) y su movimiento sigue una lógica dramática, donde el conflicto, el desgarramiento y la violencia son hechos necesarios y recurrentes. Es la célebre dialéctica, en la que el progreso se logra a través de la negación y destrucción (es "el calvario del Espíritu absoluto", diría Hegel) de lo ya existente para alcanzar una nueva síntesis que, a su vez, volverá a ser desgarrada por nuevos conflictos hasta llegar al "fin de la Historia", cuando todo el potencial de desarrollo de la razón se ha realizado. Es el milenio finalmente alcanzado, el reino de la razón hecho realidad, o, como había anunciado Kant:

Cuando la especie humana haya alcanzado su pleno destino y su perfección más alta posible se constituirá el Reino de Dios sobre la Tierra.

Para Hegel, este fin de la Historia, este estadio en el que la razón ya se ha desplegado plenamente, ya se había alcanzado en el Estado prusiano de su tiempo (el "Estado racional"), antecedido por aquella hecatombe que fue la revolución francesa, ese último acto dramático y violento del camino del Espíritu hacia su perfección realizada. Del terror jacobino y las guerras que le siguieron surgiría así el amanecer de la humanidad. El apocalipsis revolucionario fue un hito definitivo para el futuro y posibilitó, como la tormenta que despeja el cielo nublado, el paso del Espíritu a la fase de su reconciliación final.

En este contexto, Hegel hace algunas observaciones de gran trascendencia sobre el rasero moral que se debe aplicar a los hombres que actúan como instrumentos de esa lógica soterrada del progreso, que incluso puede exigir que se cometan grandes crímenes para alcanzar sus fines. Así nos lo explica en las ya citadas Lecciones sobre la filosofía de la historia universal:

Lo que el fin último del Espíritu exige y lleva a cabo, lo que la Providencia hace, está por encima de las obligaciones y de la responsabilidad que recae sobre el individuo por su moralidad.

Es por ello que la moralidad es tan inadecuada para juzgar a aquellos hombres que Hegel llama "los héroes de la historia universal", aquellos cuyas acciones e incluso "crímenes se hayan convertido en medios para poner en obra la voluntad de un orden superior". Por esta razón, "los actos de los grandes hombres, que son individuos de la historia universal, aparecen así justificados no sólo en su justificación interna, inconsciente para ellos, también desde el punto de vista terrenal". Según Hegel, hay que comprender que "una gran figura que camina, aplasta muchas flores inocentes, destruye por fuerza muchas cosas a su paso". En resumen, la vara de la moral no sirve para juzgar a los welthistorischen Menschen ("hombres histórico-universales"), ya que éstos, tal como la Historia misma, están más allá del bien y del mal.

Este razonamiento es de suma importancia, ya que en él reside la justificación o la gran coartada de la inmoralidad y el crimen considerados como instrumentos necesarios, y por ello legítimos, de un supuesto progreso histórico, ante el cual la moral sólo debe callar. He aquí la clave de tanta brutalidad cometida, con la mejor de las conciencias, en aras del supuesto paraíso venidero y el secreto de los criminales perfectos de la modernidad, aquellos que se liberan del juicio moral apelando a la razón superior de la historia o "necesidad histórica".

Violencia e historia en Marx

En el primer tomo de El capital, Marx nos dejó una de sus frases más célebres: "La violencia es la partera de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva" ("la violencia es la partera de la historia" es una forma usual pero incorrecta de verterla). Esta visión de la violencia o, con otra palabra, de la revolución como fuerza necesaria del "parto de la historia" es un elemento clave de su conocida teoría de la historia, que Marx resumió de la siguiente manera en el prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política, de 1859:

En la producción social de su vida, los hombres establecen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una fase determinada de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales (…) Al llegar a una fase determinada de desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas, y se abre así una época de revolución social.

La violencia revolucionaria sería no sólo la partera de la historia y el progreso, sino parte integrante de las relaciones sociales basadas en la explotación del hombre por el hombre. Así lo habría sido a través de los tiempos, y no dejará de serlo hasta que la humanidad deje atrás la sociedad burguesa, que sería, según Marx, la última de las sociedades fundadas sobre la dominación de clase. En un notable texto de 1853, que trata de la violencia ejercida por los británicos en la India, nos lo dice de esta sugerente manera:

Sólo cuando una gran revolución social se apropie las conquistas de la época burguesa, el mercado mundial y las modernas fuerzas productivas, sometiéndolos al control común de los pueblos más avanzados, sólo entonces el progreso humano habrá dejado de parecerse a ese horrible ídolo pagano que sólo quería beber el néctar en el cráneo del sacrificado.

No se trata, sin embargo, sólo de constatar el rol de la violencia en la historia. Marx, siguiendo a Hegel, la justifica desde un punto de vista supuestamente superior al de la moral, "el punto de vista de la historia". Así se expresa en otro notable texto sobre los efectos de la colonización británica en la India, también de 1853:

Bien es verdad que, al realizar una revolución social en el Indostán, Inglaterra actuaba bajo el impulso de los intereses más mezquinos, dando pruebas de verdadera estupidez en la forma de imponer esos intereses. Pero no se trata de eso. De lo que se trata es de saber si la humanidad puede cumplir su misión sin una revolución a fondo en el estado social de Asia. Si no puede, entonces, y a pesar de todos sus crímenes, Inglaterra fue el instrumento inconsciente de la historia al realizar dicha revolución. En tal caso, por penoso que sea para nuestros sentimientos personales el espectáculo de un viejo mundo que se derrumba, desde el punto de vista de la historia tenemos pleno derecho a exclamar con Goethe:

¿Deben atormentarnos aquellos tormentos
si sus frutos son placeres?
¿No aplastó incontables almas
Tamerlán en su reinado?

Y así exclamaron tanto Marx como Engels cada vez que se pronunciaron sobre la "violencia progresiva", es decir, aquella que a su parecer apuraba la historia para acercarnos al comunismo. Este es, por ejemplo, el juicio de Engels sobre las conquistas estadounidenses de partes del territorio de México:

La "justicia" y otros principios morales quizás sean vulnerados aquí y allá, pero ¿qué importa esto frente a tales hechos histórico-universales?

En el mismo tenor hegeliano, la invasión francesa de Argelia fue definida por Engels como "un hecho importante y afortunado para el progreso de la civilización". Y, en general, la complacencia de los fundadores del marxismo es evidente cuando se trata de juzgar los violentos avances de las potencias occidentales sobre lo que denominaban naciones "bárbaras" o "semibárbaras", es decir, el resto del mundo.

La dictadura del proletariado

La confesión ya citada del Manifiesto sobre la violencia necesaria de la revolución comunista se transformaría pronto en una concepción mucho más elaborada que extenderá el ejercicio de la violencia a todo un período transicional entre la época burguesa y el comunismo. En una célebre carta dirigida a Joseph Weydemeyer del 5 de marzo de 1852, Marx establece lo siguiente (los énfasis son suyos):

Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia de las clases sólo va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases.

Esta concepción de la violencia revolucionaria no como un hecho puntual sino como toda una fase transicional será reafirmada posteriormente, en particular a partir de la sangrienta experiencia de la Comuna de París de 1871. En su Crítica del Programa de Gotha de 1875, Marx habla de "un largo y doloroso alumbramiento" de la nueva sociedad y luego explica:

Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado.

La necesidad de esta fase dictatorial no está condicionada por las formas concretas que asuma la dominación burguesa, sino que las abarca a todas, incluyendo a la democracia. Para Marx, la "república democrática" no era ninguna panacea, nada que debiera ser defendido, sino simplemente la "última forma de Estado de la sociedad burguesa, donde se va a ventilar definitivamente por la fuerza de las armas la lucha de clases".

Para mayor abundamiento acerca de lo que implica la dictadura revolucionaria del proletariado, Engels había escrito un par de años antes lo siguiente criticando a los "antiautoritarios", es decir, a quienes "exigen que el primer acto de la revolución social sea la abolición de la autoridad":

¿No han visto nunca una revolución estos señores? Una revolución es, indudablemente, la cosa más autoritaria que existe; es el acto por medio del cual una parte de la población impone su voluntad a la otra parte por medio de fusiles, bayonetas y cañones, medios autoritarios si los hay; y el partido victorioso, si no quiere haber luchado en vano, tiene que mantener este dominio por medio del terror que sus armas inspiran a los reaccionarios.

La siembra y la cosecha

Esta fue la visión acerca de la revolución y el papel de la violencia que los fundadores del marxismo legaron a sus seguidores. En Rusia veríamos, a partir de 1917, la cosecha de espanto que era capaz de producir esta siembra de ideas. Nadie supo mejor que Lenin interpretar y poner en práctica la esencia violenta del mensaje revolucionario de Marx y Engels. Así, de la esperanza de una liberación total de la humanidad surgió el totalitarismo.

Con el tiempo se multiplicarían los horrores a nombre de la emancipación definitiva de la humanidad, compitiendo en grado de brutalidad hasta llegar a extremos tales como el Gulag estalinista o los campos de la muerte camboyanos. Los seguidores de Marx fueron consecuentes con las propuestas políticas de su maestro, y quienes no lo fueron terminaron abandonando completamente su legado. Así, del rechazo a la idea de la dictadura del proletariado y su puesta en práctica en la Unión Soviética surge la socialdemocracia moderna, que reivindicaría aquella "república democrática" que Marx sólo veía como el último bastión de la dominación burguesa.

Al final del día, de la violencia sólo surgió violencia y los idealistas se convirtieron en verdugos cuando llegaron al poder. En vez del Reino Celestial en la Tierra en el que creyeron y por el que murieron y mataron, "todo lo que quedó fue un mar de sangre, millones de vidas arruinadas", como lo expresó Svetlana Alexiévich, la gran cronista del desencanto revolucionario, al recibir el Premio Nobel de Literatura el año 2015.