Un Oriente Medio post-Palestina
En 2003, cuando tenía 14 años y era un aspirante a yihadista allá en El Cairo, no me importaban la política egipcia, ni los árabes, ni Hosni Mubarak, ni las potencias regionales, ni las monarquías árabes, ni el republicanismo árabe, ni el capitalismo ni ninguno de los otros asuntos que excitan a los cosmopolitas observadores de la política mesoriental. Me preocupaba una sola cosa: Palestina. Me bastaba escuchar esa palabra para prometerle lealtad a quien fuera que la pronunciara. Pocas palabras –en realidad, ninguna– suscitaban tantas fascinaciones, aspiraciones, emociones y místicas como las que Palestina provocaba en mí. Palestina jamás fue una mera querella territorial; era un llamamiento a la plena materialización de la cosmovisión del islam político, una verdad moral eterna, secularizada en el nacionalismo árabe y santificada en el islamismo. Palestina era el-helm el-Arabi (el sueño árabe), el taj ‘alras (la corona de la arabidad), el corazón palpitante del Islam. Evocar Palestina era evocar la hermandad islámica y el honor árabe, un reservorio de identidad y una prueba de fe. Palestina era la realización de un estado de pureza espiritual para el individuo musulmán y para todo el Islam. La voluntad árabe para con Palestina era como la voluntad de poder nietzscheana. Era el pegamento epistemológico que ligaba los componentes de la conciencia política árabe.
Y no estaba solo yo. Para la mentalidad política y religiosa árabe del siglo XX, Palestina lo era todo. El sueño del nacionalismo árabe, que venía a representar la propia arabidad, y el islamismo tenían en Palestina su causa primordial, lo que consagró Palestina como el vínculo psicológico entre la identidad árabe y el Islam.
Muchas cosas han cambiado en la última década, sin embargo; ahora estamos adentrándonos en la era del Oriente Medio post-Palestina. Y según la región se mueva hacia su realidad post-Palestina, el mundo se moverá hacia el post-islamismo, y el propio Islam ejercerá una influencia aún menor en los asuntos internacionales. Las fuerzas ideológicas que llevaron el terror a Jerusalén, Tel Aviv, Amán, Beirut, El Cairo, Londres, Madrid y Nueva York están desvaneciéndose en el espejo retrovisor.
Pero antes de que podamos esbozar un retrato completo de la realidad post-Palestina hemos de analizar la fabulosa y en tiempos sagrada noción que cebó las más mortíferas patologías mesorientales.
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Palestina ha sido un fenómeno psicológico que ha dominado el imaginario político árabe. Ha sido una presencia constante, en movimientos políticos distintos. Ha estado en el cogollo del nacionalismo árabe, la ideología revolucionaria árabe laica, la Hermandad Musulmana, el salafismo yihadista, el islamismo iraní y las aspiraciones regionales turcas, por citar unos cuantos ejemplos.
En el imaginario político árabe, Palestina era la plasmación de una verdad moral. En el siempre cambiante Oriente Medio, donde cada día trae un nuevo golpe y los héroes de ayer de repente son los traidores del momento, Palestina ha sido el ancla. Ha sido el objeto de deseo de la ansiosa intelectualidad árabe y musulmana y un elemento de pertenencia para el árabe y el musulmán de la calle. El estatus de Palestina era como el del Mesías en el misticismo judío. "Cuando Palestina sea liberada" era la versión coloquial árabe del "Cuando venga el Mesías".
Los arquitectos del arabismo baazista, los ingenieros del naserismo, los visionarios de la Hermandad Musulmana y los pioneros del yihadismo hicieron recaer sus exigencias rivales sobre Palestina. Para cada uno de ellos, Palestina era la sola y definitiva representación de la esencia árabe e islámica. En términos más prácticos, fue también lo que legitimaba sus demandas de gobierno perpetuo sobre los pueblos árabes.
El poderío simbólico de Palestina fue reforzado por la grotesca cantidad de sangre que tantos árabes y musulmanes vertieron por ella. Por la liberación de Palestina, incontables hombres se encaminaron hacia su propia muerte, como demandaban las fetuas aun de los clérigos islámicos moderados en Egipto, Siria, Irak y Arabia Saudí. En tiempos de la primera y la segunda Intifadas, todos ellos decían que estaban permitidos los atentados suicidas. Organizaciones terroristas islamistas activas en Israel, como la Brigada de los Mártires de Al Aqsa, han sido reverenciadas por árabes y por musulmanes en Jerusalén, el Cairo, Damasco, Beirut, Amán, La Meca, Bagdad, Teherán y Ankara; y en Birmingham, Londres, Detroit, Minneapolis, Nueva York y el sur de California.
La liberación de Palestina desempeñó su papel en cada golpe y contragolpe registrado en el mundo árabe en los últimos 70 años. Esa misma causa devastó cafeterías, autobuses y restaurantes en Tel Aviv y Jerusalén. Amenazó la vida del rey Husein en Amán en 1970 y se cobró la del presidente egipcio Anwar Sadat en El Cairo en 1981. Fue por Palestina que los soldados iraquíes, muchos de ellos campesinos analfabetos, penetraron en Kuwait en 1990. Durante décadas, prácticamente cada árabe de 4 años ha sabido que el camino a Jerusalén pasaba por Kuwait –o por Beirut o por Damasco o por Bagdad–. Fue esta concepción de Palestina lo que inspiró el Ejército Islámico para la Liberación de los Santos Lugares, que se hizo notar en Nairobi y Dar es Salam en 1998. Fue esa Palestina sagrada lo que ayudó a Al Qaeda (antes conocida como Frente Islámicio Mundial para la Yihad contra Judíos y Cristianos) a enviar terroristas a Nueva York y Washington DC la mañana del 11 de septiembre de 2001. Y esa misma Palestina es la que aún sigue inspirando a los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica de Irán.
Las incontables muertes, los océanos de sangre y el incesante sufrimiento humano se han entretejido perversamente en cuentos de martirio heroico, y excitado el mito palestino. Todos los males políticos, religiosos e intelectuales de Oriente Medio eran rápidamente justificados por los líderes políticos y religiosos como necesarios para la causa.
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Este sucinto recuento de devastación y violencia fanática debería ayudar a explicar por qué el jeque Mohamed ben Zayed, príncipe heredero de Abu Dabi, es uno de los hombres más valerosos y heroicos en el Oriente Medio de esta hora. En agosto, los Emiratos, gobernados por Ben Zayed, anunciaron la normalización de relaciones con Israel. A ojos de los islamistas, Ben Zayed ha traicionado al Islam y apuñalado por la espalda a todo el mundo musulmán. Para el nacionalismo árabe, ha vendido barata la dignidad árabe al sionismo. Pero para los niños árabes y para las generaciones que están por venir, él es la mejor esperanza para la salvación y para un futuro mejor.
Para esta potencia regional, aceptar formalmente al Estado judío de Israel es el principio del fin de la larga marcha árabe hacia la autodestrucción y la catástrofe. La promesa inherente a la decisión de Ben Zayed reverberará en Teherán, Doha, Ankara y más allá. Bien podría librar a la región de sus depredadores nativos, asegurar la legitimidad de los Estados árabes e incluso rescatar al islam de la locura islamista. En los libros de Historia del futuro, los años comprendidos entre 1948 y 2020 –que vieron el auge del nacionalismo árabe, el islamismo, el yihadismo, el terrorismo global islmista, un Irán teocrático y la Primavera Árabe– serán vistos como la Era de Palestina. Y son los poderes árabes que la han sobrevivido los que están proclamando su muerte.
Hacer la transición hacia un Oriente Medio post-Palestina es también un movimiento hacia un mundo post-islamista. En él, el islamismo y sus fundamentos ideológicos y teológicos irán quedando obsoletos, así como la fantástica causa que los islamistas tanto reverenciaron en su día. La transición será penosa, costosa y llevará tiempo; y seguirá habiendo remanentes de la política de la Era Palestina, como la belicosidad de la República Islámica de Irán y las ambiciones hegemónicas de Turquía.
Es probable que, si esos países siguen su actual derrota, siga habiendo terrorismo regional y religioso. Lo que significa que las tensiones seguirán creciendo en Oriente Medio en un futuro previsible. Pero, si el emergente orden mesoriental post-Palestina desarrolla estrategias de seguridad mutua, quizá a través de una coalición militar, estará más capacitado para aislar y contener (y quizá eventualmente eliminar) la amenaza representada por Teherán y Ankara. Esa futura coalición podría incluso ser la base para una futura organización regional que reemplace a la disfuncional Liga Árabe, rémora del pasado. A medida que gane fuerza y competencia, la nueva coalición podría compensar cada vez más la atenuada presencia americana que resultaría de una región más segura, lo cual reduciría significativamente la dependencia árabe del apoyo militar norteamericano y crearía una nueva homeostasis.
En la sociedad árabe seguirá habiendo elementos de extremismo y terrorismo islámicos. Pero deberían ir disminuyendo gradualmente a medida que los terroristas y sus ideólogos pierdan a sus patrocinadores estatales en la era post-Palestina. Y el panarabismo también debería marchitarse, dado que la idea de una sola y atribulada masa árabe no aplica ya a la realidad regional. En su lugar, es probable que veamos emerger nacionalismos locales, lo cual no carece de peligros obvios, pero también permitirá a los Estados árabes ser más claros y transparentes en la persecución de sus intereses nacionales. Esa franqueza podría rescatar la política árabe de la suspicacia, el pensamiento conspiratorio y la desconfianza patológica. Después de todo, la pública aceptación de un Estado judío no árabe en el tejido geopolítico de la región dejará obsoleta buena parte de la proverbial paranoia mesoriental; si no en un primer momento, desde luego una vez los países árabes empiecen a obtener beneficios de unas relaciones más profundas con Israel.
A medida que la opinión pública árabe se acomode a la nueva realidad política, no debería sorprendernos que mejoren las condiciones de las minorías no musulmanas de la región. La diversidad étnica y religiosa, fuente de numerosas tensiones históricas, quizá se contemple bajo una luz más favorable.
En cuanto a los palestinos, su histórico rechazo a Israel dejará de ser el activo que ha sido. Los Estados árabes vecinos no seguirán siendo rehenes de las necesidades financieras del liderazgo palestino. A medida que la nueva realidad se asiente, los palestinos tendrán que decidir entre tener un poder total en un mundo de fantasía o algo de poder en el real. El nuevo estado de cosas podría con el tiempo forzarles a tomar parte en negociaciones auténticas. Esto, a su vez, podría agitar las filas del liderazgo palestino y poner fin a las desastrosas políticas del sueño palestino. Con toda probabilidad, el terrorismo palestino persistiría, e Israel y el nuevo liderazgo palestino habrían de trabajar en común para suprimirlo. Pero si unos y otros se alejan del ponzoñoso sueño de una Palestina maximalista, la mejora en las condiciones de seguridad podría tener un efecto transformativo en sus relaciones.
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Siguiendo el rumbo habitual de la Historia, la realidad política no está sino asumiendo lo que ya comprende la sociedad mesoriental. En la denominada ‘calle árabe’, la transición a una realidad post-Palestina empezó hace cosa de una década. Entre los árabes que prestan atención a estas cosas, ya es banal advertir que Palestina no es el asunto más acuciante de la región. Palestina perdió su centralidad con el advenimiento de la Primavera Árabe y con la guerra civil siria. Hoy, los países árabes están centrados en asuntos como la seguridad, la estabilidad y, cada vez más, la amenaza iraní. La Primavera Árabe, en la que la política empezó a desafiar a las filosofías totalitarias dominantes, marcó el resquebrajamiento y atomización de la doctrina política en el mundo árabe. La alternativa tradición versus modernidad dejó pasó a las cuestiones relacionadas con los derechos humanos, el estatus de la mujer en la sociedad, la diversidad y el desarrollo económico. La religión se entiende cada vez más como un componente del corpus sociológico y no como el principio determinista que lo preside todo. En el Oriente Medio post-Palestina, el propio Islam tendrá una oportunidad de desvincularse de la política y asentaerse más firmemente en la esfera social. Un cambio tal representaría un paso adelante histórico y, si se consolida, sería el más importante desarrollo en la historia islámica desde la creación de la primera comunidad política musulmana, en la Arabia del siglo VII.
La era post-Palestina creará la oportunidad para una evaluación interna de la historia árabe e islámica, libre del determinismo ideológico de la política de la Era Palestina. Esto, a su vez, podría producir un cambio de paradigma en que se reemplazara una concepción de la tradición obsoleta pero ampliamente compartida por una moderna. Un proceso así podría dar pie a la plena asunción de que la tradición islámica tiene elementos que han atrofiado el progreso en el mundo árabe.
De hecho, si somos muy afortunados, dejará de ser apropiado hablar de un "mundo árabe", pues los propios árabes reconocerán que tienen características regionales y culturales e identidades políticas distintas. A medida que las sociedades de las monarquías árabes opulentas sigan dando pasos hacia la urbanización, inevitablemente perderán su carácter tribal y se modernizarán políticamente. Irónicamente, la modernización política será un desafío de primer orden para aquellos países árabes que no cuentan con monarquías: al disponer de menos recursos, necesitarán ayuda y desarrollo económico si quieren adoptar reformas políticas, mientras disminuye la amenaza islamista.
Este es el futuro del Oriente Medio post-Palestina según yo lo veo. Por supuesto, sólo estamos a mitad de su alumbramiento. Aunque el bebé luce esplendoroso, llevará tiempo dejar atrás tanta fealdad. Pero la mayoría de los observadores jamás imaginaron que podrían ser testigos de un momento tan promisorio. Vivimos momentos propicios para el optimismo realista, no para las ensoñaciones pletóricas. De hecho, la promesa de un Oriente Medio post-Palestina ha de descansar en la renuncia oficial a unas muy tenebrosas fantasías.
© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio