Nación inteligible… pero sin 'intelligentsia'
Quizá el título de esta divagación pueda resultar desoladoramente engañoso. No tanto por su primer hemistiquio, con deliberados ecos de Julián Marías, cuanto por el segundo. Al apuntar que en la actual hora de España la nación carece de intelligentsia no pretende decirse que carezca de intelligentsistas. De hecho, cada partido, cada región, cada fratría cuenta con los suyos. Pero que la clase discurriente esté compartimentada en filiaciones políticas, geográficas o de cualquier otra índole lastra la consecución de un consenso fecundo, que no consiste en igualar las ramas (como exige todo partido en el Gobierno) sino en hermanar las raíces (como evita toda oposición excéntrica).
Un fenómeno extraño, que resume por qué tantos cerebros se han abismado en la naftalinosa controversia sobre el ser de España, es que, si preguntáramos por un nombre de nuestra historia que agradara a las izquierdas y a las derechas, a los del centro y a los de la periferia, a los de Frascuelo y a los de Lagartijo, uno de los que más alto puntuaría sería don Quijote, algo triste –más triste aún que su triste figura– si recordamos que se trata de un personaje de ficción. Parece insano que la intelectualidad española no haya encontrado un personaje histórico con el que el grueso de la nación pueda identificarse positivamente. Para unos, el Cid quedaría rechazado por ser un mito a mayor gloria castellana (aunque su castellanismo no fuese contra Cataluña, sino contra el proyecto político que encarnaba el goticismo asturleonés); los Reyes Católicos, por intolerantes; los Austrias mayores, por imperialistas. Que así se piense no hace sino recordarnos la tesis de Gustavo Bueno de que España, antes que nación-Estado, fue sobre todo Imperio, idea imperial.
Por norma, cada régimen político encumbra a sus propios intelectuales, a los referentes más o menos difusos con cuyo pensamiento congenia y que contribuyen a articular su idea de país. En tanto que régimen favorecedor del pluralismo, es lógico que en las democracias conviva una pluralidad de figuras egregias según el interés de cada grupo. Sin embargo, siempre hay algunas que por su importancia y proyección trascienden de su propia tribu. Un error frecuente en los partidos de derecha es no comprender que la hegemonía comienza en la elaboración del santoral laico, en la elección y descarte de esa nómina de retratados ilustres que, lejos de adquirir pátina vieja en un caserón oficial, arraigan implícita o explícitamente en lo que se ha dado en llamar el subconsciente colectivo.
Distingamos, no obstante, dos niveles. En el primero situaríamos a los pensadores, vivos o muertos, que influyen en la oligarquía praeter-estatal y en la aristocracia técnica del Estado; en el segundo, a los artistas lato sensu que el cuerpo social siente como entrañables, como nombres de los que se siente orgulloso, porque los considera no sólo compatriotas sino hermanos de patria. Si uno de los más terribles errores del idealismo germanizante es la creencia ciega en el Volksgeist (escrito siempre con mayúscula mayestática), no es menos cierto que la identidad de los individuos también se forja a partir de lo que sienten como íntimo, como consustancial a su naturaleza y como familiar y seguro.
Sin entrar en si la necesidad de arraigo es un sentimiento ilógico o una manifestación del instinto de supervivencia, lo sustantivo es que todo ser humano necesita una comunidad de símbolos compartidos en la que pueda reconocerse y refugiarse. Una característica del mundo moderno es que, mientras amplía el concepto de sociedad, reduce el de comunidad. En gran medida, la actual fiebre identitaria se debe a la sensación de desamparo y al cuestionamiento de todos esos vínculos que el pensamiento tradicional consideró naturales.
Decíamos, en cualquier caso, que en el primer nivel se integra la oligarquía praeter-estatal y la aristocracia técnica del Estado, comprendiendo en esta última a los altos cargos de la Administración y, en especial, a aquéllos sobre los que recae la orientación general de las grandes decisiones, como el Consejo de Estado, el centro de estudios del Banco de España o los redactores legislativos; también la Universidad, aunque de manera más dispersa y partidista. En la práctica, esta tecnoestructura del Estado tiende a ser conservadora (por lo que los partidos de izquierdas acostumbran a delegar sus funciones en catedráticos afines, mientras los de derechas ven en ellos un dique de contención frente a los desmanes de la ideología contraria). Desde el tardofranquismo hasta hoy, el pope de los enarcas a la española ha sido Ortega y Gasset, en torno a cuyo pensamiento político convergieron los artífices de la Segunda Restauración.
En efecto, el pensamiento orteguiano fue el manual de instrucciones sobre el que se articuló la Transición, tanto en sus prolegómenos en vida de Franco como durante el proceso constituyente. Los XXI ensayos de Derecho Constitucional comparado, que Miguel Herrero de Miñón ha publicado a fines de 2020 (y en los que, entre abstracción y análisis, deja retazos de su biografía intelectual y política), ilustran hasta qué punto aquel esnob al que las marquesas llamaban Pepe inspiró la España del 78, una España autonómica, integrada en los organismos internacionales y resignada, en el mejor de los casos, a conllevarse con Cataluña, a la espera de que los particularismos locales se disolvieran en el magma informe de la europeización.
Al margen de la crítica que a cada uno le merezca la asistemática filosofía de Ortega, no puede negársele el mérito de conciliar en torno a él a los intelectuales orgánicos de las tendencias más dispares. Bien es cierto que Ortega no fue elegido por convicción, sino para salir al paso de las circunstancias y, quizás, a falta de cualquier otro. Pero si, como bien señala Dalmacio Negro, "desde el punto de vista intelectual, la Transición española fue una chapuza", hay que reconocer que ha sido una chapuza razonablemente útil (más canovista de lo que Ortega estaría dispuesto a aceptar por aquello del "ir tirando").
Para la tecnoestructura del Estado, más que un pensador de referencia, Ortega ha sido un pensamiento-ambiente. La distinción no es gratuita. Mientras que los pensadores de referencia pueden combatirse, rechazarse o sustituirse, el pensamiento-ambiente lo permea todo y, lejos de imponer un paradigma, colorea las lentes con las que evaluamos el resto. Si, como afirmaba nuestro hombre, las ideas se tienen y en las creencias se está, hoy Ortega pervive como creencia antes que como idea (y ya se sabe que las creencias sólo permanecen cuando se manifiestan; en caso contrario, se fosilizan y devienen en adorno y procesiones de Semana Santa).
Ocurre, en cambio, que el banco de pruebas de la realidad se vuelve inapelable contra cualquier teoría tan pronto se evidencia el reblandecimiento de sus hipótesis. Y ahora mismo el rumbo propuesto por Ortega se encuentra sometido a reconsideración. La conllevancia entre la Cataluña institucional y el resto de España no parece posible durante el próximo lustro y el carnet de miembro de la Unión Europea, en vez de garantizarnos ese pasaje en preferente que de él se esperaba, apenas da derecho a un chaleco salvavidas y a un asiento más o menos privilegiado desde el que asistir e historiar un decaimiento común. Por otra parte, como el profesor Xacobe Bastida Freixedo destacó hace décadas en su artículo "Ortega y el Estado"[1], el pensamiento político de Ortega fue difuso y oscilante y lo mismo sirve para un proyecto socialdemócrata que para una reforma liberal.
Ante un contexto de incertidumbre, la continuidad histórica de España exige reencontrarse en un pensamiento y unas figuras que los intelectuales orgánicos de uno y otro color puedan asumir como reivindicables, como comunes y provechosas. Y es justo su ausencia lo que nos obliga a exigir la aparición de una intelligentsia verdaderamente nacional, o lo que es lo mismo, de una intelligentsia no partidista, no autonómica, no fragmentaria, cuyo influjo no sólo guíe la labor concreta de tal o cual Gobierno o la del Estado en su conjunto, sino que sirva para orientar la participación de las oligarquías en los asuntos públicos, eso que el discurso anti-establishment gusta de tildar como "las élites".
Aunque las conformen sus ciudadanos –los vivos y también los muertos–, las naciones se configuran en los indefectibles cenáculos de las fuerzas vivas, en dispersos corrillos de opiniones privilegiadas. Y son estos grupos los que, anticipándose a los cambios más urgentes, engrasan los pernios de las puertas para que al abrirlas no chirríen. Durante la segunda mitad del franquismo no escasearon los espacios de encuentro y reflexión en torno a la incógnita del futuro. A este empeño de estar preparados e ir dejando directrices para cuando "el hecho biológico" activara las "previsiones sucesorias" responde el surgimiento de editoriales como Taurus o Ruedo Ibérico, semanarios como Triunfo o Cambio16 y publicaciones como Cuadernos para el Diálogo, la segunda época de la Revista de Occidente o, con un contenido mucho más literario, la revista Índice. Si el planteamiento genérico de la Transición es más estadounidense que autóctono; si su andamiaje jurídico se debe al magín de Fernández Miranda y si entre éste y el rey designaron a Adolfo Suárez capataz de obra, las ideas sobre el contenido del nuevo régimen se desarrollaron principalmente en las publicaciones y conciliábulos de una oligarquía intelectual a cuyo rebufo –sin apenas saberlo– quedó supeditada la marcha del país.
En cualquier sociedad, por muy democrática que aspire a ser, la existencia de una oligarquía –que en realidad son varias y no siempre concurrentes– resulta inevitable. Así lo ha señalado la sociología de raíz weberiana, con la célebre aportación de Robert Michels a la cabeza. En consecuencia, el fortalecimiento institucional y la continuidad histórica de España depende en gran media de que, sobre los temas fundamentales, estas oligarquías funcionen como una sola, en tanto que defensoras de unos objetivos comunes a muy larga distancia de los particulares. Las ideas que sobre la España postfranquista articularon Carlos Ollero, Jiménez de Parga, Raúl Morodo, Joaquín Garrigues Walker, Elías Díaz, Francisco Fernández Ordóñez, Luis Díez Picazo, García Pelayo, Gregorio Peces-Barba, los hermanos Lamo de Espinosa, José María Rendueles o Enrique Fuentes Quintana condicionaron nuestra política exterior, económica e institucional durante el último cuarto del siglo XX.
No obstante, rasgo definitorio de las élites es considerarse el Über-Ich de su época, la contrafuerza que reprime al Es de las masas en el Ich de las instituciones. Ninguna aristocracia reconoce, en cambio, las pulsiones de un Es particular con frecuencia más degradado que el de ese vulgo al que quiere y desprecia como se quiere y desprecia al mozo de mulas o al limpiabotas (se les quiere mucho, pero nunca se permitirá a una hija casarse con ellos). Si algo caracteriza a la oligarquía española, y sobre todo a la económica, es su endogamia, el vivir de espaldas a la calle y estar más pendiente de compadrear en monterías o comprar equipos de fútbol que en hacer país, próximos al modo en que los aristócratas de los años veinte se entretenían tirando al pichón mientras afuera soplaban huracanados vientos de cambio y los ateneístas matritenses declaraban la inexistencia del Ser Supremo por siete votos de diferencia (según la cáustica parodia que de la época hizo ese clasista orondo y simpaticote, además de extraordinario prosista, que fue Agustín de Foxá).
Frente a la ingeniería social de las agendas y los desafíos, de esas agendas y desafíos que más recuerdan a la ensoñación infantil de sentirse astronauta envolviéndose en papel de aluminio que a proyectos ambiciosos, la clase discurriente ni está ni se la espera. Cada bandería tiene la suya, los profesionales del salto eluden tender puentes y, como nos enseñara Carl Schmitt, la política se basa en distinguir entre amigos y enemigos mediante la escenificación del juego/fuego de la discordia.
Nada de cuanto va dicho significa que la España de hoy sea un páramo intelectual. Al contrario, pocas veces en la historia del país habrá habido tanta gente pensando y pensando con honradez. Pero, ay, se piensa para un fragmento o esquirla de la población y su tratamiento mediático no permite diferenciarlos de cuantos arbitristas teorizan en universidades y televisiones a la manera en que lo hicieron los del siglo XVII. Hoy, el Ateneo no pasa de ser el verdadero museo romántico de Madrid, con un salón de conferencias que se alquila por un precio proporcionado a su suntuosidad; en las universidades se ha funcionarizado el conocimiento; y el movimiento estudiantil, concebido para hormonar ideológicamente a la juventud, sirve asimismo para que los cachorros de los partidos se entretengan y se entrenen en los cabildeos y conspiraciones de la politiquería.
¿Existen espacios donde los de Belmonte y Joselito puedan reencontrarse al modo en que los mismos Joselito y Belmonte se encontraban afectuosos y amigables cuando viajaban juntos en tren? Existen, y puesto que existen, bueno será consignar aquí sus nombres. Cuando los historiadores del futuro sistematicen la vida intelectual de la vigente hora de España, habrán de referirse a las fundaciones Rafael del Pino, Juan March o Mutua Madrileña, ya que por sus coloquios y publicaciones están pasando las grandes figuras del pensamiento y el arte occidental.
El panorama, pues, dista de ser desangelado y, para cerciorarnos de ello, conviene que pongamos las cosas en perspectiva. Si, según se dice en los Evangelios, nadie es profeta en su patria, menos aún se es profeta en el propio tiempo. Que a la mayoría de las figuras intelectuales no se las reconozca hasta después de enterradas es suceso común aquí y en cualquier parte. Entre otros motivos, porque el verdadero librepensador ha de enfrentarse con la realidad de su época, tensándola, interpelándola, sometiéndola a análisis riguroso. Y un corte en la cadera inferido con arma blanca siempre producirá una herida con independencia de si se trata de una operación de apendicitis o de un navajeo tabernícola.
En cambio, hay hechos que por su importancia simbólica merecen especial comentario. Cuando falleció Miguel Delibes, ningún miembro de la Familia Real acudió a su entierro (tampoco a la capilla ardiente). Por contraste, cuando semanas después murió Juan Antonio Samaranch, Juan Carlos I presidió un funeral cuasi de Estado (y no es preciso diferenciar aquí las antagónicas trayectorias humanas de uno y otro). Otro ejemplo. Qué duda cabe de que el ya mencionado Julián Marías es uno de esos cerebros cuya obra todo español con conciencia de su país debería frecuentar. Senador por designación regia en las Cortes Constituyentes (si lo fueron ex ante o a posteriori es bizantinismo que dejamos a los constitucionalistas), algunas de sus enmiendas a la Carta Magna fueron tronantemente rechazadas por los senadores electos; en especial, por los de la bancada de izquierdas. También por aquellos años la dirección de El País comenzó a ningunear su firma hasta forzarlo a cambiar de periódico.
Aunque de él se haya dicho, con maldad estúpida y humor chocarrero, que puso oscuro todo lo que en Ortega estaba claro, su libro España inteligible, publicado en 1985, todavía sirve para desarrollar una idea, tan intelectual como práctica, de una nación necesitada de trayectoria (y la trayectoria más esencial de cualquier país es que sus gentes vivan, coman y encuentren un clima propicio para desarrollarse libres, sin necesidad de que retumben hora tras hora los últimos gritos ideológicos importados de alguna universidad americana). Otras obras suyas, como La educación sentimental, permiten predecir el desgarro que producirá este feminismo que se pretende hegemónico si continúa rechazando dos elementos esenciales: el gobierno y sofisticación –también lingüística– de los afectos. Y si en su biografía destaca que se mantuvo fiel a Julián Besteiro y que padeció los rigores de las cárceles del primer franquismo, ¿por qué, entonces, apenas se le reivindica, aun cuando sea por haber engendrado a una de las mejores plumas del país? Lo sustantivo, en cualquier caso, es que nombres en torno a los que idear una España abierta y posible no faltan.
En párrafos anteriores señalábamos la existencia de un segundo nivel de influencia. En sentido propio, más que de intelectual debería hablarse de influencia cultural, dado que es en el conjunto de la población donde se ejerce. Y aquí, muy por encima de las ideas, priman los símbolos, las sensaciones y los sentimientos: lo entrañable, en suma. Mas es en este segundo nivel donde el denominado santoral laico adquiere su importancia, un santoral que en vez de en el Martirologio Romano suele recogerse en el callejero de las grandes ciudades.
En la España democrática, y dentro de la literatura, este santoral ha tenido tres figuras protagónicas: Federico García Lorca, Antonio Machado y Miguel Hernández, quienes partiendo de su enorme calidad poética han servido para identificar a los partidos de derechas con los responsables del drama personal en el que cada uno encontró la muerte. No ha hecho tanto tiempo desde que el crítico literario Miguel García-Posada celebrase en un artículo que el PP de un José María Aznar todavía en la oposición homenajeara a la Generación del 27 y citase versos de Lorca, siendo, como amagaba decir que eran, los herederos ideológicos de sus verdugos. De tres grandes poetas, la brega política ha hecho tres símbolos arrojables contra la mitad del electorado.
Pero si entre las virtudes literarias de Lorca destacan la exuberancia de la expresión, la musicalidad de los versos, la sugerente fuerza de la palabra o la capacidad para idear imágenes insólitas, entre sus defectos sobresale la de ser una poesía muy pobre en ideas. Su visión del mundo es pasional y vitalista, aunque carente de conceptos elaborados. Su verdadera militancia se resumía en el goce de la vida y en la persecución de la belleza, dos elementos más que suficientes para erigir una obra literaria, pero no para sofisticar el subconsciente de ningún pueblo. A diferencia de Walt Whitman, de quien ha llegado a decirse que condensa la peripecia vital del anónimo ciudadano de la democracia, la brillantez lorquiana ni enseña ni permite inspirarse en él sin degenerar en folclorismo. No es éste el caso de Antonio Machado, cuyos poemas y apuntes sirven para forjarse un ideal de España traducible en acción ("la España de la maza y de la idea" cuyos actos "brotan de manantial sereno"). El caso de Miguel Hernández es parejo al de Lorca y su poesía, excelsamente primaria, vibrante y trágica, tampoco permite elevarlo a verdadero intelectual (lo que no quita que sus artículos sobre la Guerra Civil constituyan ejemplos magníficos de cómo puede escribirse prosa volandera sin perder temblor lírico).
Sin pretender hacer un repaso, ni pormenorizado ni simple, de la cultura creada en lo que llevamos de régimen, sí conviene criticar la pobreza de cosmovisión que acusan la mayor parte de esas figuras que, al amparo de Harold Bloom, acostumbramos a llamar canónicas. La Movida Madrileña fue un grito que se quedó en transgresión esperpéntica tan corta de miras como el país que se proponía satirizar; el cine de Almodóvar, una vez agotado el pozo del ingenio con que nutrió sus primeras películas, no aporta nada ni al intelecto ni al corazón; y si la denominada poesía o literatura de la experiencia ha contribuido a vestir con vaqueros y camiseta a la musa otrora engolada, hoy sus interminables y manieristas epígonos presumen de presentarla con zapatillas de felpa, pijamas tabacosos e instalada en el hastío de una resaca permanente que intenta mitigar con Netflix y tarrinas de helado. ¿Dónde queda, pues, el compromiso con la belleza, con el pensamiento original y con la sofisticación? ¿Cuántas musas vestidas con discretos aunque elegantes vestidos de noche han quedado relegadas por la desatención de los críticos? ¿A cuántos autores se les ha reprochado vestir con pulcros trajes de tres piezas mientras se saludaba con entusiasmo enfermizo la aparición de haraposos aliños indumentarios? El principal riesgo de proclamar que "la arruga es bella" estriba en que nunca faltan quienes prefieren entender que "la verruga es bella", lo que, como en el juego del teléfono escacharrado, termina degenerando en versiones cada vez más estrafalarias.
La derecha comenzó a perder la batalla cultural en el momento en que renunció a que se incluyese en el santoral laico a figuras de tendencias variadas e indiscutible mérito –aunque no todas comparables– como Gregorio Marañón, los mencionados Delibes y Julián Marías, Menéndez Pidal, María Goyri, Antonio Maura, Blas Cabrera, Salvador de Madariaga, Concha Espina, Pilar Miró, José Jiménez Lozano, Ana María Matute, Gonzalo Torrente Ballester, Lucía Sánchez Saornil (olvidada cenetista para quien la lucha por la igualdad de los sexos, de la que fue pionera, no debía mezclarse con la lucha de clases), Margarita Salas o Eugenio d’Ors. Y si nos queremos remontar a las postrimerías del siglo XIX, ahí tenemos a Santiago Ramón y Cajal (que, sobre ser histólogo, escribía con prosa limpia, sabrosa y estimulante), Adela Ginés, Concepción Arenal, Juan Valera, Pardo Bazán, Sorolla o Pérez Galdós (que en los mismos días del Desastre manifestaba en una carta su orgullo por haber contribuido a expandir la conciencia nacional gracias a sus Episodios), y, montados en tándem, Clarín y Menéndez y Pelayo (juntos y, a ser posible, fraternalmente revueltos, reconociéndose y tratándose el uno al otro con las mismas buenas maneras con que lo hicieron en vida).
Así, cuando estos y tantos otros nombres desperdigados aquí y allá comiencen a interpretarse desde un concepto de tradición común, el ciudadano español, votante de cualquier partido, entenderá que la derecha y la izquierda, el centro y la periferia, los ateos y los clericales, han aportado similar número de bustos egregios a su historia reciente más viva y jugosa. Pero para ello las familias de la derecha no pueden resignarse a que sus odiadores más enconados les digan qué figuras valen dentro de su genealogía y qué nombres de tovarichs revolucionarios merecen canonización sin otro mérito que su radicalidad psicótica.
Cuando hace década y media el presidente José Luis Rodríguez Zapatero afirmó que el concepto de nación es discutido y discutible no dijo ninguna mentira; se limitó a constatar un presupuesto teórico. Ahora bien, puesto que hay quien se empeña en discutir, aportemos hechos, ideas y nombres. No puede ser que cada proyecto para España que sobrepase el simple ir tirando esté condenado a nacer muerto.
Acaso el principal motivo sea el descrédito que recae sobre la idea de España como eje vertebrador, como un significante atractivo dentro de esa hegemonía cultural de la que hablaba Gramsci. Porque cuando se vence en las elecciones pero se carece de hegemonía lo que se tiene es la administración del Estado, mas no el poder. Y sin poder no hay programa político hacedero. (Tampoco se debe perder de vista que alimentar una idea demasiado intelectual de España, desatenta a que el ciudadano medio prospere en todos los órdenes y vea prosperar a sus hijos, es acelerar el desencanto y la sensación de intemperie).
Pero, como Thorstein Veblen puso de manifiesto hace más de un siglo, la prosperidad personal depende en grado sumo de que las instituciones y la cultura del país la favorezcan, entendiendo por cultura las ideas y creencias que definen a una persona por influjo del ambiente y que condicionan su manera de estar en la vida (cultura del ahorro, del trabajo, del tiempo, etcétera). Y ello sin perjuicio de que las instituciones –formales o informales– sean fenómenos de tanta cultura y mucho más útiles que cualquier cantante de temporada o que la última ridiculez de Arco a la que debamos motejar de obra artística para que los esnobistas, las Jimena Blázquez y los Wilfredo Prieto de turno no nos tomen por pueblerinos y se dignen a tomar el té con nosotros levantando bien recto el dedo meñique.
Si queremos que esta cultura íntima, arraigada, entrañable, se traduzca en una amplia conciencia de nación libre y próspera, urge que entre las élites y la intelligentsia se alcance un nuevo consenso sobre lo esencial (mas sólo sobre lo esencial, ya que la fiebre consensualista yugula las libertades). Parafraseando a Clemenceau, la nación es un asunto demasiado importante para dejarlo en manos de la clase política, un asunto sobre el que las oligarquías, la clase discurriente y la industria mediática tienen mucho que discernir. Más aún en esta década de spotismo ilustrado en que los discursos se redactan hilvanando significantes vacíos y aplicando la escritura automática que los primeros surrealistas propugnaban ebrios de absenta y opiáceos.
[1] Cfr. Freixedo, X. B. (1998). Ortega y el Estado. Anuario de filosofía del derecho, (15), 141-164.