Benito Pérez Galdós: episodios no plurinacionales (1)
Como sucede con cualquier figura egregia, de Galdós han querido apropiarse todas las ideologías o, por mejor decir, todos los partidos. Tan es así que durante el franquismo sus obras continuaron reeditándose sin deturpaciones ni censuras. E incluso la oficialísima Ediciones Fe, antecedente junto con Jerarquía de la Editora Nacional, incluyó en su catálogo varias antologías de sus textos.
Si tuviésemos que buscar una explicación a este fenómeno, una hipótesis más que plausible sería que Galdós ha sido la conciencia novelística de España. En otro trabajillo, publicado también aquí, recordaba que en los mismos días de el Desastre Galdós presumía de haber contribuido a edificar la conciencia política de la nación, un empeño que transcurrido un siglo desde su muerte aún sigue sin fraguar.
Entonces ¿era Galdós un patriota? Sí, pero a la manera de los progresistas de su tiempo. Galdós, en tanto que hijo ilustrado de su siglo, padeció los efectos de ese hiato que en la vida y trayectoria nacional supuso la invasión napoleónica. La España sosegadamente posible que la Administración de Carlos III había intentado construir se vio quebrada –torcida en su rumbo– no sólo por la Revolución Francesa, sino por la cortedad de miras de Carlos IV y de Godoy, quienes con quijotesco empeño cerraron la frontera intelectual con Francia para luego reabrirla militarmente declarando la guerra al Directorio. Y el problema no fue sólo que se impidiese la importación de las obras francesas consideradas disolventes, sino que se restringiese también la circulación de textos de los demás países.
Siglo XVIII e hiato napoleónico
Este cierre intelectual, materializado en la reavivación del Índice de libros prohibidos, así como en el control de las publicaciones que llegaban a través de los Pirineos, propició que el escolasticismo más romo reocupara sus antiguos bastiones. El resultado fue la pérdida que España sufrió en eso que los científicos sociales denominan "la institucionalidad", el debilitamiento del poder civil sobre el eclesiástico. Si tomamos un mapa de las diócesis que subsisten en España, observaremos que, en las zonas fronterizas con Francia, correspondientes a los antiguos reinos de Navarra y Aragón, casi todas las provincias cuentan con varios episcopados.
El motivo se remonta al reinado de Felipe II, quien, para evitar que las corrientes dizque reformistas calasen en el Reino, acordó descentralizar la configuración de las diócesis, a fin de que un mayor número de obispos supervisara publicaciones y doctrinas. Ello incrementó el poder del Santo Oficio, implementando –valga la metáfora– una tupida red de aduanas intelectuales. Por eso cuando Carlos IV comenzó a temer que el sarpullido revolucionario se propagase por el cuerpo de España recurrió a aquel bastión fronterizo levantado por su trasabuelo.
Como tantas veces ha ocurrido en la Historia, la exacerbación de los ánimos de unos y otros produjo una fractura en la convivencia interior. Más voluntarioso que efectivo, el reformismo que insufló la Administración de Carlos III a la vida nacional permitió, sin embargo, el avance de las técnicas y las ciencias muy por encima de polémicas y bloques. A nivel de país, la célebre disputa entre casticistas e ilustrados apenas pasó de discusión bizantina en cuestiones de estilo.
Se ha dicho repetidamente que España careció de siglo XVIII y por ello tuvo que importarlo. Se trata de una simplificación. La llegada de los Borbones, precedida del esplendor de la Francia de los primeros años del Rey Sol, hizo que la cultura española desplazase el foco. Si antes España tenía los ojos puestos en Roma, ahora los tenía en París. Frente a la acrítica francofilia de los ilustrados, los casticistas consideraron absurdo buscar fuera sustitutos peores a lo que había dentro. Mal que bien, la clase discurriente del siglo XVIII acertó a conciliar ambas posturas, aunque de la época nos haya quedado la visión de que había unos señores que aborrecían las galas y glorias del barroco (como el culteranismo de Góngora y el teatro de Lope, al que se le empezó a tachar de reaccionario) para abrazar el moderno y progresista didactismo galo. Entre los autores del XVII, Quevedo fue el que mejor sobrevivió, imitado en su vertiente satírica por Villarroel y Tomás de Iriarte y, en la moral y filosófica, por el Marqués de Villena y Gabriel Álvarez de Toledo.
Sin embargo, la España gozó en el XVIII de un siglo de paz social como no había tenido en su historia. Prueba de ello es que superó por primera vez los diez millones de habitantes. Y no porque cambiase el ciclo demográfico sino porque se había dejado tocar techo al tradicional. El decremento en el número de guerras, las menores necesidades de la hacienda y la paz social posibilitaron que aumentase el volumen de trigo cosechado y la incorporación de nueva masa productiva a la lenta modernización del país.
A su vez, este alivio en las arcas publicas permitió el fomento de obras públicas de sanidad e higiene, como pozos de agua potable, hospitales y canalizaciones. A ellos se sumaron una discreta pero provechosa liberalización del comercio y la eliminación de trabas retardantes, como la prohibición del trabajo manual para los hidalgos, levantada en 1763.
Se trataba, en suma, de un país que se desarrollaba despacio, pero en orden; con proyectos reformistas como acaso no los había tenido desde los tiempos de Isabel la Católica y con un cambio en las estructuras de la Administración, más neutral en lo religioso, a la que poco a poco pasaba a servirse no tanto por nobleza de sangre cuanto por razones de mérito y capacidad. No obstante, dos hechos hubo que merecen destacarse por su repercusión negativa en el ámbito cultural: la expulsión de los jesuitas y, de un modo más etéreo, el desprestigio de la novela. España, que había inventado y consolidado el género en su versión moderna, pasó a considerarla un melindroso entretenimiento para señoritas medianamente ilustradas o un juguete cómico para que las rieran escuchándolas en corro las clases populares. Dos inconvenientes menores (si bien no tan menor el de los jesuitas) en un siglo en el que brillaron Mayans, Andrés Piquer, Francisco Salvá, el padre Feijoó o Jovellanos, y en el que se formaron Flórez Estrada o Agustín de Argüelles.
Juicio especial merece el de la expulsión de los jesuitas, cuyas bibliotecas pasaron a engrosar los fondos de las universitarias. Aquel destierro dejó el pensamiento teológico en manos de los autores más inmovilistas, pegados a una escolástica que condenaba cualquier asomo de empirismo.
Una sátira, no siempre justa, sobre el estado intelectual de la España de finales del XVIII la encontramos Pan y toros. Oración apologética en defensa del estado floreciente de España, compuesta en 1793 por León de Arroyal y publicada por primera vez en Cádiz, en 1812, en la Imprenta Patriótica. Dejo para el feliz y desocupado lector el establecimiento de algunos imperceptibles paralelismos con la hora presente.
Ha ofrecido a mi vista una España niña y débil, sin población, sin industria, sin riqueza, sin espíritu patriótico, y aun sin gobierno conocido; unos campos yermos y sin cultivo; unos pueblos miserables y sumergidos en sus ruinas; unos ciudadanos meros inquilinos de su ciudad (…); y una constitución, que más bien puede llamarse un batiburrillo confuso de todas las constituciones. Me ha presentado una España muchacha, sin instrucción y sin conocimientos; un vulgo bestial; una nobleza que hace gala de la ignorancia; unas escuelas sin principios; unas universidades fieles depositarias de las preocupaciones de los siglos bárbaros. (…) La filosofía se ha simplificado con las artificiosas abstracciones de Aristóteles y, descargándola de la pesada observación de la naturaleza, se ha hecho esclava del ergo y del sofisma. Nuestros predicadores y nuestros abogados han descubierto el inestimable tesoro de ser letrados sin cultivar las letras y vender caras las más insulsas arengas y pajosos informes. (…) En la medicina no tenemos que envidiar a ninguno: tenemos quien nos sangre, nos purgue y nos mate tan perfectamente como los mejores verdugos del universo. Las matemáticas las estudiamos poco, porque sirven para poco. El comercio que los extranjeros ponderan, con razón, como canal de las riquezas de un estado, tiene sus principios; pero nosotros no necesitamos quebrarnos la cabeza en aprenderlos. (…) La química es ciencia que siempre ha traído visos de hechicería y diablura; y aunque se han establecido algunos laboratorios, todos los hombres de carrera dicen que su estudio es niñería y pasatiempo. Me ha mostrado una España vieja y regañona, brotando leyes por todas las coyunturas. (…) De día en día la han ido enriqueciendo con más jueces que leyes y más leyes que acciones humanas.
Con la invasión napoleónica, subsiguiente a la privanza de Godoy, España se vio partida con el mismo encono y por causas iguales en ajenidad que con la Guerra de Sucesión de un siglo antes. La disputa entre Fernando VII y José I hizo que no se pudiera ser afrancesado de ideas sin ser tenido por traidor, ni defensor de restablecimiento de la monarquía reinante sin recibir el vituperio de bárbaro o inmovilista. Las polémicas que durante el reinado de Carlos III mantuvieron vivo el fermento intelectual de la nación degeneraron en imposibilidad de entendimiento. Como se ha dicho no pocas veces, la guerra civil de 1936 fue el último conflicto de un siglo XIX que se inició con media España combatiendo contra la otra media para, en ambos casos, entregar la corona a un apellido extranjero.
¿Muestra de ese mitológico cainismo español en el que tantas veces se ha querido hallar la raíz de nuestros males? Dudoso. Se trataba, en realidad, de un conflicto europeo que, como en el resto del continente, forzó a los defensores de cada sistema a tomar partido por unos u otros; aunque, si la invasión francesa no se hubiese producido, lo más probable es que ambas facciones hubiesen confrontado sus ideas sin pólvora ni sables, favoreciendo acaso el progreso económico y permitiendo que España tuviese aquello de lo que careció: una revolución industrial más uniforme y sólida, con una burguesía sustentada en la iniciativa y una mayor fortaleza de la idea nacional. Pero como en 1931 el controvertible Indalecio Prieto afirmó desde la tribuna de oradores: "España está por hacer" (cabría preguntarse cuánto contribuyó él a tan larga obra). Y efectivamente lo estaba en su concepción liberal-burguesa. Ahora bien, ¿hasta qué punto hubo posibilidades para hacerla a lo largo del siglo XIX?
La arquitectura del hierro y el acero
Fiel a su interesada desorientación conceptual, el historiador José Álvarez Junco defiende que antes del siglo XIX España no existía, de modo que fue en ese ese siglo en el que se la creó ex novo, forzando interpretaciones históricas, cuando no inventándose hechos (algo así como quien intenta que los unicornios existan pegando conos de cartón piedra en la testuz de un caballo).
La retroproyección de que habla este historiador, en cuya virtud la historia de los territorios de España pasó a interpretarse en clave de nación inveterada, es pura hipérbole. No hay duda de que el siglo XIX fue en toda Europa un siglo de búsqueda de la identidad nacional, pero no es lo mismo buscar lo que existe que no que lanzarse al océano a ver qué se encuentra. Y conviene recordar que la Monarquía española llamó Nueva España a sus territorios americanos y no Castilla de Ultramar o cosa por el estilo.
Sí es cierto, en cualquier caso, que en el siglo XIX aparece el Estado-Nación que, siguiendo a Cavanaugh, sería mejor referirlo como Nación-Estado. Pero la idea burguesa de nación no es más que la de pueblo o patria concebida desde las categorías propias del liberalismo político. Hablar de nación es hablar de individuos libres e iguales, en cuyo conjunto recae –o debería recaer al menos– la soberanía, un ente metafísico o hipotético que nunca llegará a corporeizarse, por más que se intente. De ahí que los liberales decimonónicos pretendiesen nacionalizar el pueblo y la historia, pero no inventarse un país. El país existía y desde hacía bastante. Cuestión distinta es la imagen que el país pudiera tener de sí mismo durante los siglos anteriores, esto es, su identidad.
No fue invención de los próceres del XIX que el moro Ricote llorase tras ser expulsado de España –con este término– en la segunda parte de la historia de nuestro hidalgo universal. Ricote llora porque tiene conciencia de pérdida, de haber sido expulsado para siempre de su patria grande y no de sólo de la chica, de un país y no de su rincón nativo. ¿Había conciencia de país antes del siglo XIX? Por supuesto que sí, diga lo que dijere Álvarez Junco y otros tantos historiadores de su escuela que no han terminado de aceptar la realidad histórica del país que les ha tocado en suerte, pese a estar dando alas a otros nacionalismos de más difícil convivencia. Y esto al margen, que la realidad histórica de España haya sido una no quiere decir que mañana pueda ser otra o simplemente no ser. La historia no es una cadena que trascienda incólume hacia el futuro.
Qué duda cabe que la Guerra de la Independencia fue también una guerra civil, preludio de otras bastantes. Mas si lo que se impuso décadas más tarde con la llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis fue el absolutismo, al final éste tuvo que resignarse a asumir parte del ideario reformista. Así, en la última mitad de la Década Ominosa comienza a desarrollarse en España el Derecho Administrativo, rama del ordenamiento que sujeta a los poderes públicos al principio de legalidad, si bien lo hizo de forma tímida e insuficiente. En 1829 se promulga el Código de Comercio, en el 31 se crea la Bolsa de Valores, principia a simplificarse el sistema tributario (ardua tarea que no se concluirá –si es que verdaderamente se ha concluido– hasta más de un siglo después); se instituye el Consejo de Ministros e incluso se plantea la redacción de un Código Civil.
Tan reformista llegó a percibirse la gestión del ministro de Hacienda (hoy diríamos que también de Administraciones Públicas) López Ballesteros que los absolutistas no tardaron en reclamar que el infante don Carlos ocupase el trono en lugar de su hermano, escuchándose por primera vez el grito de "¡Viva Carlos V!" durante la Guerra de los Agraviados, en 1827. A su vez, tras el fracaso del pronunciamiento del general Torrijos en 1831, los liberales más pragmáticos asumen el pacto con Fernando VII a fin de profundizar en las reformas, convencidos de que la inercia de la incipiente modernidad decantaría la historia de su lado.
A su muerte, es esa España quebrada en dos en fatal signo, sin burguesía que impulsara las necesarias transformaciones, con ciudades exiguas y el campo incomunicado a causa del deplorable estado de las infraestructuras y las partidas de bandoleros y asaltacaminos; con las universidades abismadas nuevamente en la enésima reinterpretación dogmática de la teología tomista, la que padece las consecuencias de siete años de guerra civil. Esto propició que los Gobiernos moderados de la Regencia de María Cristina ejecutasen mal las reformas que habían planteado medio bien.
La desamortización de Mendizábal, la supresión de vinculaciones y señoríos, la primera Ley de Expropiación Forzosa (en la que se reconocía por primera vez el derecho al justiprecio) o la Ley de Bienes Mostrencos no produjeron los efectos que cupo esperar como consecuencia de las necesidades de financiación que la guerra imponía a una Hacienda con déficit incontenible.
Se ha bautizado a cierto estilo arquitectónico de finales del siglo XIX como "la arquitectura del hierro y del acero". Igual denominación podríamos emplear nosotros para describir la técnica de la decimonónica construcción nacional, la arquitectura del hierro y del hacer… de los cañones. Porque, ciertamente, país tan convulso, inmerso en la espiral de afrentas que trajo consigo la Francesada (quién sabe si, de no haber mediado ésta, no habrían sobrevenido por otros factores), no podía reconocerse en una trayectoria nítida sino con los unos imponiéndola sobre los otros, sean estos y aquellos quienes fueren.
Hasta la implantación del sistema canovista, España estuvo batiéndose y debatiéndose entre reformas frustradas, la militarización de la vida civil y la civilización del estamento militar, la intromisión de las camarillas regias y la deuda, el eterno problema de la deuda, que tanto sigue lastrando el progreso del país. Pero no sólo el inasumible pasivo, también las tensiones monetarias, la sobrecarga fiscal en un país en el que los pocos que contribuían podían contribuir poco, y los perjudiciales efectos que las desamortizaciones tuvieron en la concentración de la tierra, obstaculizaron la industrialización del país, como con tanto detalle apuntaron los profesores Josep Fontana y Jordi Nadal.
Recordemos asimismo que las instituciones mutan según la función que en cada momento se exija de ellas, por lo que toda gran transformación política necesita de unas bases materiales que la hagan posible o, por lo menos, que no la estorben. En España, estas bases materiales que podían haber hecho posible, y aun necesario, el Estado burgués nunca se dieron del todo. No se consolidaron hasta la segunda mitad del pasado siglo. La Primera Restauración supuso, de hecho, una isla de estabilidad echada a pique por quienes no entendían que la democracia sólo es posible con clase media de propietarios y no con masas de obreros viviendo en condiciones infrahumanas, por una parte, y aristócratas decadentes, espadones y vetustos clérigos, por la otra. En su libro The economic origins of democracy and dictatorship, los economistas y sociólogos Acemoğlu y Robinson clarifican sobradamente esta cuestión.
Vista así, la Primera Restauración representó lo opuesto al franquismo, pues si en aquélla había Estado burgués sin apenas burguesía, en éste hubo burguesía sin apenas Estado burgués; la síntesis llegaría en 1978.
Galdós y el pueblo de España
Quedan sentados los antecedentes y el contexto histórico en que Galdós hubo de zambullir su pluma de novelista maestro o, por expresarlo con mayor fidelidad a sus costumbres, el contexto en que afiló su lápiz escolar. La precisión se debe a que don Benito redactó el primer borrador de muchas de sus noveles con este escolar utensilio, ya que le permitía escribir más rápido, al no tener que mojarlo en tinta ni esperar a que ésta secase para hacer correcciones, ni deslizarse con tanto rozamiento sobre la holandesa.
Aunque canario, como es sabido las acciones de Galdós se enmarcan principalmente en Madrid, un Madrid todavía poblachón manchego. En 1850, sobre la población de quince millones de habitantes con que contaba la España metropolitana, sólo dos millones residían en ciudades. El Madrid que Galdós nos dibuja dista aún de ser una gran capital europea. Hay ciertamente barrios de familias prósperas, pequeñoburgueses, como Chamberí (que Galdós elige para la residencia de doña Lupe, prestamista de Fortunata y Jacinta y tía del jaquecoso y escuchimizado cónyuge de la primera, Maxi Rubí); barrios esplendentes como el del Marqués de Salamanca, proyecto urbanístico ruinoso para su promotor, erigido a mediados de centuria; y barrios pobres, humildes, con corralas, alquileres baratos en insuficiencia de dotaciones.
Mas repare el lector de hoy en el detalle siguiente. Las capas míseras de la población no viven en suburbios a las afueras de la capital, sino que lo hacen en las cavas Alta y Baja (en uno de cuyos sótanos conoció Juanito Santa Cruz a la supramentada Fortunata mientras ésta sorbía desde su misma cáscara un huevo crudo). Salvo en Barcelona, donde comenzaban a originarse barriadas de extrarradio, las capas más desfavorecidas vivían en el casco histórico de la ciudad y no fuera de ella. Los suburbios y sus versiones más descorazonadoras, como el chabolismo y los asentamientos ilegales, no aparecerían en la capital de España sino con el éxodo rural, propiciado por la demanda de mano de obra abundante en los polos fabriles, a donde acuden campesinos sin tierra con la maltrecha ilusión de prosperar.
El que las clases más pobres vivan en la ciudad misma tiene consecuencias claras a nivel de estratificación social. Sin que llegaran a mezclarse, ricos y pobres compartían especio público e interactuaban, lo que contribuyó a propagar ese tipismo tan manoseado de majas, chulapos y barquilleros. Por aquel tiempo, además, se desarrolló en su sentido moderno esa fiesta bárbara para unos y mitológica para otros que andando el tiempo llegaría a conocerse como nacional. De hecho, Madrid llegó a contar con tres plazas de toros simultáneas, donde los burguesotes de chistera y habano grueso compartían afición e ídolos con pícaros holgazanes y extemporáneos aristócratas.
Se ha dicho, y no sin razón, que Galdós es el cronista de una incipiente clase media, más bien media-baja, que no por inculta resultó ahistórica. Don Benito (y en esto es precursor del 98) defiende que el hombre medio también es consciente de su contextura histórica, permeable a las mudanzas culturales, a las turbulencias políticas, a la creación, en definitiva, del artefacto político primordial para todos los reformistas de su época: el Estado. Incluso los personajes galdosianos más míseros, más limitados, más andrajosos, sienten, aman, ríen, albergan esperanzas y ambiciones, arrostran chascos, contrariedades, tienen un sentido del honor y una moral tan pegados a las circunstancias como la burguesía a las suyas. Al fin y al cabo, ellos son los que sienten más visceralmente los cambios políticos.
Un rasgo primordial de las novelas galdosianas es la ternura, el amor que profesa el autor hacia sus personajes. Cierto que la mayor parte de ellos son muy queribles, pero también para aquellos que no lo son tanto Galdós reserva una comprensión humanísima de sus actos que acaso no se ha vuelto a ver en la gran narrativa española hasta Pérez de Ayala y Gabriel Miró, y más tardíamente en Miguel Delibes, Torrente Ballester e Ignacio Aldecoa.
En la Generación del 98 estos rasgos tampoco abundan. Baroja quiere muy poco a sus personajes; a algunos es verdad que los mira con simpatía –generalmente con una simpatía lastimera–, si bien casi siempre opta por degradarlos. Se aburre, se cansa de ellos, no sabe cómo hacerlos ensanchar y los expulsa violentamente de la trama, podría afirmarse que con malos modos. Valle Inclán los maltrata. En el caso de Unamuno, su empatía depende de las novelas, pero su postura muy rara vez es ecuánime. Azorín, que nunca arrió su bandera de galdosiano fervoroso, ama a sus personajes, pero dentro de su modestia estática. La suya no es una ternura paralela a la de don Benito por la sencilla razón de que los de éste actúan, bullen, optan, tropiezan, viven, y los de Azorín cavilan y languidecen.
Entre los demás cultivadores del realismo (sus compañeros de época), Clarín les brinda mayor afecto en sus cuentos que en La Regenta, donde la única voz inteligente es la del narrador. El resto, o son déspotas y tiranuelos espabilados o tontos ridículos. El retrato que hace de Ana Ozores es el de una pobre inocente en una edad en que la inocencia deja de merecer apiadamiento para inspirar áspera mofa (pasada la juventud, no se puede ser inocente sin ser abiertamente bobo). Blasco Ibáñez, con excepciones, tiende a creerse más listo y noble que los seres que pueblan sus novelas, aunque en todos sus libros los hay con sentimientos hondos. Pegado a la estética naturalista, buena parte de sus muñequillos son seres temperamentales movidos por la codicia, el sexo y un apego atávico hacia lo propio. Sólo Pardo Bazán despliega en sus tramas un afecto parangonable al de don Benito.
Cabe afirmar, en cambio, que Galdós ama a sus criaturas, a todas; quizás especialmente a las que pueblan el segundo ciclo de sus novelas contemporáneas. A personajes cuyo físico describe animalizándolo los llena de abnegada bondad. La prosopografía que hace de la señá Benina, la criada de Misericordia, parece escrita sobre la plana del capítulo tercero de El Buscón, ése en el que Quevedo esperpentiza hasta la náusea más hilarante al dómine Cabra. Pero he aquí que, a diferencia de don Francisco, Galdós configura la personalidad de la señá Benina (y, con frecuencia en Galdós, nomen est homen) insuflándole toda la belleza de que es susceptible el espíritu humano. De esta obra, el estudioso Joaquín Casalduero dijo: "Su amargo pesimismo, al contemplar la realidad española, se deshace en ironía, optimismo y bondad al soñar en un futuro mejor". Otro ejemplo: ¿a quién ama más Galdós, a Fortunata o a Jacinta? Difícil dirimirlo.
No suelen gustarle, en cambio, los exaltados más intransigentes, cuyas vicisitudes recrea a lo largo de los Episodios; ahora bien, el retrato que hace de Zumalacárregui en la novela de igual título nos lo humaniza. Tampoco simpatiza con los viajeros románticos extranjeros que ven en España un reducto de formas de vida arcaicas, simbolizadas en bandoleros y toreadores. El novelista rechaza el pintoresquismo romantizado, ya que en él encuentra una especie de sublimación del atraso. Hijo de su tiempo, don Benito es también heredero de Larra.
De ahí que el costumbrismo de sus textos ceda el paso a la disección –más o menos ideológica– de la sociedad de su siglo. El título de su discurso de entrada en la Academia es de sobra elocuente: La sociedad actual como materia novelable. Y es que Galdós no busca hacer literatura de costumbres sino sociología literaria. Ésta es a aquélla lo que la disección anatómica al despiece de la carne de res.
Por otra parte, nuestro hombre apenas aborda la vida rural. Únicamente lo hace en algunos cuentos y en los Episodios alusivos a la Guerra Carlista, en la Tercera Serie. Su interés por el agro es mínimo. Frente a Pereda, Palacio Valdés, Pardo Bazán o Blasco Ibáñez, lo suyo es casi en exclusiva la vida urbana, el paulatino surgimiento de una clase media aún por consolidar y que confía más en las escurrajas y sobras que puedan caerle de la Administración que en la propia iniciativa. Pero la Administración distaba de pagar bien. En ilustrativas palabras del economista y pensador José María Tallada, "el maestro de escuela, famélico y harapiento, y el soldado español, tiritando bajo su traje de rayadillo, son las dos estampas de finales de siglo que mejor pueden caracterizar la calidad de los servicios de nuestros órganos administrativos".
Ahí tenemos la figura del cesante, verdadera víctima del sistema de turnos, que quedaba a la espera de colocación tan pronto se producía la llamada vuelta a la tortilla. Llegaban los liberales fusionistas de Sagasta y los funcionarios afectos al partido liberal conservador de Cánovas quedaban a la expectativa de algún mal destino. Tornaba Cánovas a la presidencia del Consejo y otro tanto les sucedía a los de Sagasta. Semejante gaje del oficio convirtió los funcionarios en rehenes de la política, hasta el punto de que encontrar empleo dependía de que el partido recomendara al cesante para algún puestecillo dentro de su ámbito de influencia. En Miau, la figura del abuelo representa la dignidad, casi podría decirse que calderoniana, de un cesante crónico que decide no rebajarse más veces para que le enchufen en alguna covacha.
Es habitual considerar a Galdós como el novelador de Madrid. A propósito de unas comparaciones entre Gómez de la Serna y Ortega y Gasset, el ensayista y crítico de principios del XX José María Salaverría diferenciaba entre los madrileños castizos ("que, a buen seguro, habrán ido de mozalbetes a las Vistillas a jugar o a apedrearse con los chicos en los descampados") y los capitaleños. Esto es, entre los pertenecientes al Madrid-Villa y al Madrid-Corte. Galdós es la síntesis de ambos madriles, el popular y el cortesano, el de la capitalidad de España y el del poblachón manchego. Construye sus novelas inspirándose a menudo en el hombre superfluo de la literatura rusa, en ese sujeto consciente de los problemas circundantes pero incapaz de hacerles frente de una manera sostenida y a prueba de desgastes.
Al final, los hombres superfluos terminan acomodándose al sistema, sin entusiasmo ni convicción, movidos por la atosigante idea de sobrevivir. Se trata de seres más acomodaticios que pragmáticos, de ideales nobles pero de actitudes plebeyas, polichinelas a quienes les gustaría que la vida fuese de un modo distinto y que seguidamente se encogen de hombros con un mohín de indiferencia. Primum vivere, deinde… ya se vería.
Este es el pueblo que da textura a las novelas de Galdós, un pueblo fervoroso al que le falta perseverancia y agudeza para vencer el despotismo a la vez que mantiene el orden del que depende su prosperidad. Cuando se rebela, lo hace a lo bruto, sin distinguir entre tirios y troyanos. En el episodio titulado Siete de julio, por referencia al de 1822, un liberal comenta que el primer ministro Evaristo San Miguel debe moderarse, a fin de no dar pie a una nueva intervención de la camarilla de Fernando VII para reimplantar el absolutismo. Lo mismo hace don Benigno Cordero, quien ilusamente sostiene que el rey es un liberal secuestrado por un consejo de servilones que le obliga a retener sus despóticos poderes.
A este pueblo de Madrid, Galdós lo retrata tan bienintencionado y candoroso como temperamental y exaltadizo, con buenos deseos pero sin inteligencia política para acertar a imponerse. Actúan, en consecuencia, como héroes de ocasión. Su conducta es, por tanto, racheada. En Los Apostólicos, el mismo Benigno Cordero pronuncia un pequeño soliloquio donde se sintetiza en cambio una visión del heroísmo sostenido:
El cumplimiento estricto del deber en las diferentes circunstancias de la existencia es lo que hace al hombre buen cristiano, buen ciudadano, buen padre de familia. El rodar de la vida nos pone en situaciones muy diversas exigiéndonos ahora esta virtud, más tarde aquella. Es preciso que nos adaptemos hasta donde sea posible a esas situaciones y casos distintos, respondiendo según podamos a lo que la Sociedad y el Autor de todas las cosas exigen de nosotros. A veces nos piden heroísmo, que es la virtud reconcentrada en un punto y momento; a veces paciencia, que es el heroísmo diluido en larga serie de instantes.
Este personaje, central en la segunda serie de los Episodios, representa el arquetipo de ciudadano ideal que Galdós tiene para España; al menos, el que mejor responde a las ideas del novelista al comenzar el sistema de turnos; su visión luego se iría haciendo más sombría. (Los Apostólicos se sitúa a principios de la década de 1830 y se escribe en 1879, recién terminada la primera Guerra de Cuba, con el país pacificado y en vías de alcanzar una cierta estabilidad).
La descripción que hace de Cordero, elogiosa y sin apenas aristas, ilustra a las claras este punto:
Hombre laborioso, de sentimientos dulces y prácticas sencillas; aborrecedor de las impresiones fuertes y de las mudanzas bruscas, don Benigno amaba la vida monótona y regular, que es la verdaderamente fecunda. Compartiendo su espíritu entre los gratos afanes de su comercio y los puros goces de la familia; libre de ansiedad política; amante de la paz en la casa, en la ciudad y en el estado; respetuoso con las instituciones que protegían aquella paz; amigo de sus amigos; amparador de los menesterosos; implacable con los pillos, fuesen grandes o pequeños; sabiendo conciliar el decoro con la modestia y conociendo el justo medio entre lo distinguido y lo popular, era acabado tipo del burgués español que se formaba del antiguo pechero fundido con el hijodalgo, y que más tarde había de tomar gran vuelo con las compras de bienes nacionales (…) El tercer estado creció, abriéndose paso entre frailes y nobles, y echando a un lado con desprecio estas dos fuerzas atrofiadas y sin savia, llegó a imperar en absoluto, formando, con sus grandezas y sus defectos una España nueva.
Representa este personaje la religiosidad abierta, cumplidora cabal con el Evangelio y comprometida con las circunstancias del prójimo, exactamente la religiosidad que Galdós deseaba para su tiempo. De él se nos dice que era cristiano ejemplar y que en su casa sólo había dos colecciones de libros: las obras completas de Rousseau, edición de 1827, en veinticinco tomitos, y el Año Cristiano, en doce. Al más pequeño de sus hijos lo llama Juan Jacobo, en homenaje al ginebrino.
Este híbrido de cristiano abierto (cabría contraargumentar que de un aperturismo extraño y casi incompatible con lo mejor del catolicismo, pues Rousseau no ha dejado de suponer un paso atrás con respecto a la antropología católica), misericordioso, contrario a la beatería, permeable a las doctrinas de la mal llamada Ilustración, no hipócrita, sereno y caritativo así en público como en privado, austero, laborioso, poco amigo de ostentaciones superfluas, es el que Galdós desea para la España de la Primera Restauración, para una España liberal, antidespótica y comprometida con el orden, la España en la que se den las bases del progreso económico y el desarrollo intelectual, una España –por decirlo en corto– acaso entrañablemente católica, pero no visceralmente. El Dios del Galdós último será todo bondad y trascendencia sin apenas corpus teorético.
En otro capítulo de este episodio, del que Clarín afirmó en El Imparcial que era uno de los más logrados de entre todos los libros de Galdós, éste describe la llegada de la reina María Cristina, última esposa de Tigrekán y madre de la futura Isabel II, con las palabras que siguen:
Jamás paloma alguna entró con más valentía que aquella en el negro nidal de los búhos, y aunque no pudo hacerles amar la luz, consiguió someterles a su talante y albedrío, consiguiendo de este modo que pareciesen menos malos de lo que eran. Fue mirada su belleza como un sol de piedad que venía, si bien un poco tarde, a iluminar los antros de venganza y barbarie en que vivía, como un criminal aherrojado, el sentimiento nacional.
Este Galdós es aún optimista, a tono con el clima que se respiraba en las calles, en los púlpitos y aun en las cátedras. España está pacificada, con vistas a recuperar la prosperidad perdida y gozosa de unas libertades formales que comienzan a disfrutarse también materialmente.
Pese a la rebelión de los institucionistas a cuenta del intento del ministro Orovio de supervisar los programas de las cátedras, la libertad de pensamiento e imprenta apenas sufren restricciones. Sobre la importancia que esta libertad tiene para corregir la ausencia de las otras, parece oportuno traer aquí las palabras del preclaro publicista Mor de Fuentes en 1810 cuando andaba debatiéndose el contenido y alcance de la Constitución del doce: "En cuanto a constitución, yo creo que, sin la libertad racional de imprenta, la más cabal sería malísima; y con ella cualquiera será tolerable, pues se irá rectificando sucesivamente con la experiencia y con el impulso de la opinión pública". En otras palabras: la libertad de imprenta permite hacer nación, coaligar a la embrionaria clase media y dotarla de su mejor instrumento crítico.
La prensa, pues, había de servir para hacer de una masa neutra una masa crítica, nacionalizando de este modo el tradicional concepto de pueblo. Don Benito, que fue director de periódico con sólo veintiséis años en los años convulsos del Sexenio, que fue desgranando en sus crónicas juveniles las pesquisas en torno al asesinato de Prim, encontró en la madurez lúcida de su treintena el púlpito idóneo desde el que exponer su visión de las cosas.
Así, si con su obra narrativa Galdós sintetiza el sentimiento nacional y nos lo presenta bajo una sincerísima veladura de ficción, en sus artículos lo interpela directamente. Pero no al modo bronco y subversivo de Blasco Ibáñez, quien hasta en eso quiere parecerse a Zola, ni a la manera satírica y orientada a las minorías de las columnas de Clarín.
Como cabría esperar de él a tenor de sus novelas, las glosas que Galdós fue publicando hasta la descomposición del sistema de turnos están escritas suave y ponderadamente; tratando de igual a igual al lector implícito (toda una clase media que debe ir tomando conciencia crítica y fértil de la realidad), con cortesía de estilo y profundidad de análisis, comprometido siempre con los problemas vivos y acuciantes de aquel momento. Lo veremos, Dios mediante, en no tardando mucho.
NOTA: Este texto es una adaptación de una conferencia virtual pronunciada en abril dentro de los actos organizados por la asociación Sophvm (Societas Philologorum Humanitatibus) con ocasión del Día del Libro. Agradezco profundamente la invitación que para impartirla me hizo el profesor Miguel Alarcos Martínez, quien con su laboriosidad y conocimiento prolonga tan eminente dinastía de filólogos.