Cien años de 'España invertebrada'
España es la enfermedad
En 1921, en el informe España invertebrada (Obras Completas, 1966), el doctor Ortega y Gasset diagnosticó a su paciente, una tal España, que sufría una grave enfermedad [1]: ella misma. No es que España tuviese una enfermedad, sino que su misma esencia era la enfermedad, la decadencia. España se atacaba a sí misma en un proceso endógeno, de la misma forma que, con las enfermedades autoinmunes, el cuerpo se destruye a sí mismo. España resultaba ser algo menos que una contradicción y algo más que un error categorial. Justo un siglo después, la enfermedad no solo se ha hecho crónica, sino que amenaza con ser mortal a corto plazo.
¿Cómo había llegado a Ortega a una visión tan pesimista y paroxística de España? Tras la independencia de Cuba (1898), junto a la humillación padecida ante el ejército de los EEUU, y pasada la gran crisis de 1917, el año en el que la extrema izquierda y los nacionalistas pusieron en jaque el país, se mascaba en el aire la amenaza de la dictadura [2]. Habría que ver si al estilo decimonónico de un general de reaccionaria mano de hierro o según la nueva moda importada de Moscú de un totalitario al frente de una sangrienta revolución comunista. España parecía encontrarse ante un callejón sin salida. La solución no podría venir de Europa porque a los europeos se les había menguado la "facultad de desear" (uno diría, más bien, que tanto la facultad de desear como la de razonar de los europeos habían desviado la mirilla y apuntaban a objetivos fuera de la diana, amenazando la vida de los que pasaban por allí). Con su ensayo, Ortega pretendía nada menos que deconstruir metafísica e históricamente España para refundarla política y socialmente. Dado que un visigodo, Don Pelayo, fundó España, Don José, en su tarea de deconstruir esa España que veía descarrilada para crear una "Sobreespaña", achacaría el pecado original de la miseria social e intelectual que contemplaba a ese origen en los que llamaba germánicos decadentes.
El libro, subtitulado "Bosquejo de algunos pensamientos históricos", recopilaba los artículos que había publicado el filósofo-periodista en 1920 en el periódico El Sol. Perteneciente a una generación diferente a la del 98, sin embargo, también están empapadas las reflexiones orteguianas de una empatía agridulce hacia lo que ha sido el ser español, que se proyecta de manera pesimista sobre su estar presente y negativamente hacia el deber ser futuro (nuestro hoy, que es más bien dulceagrio). En cierta forma, hoy resultan divertidos sus bosquejos por sus locas elucubraciones y sus nihilistas ocurrencias sobre la historia de España (como le decía Babieca a Rocinante en el Quijote, pareciera que no hubiera comido Ortega desde el 98), pero también son iluminadores relámpagos respecto a la desintegración a cámara lenta que estamos viviendo en una España que está mutando de Estado de las Autonomías en reino de taifas.
Los Estados Unidos de Europa
En 1935, ante la mayor tragedia que iban a enfrentar Ortega y España, la guerra civil y la posterior dictadura infinita, Ortega introducía en un nuevo prólogo al libro la idea política que dominaría su posterior etapa, "el fracaso de las masas en su pretensión de dirigir la vida europea". Sin embargo, en un sorprendente giro de guion prospectivo y en vísperas de la gran debacle que supondría la Segunda Guerra Mundial, Ortega hace un pronóstico arriesgadísimo que se cumpliría solo después de su muerte en 1955 (OC, vol. 3, p. 44):
Entonces se verá, con gran sorpresa, que la exaltación de las masas nacionales y de las masas obreras, llevada al paroxismo en los últimos treinta años, era la vuelta que ineludiblemente tenía que tomar la realidad histórica para hacer posible el auténtico futuro, que es, en una u otra forma, la unidad de Europa.
Castilla como Roma
También en este segundo prólogo nos advierte Ortega de que no es un médico sino un pobre paciente que siente su destino ligado radicalmente al de la nación que lo vio nacer (de la que, recordemos, no tiene muy buena opinión). La nación, claro, es España. Pero ¿qué es España? Tras el dianóstico, la etiología (que el mismo reconocerá más tarde arbitraria y superficial [3]). La respuesta que dará Ortega será no funcional sino arqueológica, siguiendo el método genealógico de su maestro Nietzsche. Histórica tanto escarbando en el pasado como oteando el futuro para tratar de entender el presente. Hacia el pasado, sostiene Ortega, España es una suma de incorporaciones catalizadas por un agente activo, Castilla, a la que parangona con Roma. La analogía va a ser decisiva en más de un sentido. Por un lado, para establecer la supremacía de Castilla sobre el resto de incorporaciones (recordemos que el actual escudo de España reproduce la tradición de representar los que podríamos denominar reinos originarios, de Castilla y Aragón a León, Navarra y Granada). Por otro, para proponer una españolidad como una unidad de destino en lo autonómico. Y es que Ortega ve España como hoy contemplamos la Unión Europea, expresándolo con una terminología actual, una unidad política federal formada por los Reyes Católicos a partir de lo que fue una configuración común cultural, histórica y geográfica. La analogía es reforzada por lo que en Ortega no se sabe muy bien si es un pronóstico o un deseo: que la decadencia de España, a partir de su clímax en el imperio transoceánico del siglo XVI, se podría compensar, junto a la decadencia de Francia o el Reino Unido, con un nuevo proyecto que sustituyese a las antiguas naciones: los Estados Unidos de Europa.
Para Ortega, España es una sociedad de comunidades. Con la importante salvedad de que es una sociedad que, como un bizcocho mal horneado, ha configurado "el pueblo más anormal de Europa" [4]. Quien mejor sintetizó la visión orteguiana de España fue Menéndez Pidal: "Masa amorfa, indiferenciada, que nunca gozó de plena salud ni de vida normal (homogeneidad)". Esa sociedad es abstracta y basada en afinidades electivas, como la amistad o el club, mientras que las comunidades estarían basadas en afinidades instintivas, como la tribu o la familia. La comunidad es sobre todo natural. Mientras que la Nación es fundamentalmente voluntaria. Esa tensión quedaría reflejada perfectamente en el problemático artículo 2 de la Constitución de 1978:
La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.
Desde el punto de vista orteguiano, no habría contradicción entre la Nación y los territorios con una fuerte personalidad (por decirlo de alguna manera, lo que en la Constitución de 1978 se denominaría "nacionalidades"), aunque sí amenaza de disolución, por lo que es necesario asegurar teórica y jurídicamente su continuidad e integración. La nacionalidad se descubre, es un hecho natural-social u orgánico, como las manadas de lobos o las colmenas, mientras que la Nación se inventa, es más bien un constructo social.
Cuando los núcleos inferiores han formado la unidad superior nacional, dejan aquéllos de existir como elementos activamente diferenciados. Lleva esta errónea idea a presumir, por ejemplo, que cuando Castilla reduce a unidad española a Aragón, Castilla y Vasconia, pierden todos estos pueblos su carácter de pueblos distintos entre sí y del todo que forman. Nada de esto; sometimiento, unificación, incorporación no significan muerte de los grupos como tales grupos; la fuerza de independencia que hay entre ellos perdura, bien que sometida; esto es, contenido su poder centrífugo por la energía central, que los obliga a vivir como partes de un todo y no como todos aparte.
Particularización
Para Ortega, negar las nacionalidades no resuelve el problema de España. Que tampoco consiste en las habituales jeremiadas contra los políticos o accidentes históricos como la fanatización de la iglesia. El mal radical de España lo sitúa Ortega, en una tesis incómoda, en el propio pueblo español, el cual, desde sus raíces históricas en la Edad Media y el feudalismo, se habría caracterizado por la hipertrofia de la masa popular en detrimento de una élite aventurera y con clase. A pesar del siglo de gloria español, el que va del matrimonio de Isabel y Fernando a los alrededores del Quijote, cuando Felipe II incorporó Portugal, la historia de España habría sido la de una íntima decadencia, en la que la única hazaña universal habría sido la colonización de América, un fenómeno que habría sido obra del pueblo y no de la élite, por lo que habría terminado en el epifenómeno político característico de la historia de España: la particularización.
Dicha particularización es ostensible en Cataluña y el País Vasco, pero, en realidad, es la consecuencia de la mediocridad esencial de la configuración humana del español medio. Tan particularista y vulgar es el típico sevillano como el habitual barcelonés.
No he comprendido nunca por qué preocupa el nacionalismo afirmativo de Cataluña y Vasconia y, en cambio, no causa pavor el nihilismo nacional de Galicia o Sevilla.
Infraespaña vs. Sobreespaña
Para Ortega, España siempre ha sido una Infraespaña y la tarea sería hacer de ella, para compensar, una Sobreespaña. En realidad, ¿qué otra nación puede competir con España en cuanto a calidad y cantidad histórica? Salvo Francia, Gran Bretaña, Grecia, China y Egipto, me atrevería a decir que ninguna. Y, sin embargo, entre las élites cultas de España ha habido mucho germanófilo, francófilo, anglófilo, pero muy pocos hispanófilos. Seguramente un complejo cultural efecto de la interiorización de la Leyenda Negra.
En su crítica de España invertebrada, fray Benito Garnelo carga contra la Generación del 98 y sus epígonos, como Ortega, motejándolos de "generación llorona y decadente". ¡Cuánta razón tenía fray Benito! En su ensayo, Ortega acierta de pleno pero por las razones equivocadas. Para Ortega, "España es un dolor enorme, profundo, difuso". He visto otakus menos siniestros que nuestro filósofo. En comparación, hasta la generación de cristal parece la tripulación del Endurance. Pero ¿cuándo se ha visto un intelectual que no sea el cuñado de la Muerte? Para Ortega, España no estaba en decadencia sino que España era decadencia. España no estaba enferma sino que era la enfermedad. España, "el pueblo más anormal de Europa", está fabricada con un vicio oculto de fábrica: visigodos viciosos, masa vulgarota, élites de pacotilla. Se hacía Ortega eco de prejuicios europeos. ¿No es raro que el Consejo de Europa compare a España con Turquía, tratando de darnos lecciones jurídicas sobre los golpistas que ponen en peligro el Estado de Derecho y la misma Nación consagrada en la Constitución? Cierta Europa nos ha visto siempre como esa exótica Turquía del Poniente. Y Ortega, tan germanófilo, era de esos hispanos que miran a España por encima del hombro. Cierto diagnóstico es certero, el particularismo y la desintegración, así como las soluciones, autonomismo y europeísmo. Pero sus herramientas de análisis son más bien de homeópata que de médico. A Ortega le pierde su propio estilo, tan enfático y rococó, a veces incluso cursi.
Corría España en 1921 directamente hacia el abismo y Ortega y Gasset escribía:
La mejor política va sugerida en el humilde apotegma de Sancho: "En trayéndote la vaquilla, corre con la soguilla". Pero en lugar de correr con la soguilla, parecemos resueltos a ir trucidando todas las vaquillas.
Lástima que el prepotente filósofo andante no se aplicara a sí mismo el humilde dicho del escudero.
Democracia de élites
Es un error, advierte Ortega, pretender reconducir la situación de centrifugación de la península ibérica con leyes o llamamientos a la concordia. La naturaleza del particularismo solo es reconducible, sostiene, con la configuración de un nuevo tipo de español capaz de reconocer la superioridad en los mejores y, en consecuencia, dejarse guiar por ellos.
Hay quien superficialmente ha interpretado este llamamiento de Ortega a la creación de élites y su seguimiento por parte del pueblo como una muestra de su antidemocratismo. Pero los que así lo hacen (por ejemplo, Ignacio Sotelo [5]) no hacen sino mostrar su visión íntima, socialista, de la democracia como oclocracia. Ortega es un demócrata liberal, es decir, alguien que distingue el principio democrático del principio liberal. No es ciertamente un socialista populista ni un partidario de la democracia orgánica de los fascistas, ni de la democracia popular de la izquierda. Es también alguien que no comparte la visión del materialismo cultural, que reduce el sistema de las ideas a relaciones económicas y tecnológicas. Y es por ello por lo que insiste en la educación como fuerza de transvaloración para crear "un nuevo tipo de español".
De masas y élites
¿Por qué hace falta una élite? Una nación es, fundamentalmente, "un proyecto sugestivo de vida en común". Y son los individuos excepcionales los que son capaces de desear a lo grande a fin de unir a los individuos y las comunidades "para hacer algo juntos". Ortega compara en su función nacionalizadora de pueblos muy diversos a Roma con Castilla. Pero la diferencia fundamental entre una y otra sería que en Roma abundaron las grandes personalidades, mientras que en Castilla solo podemos destacar la figura de Isabel. La falta de fuerza espiritual en las élites ha promovido la insolencia vulgar de las masas. También la ausencia de un proyecto común. En ese momento, las fuerzas concretas del terruño se imponen sobre la aventura abstracta que es la nación. Y donde antes había complicidad ahora hay odio y desprecio. Ortega vio antes que nadie la actual cultura de la queja y la victimización constante.
Es característica de este estado social la hipersensibilidad para los propios males. Enojos o dificultades que en tiempos de cohesión son fácilmente soportados, parecen intolerables cuando el alma del grupo se ha desintegrado de la convivencia nacional.
Élites extractivas además de chapuceras
También anticipa Ortega la ahora célebre idea de Acemoglu y Robinson sobre las "castas extractivas" que chupan no sólo la riqueza material de un país sino, sobre todo, su fuerza espiritual. En España, denuncia el filósofo, "el Poder público ha ido triturando la convivencia española y ha usado de su fuerza nacional casi exclusivamente para fines privados". Durante la lectura de España invertebrada da la impresión de que Ortega ha viajado en el tiempo hasta 2021 y, echando un vistazo a las actuales castas extractivas, de los partidos políticos a la CEOE o la Conferencia Episcopal, pasando por el IBEX 35, ha vuelto a su época a pronosticar nuestro presente de decadencia institucional, falta de vigor nacional y élites demediadas y parásitas.
Desintegración
No es que el particularismo lleve a la desintegración, sino precisamente al revés. El proceso de desmembramiento, desde lo que fue un imperio en ultramar hasta el reducto peninsular y unas pocas islas, dio la impresión de que España como proyecto se había consumido en el esfuerzo colonizador, por lo que la lógica histórica obligaba a cumplir con un destino de destrucción de lo que cinco siglos se había unido bajo las coronas de Castilla y Aragón. Es por ello por lo que Ortega cifraba el porvenir de España en un nuevo esfuerzo de creación supranacional, en este caso alrededor de la idea de Europa. Que España fuese el problema significaba que las fuerzas centrífugas estaban venciendo a las centrípetas. Que Europa fuese la solución implicaba que la construcción de unos Estados Unidos de Europa volvería a unir otra vez a los españoles en una tarea común, en esta ocasión junto a franceses, alemanes, italianos… allá donde antes habían colaborado con argentinos, mexicanos, chilenos…
Dado que "la convivencia nacional es una realidad activa y dinámica, no una coexistencia pasiva y estática como el montón de piedras al borde de un camino" (es lo que diferencia a la convivencia nacional de la convivencia tribal o familiar, ya que la tribu y la familia son entidades naturales mientras que la nación tiene un componente de convención, dado que es una realidad social, allá donde las otras dos son realidades naturales). Hoy podríamos decir de España 2021 lo mismo que Ortega proclamaba de España 1921:
Hoy es España, más bien que una nación, una serie de compartimentos estancos.
Con el agravante de que hemos desperdiciado un siglo permitiendo que los compartimentos se hagan no solo más y más estancos, sino cada vez más tóxicos respecto para los demás y, sobre todo, el espacio común. Si para Ortega lo esencial en una nación es que "las partes de un todo social (...) conozcan cada una, y en cierto modo viva, los (deseos o ideas) de las otras", hoy nos caracterizamos por la desconfianza, por un lado, y el odio, por el otro. Si durante un momento pareció que la Constitución de 1978 había conseguido que todo el país vibrase al unísono, con las Olimpiadas del 92 como culminación de dicho proyecto de refundación en la democracia con el horizonte puesto en los Estados Unidos de Europa, cada vez estamos más cerca de constatar que dicha CE78 ha sido finalmente como el Titanic, con el nacionalismo haciendo de iceberg que ha abierto una vía de agua que ninguno de los capitanes que se han sucedido en el puesto de mando han sabido cerrar, ya que en lugar de tomar medidas necesarias aunque dolorosas han preferido contemporizar con los enemigos de la Nación y el Estado de Derecho.
A diferencia de la España que le tocó vivir, con las exclusiones propias de una época de divisiones de clases y étnicas, la Constitución de 1978 implicaba entrar en una etapa de colaboración entre antiguos enemigos a muerte ahora reconvertidos en adversarios con derecho a roce. Pero lo que fue posible entre la izquierda y la derecha que una vez se mataron no sucedió entre nacionalistas periféricos y el resto de los españoles, debido sobre todo al racismo estructural de los independentistas, que les lleva a ver sus respectivas sociedades como sumas cero entre el idioma catalán y el español, así como sus respectivas comunidades [6].
La tesis fundamental de Ortega es que los particularismos, que, recordemos, son algo común a todos los territorios españoles, no solo una cuestión vasca o catalana, tienen su origen en la desintegración progresiva del Imperio español, que cuando queda circunscrito a la península ibérica sigue avanzando hasta llegar a sus topes naturales, los reinos independientes originarios (que, con el paso de los siglos, se han modificado: el reino de Granada se ha convertido en la comunidad andaluza y Aragón se ha repartido entre la propia Aragón, Cataluña, Valencia y Baleares).
Crítica a las élites sin populismo
Esta tesis fundamental, el particularismo como origen de la debilidad actual de la nación española, se fundamenta a su vez en otra mucho más discutible, al menos no tan obvia: la incapacidad de las élites españolas para ser élites, es decir, capaz de organizar, dirigir, liderar y estructurar al pueblo español.
Podría haber sido Ortega un populista al uso si la crítica a las élites se hubiese correspondido con una defensa demagógica de la acción del pueblo. Pero no. Hay un plus de legitimidad en lo antipáticas que resultan las tesis de Ortega. En su debe, que resultan sospechosamente narcisistas. Porque cuando critica a las clases populares convertidas en masas, por no saber humillar su testuz para seguir la muleta de los pocos que desde la élite ejercen de toreros de la fiesta nacional, ¿en quién está pensando sino en él, que cree que una tertulia de café es una metáfora de la dirección de un país, vista a su vez la tertulia como si fuera una continuación de la misa dominical católica?
Sin el proyecto de una élite menor y un pueblo convertido en una ganadería resabiada, Ortega y Gasset contempla la historia de España, incluso en sus momentos de mayor esplendor, como la constatación de una decadencia. Sostenida sobre los hombros de hombres geniales pero esporádicos, la construcción de España y su imperio estuvo lastrada desde sus inicios por la improvisación, los arranques sin continuidad y la falta de instituciones que le diesen empaque a lo que fue una empresa chapucera y accidental. Para Ortega, los grandes hombres en España siempre han sido, en cualquier caso, menos de los que hubiesen sido necesarios y casi siempre de menor valía que los de otras latitudes (por poner un ejemplo, no cree que Cánovas esté a la altura de Bismarck, o Galdós a la de Dostoievski; podríamos, siguiendo su analogía, comparar al propio Ortega y Gasset con Heidegger para poner de manifiesto si tenía razón o no el filósofo madrileño).
Tal vez no haya cosa que califique más certeramente a un pueblo y a cada época de su historia como el estado de las relacione entre la masa y la minoría directora (...) En un país donde la masa es incapaz de humildad, entusiasmo y adoración a lo superior, se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares.
(OC, vol. 3, p. 91)
Sin ejemplaridad y sin docilidad
Dado, por tanto, que una nación es una masa humana organizada, estructurada por una minoría de individuos selectos, hace falta preguntarse qué le pasa a la masa humana para negarse a seguir a los individuos selectos. En primer lugar, una mala selección de élites. En segundo, pero todavía más importante, una nula voluntad de seguimiento. En la tauromaquia, como saben los entendidos, un gran toro hace a un gran torero y posibilita una faena sublime. Por ello en las corridas de toros cabe la posibilidad del indulto al toro una vez que este ha demostrado unas condiciones extraordinarias de bravura y nobleza. ¿Cómo es el toro del pueblo español? Según Ortega, ni noble ni bravo, más bien resabiado y con querencia por las tablas. De ahí que
cuando en una nación la masa se niega a ser masa –esto es, a seguir a la minoría directora–, la nación se deshace, la sociedad se desmembra, y sobreviene el caos social, la invertebración histórica.
(OC, vol. 3, p. 93)
Dicha invertebración histórica habría constituido la enfermedad crónica de esa realidad social llamada España, solo que en 1921 se estaría viviendo una manifestación extrema que en 2021 estaría llegando a su culminación pasando de la invertebración a la desvertebración. Como solución de vertebración, Ortega propone una democracia que sea aristocrática, es decir, de selección de los mejores por parte de la mayoría, en lugar de populista, aquella que se deja arrastrar por la demagogia y el sentimentalismo. Es decir, una democracia en la que el principio liberal de organización del poder en jerarquías verticales domine, pero sin anular al principio democrático de soberanía horizontal del poder. En España, sin embargo, la dialéctica entre masa vulgar y minoría selecta (aquella que funda su superioridad no en la fuerza ni en la riqueza o cualquier otro tipo de ilegítimo pasaporte a la primacía social, sino en el poder de atracción física) no funciona según Ortega por la debilidad, tanto en número como en calidad, de la élite y la perversión populachera de las masas, prontas a venerar a cualquier chiquilicuatre (Fernando VII), al tiempo que escupen y matan a los pocos excelsos (el Empecinado). Y por la arrogancia estúpida de una masa a la que le falta nobleza y bravura y le sobra chulería y picardía. Un tema desarrollado en la actualidad por Javier Gomá es precisamente el de la ejemplaridad, que es el principal rasgo de la élite para Ortega, al tiempo que la docilidad lo es de la masa virtuosa respecto a la ejemplaridad (no es lo mismo obedecer que ser dócil. Tampoco, claro, es igual la indocilidad que la rebeldía. De nuevo, tengamos en cuenta la analogía con la tauromaquia para comprender que la docilidad de la que habla el "torero del Ser", como lo definieron en Alemania, es la del toro bravo, no la del inocente cordero).
Aristofobia
La aristofobia como íntima enfermedad española, así como su admiración por todo lo chusco y vulgar, es lo que conduciría a un tribalismo empequeñecedor que abomina de España en cuanto le exige salir de su zona de confort, al tiempo que se refugia bajo el paraguas de Europa pero únicamente en cuanto cree que es un modo de parasitar, no porque pretenda contribuir a algo que trascienda su pequeña madriguera.
Lo peor del ensayo de Ortega es haber caído, casi como un precursor, en el Spain is different. Pertenece a los prejuicios históricos de la época pretender que la historia de Francia o Inglaterra es sustancialmente diferente.
Tras el diagnóstico, la terapia
Si el diagnóstico fue acertado, aunque basado en ocasiones en una etiología discutible, la terapia no fue menos lúcida: nada menos que una prefiguración de lo que sería luego el diseño del Estado de las Autonomías en la Constitución de 1978. Hemos de tener en cuenta que Ortega fue acusado por su propuesta de "grandes comarcas autónomas" de ¡secesionista! No menos violentas fueron las reacciones de aquellos que se escandalizaron cuando en el ambiente revolucionario de 1934 Ortega escribió en un nuevo prólogo su pronóstico del "fracaso de las masas en su pretensión de dirigir la vida europea". El autonomismo integrador dentro de un federalismo europeo se debía hacer, según Ortega, dentro de un Estado fuerte. Nada que ver, claro está en un liberal como él, con las tendencias hobbesianas que por la extrema izquierda y la extrema derecha estaban emergiendo en Alemania y Rusia, sino con el neoliberalismo que por esas fechas se estaba defendiendo en distintas sedes del pensamiento liberal, de Viena a Nueva York, pasando por Friburgo y Londres, y que tendría en el pensador español a uno de sus más destacados visionarios.
Como decíamos, la crítica al particularismo y la defensa del autonomismo y el europeísmo son compatibles con una visión optimista y mesurada de la historia de España, que en el momento mismo de su nacimiento tenía un gran pasado, siendo los españoles que fueron surgiendo en ese momento herederos de grandes tradiciones culturales, de los romanos a los árabes, pasando por cristianos de todas las etnias y los diversos reinos. Aconteció que dicho nacimiento coincidió con su mayor gesta, el descubrimiento de América y la expansión por todo el mundo, por lo que la construcción peninsular tuvo que hacerse en paralelo con la americana y europea. Dicho esfuerzo era insostenible a largo plazo en un contexto de revoluciones económicas y políticas, religiosas y sociales, por lo que, como aconteció con otras naciones, España fue concentrándose en su núcleo originario peninsular. Nada extraño que demostrase algún tipo de anormalidad, ni de decadencia que evidenciase un rasgo congénito defectuoso de la raza. Para comprender el diferente clima que nos rodea a nosotros y en el que estaban sumergidos los miembros de la generación del 14 y del 98 cabe recordar que la pérdida definitiva de la última región del ultramar, Cuba, aderezada por una derrota militar humillante ante la potencia emergente que habría de dominar el siglo XX, EEUU, se combinaba con una monarquía constitucional atrapada en un bucle de falta de imaginación conceptual y voluntad política que llevaría al desastre de una dictadura decimonónica, una república pseudorrevolucionaria y una dictadura cuasifascista.
Tuvo que pasar un siglo desde la Constitución de 1868 para que hubiese otra Constitución que fuese capaz de plantear soluciones a las distintas necesidades e intereses de todos los españoles. Gran parte de dichas soluciones y la apertura de la imaginación se las debemos a Ortega. Pero, como entonces, sigue pendiendo sobre nosotros la espada de Damocles de los particularismos. Y la solución propuesta, el autonomismo, se ha revelado una medicina parcial. Con el agravante de que la otra solución, el europeísmo, se está desmoronando también ante nuestros ojos, entre una burocracia fósil, la banalidad política y la falta de coraje moral.
[1] En realidad, la primera edición de España invertebrada se publicó, como libro, en mayo de 1922, aun cuando figurara 1921 en la portada y 1922 en la cubierta. Para más detalles, Francisco José Martín, en su edición de la obra (Biblioteca Nueva, 2002).
[2] Villa, Roberto (2021): 1917. El Estado catalán y el soviet español. Barcelona: Espasa.
[3] En "Orígenes del español", incluido en Espíritu de la letra (1927).
[4] "El sentido del cambio político español" (OC, IV, pp. 641).
[5] Un interesante programa de debate sobre Ortega y Gasset dirigido por Sánchez Dragó, con académicos como Sánchez Cámara y Javier Muguerza sentados en las mismas sillas de Mies Van der Rohe que tenía Balbín en La Clave. Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=SR8sqM3atrQ&t=1119s.
[6] Tanto el nacionalismo españolista como el catalanista plantean la hegemonía de una lengua en un territorio a través de la inmersión educativa monolingüe. Tenemos un modelo diferente en Andorra, con la posibilidad de elegir un sistema educativo en las tres lenguas habladas en el país. Lo que subyace a las inmersiones monolingües es la creencia en la imposibilidad de la convivencia entre individuos con diferentes lenguas maternas.