La Corona
Los españoles somos monárquicos hasta el punto de que ni siquiera nos damos cuenta. Algunos compatriotas llegan incluso a creerse republicanos. La verdad es que los españoles, incluidos estos últimos, no sabrían lo que hacer con un régimen en el que la jefatura del Estado, la magistratura a la que le corresponde la representación de todos, estuviera ocupado por alguien que perteneciese también a un partido político. Por eso la República en España no va identificada con un régimen, que admite posiciones de diverso tipo, más progresistas o más conservadoras. Aquí la República va relacionada con el cambio radical, la revolución o, en términos más pedestres, la diversión, la juerga. Hasta hace no mucho tiempo vivían en república los jóvenes que venían a estudiar a la ciudad y se libraban por fin de la autoridad paterna. La República en España es la anarquía, y por eso va asociada al término federal, que aquí quiere decir des-unión: el desorden que conduce al estado de todos contra todos. Como es natural, la diversión republicana, cuando se ha tomado en serio, ha traído consecuencias trágicas. Se entiende al mosso de esquadra que increpó a un manifestante secesionista con una expresión mítica: "Que república ni qué collons!" (recojo la versión mixta, o bilingüe, tal como preconiza un amigo mío). Por eso también la Monarquía es algo más que un régimen. La Monarquía resultó decisiva en la construcción de la nación histórica, en el anclaje de España en Occidente y luego en la construcción de la nación política y constitucional. Al representar en una persona la convivencia, nos hace más libres. De paso, al permanecer a salvo de la política partidista, le recuerda al Estado que hay límites que no puede traspasar. Y, por si fuera poco, no hay mejor antídoto contra el nacionalismo que la Corona.
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El 1 de octubre de 2017, cerca de las ocho de la mañana, estaba desayunando en un local del centro de Barcelona con mi hermana y un amigo. Había poca gente y, como hablábamos en castellano, uno de los camareros se puso a silbar Soldadito español. ¿Sería una burla? O tal vez una invitación… Resultó lo segundo y, en cuanto entablamos conversación, nuestro nuevo amigo nos explicó su posición ante el simulacro de referéndum que se iba a celebrar aquel día. Votaría, sin dudarlo, y votaría no… si hubiera alguna garantía de que su voto iba a ser tenido en cuenta. Lo mismo afirmó otro de los empleados, más joven.
La visita a unos cuantos colegios electorales el mismo día corroboró lo que decían aquellos dos catalanes. Hubo votaciones, es cierto, aunque más como una puesta en escena sin censo, ni control ni garantías. Era un acto de los nacionalistas para los suyos. Si aquello iba a ser el acto fundador del pueblo catalán con vistas a su independencia, el objetivo falló, por mucho que aquel día se haya incorporado desde entonces al panteón de la mitología nacionalista. Ningún pueblo, tampoco el catalán, se puede reducir a una ideología.
Dos días después, el 3 de octubre, el rey Felipe VI aparecía en televisión para defender la unidad de España y la Constitución de 1978, fundamento de la Monarquía parlamentaria. El discurso, firme y claro, impulsó lo que era inconcebible hasta entonces. El 8 de octubre se celebró en Barcelona una gigantesca manifestación a favor de España. Un poco más tarde, tres de los cuatro partidos nacionales llegaron al acuerdo de aplicar las medias previstas en la Constitución para devolver la normalidad democrática a la Comunidad Autónoma de Cataluña.
La nación liberal
Detrás de este discurso hay una historia que arranca muy atrás. Exactamente, cuando la sucesión de Fernando VII, en la década de 1830, enfrentó a dos miembros de la Familia Real. Don Carlos, hermano del Rey, aspiraba al Trono en aplicación de la ley francesa, importada por la dinastía borbónica, que apartaba a las mujeres de la línea de sucesión. En cambio, la reina María Cristina invocaba la tradición castellana, según la cual la pequeña Isabel, la hija de Fernando VII, era la heredera legítima.
El enfrentamiento personal y de poder cobró pronto carácter ideológico. Don Carlos y sus partidarios encabezaron una parte de la sociedad española opuesta, desde la Guerra de la Independencia, a la implantación del liberalismo. En cambio, los liberales, ya fueran conservadores o progresistas, respaldaron a María Cristina y a su hija. Llamaban a esta "iris de paz y de libertad". La Monarquía constitucional, encarnada en una niña, se enfrentaba a quienes se habían encastillado en una negativa rotunda, sin paliativos ni concesiones, a la modernidad.
La revolución había empezado en Cádiz con la promulgación de la primera Constitución española, la cuarta de la historia. La inspiraron la francesa de 1791 y la norteamericana de 1776 y alcanzó una gran influencia en Europa y en América. También era un texto enrevesado y prolijo. Por eso se convirtió en un símbolo, que no es el mejor destino para un texto político. Aun así, hacía muy difícil lo que Fernando VII se propuso cuando volvió a España en 1814, después de la Guerra de la Independencia, que era abolir todo lo ocurrido desde 1808. En la década de 1830, cuando falleció el rey que quiso restaurar el absolutismo, no todos los liberales eran partidarios de volver a proclamar la Constitución del año 12, como había ocurrido en el experimento radical y catastrófico de 1820-1823. Así que el liberalismo se dividió en dos partidos, los futuros moderados –hoy los llamaríamos conservadores– y los exaltados o progresistas, la izquierda del siglo XIX.
La diferencia era negociable y partía de una común adhesión a los principios liberales, entendidos como un conjunto de ideas que daba prioridad a la defensa de los derechos: de la persona, del individuo, del ciudadano. En cualquier caso, las discrepancias pasaban a segundo plano ante la arremetida de los partidarios de don Carlos, leales a unos principios incompatibles con la acción de la revolución liberal. Su carácter antirrevolucionario y antimoderno, antiliberal por tanto, se combinaba con el recuerdo de una idea de España: cristiana, estamental y descentralizada. La naturaleza política del país requería mantener los fueros, particularidades políticas, jurídicas e históricas propias de cada parte de España. Ahí no había ciudadanía. Había inserción orgánica de la persona en un mundo complejo de comunidades de distinta naturaleza. También era una España monárquica, claro está, con la Corona como garante de este entramado de entidades con vida propia, aunque aquello tuviera algo de nostálgico después de las Luces y la Monarquía ilustrada del siglo XVIII. La Corona liberal, en cambio, permanecía fiel a su misión de representar la nación histórica que ahora sería la base de la nación política, la de los derechos, los ciudadanos y la división de poderes.
Muchos años después, en 1876, quedaría sellada la derrota del carlismo. No sin que el Estado liberal, que entretanto se había consolidado, aceptara algunos de sus presupuestos descentralizadores, como un trato fiscal especial para lo que entonces se llamaban las Provincias Vascongadas. Algunos liberales, siempre fascinados con el ejemplo francés, habrían preferido una uniformidad aún mayor. Ahora bien, ni la historia ni la naturaleza política de España se prestan a la implantación de un régimen centralizado al modo de la República francesa, heredera en esto de la Monarquía absoluta.
Al carlismo no lo derrotó ninguna república. Lo derrotó una Monarquía que desde la década de 1830 se había hecho liberal. La alianza entre la Corona y el liberalismo resultó definitiva y ha marcado desde entonces toda la historia de España. No hubo marcha atrás. A la reina Isabel II le tocó el difícil papel de mediar en el conflicto que se desarrollaba en el interior del campo liberal, entre moderados y progresistas. Cuando la Reina se inclinó demasiado en favor del moderantismo, rompiendo así el pacto implícito que le llevaba a asumir la representación de todos, se jugó la Corona y la dinastía. Fue la Gloriosa Revolución de 1868, así llamada en recuerdo de la inglesa de 1688. Lo mismo ocurrió con Alfonso XIII, monarca regeneracionista que se figuró que tenía en sus manos la solución de los males de la patria sin respetar las exigencias del régimen constitucional. Así es como intervino una y otra vez en la esfera partidista y llegó a respaldar en 1923 el golpe de Estado del general Primo de Rivera.
Entonces llegó la Segunda República. En poco más de cinco años, los propios republicanos demostraron que aquella no era una alternativa viable a la Monarquía. No sirvió el precedente de la III República francesa, que para consolidarse dejó atrás el radicalismo y se proclamó conservadora. Aquí la República estaba empeñada en ser revolucionaria y gobernar sólo para los republicanos. Azaña, que llegaría a presidirla, habló de una "empresa de demoliciones" y se exaltaba creyendo ser un nuevo Don Quijote. Con ella volvieron las fantasías de la revolución pendiente, como si en España no hubiera habido revolución liberal y lo más urgente fuera saldar cuentas con el pasado, en particular con la Monarquía constitucional –la muy denostada Restauración–. Volvíamos a la fascinación, tan propia de las elites ilustradas españolas, por el modelo de la Revolución y la República francesas. Tanto o más que el de Riego, La Marsellesa fue el himno de la Segunda República. (La gran escritora Teresa Gracia había acompañado a sus padres en el exilio francés, creció en Francia y escribió allí Las republicanas, una tragedia sobre el desarraigo. Se reía de lo que consideraba papanatismo)-
Los tiempos habían cambiado, además, y en los años 30 las revoluciones no se hacían ya sólo entre las elites, con el pueblo como comparsa. Socialistas y anarquistas, además de nacionalistas catalanes, pensaban que había llegado el momento de su propia empresa de demoliciones. Consecuencia de este ambiente revolucionario fue el golpe de Estado fallido del 18 de julio de 1936. La Guerra Civil acabó con la democracia y la dictadura de Franco, con la libertad política. Y volvió a asomar el tradicionalismo carlista en un régimen que veía en el liberalismo el principio del fin de la civilización.
La Corona, liberal desde hacía más de un siglo, parecía descartada para siempre… excepto por un detalle. El dictador, tan desconfiado de la república como de la democracia, siempre consideró que España era un Reino y que la Corona formaba parte de la naturaleza política del país. Reinstauró de hecho la Monarquía, al escoger como sucesor al nieto del rey que había salido de España en 1931. Volvía así la dinastía liberal. Tras la muerte de Franco, el rey Don Juan Carlos consiguió lo que 36 años antes pareció imposible: instaurar una democracia liberal como no lo había sido la Segunda República, que fue una democracia sin liberalismo, ni el reinado de Alfonso XIII, que prolongó el liberalismo sin democracia cuando esta era ya una demanda inaplazable.
Fue Don Juan Carlos el que tomó la iniciativa de impulsar el cambio y el que lo hizo posible. Heredera y protagonista de la historia modernizadora del liberalismo, creadora junto con este de la nación constitucional, la Corona volvió a ser el eje vertebrador de una España reconciliada. Entonces se habló mucho del Rey de los republicanos. La visita de Don Juan Carlos y Doña Sofía a la viuda de Manuel Azaña en la ciudad de México ratificó la voluntad de integración de la Corona. El Rey sólo lo sería, y sólo podía serlo, de todos los españoles. La Corona y Don Juan Carlos demostraban una vez más que era posible articular la nación histórica y la nación política. En realidad, sólo el Rey podía hacerlo al colocar la noción de España, que él mismo simboliza y representa, fuera del debate partidista. La Corona volvió a encarnar la idea que une España con el pluralismo. Y la voluntad de representar a todas las ideas políticas, incluidas las republicanas, abarcaba también todas las formas de ser español, incluidas las de los que se consideraban herederos de los nacionalistas de principios de los años 30.
Los nacionalistas catalanes y vascos, aparecidos a finales del siglo XIX al calor de la gran crisis de la conciencia europea, habían continuado el retroceso del carlismo. Lo adaptaron a las novedades del siglo XX y lo transformaron en un movimiento de exaltación de una nueva forma de nación, tan antiliberal como la de los carlistas, pero volcada ahora en la pureza de la raza y la cultura. Algo irreconciliable a largo plazo con España, y más aún con la España liberal que la Corona representa. A pesar de haber recibido mucho de lo que pidieron, los nacionalistas estuvieron entre los peores enemigos de la República.
A mediados de los años 70, pareció que habían aprendido la lección de la Guerra y la dictadura. Por eso el Rey, heredero de una Monarquía que durante mucho tiempo había sido compuesta, respetuosa con las particularidades tradicionales de las diversas regiones y los distintos reinos, pudo representar también a quienes parecieron nacionalistas sólo de nombre. De hecho, frente al sueño de fundar una nueva nación, que entraña siempre la demolición de la existente, la Corona era –y sigue siendo– la demostración viva de que la nación existe y como tal sirve de fundamento al orden político moderno.
Ni el republicanismo ni el nacionalismo son, sin embargo, realidades pretéritas. Tampoco lo es el papel del Rey, que demostró el 3 de octubre de 2017 conocer lo que le correspondía en defensa de la democracia liberal. Para demostrarlo, Leonor, Princesa de Asturias, se inició en la vida pública el 31 de octubre de 2018 leyendo el artículo 1 del Título Preliminar de la Constitución de 1978: "España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado. La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria". La nación histórica proclamaba de nuevo su lealtad a la nación política y daba el primer paso para una futura nueva etapa de continuidad y renovación.
De Oriente a Occidente
Durante la dictadura, la política estaba vedada, pero en mi casa se siguió hablando de ella apasionadamente y sin el menor disimulo. Nadie de la familia aceptó nunca el principio de que la política era sólo cosa de los políticos, es decir de los poderosos. (Tal vez lo habría hecho aconsejable la trágica experiencia de mi abuelo materno, exiliado en Argel después de la Guerra).
Para lo que sí sirvió la experiencia republicana de la familia fue para devolverle su adhesión a la Corona, que venía de lejos, propia como era de una familia de liberales del siglo XIX. Adhesión simbólica, como es natural, aunque también manifestada en algunos gestos. A mi padre le gustaba decir en voz alta "¡Viva el Rey!" en las reuniones del Ateneo, ni más ni menos. La hermana de mi madre acudió a la boda en Atenas del príncipe Don Juan Carlos con Doña Sofía, y en casa se acogió con euforia la llegada de la reina Doña Victoria a Madrid para asistir al bautizo de su nieto Felipe de Borbón. Aquel monarquismo lo hemos heredado algunos de los que vinimos luego, aunque en mi caso haya tenido que pasar por el tamiz de la reflexión intelectual –signo también de los tiempos, que nos destinaban a descubrir el Mediterráneo.
No pasó lo mismo con el socialismo, y la familia permaneció fiel a su posición de izquierdas, socialista por tanto, como lo había sido mi abuelo. Recuerdo el susto de mi madre, una tarde, en la plaza de Santa Ana en Madrid, cuando salíamos de la venerable librería de Bailly-Baillière, donde mi padre tenía una cuenta de la que yo me aproveché alguna vez, y allí mismo, llevado por la curiosidad, abrí un paquete que envolvía muy cuidadosamente una histórica biografía de Pablo Iglesias recién reeditada.
Me parece que fui el único en leer aquel libro, como fui el único –esta vez sin la menor duda– que se atrevió con los cuatro grandes volúmenes, forrados con una guarda inequívocamente morada, de las Obras completas de Azaña en la edición mexicana. Mi padre se los había hecho traer de allí y desde su llegada presidieron, intocados y majestuosos, la biblioteca de su estudio. Según se contó siempre en la familia, mi abuelo había sido un reformista, un socialista moderado. La familia profesaba un socialismo civilizado, compatible con la Monarquía y anticomunista sin concesiones después de la experiencia de la guerra en Albacete, donde mi abuelo había sido médico de la plaza de toros. De haber vivido en otra situación, habrían votado socialdemócrata. Nunca hubo la menor contradicción entre la lealtad monárquica y ese socialismo puesto al día tras lo ocurrido en los desastrosos años treinta.
La familia de mi padre había vivido mucho tiempo en Marruecos. Se estableció allí en el siglo XIX y con la vuelta forzosa a España en los años 50 se trajeron los recuerdos de un mundo que echaban de menos. En nuestra casa, y en todas las de la familia paterna, hubo siempre paños, tapices, bandejas y teteras de cobre repujado, asientos y babuchas de cuero –estas últimas de colores, con suela de madera–. Quedó también el gusto por el té verde, muy cargado de azúcar y hierbabuena; el cuscús saturado de manteca y de un misterioso aroma que se desprendía de un saquito de tela que mi madre mandaba coser a mi hermana y donde entraban comino, canela, clavo, culantro –así se decía en casa– en semillas; la harira, más especiada que el cuscús, y también la adafina, el puchero judío, con huevos cocidos en la misma olla, que salían colorados del azafrán y al que mi madre terminaba con caramelo líquido, muy oscuro. Entonces no sabía que la adafina era la comida que los judíos preparaban el viernes para cumplir el descanso del sábado. Tampoco sabía que, como acababa siendo comida en frío, en Castilla se siguió diciendo mucho tiempo "comer de adafina" por "comer frío".
Era el rastro de un Mediterráneo multicultural en trance entonces de desaparecer y trasplantado al centro de España, en pleno Madrid. También era el recuerdo de una España oriental que se filtraba en un mundo plenamente cristianizado, una España que, siendo como es el territorio más occidental de Europa, ha sido también el más orientalizado, el que más cerca ha estado de caer del lado oriental. En la vida colectiva quedan los nombres, tan sugestivos –alcázar, naranja, zanahoria, Guadiana o noria–, la afición a las frutas y a los dulces cargados de almendra y de miel, y algunas fiestas donde reinan sin discusión el ruido y el fuego. Me gustaba, y me gusta, pensar que lo que vivíamos en casa era el eco de aquella España que había vivido desde dentro la experiencia de Oriente.
De creer a algunos estudios, la misma palabra España es de origen oriental, de cuando los fenicios llegaron al extremo occidental del Mediterráneo y bautizaron aquel territorio como Spania. Aquí fundaron las ciudades más antiguas de Europa, como Cádiz y Málaga. Sus descendientes, los cartagineses, continuaron la colonización y con ella la incorporación de la península a Oriente. La victoria de Roma sobre Cartago en la lucha por el control del Mediterráneo plantó al territorio en el mundo occidental. Luego los godos lo unificaron en un reino y expulsaron a los bizantinos instalados en la costa mediterránea: tal vez habrían llegado a fundar una Venecia hispánica, dedicada al comercio con el Mediterráneo oriental como luego hicieron los aragoneses. Los godos instalaron la capital en Toledo, la antigua ciudad romana inexpugnable y estratégicamente situada en el centro mismo de la península. No cambiaron el nombre del país, sin embargo. A pesar del prestigio posterior de los invasores del norte, la península siguió siendo la antigua (Hi)Spania de los fenicios, el pueblo venido de las costas y de los montes del Líbano. Del nombre nació luego el gentilicio, cuando empezaron a llamarnos españoles.
A pesar de considerarse herederos de Roma, los godos no supieron crear instituciones estables. El reino no resistió la invasión de la península por los musulmanes, que a principios del siglo VIII se decidieron a cruzar el Estrecho y continuar la extraordinaria expansión iniciada a la muerte del profeta Mahoma cien años antes en la ciudad de Medina, en la lejana Arabia. Aquello significó el fin del mundo antiguo y el hundimiento de la unidad mediterránea. El Mediterráneo –el Mare nostrum– había dejado de ser el mar a la medida del ser humano, el mar navegable, por oposición al mar de más allá de las columnas de Hércules. Aun así, no dejó de evocar, como recordó Luis Díez del Corral, la especial relación entre un "mar fecundador e inquietante y la inteligencia creadora". De ahí la densidad de civilizaciones, culturas, religiones y pueblos que lo rodean.
De nuevo la antigua Hispania volvía a ser dominada por gente venida de Oriente, aunque de los invasores sólo una minoría era árabe. El resto, quienes formaban la tropa, eran bereberes del norte de África. Los nuevos invasores acabaron con la monarquía visigoda y llegaron a invadir el territorio de los francos. Derrotados en Francia, tuvieron que retirarse hacia el sur y se establecieron en la península, al sur del Sistema Central que quedó fijado como límite de su poder territorial. Aunque hubo asentamientos bereberes más al norte, y algún intento de instalación en algunas ciudades, los musulmanes nunca llegaron a controlar el noroeste de la península. El islam español se concentró en lo que llamó Al Ándalus. Al Ándalus fue el territorio del islam español y sus habitantes, los andalusíes.
Conscientes de la superioridad que había llevado a los musulmanes a dominar un imperio como nunca se había visto, desde el Atlántico hasta la India, los andalusíes musulmanes no tenían gran interés por el frío y desértico noroeste español. También despreciaban a sus habitantes. Los llamaban "gallegos", y aunque sabían de su valentía, los consideraban pueblos "turbulentos e ignorantes". Los musulmanes andalusíes eran los civilizados y el resto unos bárbaros, algo que respondía, al menos en parte, a la riqueza y el desarrollo del islam. La situación empezó a cambiar ya en el siglo X, pero los andalusíes seguían ensimismados en una conciencia cada vez más falsa de superioridad. Un cierto arte de vivir, una cultura refinada, la riqueza agrícola y sobre todo la pujanza comercial no conseguían compensar el desarrollo tecnológico de los gallegos del norte. Un historiador cordobés, Ibn Hayán, llegó a hablar de "cobardía e incapacidad" de los suyos.
Los andalusíes eran ante todo parte de la umma, la comunidad de los creyentes, y esta era más relevante que el territorio en sí, un Al Ándalus sin fronteras claras. Los andalusíes nunca se esforzaron por imponerse en el norte, más allá del Sistema Central y la sierra de Guadarrama, que intentaban controlar mediante expediciones de saqueo y de destrucción de cosechas y fortalezas, las terribles aceifas. Así se neutralizaban los posibles ataques cristianos y se obtenía un cuantioso botín. Era una política de corto plazo, al albur de las fuerzas acumuladas por los cristianos. Y estos, a diferencia de sus vecinos, sí que tenían una conciencia de identidad. Les llevaba a valorar el territorio como la parte fundamental de su dominio. Consideraban, de hecho, que Al Ándalus era suyo. El historiador Felipe Maíllo habla de un "patriotismo cultural" andalusí, incapaz de sentar las bases de una resistencia eficaz a la identidad que se estaba forjando junto a ellos, y en su contra.
Las sociedades andalusí y española eran muy distintas. Aunque las dos eran de fondo étnico europeo, los andalusíes se consideraban descendientes de los invasores árabes. Integraban un mundo organizado según las reglas de la dhimmah, que toleraba a las "gentes del Libro", es decir a los cristianos y a los judíos, pero los sometía a reglas estrictas de segregación. Con predominio masculino en la cuestión del linaje, vivían en una sociedad profundamente dividida, que el patriotismo cultural no era capaz de unificar. Enfrente estaba una sociedad en la que las mujeres sí tenían relevancia en la cuestión del linaje. Era más abierta, por tanto, y más integradora también gracias a unas ciudades menos fragmentadas, con una población con sentido de la solidaridad, la cooperación y el orgullo municipal. Nada de esto existía en las ciudades andalusíes. Incluso las casas sugieren la diferencia entre las dos sociedades: cerradas las andalusíes por altas tapias y concentradas en su interior, frente a las casas del norte, con ventanas y puertas grandes, abiertas casi siempre –como luego llegaron a estarlo los patios andaluces.
Las del norte eran sociedades en buena medida fronterizas, conscientes del riesgo y vertebradas por la voluntad de recuperar un territorio que consideraban invadido. Eran sociedades agrícolas y militarizadas, lo que traía aparejado una importante movilidad social y un principio básico de igualdad, basado en la necesidad de reclutar hombres para las milicias. Así aumentaba la conciencia de identidad. Llegar a ser hidalgo dependía del grado de compromiso de cada uno con la defensa y la recuperación del territorio. Los andalusíes, en cambio, habían conformado sociedades comerciantes –integradas en el gran espacio comercial musulmán– y urbanas, ricas, por tanto, en las que la defensa solía acabar siempre subcontratada a mercenarios, a veces cristianos. "Los cristianos tenían reservas de soldados y los musulmanes reservas de dinero –diagnosticó Abu Bakr al Turtusí, un tratadista político de cuya ciudad de nacimiento caben pocas dudas–. Y a esta circunstancia se debe que nos sojuzgaran y triunfaran de nosotros".
A eso se suma la inestabilidad política del territorio andalusí, que sólo consiguió cierta unidad bajo el califato de Córdoba, entre 929 y 1031. Se dividió luego en reinos independientes –las taifas–, sometidos a invasiones periódicas desde el norte de África. Así fue como el territorio andalusí fue quedando sometido a los reyes cristianos, a los que los príncipes musulmanes pagaban tributo –las llamadas parias– hasta que se sentían lo bastante fuertes para invadirlos y liquidarlos. El Cid cobraba una fortuna del reino de Valencia. Y el oro venido del Sudán y entregado a los reyes de Castilla está entre las razones de la supervivencia del reino nazarí de Granada.
La Reconquista quedó sellada con la batalla de las Navas de Tolosa, en 1212, que abrió a los castellanos la puerta para alcanzar Algeciras y la costa atlántica. Quedaba el reino de Granada, pero sometido, y con una población consciente de que nunca volverían a controlar el antiguo territorio de Al Ándalus. El sueño de crear un reino propio, independiente de los reinos cristianos del norte y de los imperios islámicos norteafricanos, había quedado pulverizado.
En cambio, se había cumplido el proyecto de recobrar la unidad de la antigua Hispania, ahora ya España. En buena medida, España se forjó contra los invasores musulmanes. En el extremo norte de lo que quedó como un territorio de nadie surgió el primer núcleo que reivindicó la continuidad con la entidad política y cultural ahora perdida: sería un reino, el de Asturias, luego ampliado a León. No sería el único. Habría otros focos al este, como la Marca Hispánica, territorio de defensa contra los musulmanes organizado por Carlomagno, a finales del siglo VIII. Todos ellos irían adoptando una forma política única, la del reino. Detrás estaba la idea de recobrar el territorio perdido en la invasión islámica –la "destrucción de España", según las crónicas– y restaurar el dominio cristiano. La idea de Hispania seguía vigente y se manifestaba por encima de la diversidad política. No había unificación, inconcebible a efectos prácticos, pero ahí estaban el recuerdo de la antigua unidad y también el proyecto de reintegrar los territorios reconquistados a la Cristiandad, lo que luego sería Occidente. Y esa unidad recobrada se haría como reino y bajo el mando de la Corona.
Lo que llamamos Europa se estaba formando entonces en Francia, en Alemania, en Italia. Los reinos cristianos de la península ibérica resultaban, al principio, minúsculos y excéntricos, muy lejos de aquel proyecto en marcha. La península parecía abocada a ser territorio de frontera, dedicado a defender el resto de las invasiones desde África. Los cristianos españoles no se contentarían con ese destino. La vuelta a Occidente constituyó un proyecto consciente, voluntario, encarnado en el fondo cultural compartido por todos y resumido en la palabra España. Cada reino tenía sus usos, sus prerrogativas, sus ambiciones territoriales. Todos eran herederos de la civilización latina en un sentido que atañía al sentido de posesión del territorio, a la comunidad política y a la convivencia… hispanos o españoles, por tanto. De aquella situación plural quedan, entre otros rastros, los títulos reales de la Corona española: (rey) de Castilla, de Aragón, de León, de Navarra, de Granada, de Toledo, de las Dos Sicilias, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Menorca, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia, de Jaén, de Los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas Canarias, luego de las Indias Orientales y Occidentales, de las Islas y Tierra Firme del Mar Océano. Y, para terminar, de Jerusalén.
Pronto se restablecieron relaciones con los demás territorios europeos y volvieron los intercambios. El descubrimiento de la tumba del apóstol Santiago en el extremo noroccidental convirtió aquel núcleo, absolutamente excéntrico, en uno de los grandes centros de peregrinación de la naciente Europa cristiana: una nueva Jerusalén, ahora que la peregrinación a la Ciudad Santa era imposible. El territorio de frontera iba adquiriendo entidad propia. La llegada de nuevas órdenes religiosas, en particular el Císter, fundado por San Bernardo, la voluntad hegemónica de la Iglesia de Roma, las ambiciones dinásticas e imperiales de los reyes españoles y los intercambios comerciales e intelectuales, con los estudios generales y las universidades, apuntalaron esa pertenencia. Se llegó incluso a sacrificar costumbres y creaciones propiamente españolas, como la liturgia y el culto cristiano mozárabe, o español, surgido en tiempos del aislamiento de los cristianos de la península. Los cristianos, con los reyes a la cabeza, recuperaron el territorio, mantuvieron el proyecto estratégico de reunificarlo y lo anclaron una vez más en Occidente.
España es occidental por voluntad propia y por haber mantenido durante siglos un proyecto que al principio parecía imposible. La oposición de fondo entre las sociedades cristianas y las musulmanas del sur de la península no quiere decir que no hubiera contactos entre ellas.
En Al Ándalus se fue imponiendo la islamización lenta, pero consistente, de la población. Mientras esta iba llegando, el régimen de la dhimmah permitió a las minorías religiosas judía y cristiana vivir en una sociedad musulmana. Las restricciones eran importantes, con un régimen segregado, pero que permitía la convivencia, así como la diversidad. Los mozárabes –cristianos en territorio musulmán– y los judíos son buena prueba de ello. Aun así, aquello no fue ningún paraíso multicultural. Lo dejó de ser aún más con la inestabilidad política y las invasiones del norte de África. Las presiones fueron cada vez más fuertes y las persecuciones, más crueles. Muchos mozárabes y muchos judíos decidieron irse e instalarse en territorio cristiano.
A su vez, estos contribuyeron a difundir costumbres y conocimientos propios de la cultura islámica en Castilla. Algunos reyes castellanos, como Alfonso VI, Alfonso VII y Fernando III, se esforzaron, entre el siglo XI y el XIII, por elaborar proyectos políticos de coexistencia. (La protección de los judíos por los reyes continuó, en líneas generales, hasta el final). También la Corona de Aragón y las grandes casas aristocráticas protegieron a los mudéjares. Había interés, porque –como siempre en España– se necesitaba población y los mudéjares eran buenos agricultores, albañiles, constructores y artesanos. Se añadía la fascinación de los cristianos por el arte y la estética de la civilización islámica. Una vez zanjada la reconquista del territorio, a partir de 1212, la Corona fue otro elemento de tolerancia y favoreció la conservación de algunos grandes conjuntos arquitectónicos, como la Alhambra y la Mezquita de Córdoba, así como el desarrollo de un estilo específicamente español, el mudéjar.
Antes de ser llamados "mudéjares", los musulmanes que vivían en territorio cristiano eran "moros", simplemente, o "moros de paz" o "del rey", como explica Felipe Maíllo. Si el territorio había sido incorporado al reino cristiano correspondiente mediante pacto, se les respetaban las propiedades y las libertades, entre ellas la de practicar su religión. (En cambio, aquellos cuyo territorio había sido conquistado por asalto solían ser esclavizados o expulsados). Así es como se forman comunidades mudéjares, las aljamas, con sus correspondientes magistrados, su comercio especializado y sus lugares de culto, las mezquitas. Con las juderías y las aljamas judías, dieron a muchas ciudades españolas un estilo propio, desconocido en el resto de Europa.
La situación se fue degradando en los siglos XIII y XIV. Los mudéjares fueron perdiendo prerrogativas y hubo rebeliones violentas, acompañadas de presiones por parte de los cristianos. Muchos emprendieron el viaje al norte de África. Los que quedaron eran artesanos y jornaleros agrícolas. En Castilla, Aragón, Valencia, Alicante, Murcia y Baleares las comunidades mudéjares siguieron siendo importantes, y en algunas zonas donde dominaban la agricultura y oficios como la albañilería o el trabajo del cuero resistieron las olas de repoblación venidas del norte. En el siglo XV, la situación empeoró ante una hostilidad creciente. La toma de Granada llevó a los Reyes Católicos a reanudar la antigua política de tolerancia con los mudéjares, aunque la perspectiva había cambiado. Ahora resultaba imposible la idea de un Estado unificado, como empezaba a serlo España, con un pluralismo religioso como el que había estado vigente hasta entonces.
Occidentalización, que es el proyecto de los reinos españoles –ahora por fin reunidos por la unión de las dos Coronas–, se convierte en cristianización. Los judíos son expulsados en 1492. En 1502, después de siglos de tolerancia, se exigió a los moriscos la conversión y más tarde también el abandono de sus costumbres y sus tradiciones. La rebelión y la guerra de las Alpujarras acabaron con cualquier posibilidad de convivencia. Los moriscos –incorporados recientemente al reino de Castilla– y los mudéjares de Castilla y de Aragón, herederos de las antiguas prerrogativas de sus antepasados, quedaron sujetos a la exigencia de convertirse al cristianismo o ser expulsados. La expulsión de 1609 acabó con la presencia musulmana en España, aunque muchos moriscos se convirtieron con tal de quedarse.
La historia de la imposible asimilación de los moriscos, y la igualmente imposible convivencia entre cristianos y poblaciones musulmanas al final de la Reconquista, es uno de los grandes episodios trágicos de la historia de España. De los moriscos quedó un fuerte recuerdo en la leyenda, como la invención de los famosos Plomos del Sacromonte, extraordinaria falsificación morisca destinada a promover la tolerancia, gran fake news de la época. También siguieron vivos en la literatura, como en la figura de Ricote, vecino de Sancho Panza y morisco expulsado vuelto a su patria clandestinamente. Calderón de la Barca escribió más tarde el maravilloso Amar después de la muerte, o el tuzaní de la Alpujarra, que escenifica algunas de las costumbres festivas de los moriscos, como las célebres zambras. Luego se han ido rescatando más testimonios de costumbres y prácticas religiosas reprimidas y olvidadas, como la traducción del Alcorán al castellano aljamiado hecha muy a principios del siglo XVI por un morisco aragonés. Y poco a poco hemos ido conociendo al Mancebo de Arévalo, escritor y erudito morisco que intentó preservar el islam entre las comunidades musulmanas de Castilla en pleno siglo XVI.
Un texto aljamiado pone punto final a esta aventura:
En año de mil y quinientos y treinta y tres y medio el rey don Calros [sic] mandó que se hiziesen los moros de reino de Valançia y de Aragón cristianos o se fuesen de la tierra. (…) Nosotros no partiremos, antes morremos, que por ese paso vamos.
Un país europeo
España dejó de ser un país europeo el 12 de marzo de 1910. Aquel día un joven Ortega y Gasset, filósofo en ciernes que despuntaba ya como un gran líder cultural, acuñó un eslogan memorable: "España es el problema y Europa es la solución". Pocos años antes Joaquín Costa, el gran aragonés doliente, ya había preconizado la reconstrucción y europeización de España. La gloria, sin embargo, se la llevó Ortega. Causó tal deslumbramiento que, desde entonces, el diagnóstico y el tratamiento, en su aparente sencillez, han estado en la base de la forma en que los españoles se comprenden a sí mismos.
Ortega continuaba lo que otro escritor de la época, Miguel Santos Oliver, llamó la "literatura del desastre". La componen los muchos escritores que después de la ola de exaltación patriótica previa a la derrota de 1898 habían llegado a una conclusión dramática. El 98 no era una simple derrota militar, era un desastre que ponía en claro el atraso abismal del país y amenazaba la propia existencia de España. Estábamos más cerca de África que de Europa.
La idea era escandalosa y contradecía el optimismo liberal del siglo XIX español. (Unamuno comprendió lo que estaba ocurriendo y rechazó la retórica europeísta. Al proyecto de europeización opuso el de españolizar Europa, y a la promesa de felicidad que el eslogan de Ortega sugería opuso la dignidad de la cultura española, que llevaba en su núcleo más vivo la presencia de la muerte). Fue necesario el enorme aparato propagandístico de los literatos del Desastre –regeneracionistas, noventayochistas, institucionistas y luego la misma generación de Ortega– para que cobrara verosimilitud y fuera aceptada como un hecho indiscutible.
A finales del siglo XIX y principios del XX España estaba, en algunos aspectos, más atrasada que lo más avanzado de los países europeos. Aun así, era un régimen constitucional como el que tenían muchos de los demás, y se enfrentaba a los mismos problemas que cualquier otro. El liberalismo había sido un éxito y ahora, en torno a 1900, se trataba de instaurar un régimen democrático. Eso era lo que se propusieron líderes como Antonio Maura y José Canalejas. Al primero lo neutralizaron las izquierdas y el Rey; al segundo lo asesinó un anarquista. Luego llegaría el régimen autoritario y regeneracionista del general Primo de Rivera. El fracaso del intento de democratización entre 1902 y 1936 no fue exclusivamente español. Muchos otros países europeos tampoco consiguieron hacer aquella transición.
La atmósfera ideológica y cultural de la época no era favorable a los cambios pacíficos. En toda Europa, de hecho, reinaba una atmósfera venenosa. Ya no se confiaba en el progreso, ni en la razón ni en la capacidad de los electores –transformados en masas– para tomar decisiones fundadas. También estaba en duda la supervivencia de las naciones. Este último estaba lejos de ser un debate exclusivamente español. En Francia, en Alemania, en Austria, en Italia cundía la misma impresión catastrófica que arrasó la vida española.
De esa crisis surgió el nacionalismo, un movimiento al mismo tiempo reaccionario y modernizador, ultraconservador y revolucionario, nihilista y mesiánico. Los regeneracionistas –es decir, los nacionalistas– españoles hablaban de la agonía de su país –la España real– y afirmaban que estaba a punto de desaparecer bajo el régimen constitucional –esa España oficial que parasitaba la primera y llevaba a su degeneración–. Decían exactamente lo mismo que andaban proclamando los nacionalistas de otros países europeos. Por todas partes se escuchaban proclamas apocalípticas contra los regímenes liberales. Eran una falsificación del sentir y la voluntad del pueblo. El Parlamento francés no merecía mejor suerte que las Cortes de la Monarquía constitucional española, la nefanda Restauración.
Toda la historia del siglo XIX español se corresponde con la tendencia general de los países europeos. Revolución a principios de siglo, movimientos contrarrevolucionarios, división del liberalismo en grandes partidos de izquierdas y derechas, inestabilidad del nuevo régimen por falta de consenso, adaptación complicada de la Corona, surgimiento de un centro político que constituye una fuerza de estabilidad (los puritanos primero, luego la Unión Liberal y por fin el Partido Liberal Conservador de Cánovas). Juan Donoso Cortés fue de estos centristas antes de analizar las consecuencias que tendrían el socialismo y la revolución. Entonces se convirtió en un pensador de alcance continental, de los que escribían para toda Europa, no sólo para el público de su país. La historia del siglo XIX español, que tanto empeño se ha puesto en hacer incomprensible, es la historia de un país europeo enfrentado a la necesidad de compaginar la nación histórica y la nueva nación, constitucional y política, en un sistema de equilibrios sofisticados y difíciles de implantar. Historia inteligible, como subrayó Julián Marías.
Además, fue la historia de un éxito. Después del intento revolucionario de entre 1868 y 1873, Cánovas y Sagasta lograron el consenso entre liberales progresistas y liberales conservadores. Al consenso se incorporó casi todo lo que quedaba del carlismo y buena parte del republicanismo bajo el liderazgo del gran Emilio Castelar, amigo de la reina María Cristina de Habsburgo. Castelar decía que aquella Monarquía era más avanzada de lo que hubiera sido su propia República. Era algo más que una boutade, como se comprobó luego.
Nada de todo esto habría sido posible de no haber existido, en el siglo XVIII, una Ilustración lo bastante fuerte como para cambiar el curso de la historia del país. El cambio se resume en el arco que va de la Guerra de Sucesión, cuando varios ejércitos extranjeros se disputaron en España el trono del país, a la Guerra de la Independencia, cuando un cambio forzado de dinastía suscita un levantamiento popular que a su vez pone en marcha una revolución política y sienta los cimientos de la nación moderna.
La Ilustración española tiene rasgos originales, como no podía ser menos. Ahí está su adhesión al catolicismo, o su gusto por las formas vitales y estéticas de lo popular, versión española de la inclinación ilustrada a lo natural, aunque en parte sea también antifrancesa. A pesar de todo, sigue el mismo patrón que la de los otros países europeos, en particular los continentales. La Corona ilustrada se volverá cada vez más poderosa, hasta alcanzar un grado de absolutismo desconocido en la tradición española. Como en muchos otros países occidentales, las elites se apoyan en esa misma Monarquía para promover su proyecto de modernización, homogeneización y racionalización del espacio público. Todos están preocupados por el bienestar y el progreso, tanto económico como intelectual, de su país. Todos tienen el mismo interés por la historia, por el arte y por la literatura –testimonios de la vida del país–. Todos intentan combatir la superstición y todos gustan del clasicismo, reflejo de un espíritu orientado al culto a la razón y a lo universal humano. Se parecen incluso en la actitud, en el gesto. Los ilustrados retratados por Goya son estrictamente europeos –salvo en la evidencia del carácter, pero eso tal vez dependa más del pintor.
La producción científica española fue abundante tanto en siglo XVI como en el XVII, más aún en el XVIII. La caracteriza, explica Mariano Esteban Piñeiro, su carácter utilitario, práctico, puesto al servicio de las empresas de la Corona o de las reformas ilustradas. En vez de teóricos, los científicos españoles fueron ingenieros, botánicos, geógrafos o médicos. Tampoco en esto hubo retraimiento, ni aislamiento ni siglos de oscuridad.
Las Sociedades de Amigos del País encarnan el patriotismo de aquellas generaciones. Era un patriotismo optimista, casi siempre reformista, consciente de los obstáculos a los que se enfrentaba. A veces también, impaciente y soberbio, con sus ansias prerrevolucionarios, de las que más de uno se arrepentirá cuando vea de cerca la revolución en Francia. Entre los primeros están Jovellanos, Feijoo, Mayans, Aranda; entre los segundos, Tomás de Iriarte y luego Pablo de Olavide. Son miles de personajes que conforman una galería extraordinaria de españoles comprometidos, reflexivos, inequívocamente europeos.
Un prejuicio sorprendente consiste en considerar que sólo la Ilustración merece el calificativo de europea. No es así. Igual de europea que la Ilustración es la oposición a las Luces. Muy pronto, en toda Europa se empiezan a elaborar los argumentos de lo que luego se materializará en las actitudes antimodernas que plantan cara a las consecuencias de la Revolución en todo el continente, incluida Gran Bretaña. No sólo en España hubo desconfianza hacia aquella creencia en el progreso sin límites y en la bondad y la racionalidad del ser humano.
La Ilustración había venido precedida de un serio impulso renovador, los llamados novatores que, en Madrid, en Sevilla, en Zaragoza o en Valencia, se esforzaron por incorporar al saber español los nuevos métodos científicos. Lo propiciaron los años de relativa tranquilidad exterior del largo reinado de Carlos II, que sentó las bases de una nueva prosperidad del país luego de las continuas guerras exteriores que arruinaron Castilla entre 1600 y 1648. Los tratados de Westfalia, considerados como el inicio de la nueva Europa de las naciones, pusieron fin al sueño de un imperio: un imperio europeo en el que España se comprometió a fondo. Seguramente fue una ambición excesiva y anacrónica. Aquel proyecto tenía más de supervivencia medieval que de idea de futuro. También sacrificó el impulso pre nacional de los burgueses castellanos y valencianos –comuneros y germanías, opuestos al extranjero Carlos.
Ahora bien, el proyecto imperial no resulta tan despreciable cuando se recuerdan los interminables y feroces enfrentamientos que trajo el nuevo orden de la Europa de las naciones, o, más tarde, el que llegó al desplomarse el Imperio austro-húngaro. Tampoco está de más recordar el esfuerzo por reconstruir la unidad europea hecho en la segunda mitad del siglo XX, después del cataclismo nacionalista. En cualquier caso, el proyecto imperial español no era menos europeo que la Europa de las naciones que tenía enfrente. La Monarquía española ocupa en el pensamiento político de la época un lugar destacado, porque todos los contemporáneos eran conscientes de su originalidad. Saavedra Fajardo, uno de los grandes diplomáticos de entonces, analizó con realismo las fuerzas y los argumentos en varios textos, entre ellos uno que tituló Locuras de Europa. Y la derrota no significó la desmembración de la Monarquía española, que sufrió pérdidas territoriales graves, pero pequeñas.
En su libro más hermoso, Saavedra Fajardo defendió al príncipe cristiano, opuesto al príncipe maquiavélico, como modelo de gobernante o de Estado. El prestigio de Maquiavelo y el éxito de su elogio del poder sin límites ni principios desacreditaron aquella forma de pensar la naturaleza de la política. Hobbes le daría la puntilla con su pacto fundador de la soberanía basado en el terror. Aun así, la idea de un Estado cuya autoridad y legitimidad se basan en el bien común y no en el enfrentamiento perpetuo está lejos de ser un concepto desdeñable o arcaico. Tampoco es ajena a la tradición europea.
En nuestro país alcanzó una profundidad específica en los filósofos y los teólogos de la Escuela de Salamanca. Parten de la reflexión clásica, y cristiana, acerca de la naturaleza política del ser humano. No tiene el ser humano otra naturaleza que no sea la política, la que le lleva a vivir en comunidad (en república, diríamos si en nuestra lengua la palabra no estuviera cargada de otros significados). La legitimidad del poder político se basa en ese hecho básico, y sólo será legítimo el poder que realice esa naturaleza. Lo puede hacer de muy diversos modos según el régimen de cada comunidad. Lo que permanece invariable es que la soberanía pertenece a la comunidad tanto como al rey. Y si el rey pervierte la vida en común, la comunidad recobra sus derechos.
Aquí los españoles llegaron más lejos que el resto de los europeos, y los tratados políticos de la Escuela de Salamanca, en particular los de Juan de Mariana, fueron prohibidos fuera. No aquí, porque ese era el fundamento del bien común al que se debía atener la Corona. Y es que aquello no era sólo una teoría. También formaba la base de la naturaleza política de la Monarquía española. En el siglo XVII se enfrentó a rebeliones como la de Cataluña, que no aceptaba la política centralizadora del conde duque de Olivares y la interpretó como una traición a la naturaleza compuesta y pluralista del cuerpo político español. Se planteaban así los mismos problemas que están en el fondo de otros conflictos que desgarran entonces buena parte de Europa, como la Fronda en Francia y las revoluciones en Inglaterra. Cada país los resolvió a su modo: equilibrio entre el Parlamento y el monarca en Inglaterra, monarquía absoluta en Francia, monarquía compuesta en España con desequilibrio absolutista en Castilla. La Monarquía compuesta era una de las formas de enfrentar al rey a los límites de su poder, como también lo fueron las doctrinas de Juan de Mariana y sus colegas. Tal vez contribuyen a explicar la profundidad que a partir de la revolución liberal alcanza la alianza del liberalismo y la Corona.
Para su retrato del príncipe anticristiano, Maquiavelo se había inspirado en Fernando II de Aragón, el Rey Católico. Como todos los políticos, había practicado el maquiavelismo antes de que el tratadista italiano lo teorizara. Para el gran hispanista Karl Vossler, era imposible entender a Maquiavelo sin tener en cuenta la historia y la política españolas de su tiempo. Y es que el rey Fernando había promovido la creación de una nación como la que el florentino soñaba para su país y en un momento en el que España dominaba casi la mitad del territorio italiano. (Lo del Rey Católico procedía de la necesidad de asegurar la ortodoxia de los soberanos de un reino que estaba muy lejos de la homogeneidad religiosa que entonces imperaba en el resto de Europa: católico quiere decir aquí europeo). Los españoles fueron europeos entonces, como lo fueron cuando abrazaron la idea de imperio que trajo el nieto de estos mismos reyes. Una idea que apoyaron también círculos intelectuales italianos y norteños, como el del propio Erasmo, tan influyente en España.
Lo que durante mucho tiempo distinguió a España del resto de Europa fue su apariencia oriental, fruto de una sociedad en la que convivían moros, judíos y cristianos. Por eso la limpieza cultural y étnica a la que se procede en España a partir del siglo XV forma parte muy principal de la europeización del país. Culminó primero con la expulsión de los judíos y luego, un siglo después, con la de los moriscos. Para entonces los españoles ya eran completamente europeos, tanto que transformaron el proyecto en la obsesión paranoica de la pureza de la sangre. Prejuicio que dio un nuevo tono, característico, a toda una sociedad, pero que no deja de pertenecer a la cultura de Europa y de los europeos, como resulta bien fácil de recordar: antes y después de aquellos momentos.
No hace falta remontarse a los godos para comprender que no hay un solo momento de la vida española que no haya estado impregnado del espíritu, de la mentalidad, de la atmósfera europeos. Y por volver de un salto al presente, los equipos de humanistas al servicio del proyecto imperial de Carlos V, y los de funcionarios de tiempos de Felipe IV, llamado el Rey Planeta, tuvieron excelentes continuadores en los juristas, diplomáticos, economistas y traductores que contribuyeron a negociar la difícil adhesión de España a la Comunidad Europea –entre otras cosas, con el traslado al castellano de las 60.000 páginas de legislación de obligado cumplimiento, lo que entonces se llamaba el "acervo comunitario".
El 12 de junio de 1985, el presidente del Gobierno, Felipe González, rubricaba en el Palacio Real de Madrid, en presencia del rey Don Juan Carlos, el ingreso del Reino de España en la Comunidad Europea. La firma culminaba un largo proceso de negociación que se había abierto en 1978, tras la desaparición de la dictadura. La adhesión de España venía a cerrar un largo paréntesis de marginación política que se había iniciado después de la Guerra Civil. Los sublevados contra la República habían hecho una guerra y levantado un régimen político convencidos de que eran la vanguardia de un movimiento general antimoderno y contrarrevolucionario. Acabaron encontrándose con un mundo en el que sus convicciones y sus ideas no tenían la menor vigencia y que tomaba como principio fundador aquello mismo que aborrecían, la democracia liberal.
Casi cuarenta años después, la sociedad española se había modernizado, pero no el régimen político, que seguía siendo una rareza en la Europa occidental, sólo comparable a la dictadura portuguesa y al régimen de los coroneles griegos. En 1975 había llegado el momento de deshacer el hechizo. La democratización de España correría paralela a su integración en la Comunidad Europea. Su vuelta a Europa, se decía entonces.
No ocurrió así del todo. Los españoles organizaron pronto un régimen democrático. En 1977 se celebraron las primeras elecciones y un año después, el 6 de diciembre de 1978, los electores refrendaron una Constitución, la octava de la historia de España y la primera que instauraba una Monarquía parlamentaria. Reanudaban así la historia interrumpida a principios de siglo, cuando las fuerzas políticas fueron incapaces de transformar la Monarquía constitucional en una Monarquía parlamentaria, democrática y liberal. Sí lo habían sabido hacer otros países europeos –casi todos monarquías–, como Bélgica, Holanda, Dinamarca, Suecia o Gran Bretaña.
En contraste con este rápido proceso de democratización, la adhesión a la Comunidad Europea llevó otros diez años (ocho, si se tiene en cuenta la fecha de proclamación de la Constitución). Democratización no había significado europeización. A diferencia de lo ocurrido más tarde con otros países salidos de otras dictaduras, que recibieron toda clase de facilidades, los españoles tuvieron que vencer laboriosamente los obstáculos que les pusieron algunos países comunitarios.
El desfase importó poco. Modernización, democratización y europeización iban tan unidas en el imaginario español que aquello apenas se notó. Desde entonces, la sociedad española ha sido la más proeuropea de todas las que componen la UE. Ni los desplantes de algunos socios en temas tan sensibles como el terrorismo, ni la depresión económica de 1993, ni la de 2008, ni la crisis de la representación política que en otros países trajo dudas y oposición al proyecto de la Unión han revertido la situación. La Unión ha recibido críticas, pero ninguna organización política que aspire a ser tomada en serio en España puede declararse antieuropea. Podrá matizar la presencia de España y sus formas políticas, pero, hasta ahora al menos, los españoles hemos seguido siendo europeístas. Europa ha sido el fin último de la vida en común, el criterio por el que nos hemos juzgado a nosotros mismos. Como se desprende del estudio de Ricardo Martín de la Guardia, el europeísmo español es casi una ideología, y la base de uno de los pocos consensos fuertes que están en la matriz de nuestra democracia. Tenemos incluso un grupo de europeístas profesionales, el más ilustre de los cuales fue el historiador y diplomático Salvador de Madariaga. Una vez instalada en la Unión, España promovió una mayor integración: con el Tratado de Maastricht, cuando introdujo la ciudadanía europea; cuando la lucha contra el terrorismo o cuando despejó el camino para la integración de los países del Este.
Muchos años después de su propuesta de europeización de España, en 1949, Ortega visitó Berlín, un Berlín en el que todavía se podían ver las huellas de la devastación provocada por la guerra. Desde sus años de estudiante de filosofía, Alemania había sido para él el norte de la cultura europea. Cuando hablaba de europeizar a España, Ortega pensaba en Alemania. Sin embargo, la evolución de Europa desde los primeros años del siglo XX había desmentido la hipótesis y los buenos deseos. Los países europeos, en particular Alemania, habían retrocedido a la barbarie. Desencadenaron dos guerras y varias revoluciones con un poder de destrucción como jamás se había visto. La evolución de España, por su parte, había demostrado que el país seguía punto por punto el devenir histórico del resto de Europa: estábamos perfectamente europeizados. Y como las tendencias antiilustradas del siglo XVIII y las antimodernas del XIX, también el conservadurismo de Franco tenía raíces y correspondencias europeas, en particular con los conservadores, monárquicos y nacionalistas franceses. Una cosa es que a Franco no le gustara la democracia ni el liberalismo y otra que esa animadversión no fuera tan europea como aquello que combatía. La Falange se inspira en el fascismo italiano y la tecnocracia de los años 70, con su obsesión por el fin de las ideologías, es la variante española de un movimiento general antiideológico con representantes en Europa y en Estados Unidos. El Opus Dei, tan original, nació en España, aunque hablaba un lenguaje internacional y, en consecuencia, se globalizó pronto y con éxito. Fue aquí, en España, en 1954, donde se publica uno de los análisis más lúcidos de la crisis europea: El rapto de Europa, de Luis Díez del Corral.
En su conferencia de Berlín, publicada con el título de Meditación de Europa, Ortega afirmó que Europa no es posterior a las naciones que la forman, como sí lo es la Unión Europea. Ocurre al revés. Europa existe antes de las naciones y constituye su sustrato cultural y existencial. La gran originalidad de Europa, lo que constituye la esencia de su aportación, fue crear esas entidades que llamamos naciones y que se proyectan sobre el futuro partiendo del fondo común de todas ellas: el legado de Roma, Atenas, el cristianismo, Jerusalén. Entre estas naciones estuvo España, que fue particularmente precoz en lo político. Con una historia extraordinaria, quedaba convertida en una forma específica, pero una forma más, y ya desde sus inicios, de la vida y el espíritu europeos. Somos europeos, en resumen, porque somos españoles, como, en otro registro, se es español porque se es catalán. Y hasta ahora no se ha inventado otra forma de ser europeo que la de ser como español o como catalán y español.
La institución que se encargó de esa construcción fue, de modo muy principal, la Monarquía, una Corona tan española como cosmopolita, europea por naturaleza –Don Juan Carlos nació en Roma, Doña Sofía en Atenas– y que es al mismo tiempo el símbolo de la unidad del país y la más firme barrera contra la sórdida tentación nacionalista. En realidad, la Corona encarna el sentido de la historia de nuestro país, y el primer acto constitucional de la Princesa de Asturias en 2018 volvió a dejarlo claro.