Vox y la extraña muerte de Europa
El partido al que represento en el Parlamento español, Vox, es la expresión española de una nueva derecha que está tomando forma en todo Occidente. Se diferencia de la derecha establecida o mainstream en el hecho de que no da por supuesta la hegemonía cultural de que goza la izquierda desde 1968 (o, como ha sostenido Russell Reno en Return of the Strong Gods, desde 1945), ni su autoatribuida superioridad moral. Se opone a la izquierda no sólo en cuestiones económicas, también en las bioéticas, culturales y antropológicas. La derecha establecida llama "populista" o "ultra" a la nueva derecha para desacreditarla (el rótulo populista, sin embargo, puede resultar correcto si tenemos en cuenta que la nueva derecha parece sintonizar mejor con determinadas inquietudes de la clase baja, como su indefensión frente a la inmigración ilegal).
Vox surgió en 2014, recogiendo la frustración de los españoles decepcionados por el Gobierno de derecha clásica del Partido Popular, que, con mayoría absoluta, no derogó ni una sola de las leyes ideológicas promulgadas por el anterior Gobierno socialista (aborto libre, inseminación artificial de mujeres sin pareja masculina, matrimonio entre personas del mismo sexo, Ley de Memoria Histórica –que impone una versión oficial sesgada y maniquea de la historia española del siglo XX–…).
Vox está siendo la canalización política del instinto de conservación nacional. Pues la supervivencia de España como nación está amenazada de varias formas. En lo político, por la constante sangría de soberanía: hacia abajo (regiones autónomas, algunas gobernadas por partidos nacionalistas que usan el poder regional para adoctrinar en el separatismo) y hacia arriba (una Unión Europea con cada vez más ínfulas de Superestado). En lo social, por una identity politics neomarxista que enfrenta a los hombres con las mujeres, a los blancos con los de otras razas, a los heterosexuales con los homosexuales. En lo demográfico, por una tasa de natalidad un 45% inferior al índice de reemplazo generacional. En lo cultural, por la inmigración ilegal masiva, que aprovecha el vacío demográfico generado por la infranatalidad.
El invierno demográfico es la amenaza más aterradora. La cultura occidental actual –materialista y hedonista– es, como ha dicho Mark Steyn, una present tense culture, desconectada tanto del pasado (que es condenado como una larga noche de machismo, racismo y homofobia) como del futuro (que es abolido por la no procreación). Se rompe así el "contrato entre los muertos, los vivos y los aún por nacer" en que consiste una nación, según Edmund Burke. Nuestra divisa es el carpe diem ("coge el día"); pero grandes pensadores como San Agustín o Pascal supieron que el presente –fugaz, inaprehensible– no existe si no es como recapitulación del pasado y anticipación del futuro. La fecundidad de las españolas es de 1’15 hijos por mujer, casi la mitad de la tasa de reposición generacional, y sigue descendiendo. En España hay hoy 3’5 millones de personas menos en la franja de edad 20-40 que hace 20 años. En 20 años tendremos una pirámide poblacional insostenible, con demasiados ancianos y muy pocos jóvenes: ¿quién financiará las pensiones de jubilación y el gasto sanitario? En 2019, en la provincia de Orense, las muertes fueron cuatro veces más numerosas que los nacimientos; en varias otras, las muertes triplican a los nacimientos. El actual Gobierno socialista-comunista ha aprobado una Estrategia Nacional de Reto Demográfico: en sus decenas de páginas no aparece una sola vez la palabra natalidad. Se pretende frenar la despoblación mejorando los servicios y la conectividad de internet de las provincias despobladas, en lugar de fomentando los nacimientos. Y también "canalizando una migración regular y ordenada".
El suicidio demográfico de Europa está estrechamente relacionado con la pérdida del sentido de la sacralidad de toda vida humana. En España es legal el aborto por simple voluntad de la mujer desde 2009, y se aprobó hace unos meses el derecho a la eutanasia. La valoración de toda vida humana era un rasgo diferencial de Occidente frente a otras civilizaciones que practicaban el suicidio ritual (el sepuku japonés, por ejemplo), tenían combatientes suicidas (Islam) o abandonaban a los ancianos. La llegada de los españoles a América terminó con los sacrificios humanos; la de los ingleses a la India, con el sati, la quema de las viudas en vida.
El doctor Jerome Lejeune dijo que la calidad de una civilización se mide por el respeto que dispensa a los más débiles. Nos horroriza saber que, antes de la llegada de los ingleses, los aborígenes australianos mataban al 40% de sus bebés. Pero debemos recordar que, hoy, el 20% de los concebidos en Europa son exterminados en el seno materno.
Tanto el invierno demográfico como los avances del aborto y la eutanasia están relacionados, a su vez, con la crisis de la familia. En España la tasa de nupcialidad se ha desplomado un 40% en sólo 25 años; la pareja de hecho está sustituyendo al matrimonio como pauta de asociación de los sexos. El europeo es ya incapaz de prometer fidelidad eterna (en Las troyanas, de Eurípides, Hécuba le dice a Menelao: "No ama quien no ama hasta la muerte"). Ahora bien, las parejas de hecho son menos fecundas que los matrimonios (lo cual es lógico, pues el grado de compromiso es menor) y sus resultados educativos son peores. En realidad, estamos sacrificando el bienestar (y hasta la mera existencia) de los niños a la libertad amorosa de los adultos.
Parece que la solución para el colapso demográfico que han previsto las élites en Madrid y en Bruselas es la inmigración masiva. Es un caso único en la Historia: un pueblo que pide ser invadido porque tiene pereza de reproducirse. Por razones de proximidad geográfica, esa inmigración procederá principalmente de Asia y África. La costa africana se encuentra a sólo 14 kilómetros del extremo meridional de España. La renta mediana de los países de Europa occidental es 17 veces superior a la de los países africanos. La población europea era en 1900 cuatro veces más numerosa que la africana; en la actualidad, la africana es dos veces mayor, y en 2050, cuatro. La presión migratoria va a ser brutal. Y la inmigración no solucionará el colapso del Estado del Bienestar: el inmigrante promedio tiene baja cualificación laboral, cobra (si trabaja) salarios bajos y por tanto contribuye poco al sostenimiento de los servicios estatales, que sí consume.
Además de económicamente disfuncional, la inmigración ilegal es culturalmente inasimilable. Una Europa que se avergüenza de su pasado no se siente moralmente autorizada a exigir a los recién llegados que asuman la identidad europea; por el contrario, se siente obligada a respetar su derecho a la diferencia y al mantenimiento de sus propias costumbres. Es la actitud que Renato Cristin, parafraseando a Roger Scruton, ha llamado oikofobia (odio de lo propio), y su complemento natural es la xenofilia, la sobrevaloración de lo ajeno. Es así como se han ido creando guetos islámicos en la periferia de tantas ciudades suecas, belgas o francesas. Las no-go zones que en Francia han sido llamadas territoires perdus de la République. Douglas Murray escribió en The Strange Death of Europe que si Carlos Martel, el hombre que derrotó al Islam invasor en la batalla de Poitiers (732), enterrado en la abadía de Saint Denis, saliese hoy de su tumba, pensaría que los musulmanes ganaron la batalla, pues Saint Denis está en gran parte islamizado.
El pensamiento woke dominante descalifica como racista a quienquiera tenga algo que objetar a la Europa multicultural. La diversidad ha sido convertida en un fin en sí mismo: diversity is our strength. La pregunta es: ¿qué diversidad hay en Möllenbeck o en ciertos barrios de la periferia de Marsella, Bradford o Malmoe? Son zonas homogéneamente musulmanas, de las que huyen los últimos vecinos europeos (o bien se aclimatan, adaptando sus costumbres y hasta su vestimenta a las normas islámicas). Como predijera Sartori en los años 90, no vamos hacia una Europa basada en la fusión de culturas, sino a una basada en la simple yuxtaposición de guetos étnicos. Según estimaciones de la demógrafa Michelle Tribalat, el 90% de los musulmanes franceses se casan con musulmanes. La libanización no se atenúa con el paso del tiempo, sino que se agrava, pues los inmigrantes de segunda o tercera generación a menudo se sienten más atraídos por su cultura de origen que sus padres o abuelos (un fenómeno al que Georges Bensoussan ha llamado "desasimilación").
La opción del establishment europeo por un futuro multicultural de inmigración masiva se ve confirmado por el trato dispensado a los Gobiernos de Europa Central –especialmente el húngaro y el polaco– que han desarrollado una alternativa consciente a ese modelo: desean que sus pueblos mantengan su identidad; en lugar de por la inmigración extraeuropea, apuestan por la recuperación de la natalidad nativa, y para ello intentan fortalecer la familia e incentivar el matrimonio, al tiempo que restringen el aborto. Creo que este marco ideológico-demográfico alternativo es la causa real de la hostilidad que los burócratas de la UE les han profesado en los últimos años.
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Suele decirse que el siglo XX consistió en una guerra civil occidental, que enfrentó a tres ideologías occidentales en el período 1917-1945 (fascismo, marxismo y liberalismo) y a dos (marxismo y liberalismo) en 1945-89. Huntington advirtió en 1996 de que ese conflicto ideológico intraoccidental sería sustituido en el s. XXI por un conflicto de civilizaciones, a medida que Occidente perdiera su hegemonía y otras civilizaciones como la china o la islámica ganaran poder económico-militar y, sobre todo, confianza en sí mismas. Vivimos actualmente un proceso de reindigenización del mundo en el que todas las culturas menos la occidental afirman sus respectivas raíces.
La situación de Occidente, además de por su pérdida de peso relativo (su participación en la población, el PIB o incluso el liderazgo tecnológico y el músculo militar mundiales desciende rápidamente), se ve perjudicada por la prolongación de la guerra civil ideológica. Pues el marxismo no murió en 1989: se reinventó a partir de los 90 como identity politics. La esencia del marxismo es el antagonismo social, la interpretación de la Historia como lucha entre opresores y oprimidos. En el marxismo clásico, los grupos enfrentados eran clases sociales; en el marxismo postmoderno de la identity politics son sexos, razas y orientaciones sexuales. El feminismo o el antirracismo tuvieron sentido en Occidente hasta los años 60, cuando aún había discriminaciones legales basadas en el sexo o la raza (en el caso de EEUU, o en el de Sudáfrica hasta 1990), pero alcanzaron hace ya mucho sus objetivos legítimos: en la actualidad se han convertido en movimientos tóxicos que alientan el resentimiento y el victimismo.
Uno de sus trucos es la suplantación de la igualdad de derechos por la de resultados: mientras no se alcancen ratios de 50/50 en el generalato, las cátedras universitarias, los consejos de administración y el rugby profesional, significará que las mujeres son discriminadas. El mismo principio vale para las razas, especialmente en EEUU, donde las políticas de affirmative action están conduciendo a una situación delirante en la enseñanza superior: obsesionadas por promover a las etnias infrarrepresentadas, hay universidades que dejan entrar a un negro o un hispano con una nota SAT de 900 mientras dejan fuera a un blanco o un oriental con una nota de 1.400 (como demostró el libro de Heather MacDonald The Diversity Delusion). La diversocracia desplaza a la meritocracia: la prioridad no será ya seleccionar a los mejores, sino conseguir ratios políticamente correctas de representación racial y de sexo en todos los ámbitos. O, dicho de otra forma: la igualdad de resultados se alcanza mediante la destrucción de la igualdad de derechos (pues la discriminación positiva para las mujeres o los de color es discriminación negativa para los hombres y los blancos).
Si EEUU es la vanguardia mundial de la identity politics en su versión racial, España lo es en su versión de género. Somos el único país que ha codificado un nuevo tipo delictivo que, por definición legal, sólo puede ser cometido por varones: la violencia de género. La calificación penal y la sanción aplicada varían si la agresión doméstica la comete un hombre o una mujer. Las garantías jurisdiccionales y la presunción de inocencia han sido debilitadas, y hay indicios de que se producen muchas acusaciones falsas. España, país en el que las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres desde hace ya medio siglo –y que, según estudios internacionales, es uno de los más seguros del mundo para las mujeres–, tiene un Ministerio de Igualdad generosamente financiado cuya principal tarea es la propaganda: inculcar a toda la sociedad la idea de que sigue existiendo la opresión de género y que "todavía nos falta mucho para alcanzar la igualdad real".
El éxito de la identity politics se debe a dos claves. De un lado, la tentación del victimismo es parte de la naturaleza humana; la identity politics externaliza la responsabilidad: si fracasaste en tal examen o puesto, no fue culpa tuya, sino de una sociedad machista-racista-homófoba que te discrimina por tu raza o tu sexo. De otro lado, la identity politics está funcionando de hecho como la (pseudo)religión del siglo XXI (éste es un aspecto que ha analizado Douglas Murray con brillantez). A los jóvenes que necesitan un sentido existencial que vaya más allá de ganar dinero y buscar el placer (carpe diem!), la identity politics les propone un horizonte de purificación moral: ser virtuoso, en el Occidente postmoderno, consiste en ser feminista, antirracista y pro-LGTB. Ciertamente, esos jóvenes llegan con 60 años de retraso a esas luchas, que tuvieron sentido hasta la década de 1960 pero no lo tienen ya. La identity politics implica, pues, disonancia cognitiva: obligarse a buscar opresión donde ya no la hay (bajo la igualdad formal subyace aún una desigualdad material). Es lo que Kenneth Minogue ha llamado "síndrome de San Jorge jubilado" (deprimido porque ya no quedaban dragones, San Jorge terminó alanceando monstruos imaginarios). El aspecto pseudorreligioso de la identity politics se hace manifiesto también en la intolerancia desplegada por sus creyentes: a los discrepantes nos acallan no refutando nuestras afirmaciones sino decretando que "no tenemos derecho" a sostenerlas (porque son "machistas-racistas-homófobas").
Otra pseudorreligión de influencia creciente –y también muy nociva para la supervivencia de Occidente– es el ecologismo político. Se trata en realidad de una involución a la adoración de las fuerzas naturales, religión que precedió históricamente a la noción de un Dios personal. La religión ecológica tiene su divinidad ("el planeta", la biosfera, cuya integridad importa más que el bienestar del hombre), su pecado original (la revolución industrial y los combustibles fósiles), su evangelio salvador (la Agenda 2030 y las leyes verdes), su penitencia (la ascética vida vegano-sostenible, sin carne ni aviones), su Paraíso (la Europa de la neutralidad climática en 2050, con los campos llenos de placas solares) y su suma sacerdotisa (la niña Thunberg).
(No tengo tiempo aquí de abordar en detalle la cuestión del cambio climático. Todos admitimos que la temperatura mundial ha subido un grado desde el siglo XIX, pero ese calentamiento ha beneficiado a la humanidad –por ejemplo, con el efecto fertilizante del aumento de CO2, que ha hecho al planeta más verde–. No sabemos qué porcentaje de ese calentamiento se debe a factores naturales y qué porcentaje a la intensificación del efecto invernadero por la quema de combustibles fósiles. Las predicciones de aceleración del calentamiento formuladas desde los años 80 no se han cumplido. Tampoco ha tenido lugar un incremento de fenómenos tales como las inundaciones, los huracanes, etc.: el número de muertes en catástrofes climáticas ha descendido en un 96% en un siglo. Un grado más de calentamiento todavía podría resultar globalmente beneficioso, con diferencias regionales; más allá, los perjuicios superarán probablemente a los beneficios, como demuestran los cálculos de Richard Tol o William Nordhaus. Pero serán perjuicios perfectamente gestionables: un mundo dos grados más caliente en el año 2100 no representará una "amenaza existencial" para nuestros bisnietos, en un mundo mucho más rico y tecnológicamente avanzado).
Si realmente creyeran que el calentamiento se debe sólo al hombre y puede resultar catastrófico, los ecologistas deberían potenciar la energía nuclear, que es la única alternativa seria a los combustibles fósiles (al menos, en la generación de electricidad). Sin embargo, fueron precisamente ellos los que consiguieron frenar el desarrollo nuclear a partir de los 80, con campañas de terror irracional hacia una energía muy segura, sin duda la más poderosa que ha encontrado el hombre.
Las llamadas energías renovables (solar y eólica) no pueden ser la base de una economía desarrollada, sino en todo caso un complemento: son energías intermitentes (sólo funcionan cuando luce el sol o sopla el viento), inalmacenables y energéticamente poco densas (para conseguir la misma cantidad de energía que produce una pequeña central nuclear necesitamos cubrir con paneles solares una superficie 450 veces mayor).
Las emisiones europeas de CO2 representan ya sólo un 9% del total mundial; las de China se acercan al 30%. Europa ya ha reducido un 25% sus emisiones desde principios del siglo XXI; China las ha casi triplicado en ese tiempo. Pero es Europa la que se embarca en un European Green Deal suicida que encarecerá la energía (Alemania, pionera de las renovables, tiene la factura eléctrica más cara del mundo), perjudicando la productividad de la economía y la competitividad de las empresas, mientras China y la India siguen creciendo sin frenos.
Occidente se ha sumido en un ejercicio masoquista de autonegación que puede culminar en su autodestrucción: pide perdón por su pasado (por ejemplo, por haber practicado la esclavitud, que en realidad ha sido practicada por todas las culturas, pero sólo abolida por Occidente), se olvida de engendrar a la siguiente generación, se siente obligado a abrir sus fronteras a todos como compensación por sus supuestos pecados históricos, destruye su cohesión social con la identity politics y la guerra de sexos, erosiona su economía con una transición energética que carecerá de cualquier relevancia climática si no es practicada simultáneamente por otros países –especialmente China y la India–…
Frente a esta espiral de autodestrucción, la nueva derecha representa la respuesta y la esperanza. Hemos nacido para detener todo esto. Venceremos si Dios lo quiere, y si no caeremos con honor. Como en la canción de Kevin Prosch:
We’ve just begun to fight
but the Victory is the Lord’s.
Versión en español de la ponencia presentada por Francisco José Contreras en el congreso Polska Wielcki Projekt (Varsovia, 18-IX-2021).